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domingo, 21 de febrero de 2021

EL CUENTO DE HOY

 



EL HIPOCORNIO DE PALIMISTRÍN


Por Alejandra  Vilela (*)



Había una vez un niño llamado Palimistrín. Este pequeño, que tenía padres con mucha imaginación, creció en una casa llena de aventuras inventadas. Había días en que su madre inundaba el baño, y todos dormían amontonados en la bañera, simulando un naufragio. Los miércoles de luna llena jugaban a viajar en un crucero de lujo, dando  vuelta la mesa del comedor. Sentados allí con las piernas cruzadas, escuchaban a su padre describir las maravillosas forma marinas que veían desde el balcón de su camarote. Así, Palimistrín aprendió a mirar el mundo con ojos de fantasía y para él nada era imposible, ridículo o inexistente. Todo podía pasar en su casa. Y así creció, como un niño feliz en una casa multicolor.  

Un día, cuando tenía 7 años, se mudaron de barrio y su madre lo llevó a una escuela nueva, donde no conocía a ningún niño. Palimistrín fue recibido en la puerta de su aula por la Señorita Perla, que era muy alta y sonreía con amabilidad. La maestra, antes de indicarle a Palimistrín su asiento, lo presentó al resto de los niños. 

“Les presento a Palimistrín,  su nuevo compañero. Vamos a darle un fuerte aplauso de bienvenida a la escuela”. 

Todos aplaudieron y saludaron. Pero uno de los niños, Ángel, levantó la mano y preguntó cómo era posible que se llamara Palimistrín, si ese nombre no existía.  El comentario fue recibido con una carcajada generalizada. La Señorita Perla se puso muy seria y dijo que aunque fuese un nombre que no existía, era muy bonito y no quería escuchar a nadie burlarse del nombre del nuevo compañero.  

Todos se callaron inmediatamente, pero Palimistrín se quedó un poco triste, pensando cómo podía ser que sus padres le hubiesen puesto un nombre inexistente y que él hubiese llegado a los siete años sin notarlo. 

Cuando su mamá lo vino a buscar, lo primero que hizo es preguntar porqué su nombre no existía.  Su mamá le dio la mano, y mientras caminaban a casa, le contestó:

“Por supuesto que Palimistrín existe, lo inventé yo el día que naciste. Vi tu carita y de inmediato pensé que Palimistrín era un nombre perfecto para ti”.  

El pequeño en principio se conformó con la respuesta, pero luego, mientras almorzaba, pensó que Angel  se burlaría diciéndole que tenía un nombre inventado, y se lo comentó a su mamá. 

“No te preocupes Palimistrín, que todos tenemos un nombre que en algún momento fue inventado. ¿O acaso crees que los hombres primitivos se llamaban Perla y Ángel?  Al principio no había nombres y en algún momento a alguien se le ocurrió ponerlos. Ángel también fue inventado, solo que antes que Palimistrín”.

Una enorme sonrisa se pintó en la cara del niño. Su mamá siempre tenía respuestas a sus problemas. 

El día del animal, la Señorita Perla les pidió que dibujasen a su mascota favorita.  Todos tomaron una hoja blanca y lápices de colores y dibujaron a un animal. Clara dibujó a su perra Mala.  Montserrat a su gata, la dulce Minoshina. Fátima dibujó a un gato siamés llamado Cristóbal y Luna a su gallina Florinda. 

Cuando terminaron, todos colgaron sus dibujos en las ventanas del aula. Palimistrín, muy orgulloso, colgó un dibujo multicolor de un ser extrañísimo. Cuando regresaba a su asiento, vio que todos los niños observaban su dibujo. Y lo que era peor, la Señorita Perla también.  Ángel señaló su dibujo con el dedo y dijo: 

"¡Ese animal no existe! ¡Jajajajajaja!"

Palimistrín, ofendidísimo, dijo: “Es un hipocornio, y por supuesto que existe. Mi mamá pintó uno mucho mas lindo en mi cuarto. ¡Lo miro todas las noches antes de dormir!” 

“No existe, no existe”, coreaban todos riendo.

Palimistrín no pudo evitar que lágrimas gordas rodaran por su mejilla. La maestra intentó consolarlo, pero no pudo, así que la directora llamó a su mamá, para que viniese a buscarlo.  Cuando llegó al aula, Palimistrín preguntó en voz alta:

“¿Cómo se llama ese animal, mamá?”

"¡Hipocornio!", respondió ella y una sonrisa triunfal se pintó en el rostro del niño.

