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jueves, 30 de mayo de 2019

RESEÑA DE DOS OBRAS LITERARIAS PATAGÓNICAS



CUERPOS PERFECTOS, CUERPOS EXTRAÑOS

DOS OBRAS DE SILVIA IGLESIAS


Nos complace comentarles las gratas impresiones recibidas al leer dos obras poéticas de Silvia Iglesias, emparentadas no tan solo por la autoría sino por los lazos temáticos que ya se advierten desde sus respectivos títulos.

“Cuerpos perfectos” (*) es una obra lírica que obtuvo el  Primer Premio de Poesía en el XXIV Encuentro Nacional de Escritores Patagónicos (2005). Merecido galardón, ya que sus textos tienen la virtud de fusionar la brevedad, la sencillez lingüística y la profundidad lírica, todo en un mismo formato y de manera realmente encantadora. 

En muchos de sus versos afloran la angustia, la desolación, la búsqueda, los interrogantes de orden existencial:

Estoy salida de mí
como esos pajaritos
que no reconocen a su madre
ni el nido donde nacieron.

O bien:

Cuando supe
que te había dado todo
sin que te des por enterado

dejé caer mi corteza
como una cáscara seca 

y seguí

a savia viva.

Además, fiel a su condición de “patagónica militante”, Silvia no pierde oportunidad de aludir a los elementos del paisaje campesino, como podemos comprobarlo en esta composición:

Sin amuletos
que me aten a la tierra
ando
como esas matas
que el viento
empuja al mar.

Son muy adecuadas las palabras de Víctor Redondo a propósito de la obra: “Podría definir este libro con dos palabras: sensibilidad e inteligencia. Lleno de hallazgos, de manera de ver lo que nadie ve, aunque lo tenga en la punta de la nariz. Así es la poesía: con pocas palabras se pueden crear ideas e imágenes estremecedoras”.

En el siguiente volumen, “Cuerpos extraños” (***), la autora  nos sorprende con nuevos logros dentro del mismo estilo, tan personal e inconfundible. Y otra vez surgen destellos de desolación y de melancolía:

Algún día 
alguien leerá
estas páginas

no le importará saber
si estoy viva o muerta

esa diferencia 

hoy

es lo único que tengo

O estos:

Me falta carácter
para decirle
a mis recuerdos
que agarren sus cosas
y se vayan
de una vez

O estos otros:

Llevo un cuerpo
y no sé dónde 
ponerlo

Al comentar la obra, dijo con acierto Rubén Eduardo Gómez: “ (…) Silvia es capaz de mostrarnos que hasta nuestro propio cuerpo es extraño. Así, el libro se vuelve un mapa conocido de lugares ignotos, una invitación a desconocer lo familiar, una puerta de entrada con al cerradura en el umbral”.

No deja de sorprender la capacidad de síntesis, el lenguaje despojado de todo artificio, la contundencia de cada sintagma. Son condiciones que revelan un don indiscutible.

En síntesis: dos obras altamente recomendables.


C.D.F.



(*) Silvia Iglesias es escritora, profesora en letras, periodista, organizadora de eventos culturales. Nació y vive en Puerto Madryn, Chubut, Patagonia Argentina. Creó y codirigió el suplemento cultural «Tinta China» del diario El Chubut. Con su primer libro de poesías, “Cuerpos Perfectos” ganó el Primer Premio del Encuentro Nacional de Escritores Patagónicos 2005. Las críticas publicadas en las revistas Ñ (del Diario Clarín), Plebella (especializada en poesía) y el suplemento Radar (del Diario Página 12), junto a las de reconocidos escritores, destacan el estilo y la voz personal del libro.

(**) Editorial Limón, 2006, Cap. Federal – ISBN 987-22056-6-3


(***) Vela al Viento Ediciones Patagónicas, 2013, Comodoro Rivadavia. ISBN 978-987-1638-34-5.


sábado, 25 de mayo de 2019

LA NOTA DE HOY



LA SUTIL FASCINACIÓN DE LA CARTOGRAFÍA

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



A Kayra Wicz, colaboradora del blog y cartógrafa.

