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domingo, 10 de abril de 2011

EL CUENTO DE HOY





El maestro



de Olga Starzak




Habías nacido en un cuarto de paredes despintadas y poco abrigo en las camas. Te ayudó a descubrir la luz una de esas mujeres del barrio que, más osada que otras, proclamaba su habilidad a cambio de pequeños favores. Fuiste cobijado por el cuerpo tibio de tu madre que, entre sollozos, respiraba con emoción.
-¡Varón! –dijo la mujer-. Se va a poner contento su padre.
Mientras concluían los trabajos posparto y eras lavado en la única tinaja de la casa, tu madre pensó que serías un gran hombre. Con sólo reunir la hombría de bien de su marido y su propia valentía, tenías bastante para empezar.
Pudiste haber tenido que abstenerte de ir a la escuela -alguna vez- por falta de zapatillas secas, pero jamás te faltaron demostraciones de amor.
Con el tiempo llegaron tus hermanas. Por tu condición de hijo mayor, continuabas teniendo privilegios, y unas pocas obligaciones.
Creciste compartiendo tu tiempo entre los juegos en la calle, el cuidado de las más pequeñas de la casa y otras tareas inherentes al hogar, como rallar el pan y poner la masa en el horno en el momento justo en que hubiese leudado lo suficiente.
Concurriste a la escuela del barrio y no tardaste en destacarte por las calificaciones y la conducta. La secundaria la hiciste en “El Nacional” de la ciudad y allí, a mediados del segundo año, te encontraste con tu vocación de docente.
Con unos pocos pantalones y camisas cuidadosamente dobladas, algunos enseres personales y muchos libros de lectura, emprendiste el viaje a un pueblito, cuatrocientos kilómetros distante del tuyo, donde comenzarías a ejercer como maestro.
Besos apretados y abrazos de orgullo sellaron la partida. Acababas de cumplir veinte años y emigrabas en busca de otros horizontes. Tus padres, las chicas ya adolescentes y unos cuantos vecinos te acompañaron a la terminal de ómnibus. Sólo lamentarías la ausencia de las caricias de tu primera novia; te habías propuesto olvidarla en un intento por no sufrir penas de amor.

El nuevo destino era propicio para amigarse con la soledad, disfrutar de la intensa aunque devastada naturaleza y ocupar la mente desarrollando, cada vez con mayor fervor, tu rol de maestro rural.

No había en aquel paraje más que un destacamento de policía, una oficina de correo, un bar que era la parada obligada de muchos pobladores aledaños, camioneros y otros pasajeros, la proveeduría con escasos alimentos no perecederos, y más arriba -al costado de la ruta- la estación de servicio.
La escuela era el lugar más importante. No sólo por su función educativa sino también por el comedor y las habitaciones que albergaban a los alumnos durante todo el ciclo lectivo. Trabajaban allí la cocinera, que era también la encargada de mantener la limpieza y el orden, el portero a quien se le confiaba el mantenimiento del edificio, y ahora vos que, reemplazando al director trasladado, eras a la vez el responsable y único docente.
Chicos de edades diversas completaban los asientos del aula de la escuelita. Provenían de parajes vecinos y encontraron en tu personalidad lo que tantas veces habían deseado: comprensión, compañerismo, lealtad; fe en un futuro que se les presentaba incierto por las vicisitudes de una región alejada de oportunidades de progreso.

Elina comenzó a asistir a la escuela una mañana de agosto. Tendría unos catorce años y era la primera vez que concurría a un centro educativo. Llegó envuelta en un suéter de lana rústica, muy rústica, tanto que te daba la impresión que su tejido debía lastimarla. Durante varios días se limitó a contestar las preguntas que le hacías: si se sentía cómoda, si extrañaba...
Era de una figura menuda pero sus formas hablaban de la adolescencia. Su cabello era negro y lo llevaba siempre recogido en una cola. La tez morena contrastaba con la luminosidad de los ojos. Los rasgos le otorgaban una atracción particular, quizás debido a sus gestos o a la textura suave de su piel. Era una jovencita introvertida; sin embargo, pronto se integró al grupo de estudiantes y comenzó a participar con interés de las clases.
Desde el mismo día que Elina llegó supiste que tu vida se complicaría.
Por las noches, en la soledad del cuarto, mientras preparabas las actividades para el siguiente día, corregías trabajos y elaborabas material didáctico, pensabas con frecuencia en ella. Sin proponértelo te descubrías mirando hacia la nada y la imagen de la muchachita ocupando tu mente. Si hasta te habías percatado de que al ingresar al aula y comprobar su presencia te ponías nervioso, sentías temor de equivocarte o que los demás se dieran cuenta del cambio que, en tus actitudes, había generado la llegada de la chica.
Sabías que no podías permitirte esos desvelos; mucho menos que se hicieran públicos.
Elina te observaba con admiración. Tenía, ahora, más confianza y se acercaba a consultarte, a pedirte ayuda o a mostrarte sus avances en los aprendizajes. Cuando esto sucedía tus manos comenzaban a transpirar, tu corazón se aceleraba y hasta podías sentir cómo se ruborizaba tu rostro. Siempre hacías esfuerzos por disimular la situación y complacías a la chica en sus inquietudes, demostrándole orgullo por sus adelantos.
Con el resto de los alumnos mantenías, de igual manera, una relación de mucho afecto y respeto. Y disfrutabas de esta experiencia.