La maestra y sus compañeros miraron asombrados a su mamá, pero nadie se atrevió a decirle que no existía. Entonces Palimistrín, para que su madre entendiese el problema aclaró:

“Angel dice que no existen los hipocornios”.

“Angel tiene un poco de razón… no existe TODAVÍA”,  respondió su mamá. 

"¿Todavía? ¿Qué significa eso? ¿Que va a existir?",  preguntó Luna, que era muy curiosa.

“No todas las formas animales que conocemos hoy existieron siempre, ni van a existir para siempre. Aquí veo dibujados gatos, perros y gallinas.  ¿Ustedes sabían que estos animales no existían en la época de los dinosaurios? Si alguien los hubiese dibujado en esa época, le hubieran dicho que no existían, pero la verdad es que NO EXISTÍAN TODAVÍA, pero existirían en el futuro. Hipocornio es un animal adorable, y con Palimistrín estamos esperando que alguna vez exista. Puede que nunca aparezca, pero ahora no lo sabemos y nos gusta mucho, así que lo hemos adoptado como mascota en casa."

"¡Levante la mano a quién le gustaría tener un hipocornio el día que exista!", dijo entusiasmado Palimistrín.

Todos los niños levantaron la mano. Menos Angel. A él no le gustaban las cosas que no existían. 

Unas semanas más tarde, cerca de la primavera, la señorita propuso que adornasen el aula con un mural. Ella había dibujado un enorme papel lleno de flores, abejas, mariposas, bichitos colorados y un sinfín de cosas bellas. Puso un enorme recipiente con lápices de colores y dijo a los niños:

"Quiero que cada uno de ustedes escoja un color. Utilizará ese color en distintas partes del mural. Así todos sabremos qué parte pintó cada uno."

Ángel eligió el azul, porque pensaba pintar todo el cielo. Luna se abalanzó sobre el rosa, que era su color favorito. Lucio adoraba los bichitos colorados, así que buscó ese color. Cuando todos tenían sus lápices, Palimistrín se acercó al recipiente y tomó siete  lápices.

"Debes escoger un solo color, Palimistrín", dijo la Señorita Perla.

"Tengo uno solo", respondió el niño.

"Mentira, tienes siete colores", dijo Tomás.

"¡Nooooo! Sólo tengo uno, que se llama color LUZ!"

"¡Ese color no existe, como todo lo que tienes tú. Nombre que no existe, mascota que no existe y color que no existe!" gritó Ángel.

"¡Sí existe! Llamemos a mi mamá y preguntémosle", retrucó Palimistrín, enfadadísimo.

"No Palimistrín", dijo la Señorita. "Ya hemos escuchado a tu madre varias veces; ahora queremos escucharte a ti. Debes aprender a defender tu punto de vista. Si crees que el color luz existe, explícanos porqué. Todos te escucharemos sin interrumpir", dijo mirando con cara muy seria a todos los demás alumnos. 

El pobre Palimistrín sintió todos los ojos fijos en él y las lágrimas a punto de rebalsar de sus ojos, pero juntó valor y dijo:

"Yo no sé muy bien porqué mi mamá llama color luz a todos estos colores, pero mi casa está pintada color luz, y yo he visto el color luz los días de lluvia. La gente creo que llama arcoíris al color luz," terminó en voz casi imperceptible, seguro de que no lo había explicado bien. 

Sin embargo la Seño Perla, agachándose, lo abrazó y le dijo:

"Te felicito Palimistrín, porque fuiste capaz de pararte frente a la clase y explicar lo que sabías.  Porque tragaste tus lágrimas. Y porque prestaste atención a las explicaciones de tu madre".  

Luego, dirigiéndose a los otros niños dijo: 

"El año que viene estudiaremos la descomposición de la luz, pero lo que dice Palimistrín es cierto. La luz está formada por esos siete colores que escogió, aunque sólo puedan verse cuando pasan por una gotita de agua un día de lluvia. ¡Es muy original llamarlos color luz, pero me gusta mucho la idea! ¡Gracias por compartirla!"

Ese día Palimistrín volvió muy contento a su casa, porque sus amigos habían entendido que algunas veces existen respuestas que no se nos ocurrieron y que siempre, antes de rechazar una idea,  hay que escuchar las explicaciones que puedan ayudarnos a entenderla. 



(*) Escritora. Este cuento fue finalista en el 2020 en el concurso  #quedateencasa, organizado por Ciencia y Cultura del Chubut. La ilustración es una acuarela de la autora.

martes, 16 de febrero de 2021

TEXTOS CON HISTORIA




En esta columna procuramos rescatar textos vinculados a la historia de la Patagonia. El artículo que transcribimos a continuación, escrito por Carlos A. Bertomeu, estuvo dedicado a recordar la figura de John Daniel Evans y fue publicado en la revista “Argentina Austral” (A.A. 143/1943) poco después del fallecimiento del recordado pionero galés.