… ciertos mapas suelen ser tan engañosos como la propia memoria. En esos planos, islas desconocidas, tierras sin nombres ni límites, continentes a la deriva en océanos de truculentas aguas están dibujados por un desmemoriado cartógrafo, que ubicará el paraíso y el infierno dentro de una tierra inexistente. 
“Las Ruinas de Pampa Negra”, de Hugo Covaro







Alfred Korzybski, a quien ya se mencionó con anterioridad en estas páginas, sostuvo que “El mapa no es el territorio”; en referencia a que la llana superficie de papel que reproduce un sector del suelo terrestre, no puede reflejar los accidentes de todo tipo que hacen que la realidad no sea tan perfecta como aparenta la imagen. En el papel no figuran las inclemencias meteorológicas; ni el esfuerzo que imponen las distancias y las anfractuosidades del terreno. Esta admonición es en especial cierta para quienes no tengan la habilidad de transformar, mediante su adecuada decodificación, una carta topográfica en el territorio mismo.

En el caso de aquellos que sí tienen esa capacidad, la hoja impresa se convierte en un lugar real; y al recorrerla con sus ojos aparece ante el observador - como en esas vistas tridimensionales en la actualidad tan populares en la “red” - la topografía. Pero esa clase de personas no necesita ningún apoyo informático. Si la carta es de campo abierto, surgirán ante su vista las montañas, los valles, los ríos… Si es el mapa de una ciudad, recorrerá sus calles mientras contempla los monumentos, los sitios históricos y los parques y plazas.


¿Por qué se dedica un espacio a la cartografía en este blog orientado a las letras? Tal vez porque puede decirse que la Cartografía es la Geografía hecha Literatura. Apreciar los trazos del relieve de una región y ver los nombres de sus lugares, es como leer un libro; en el cual cada topónimo, a veces eufónico, a veces extraño, cuenta una historia cuyo rescate es todo un goce intelectual. De hecho, la técnica de interpretar los planos del suelo se denomina “lectura de mapas”. Cabe aclarar que incluso la carencia de información, la aparición de espacios vacíos de trazos o letras, o las referencias a la falta de datos como el célebre “más allá, monstruos”, es un llamado a la fantasía y a la aventura; como el que hacen las mismas obras literarias.

(Aunque también se debe mencionar que hay libros dedicados a la temática; como por ejemplo “De la Terra Australis a la Antártida” del fueguino Luis de Lasa, "Contribución a la cartografía de la Patagonia o Chica entre 1519 y 1900" de Francisco José Dehais, investigador de Río Negro; o la recopilación de croquis antiguos que figura en la obra “Centenario de Río Gallegos (1885-1985)”, dirigida por Juan Ballinou).

La Cartografía Patagónica es muy rica. Como se indicó varias veces en este blog, los primeros bosquejos de la región figuran en los portulanos de Caverio y Kunstmann II, de 1502. Aparece allí, a los 45 grados de latitud sur, el imaginario río Cananor; registro realizado por la expedición de Américo Vespucio de ese año. No son los únicos documentos que grafican tales costas. Según el investigador Roberto Levillier, son varios los planisferios desde 1502 a 1590 que representan la zona. Entre ellos están el de Waldseemüller de 1507, quien sería el primero en usar el nombre de “América” para el Nuevo Continente; y el de Diego Ribeiro de 1527, que ya refleja los hallazgos de la circunnavegación de Magallanes.

A principios del siglo XVII se imprimen en los Países Bajos una serie de mapas denominados “Fretum Magallanicum” o “Magellanicum” (“Estrecho de Magallanes” en latín) que fueron verdaderas obras de Arte - porque la cartografía puede ser un Arte –; como el de Jodocus Hondius de 1602 o el de Petrus Bertius, hacia la misma época. Basados en los viajes de los diversos exploradores que habían visitado el Estrecho, reproducen sólo ese accidente con un profundo detalle.

Con el avance de los descubrimientos geográficos y también con el de la técnica topográfica, estos documentos van adquiriendo más fidelidad. Sin embargo, los que muestran la Patagonia mantienen durante mucho tiempo ciertos pintorescos detalles de sitios inexistentes; como el “lago Tehuel” o el “Canal San Sebastián”. Por ejemplo, el plano del norteamericano Anthony Finley de 1827, el Atlas del inglés James Playfair de 1814; y la cartografía que John Reid publicó en Nueva York en 1796, semejante a la editada con anterioridad en Londres por William Winterbotham. 