Invariablemente, cuando terminaban las actividades diarias y te recluías a descansar, pensamientos cada vez menos controlados se apropiaban de tu ser. Imaginabas el cuerpo desnudo de Elina, sus cabellos cayendo en la espalda, la firmeza de los pechos, los pezones tersos, la estrechez de la cintura, los vellos rizados del pubis. Así te quedabas dormido, empapado en sudor; y los impulsos sexuales sólo eran menguados después de autosatisfacer tus deseos.

La vida de los chicos transcurría, la mayor parte del tiempo, entre las paredes de la escuela. Después del almuerzo, a la hora del descanso, se reunían a trabajar en la mesa de la cocina, y más tarde se retiraban a sus cuartos para mantenerlos aseados, lavar sus pertenencias y dedicar un tiempo a la lectura obligada.
En los días en que el buen tiempo lo permitía realizaban las actividades deportivas de rutina en el exterior, en un terreno baldío lindante con la escuela. También en ese lugar se reunían a compartir sueños.
Algunas veces las chicas iban hasta la proveeduría con el fin de cumplir con algún mandado de la cocinera.
Los pocos hombres del lugar, desde la llegada de la nueva habitante, no se preocupaban en disimular la atracción que la joven les provocaba, “desnudándola con la mirada” cada vez que la veían.

Durante el último tiempo Elina dormía sola en la habitación; la chica con quien la compartía había tenido que viajar de urgencia al pueblo por una repentina enfermedad de su padre.

Ese día fuiste el primero en darse cuenta de su ausencia.
A media mañana, en el primer recreo de la jornada, le pediste a una de las alumnas que se acercara al cuarto de Elina para comprobar si se encontraba bien.

El grito desesperado de la compañera vibró en las paredes de bloque de toda la escuela. Con estupor, exigiste a los chicos que mantuvieran la calma y no salieran de la sala. Corriste por el pasillo que separaba este lugar de la habitación desde donde había provenido el lamento, ahora devenido en llanto. Tropezaste en el camino con el hombre de mantenimiento y la mujer de la cocina.

Elina, tirada sobre su cama, los cabellos revueltos, el camisón desgarrado, el cuerpo encogido como el feto que en el vientre de su madre adopta una postura protectora, emitía gemidos casi imperceptibles. Abrazaba su cuerpo con vehemencia; sus ojos muy abiertos expresaban terror.
Cuando te acercaste hasta su cama, ella cerró los ojos y ya nos los volvió a abrir hasta que, pasada la medianoche, llegaron sus padres a buscarla. Ellos te admiraban; hasta te contaron cuántas veces ella te nombra en sus cartas.
Elina se sumió en el silencio y fueron vanas las intenciones por conocer al responsable de lo sucedido.

Antes que nada diste aviso a la policía. De inmediato comunicaste a las autoridades escolares del trágico episodio protagonizado por una de tus alumnas. Te urgía conocer al responsable del aberrante hecho; había un dolor en tu alma que iba más allá del dolor por Elina.

Se interrumpieron las clases por toda la semana; no entendiste porqué. Nada querías más que estar con tus alumnos; vivir con ellos la tristeza que los embargaba. Te prohibieron verlos.
Preguntas y más preguntas. El desconcierto sobrepasaba los límites de tu comprensión.

En un día que se avecina triste por la ausencia de la compañera, se reinician las clases. A primera hora de la mañana un hombre que se presenta como supervisor, irrumpe en el aula y anuncia a una nueva maestra. Alguien se atreve a preguntar por vos.
Que volviste a tu pueblo, es todo lo que responde.






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