Rasgos de la vida de don Juan D. Evans, fundador de la Colonia 16 de Octubre


Por Carlos A. Bertomeu (*)







El sábado 6 de marzo dejó de existir en Trevelin, Chubut, don Juan D. Evans. Así, escuetamente, nos llegó la triste nueva y no pudimos menos que remontarnos de inmediato en la recordación a la fecunda trayectoria de esa vida que se apagó serenamente en el lejano valle cordillerano que él tanto amó.


Cuando una vida transcurre dignamente y quien la vive cumple un misión efectiva en el medio en que le toca actuar, su muerte, salvo cuando es prematura, lleva en sí el signo de una etapa en la ruta sin fin y por ello mismo la recordación no se reviste de agudas lamentaciones, sino que se convierte en sereno homenaje para aquel que solo desapareció en la materia y queda con nosotros en espíritu. Tal es el caso de John Evans, “pioneer” de los tiempos lejanos de la Patagonia heroica, espíritu aventurero y místico a la vez, precursor del progreso de la cordillera austral, de quien haremos una breve semblanza.


Nacido en 1862 en el lejano país de Gales, llegó con sus padres a las inhóspitas riberas del Golfo Nuevo el 28 de julio de 1865, junto con aquella inolvidable caravana de visionarios que buscaron en el lejano valle del Chubut, el quieto retiro en que pudieran vivir sus nobles tradiciones y costumbres. Se asimiló rápidamente al áspero medio y no tardó de identificarse en el mismo, a tal punto que todos lo apodaron “el baquiano”, por su notable sentido de orientación y el dominio que tenía de los intrincados senderos que los indios abrían en el desierto.


Cuando aún no tenía veinte años, impresionado por los brillantes relatos que los tehuelches —los buenos amigos de la colonia galesa—, le hicieran de las lejanas tierras de Occidente, donde había enormes montañas, impenetrables bosques y cristalinos arroyos en los que basta agacharse para recoger el oro, presintió que allí estaba el verdadero porvenir de esa colonia que en Rawson luchaba desesperadamente contra la adversidad y la pobreza. Es así que en el año 1882, emprende la marcha rumbo a las tierras de promisión, acompañado por tres compatriotas recién llegados: John Parry, John Hughes y Richard Davies.


La sagacidad de Evans impide que, llegados hasta el valle de Gualjaina, caigan en una emboscada que les tienden los caciques de la zona, sedientos de venganza por la conquista del desierto que implacablemente iba realizando el gobierno nacional. Regresan apresuradamente hacia Rawson, pero cuando les faltaban unas pocas jornadas para llegar a destino, fueron atacados sorpresivamente por los salvajes. Sus tres camaradas cayeron de inmediato y fueron horriblemente mutilados, pero John Evans, magnífico jinete, se “apiló” en su fiel “Malacara” y encarando decididamente un profundo zanjón de más de cuatro metros de ancho, consiguió salvar esa valla imposible y escapó así de una muerte segura. Desde entonces aquel lugar es conocido por “El Valle de los Mártires”.


Pero no por esto cejó Evans en su empeño y cuando en 1885 se hace cargo de la primera gobernación del Chubut el teniente coronel Luis Jorge Fontana, eminente patriota, no escatima argumentos ni esfuerzos para convencer al mismo de la urgente necesidad de organizar una expedición en forma a la cordillera. Triunfa en su empeño y salen para el lejano Oeste el 14 de octubre de 1885. En la histórica orden general que Fontana firmara el 16 de octubre en el campamento “Las Piedras”, John D. Evans es designado ayudante del jefe en aquella inolvidable “Compañía de Rifleros del Chubut”, a la que sirve de insustituible baquiano y llegan así, el 25 de noviembre, al más majestuoso valle de la cordillera, según expresión del propio Fontana.


Desde entonces John Evans, sintiendo el irresistible llamado de aquellas tierras con las que tanto soñara, solo desea una cosa: afincarse en ellas. Es así que logra su anhelo y es uno de los primeros pobladores del fértil valle cordillerano, en el que fundó la hoy progresista villa de Trevelin; instala allí el magnífico molino harinero al que debe su nombre: “Pueblo del Molino”, y desde entonces le conocen a él  mismo como “John molinero”… Viejas costumbres, tiempos perdidos en la niebla de otras épocas,  sabor sereno a tierra buena y fecunda, nombres y apodos que cobran jerarquía con el rodar de los años.