La Patagonia fue objeto en el país de un variado relevamiento parcial, para ilustrar ciertos textos específicos. Sin embargo, ya en 1869 el mapa de Pablo Emilio Coni mostraba a la Argentina completa, incluyendo la Patagonia. En 1901 vio la luz en Buenos Aires el primer “Atlas del plano catastral de la República Argentina” de Carlos de Chapeaurouge. Allí figuran los croquis de algunas ciudades; como el caso de Rawson, graficada en el marco del familiar damero de las chacras del Valle Inferior del río Chubut. La representación del territorio nacional de Pablo Ludwig, de 1914, ofrece un cuidadoso dibujo de todas las provincias; incluyendo las sureñas.

En 1954, el Instituto Geográfico Militar, o IGM, publica el mapa oficial de la República Argentina. Este organismo, cuyos antecedentes se remontan al año 1879, venía desarrollando desde 1941, a partir de la sanción de la “Ley de la Carta”, la tarea de realizar “el levantamiento topográfico de todo el territorio de la Nación”. En 2010, el Instituto Geográfico Nacional, nueva denominación del antiguo IGM, edita el mapa bicontinental del país; en el cual el sector antártico argentino tiene la misma escala que el americano. Pero tales obras “modernas” ya dejan de lado la concepción artística, para lograr la precisión. Su corolario natural son los “Sistemas de Información Geográficos” y los gráficos de tres dimensiones que, junto con ese chozno del astrolabio, el GPS, no ceden demasiado lugar a la quimera.

Para el aficionado a estas fuentes de información geodésica, familiarizado con cotas y curvas de nivel, con cuadrículas y coordenadas, con símbolos y leyendas, contemplar uno de esos documentos gráficos se torna tan apasionante como solazarse con un texto literario. Recorrer los dibujos que relevan el suelo y toparse con su nombre, provoca en el lector, si conoce el lugar, el recuerdo de haber estado allí; y si no lo conoce, la curiosidad por verlo. Esto sigue sucediendo en la actualidad, pese a la moderna tecnología satelital y digital, al observar planos de lugares exóticos. Pero también los de sitios conocidos. Como pasa en la Patagonia, cuando leyendo una carta topográfica se encuentra un nombre sonoro o misterioso, o el de un lugar apartado y poco visitado; como los peñascos “Las Furias del Este” o el cerro “La Roca del Tiempo”. Los mapas despiertan la imaginación, pero para leerlos hay que tener imaginación.



Comentario:
La red muestra muchos sitios donde los aficionados a la cartografía patagónica pueden obtener material. Una de esas páginas es la excelente “Bahía Sin Fondo”, donde figura una interesate recopilación cartográfica regional y los “links” a numerosas colecciones de mapas.




miércoles, 22 de mayo de 2019

RESEÑA DE UNA NUEVA OBRA PATAGÓNICA




“TESTIGOS OCULTOS EN LA PATAGONIA” (*)

UNA NOVELA DE OLGA STARZAK




Desde que se ha puesto de moda el término “spoilear” (del inglés “spoil”: arruinar) aplicado a quienes nos revelan por anticipado el argumento de una película o una novela, “arruinándonos” el placer de enterarnos por nuestros propios medios, se impone más que nunca la obligación de tener mucho cuidado al comentar o reseñar una nueva obra literaria.

Con esta prevención y a fin de no brindar pormenores más allá de lo prudente, nada mejor que aproximarnos al contenido de la novela acudiendo a las propias palabras de la autora en el prólogo, donde ella misma nos anticipa:

El escenario que elijo para desarrollar la trama de este cuen­to largo que resulta una novela corta, pertenece a la Patagonia Argentina, una región de la que forma parte la zona que habito. Un sitio privilegiado en el mapa del mundo. Un lugar cualquie­ra que podría ser otro pero es la Villa Traful, en la provincia de Neuquén, a mil kilómetros de mi Trelew natal. 

Los protagonistas recorren como mochileros el sur del país ago­biados por un destino que los destierra de la protección laboral; están inmersos en una tregua que se permiten, en una aventura que los seduce. En ese transitar se devela y develan el más bajo de los instintos humanos, la afición al poder, los intrincados meca­nismos de la violencia. Y, como eje central aparece su relación con el otro. Entonces se entrevé el erotismo y la sexualidad que, aquí como en la vida, cobran relevancia.

En efecto, los personajes de esta historia son un par de amigos que cierto día deciden hacer una experiencia como mochileros.  A no dudar, los jóvenes abrigan las lógicas expectativas propias de ese tipo de excursiones: paisajes bellos, hermosos paseos, los goces de la vida al aire libre. Lo que no han previsto es la posibilidad de toparse con una interferencia inusual: la presencia humana, las relaciones de  vecindad, a veces nos enfrentan con conductas imprevistas, frente a las cuales no sabemos cómo reaccionar.

En una carpa cercana a la de los protagonistas está acampando una pareja.  Los jóvenes entablan trato con ellos, sociabilizan y comparten algunos momentos agradables en aquel escenario de bosques y montañas. Todo parece ir muy bien, pero… 

Y aquí nuevamente es la propia autora quien nos devela el núcleo problemático que da pie a lo central de la trama:

Las prácticas amorosas se inmiscuyen en lo cotidiano de la existencia de los personajes, se escapan de los cánones sociales y rasgan los límites de la patología sexual. El riesgo y la amenaza están presentes, se observan y se anuncian hasta donde el rumor del lago se funde con el piar de las aves. Están latentes como el ritual del agua reflejando la alevosía de las montañas; como el sol que brilla al mediodía y la luna que aclara la noche.

¿Qué es lo que sucede en la intimidad de esa carpa? ¿Qué se experimenta al ser testigo oculto de una conducta anómala? ¿Hasta qué punto debemos mantenernos prescindentes?

Como bien lo anuncia el texto de contratapa, “En esta novela la autora explora con habilidad las zonas ocultas del deseo amoroso, los intrincados vericuetos de la perversión y el riesgo que conlleva aproximarse a esas cornisas de la psicología humana. Una trama atrapante, que mantendrá al lector en vilo hasta el último minuto.”

Hasta aquí la reseña. Contar más detalles sería caer en el “spoiling”.



(*) Novela - Testigos ocultos en la Patagonia / Olga Beatriz Starzak. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2018. 74 p. ; 22 x 15 cm. ISBN 978-987-708-367-5

domingo, 19 de mayo de 2019

EL POEMA DE HOY




LA “PICADA” PATAGÓNICA

Por Raúl A. Entraigas (*)


Con flecos de yuyos,
la faja araucana
se tendió sobre el dorso erizado
de nuestra campaña.
Pálida de tierra,
larga de esperanzas,
como puente tendido al progreso,
como alfombra tendida a la Patria,
se agazapa entre chilca y chañares
la humilde “picada”.
Las noches le pesan,
las horas se alargan:
espera y espera
y el auto no pasa…
Al fin, a lo lejos,
tragando la pampa
envolviendo vellones de polvo
que enrosca a la zaga 
colúmbrase el monstruo
rugiendo sus ansias,
como un delirante
que en páramo abierto ululara
porque siente atracción de horizontes,
porque tiene hambre y sed de distancias…
Y pasa roncando
por la cinta sin fin de la pampa.
Y ella, alegre, distiende su alfombra,
despliega su gracia,
y saluda agitando pañuelos
de polvo de plata.
Hasta que allá lejos,
tras la línea arcana,
donde se unen el cielo y la tierra
en paz y compaña,
se lo roban quien sabe qué raros
engendros de pampa…
Y se queda de nuevo esperando
la humilde “picada”
pálida de tierra,
larga de esperanzas…




(*) Escritor rionegrino. Este poema es de su libro “Patagonia región de la aurora” (Editorial Don Bosco, Buenos Aires, 1959).


sábado, 11 de mayo de 2019

UNA NUEVA OBRA LITERARIA PATAGÓNICA





COMENTARIO DE UN LIBRO RECIENTEMENTE PUBLICADO
“LAS RUINAS DE PAMPA NEGRA” POR HUGO COVARO (*) (**)




Basta abrir las páginas de “Las ruinas de Pampa Negra” de Hugo Covaro, para adentrarse en la Patagonia. El lector puede estar sentado en un céntrico bar de la populosa ciudad de Buenos Aires, tomando un pocillo de café rodeado del bullicio urbano; pero cuando abra el libro y empiece a leerlo, será transportado de inmediato, por la magia de Covaro, a un atardecer de cielo azul y sol brillante en medio de la desértica meseta, cerca de una de esas numerosas taperas que hablan de los intentos fallidos del ser humano de arraigarse a una tierra que permanece insensible a sus pobres anhelos.