Y allí, junto a aquellas maravillosas montañas del “Valle de las Frutillas” al que tan hondamente supo amar, terminó quedamente su vida, mas no habrá una sola persona el Chubut para quien no viva eternamente en el recuerdo y el afecto la patriarcal figura de “John molinero”, con quien desaparece una de las páginas más emotivas de las remotas tierras australes.


Sus compatriotas y los descendientes de sus camaradas de la histórica jornada inicial, le dieron el adiós postrero desde las columnas de “Y Drafod” de Gaiman, el 12 de marzo: …Toda su vida estuvo llena de aventuras y emociones. Sediento de horizontes, ni aun en los días de su ancianidad optó por el descanso. Habiendo, merced a su espíritu tesonero, conquistado una posición holgada, pudo permitirse el placer de viajar por varios países de este y otros continentes. Ahora, terminado ya el largo viaje que fue para él el de la vida, descansará eternamente a la sombra de los Andes gigantescos, pero vivo siempre en el recuerdo y cariño de su pueblo.





(*) Carlos A. Bertomeu fue un escritor e historiador argentino. Entre sus publicaciones más destacadas se distingue “El Perito Moreno. Centinela de la Patagonia”, “El valle de la esperanza”, novela ambientada en la Colonia Galesa del Chubut, “Más allá de las cumbres”, una trama que discurre en cordillera patagónica y “Cazando Pumas en la Patagonia”, obra que escribió junto a Andreas Madsen. 

jueves, 7 de enero de 2021

EL POEMA DE HOY

 




A MI SOMBRA


Por Lidia Romero



Cuando niña, 

me encantaba

hacer rondas con mi sombra;

era a veces pequeñita bajo el sol del mediodía;

yo giraba, 

me reía,

y las aspas de mis brazos remolinos inventaban,

preguntándole a los aires

quién a quién se perseguía.

Por entonces,

tú, mi sombra, eras solo una locuela

que bajaba, que subía, y a mis piernas se enredaba;

y una alondra,

que volaba,

atadita a los anteojos de mi mente

que hoy te nombra, 

preguntando por tu magia 

que no está ya, donde estaba.

Hoy, ¿lo sabes?

me consuelas

porque aún vas a mi costado;

ya no juego y te acompasas a mi ritmo no tan nuevo.

Pero aún vuelas,

si yo vuelo.

Has crecido, eres más vieja, pues mi sol no te renueva.

Me pregunto, ¿cuándo juntas

dormiremos bajo el suelo?


Abrazadas 

para siempre, 

tejeremos comentarios.

Con tu boca algodonosa me hablarás de “aquellas horas”.

Y en setiembre,

 seré sombra

hecho ya mi aprendizaje en el terroso, tibio vientre…

¡Volveré y habrá otra niña

para bailarte mis rondas!


miércoles, 30 de diciembre de 2020

EL RELATO DE HOY

 




EL MACACHÍN (*)


Por Kuqui Sánchez





La tierra esponjosa de fines de noviembre en la meseta era el indicador inequívoco de su presencia.


La nieve persistente del invierno había dados sus frutos, y el suelo, con su memoria de siglos, había hecho eclosionar las semillas dormidas que en su seno habitaban. 


Dejó por un momento el sendero de ovejas que conducía a la vertiente y se adentró en el potrero. Con la mirada atenta la buscó. Desechando los alfilerillos, las cola ´e piche y los quilimbay. Estaba convencido de que encontraría una; y después de esa, otras más. Los años de sequía previos habían decretado su ausencia. Pero este año era distinto.


De pronto, como si una fuerza misteriosa le ordenara, giró su cabeza y la vio. Tres pequeños tallos cubiertos de hojitas verde-grisáceas emergían en la inmensidad de la meseta.


La plantita de macachín estaba allí. ¡Estaba!


No dudó ni un instante. Se arrodilló junto a ella y con la arista filosa de una piedra cavó a su alrededor hasta encontrar su dulce fruto. (Ese fruto saciador en las travesías de los antiguos).


Casi con desesperación se llevó el pequeño y jugoso tubérculo a la boca. No porque tuviera sed o necesidad de comida. Tenía necesidad de traer su niñez al presente. Recordar los sabores de la infancia.


Sentado en el suelo, con los ojos cerrados, saboreó esa delicia y se sintió feliz.


Sonreía… y recordaba.


Y los recuerdos trajeron otros recuerdos. Algunos lindos y otros no tanto. Esos que hablaban de ausencias.