Podrá sentir el silbo del viento, verá alguna de las chapas oxidadas del derruido techo hamacarse al influjo de las ráfagas. Las matas bajas y espinosas ondularán a lo lejos según los caprichos del aire, el canto rodado brillará sobre el yerto suelo de greda blanca, la arena acumulada en un voladero del cañadón de un arroyo seco semejará una isla “surcada por los arañazos del agua"... Porque ese es el sortilegio de Covaro, que es el secreto de los buenos escritores: lograr con sus frases que el lector reviva los sentimientos y pensamientos que el autor tenía en su mente al crear la obra. En este caso, el bardo quiere llevar a quien explora las páginas de la novela al centro mismo del desierto mesetario. Y lo consigue.

La obra se inicia reflexionando sobre la muerte; con una introducción hecha en base a párrafos de inquietantes consejas que, leídas en un ambiente “civilizado” y a la luz del día, saben a fábula. Pero contadas de noche al reflejo de las llamas de un fogón, en inmediaciones de un puesto abandonado en medio de la meseta, provocarían un súbito repelús:

Dicen que las almas recorren penitentes todos los caminos transitados en vida; caminan pisando sus rastros y los rastros de aquellos hermanos que también partieron…(…) Ruinas de viejas poblaciones suelen ser guaridas para esas almas en pena. Y en su tránsito, desmemoriados peregrinos que se aventuren por esas oquedades, conocerán el sorpresivo acecho de sombras que encuentran abrigo en esos miserables despojos.

Al término del introito comienza de lleno la historia del deambular de Patricio Magallanes en busca de su padre y de su medio hermano; quienes, según la anciana Margarita, morarían en el enigmático paraje llamado Llapinilque. El viajero nunca escuchó hablar de tal lugar y por eso ni siquiera sabe para donde rumbear. Búsqueda extraña la suya, que parece entremezclar la realidad y la fantasía; y que lleva a catalogar la novela de Covaro dentro de una variante del realismo fantástico. Sin embargo, es un realismo fantástico patagónico, ascético y parco, distante del exuberante estilo de otras latitudes.

Pese a esa irrupción de la fantasía en la realidad –o viceversa– se mantiene constante la identidad del paisaje sureño; en el que van surgiendo los personajes tan arraigados a la tierra que forman parte de ella. Más allá de la confusión entre lo real y lo fantástico, Covaro retiene al lector en esa llanura donde el agua es un milagro y la vida una casualidad; y cada tanto se lo recuerda con diálogos de este tenor:

-Por esos lugares no hay caminos… o es un único camino sin orillas que lleva al olvido… una región seca, sin agua…
-¿Sin agua? ¿Cómo pueden vivir sin agua?
-Ahí no hay agua porque no vive nadie…

O párrafos como el siguiente:

Sin un árbol donde apoyar los ojos, ese firmamento estéril remeda sin disimulo a un desarropado silencio con sus pájaros de humo. Da pena pensar en los nacidos y muertos en este páramo. Doblegados por una cruel paradoja son prisioneros de esta mínima tierra estaqueada en medio de un inmedible desierto.

Sin embargo, a pesar de la precisa descripción de la geografía mesetaria, que muestra una vez más que Covaro es un indiscutido poeta de la estepa austral y un fiel intérprete de los rasgos de su identidad, la novela no desarrolla una trama costumbrista. Porque el tema de fondo del libro es la vida y la muerte, el olvido y el recuerdo, temas permanentes en la Literatura que hacen que la obra, aun reflejando un acendrado regionalismo, avance en una problemática universal.

La búsqueda del jinete errante se desarrolla de sorpresa en sorpresa, de misterio en misterio, con un lenguaje pulcro y ameno; en el que cada frase tiene gusto a tropo literario bien logrado y muestra la precisión del Arte de Covaro, ya expuesta en forma amplia en sus anteriores libros. Un fragmento, a modo de ejemplo:

Ciertos mapas suelen ser tan engañosos como la propia memoria. En esos planos, islas desconocidas, tierras sin nombres ni límites, continentes a la deriva en océanos de truculentas aguas están dibujados por un desmemoriado cartógrafo, que ubicará el paraíso y el infierno dentro de una tierra inexistente.