Abrió los ojos y se levantó. Retornó al sendero de las ovejas que conducía a la vertiente y ya no buscó más plantitas. El macachín seguía siendo dulce. Algunos recuerdos, no.





(*) Del volumen titulado “Como piedras para flechas” - Ed. grafico - Trelew - octubre de 2020.

domingo, 27 de diciembre de 2020

EL CUENTO DE HOY

 




¡YO SOY YO!

Por Mónica Avendaño



Sale de la ducha apoyándose en la pierna derecha, toma la toalla y fricciona fuerte cada rincón de su piel. Se detiene en el muslo izquierdo, donde una cicatriz hipertrófica baja desde la ingle hasta la rodilla. Suaviza la presión de la tela sobre el queloide, luego anuda el toallón a su cintura y se para frente al espejo empañado. Como todos los días, antes de limpiarlo escribe “yo soy yo”. Mira fijo, como queriendo grabar la frase en su mente antes de borrarla. Aparece un rostro joven, de ojos profundos y mandíbula fuerte. Recorta la barba y rasura con especial atención una línea blanca en la parte inferior de la pera.  Busca las píldoras en el botiquín y toma dos, convencido de que lo ayudarán a superar el día sin dolor. Escucha gritar “Leo, está el desayuno”. “Ya voy”, responde mientras piensa “¿Cuándo dejará de llamarme Leo? ¡Pobre mamá!”. Se viste con parsimonia. Vuelve a oír su voz “¡Leo, apurate! ¡Vamos a llegar tarde!”. “Es que yo no quiero ir, lo hago por vos”, medita aunque no lo exterioriza. Baja las escaleras con un rengueo casi imperceptible. La pared del pasamanos está cubierta por instantáneas de dos críos, que son el reflejo el uno del otro, y de una niña más pequeña. Se acerca a su madre, la besa y le susurra al oído “Soy Ale, mamá”. Carmen lo mira con ternura y responde “¡Hola cariño! Merlina apenas tomó un café, no nos va a acompañar, dice que no puede perderse la clase de Física ¡justo hoy!, decime… un día que no vaya, ¿qué puede pasar?”. Él sonríe, la Física  es lo que menos le importa a su hermana. “Yo tampoco tengo hambre, solo voy a beber el jugo” le dice sabiendo que viene otra queja: “¡Ah! ¡Por Dios! ¡No pueden vivir del aire! Bueno, voy sacando la camioneta, no quiero que seamos los últimos en llegar. Hoy se cumplen cinco años”. “¡Ay, madrecita!”  “¡Si sabré yo que hoy se cumplen cinco años!”, dice en silencio.

Parten. Carmen conduce. En menos de diez minutos están en el lugar. “Mirá... ya llegaron todos, te dije que era tarde, Leo”, le reprocha.  Hay un tumulto de gente, observa a familiares, amigos, vecinos. Todos con flores en sus manos rodeando el santuario. Los saludan compungidos y muestras de afecto. Dos fotografías presiden la ermita, la de un hombre de mirada dulce, y la de un adolescente. Mientras van dejando las flores en cada una de las imágenes, comienzan los cánticos. Todo su ser se resiste pero, por respeto a su mamá, se acerca a dejar dos calas que alguien puso en su mano. Se agacha sobre el primer retrato y murmura “¡Papá, cuánto te necesito, no sé cómo ayudar a mamá! ¿Podés creer? ¡Me llama Leo!, trato de no contradecirle, sufre tanto, es demasiado  la ausencia de los dos. ¡Dame fuerzas para animarla!”. Luego se inclina hacia la otra imagen, y un movimiento involuntario lo sacude, un sonido gutural atraviesa su garganta; logra sacarlo con un grito desgarrador que conmueve a todos y explota: “¿Por qué está mi fotografía? ¡Mamaaaaaaaá! ¡Basta! ¡No soporto más! ¡Yo soy Alejandro! ¡Estoy vivo!

Carmen no puede retener las lágrimas, su rostro refleja un sufrimiento insoportable, y cuenta con congoja: “no sé qué hacer, me siento impotente. Vengo con la esperanza de que este lugar lo traiga a la realidad. Ha adoptado todos los hábitos de Ale, bebe jugo como lo hacía él, se deja la barba y rasura solo una línea para crear la cicatriz que tenía su hermano. He consultado miles de profesionales, lo he llevado a grupos de autoayuda, pero nadie logra que asuma que fue su gemelo quién murió en el accidente”. 

Mientras, Leo sigue llorando sin consuelo y de rodillas frente a las imágenes. Su cerebro no lo quiere procesar, pero su corazón sí conoce la verdad.