Amerita detenerse un momento en la cuidadosa presentación formal del texto; publicado por Editorial “En Danza”. La bien lograda fotografía de tapa de Miguel Escobar Ruiz representa las bermejas paredes de piedra derruidas que dan nombre al volumen. No es la única ilustración: en su interior, varias imágenes en blanco y negro de la árida comarca tomadas por el autor, incrementan la sensación de desasosiego que genera la de por sí gráfica prosa. En la contratapa, un comentario de Javier Cófreces sintetiza el significado de la novela; en tanto que el usual glosario final agrega más modismos vernáculos a los muchos introducidos por el comodorense en sus dieciséis creaciones anteriores. Especial atención debe darse a la dedicatoria; sentido homenaje hacia un recordado escritor de las letras regionales, Ángel Uranga, y para Antonio Lescano.

Al terminar el libro, cerrado con un final impecable, queda una sensación, tenue, indefinida, de que existe cierta relación entre esta obra y dos novelas no muy difundidas de la Literatura universal: “Instrucciones para un descenso al infierno” de Doris Lessing y “El tercer policía” de Flann O´Brien. ¿Qué tiene en común la creación de un escritor profundamente patagónico, con los textos de una literata inglesa ganadora del premio Nobel en 2007 y de un autor irlandés de principios del siglo XX, admirado por Borges? Además de que la obra de Covaro tiene todo el derecho de integrarse por su propia calidad al acervo literario existente más allá de las fronteras nacionales, las tres obras ofrecen una perturbadora semejanza. Será el lector curioso e interesado en dilucidar los avatares de la Literatura regional quien sabrá encontrarla.

J.E.L.V.



(*) Covaro, Hugo. “Las ruinas de Pampa Negra”. Ediciones En Danza, CABA, 2019.

(**) Correo electrónico del autor del libro: vehachecebe@gmail.com

sábado, 4 de mayo de 2019

EL CUENTO DE HOY



DEBAJO DE MÍ

Por Mónica Soave (*)




Me asustan las olas allá abajo. Estoy sentado en el acantilado con el viento golpeándome en las orejas y este cielo lívido encima de mí. Me llenan de miedo las olas y la espuma que veo resbalarse sobre el mar desde esta piedra, desde todas estas piedras que parecen moverse y caerse junto con su cuerpo.
Fue tanto tiempo que me pasé con él, andando al lado de su vida. Era siempre mejor quedarse así, a su cuidado, dentro de la casa. Todos decían que era peligroso que yo anduviera solo por las calles del pueblo, de aquí para allá, mendigando un resto de comida o un lugar menos frío donde dormir. Todos decían eso, pero de todos era yo al que golpeaban, al que corrían de todos los sitios, hasta no saber más adónde ir. Y es muy difícil que uno pueda aguantar con tanta resignación ese atropello, que a uno siempre lo martiricen y le peguen hasta sangrar.
Una tarde embarrada, de olas muy altas y ni un alma caminando en las calles, Fermín me encontró. Me ofreció la comida que me venía faltando hace tanto tiempo y un lugar en su cuarto chorreado de humedad, lo de darle calor y compañía yo lo hice. Todos dijeron que Fermín se había vuelto loco, que un hombre solo y enfermo no se podía tomar el trabajo de cuidarme. Eso dijeron y a mí no me importó. A Fermín tampoco. Nos sobraba el día para estarnos juntos aquí en el acantilado, mirando el recorrido de una nube. Me acostumbré a sus largos silencios. Me ayudó a que pudiera comprender algunos de sus miedos, cuando caminaba a la noche con esos pasos largos por el vivero o cuando se me arrimaba en el catre que compartíamos. Ya no le tuve miedo a la soledad. Por eso yo lo quería tanto a Fermín. Porque él me defendía de la gente que decía tantas cosas sobre mí, mentiras, Fermín siempre decía que eran todas mentiras y yo siempre le creí únicamente a Fermín, cuando empecé a creer.
Es horrible que uno no haya podido conocer a sus padres ni saber donde están, pero es que uno no tiene la culpa de las cosas que pasan alrededor. Solamente se puede tratar de vivir lo mejor posible y conseguirse su parte de comida y abrigo y su refugio y todo eso que me enseñó Fermín mientras me hablaba por las noches con esa luna enorme y me hacía caricias en el pelo y yo me dejaba estar. El sabía lo que a mí me gustaba quedarme horas ahí, bajo su calor, bajo su sombra. Él sabía muy bien que era todo lo que yo había podido encontrar en este mundo.
Entender su tristeza yo también tuve que hacerlo. Se ponía a llorar y gritar de dolor al último, en ese cuarto donde la humedad parecía ocuparlo casi todo y me pedía casi sin voz que lo ayudara a no perder de esta manera la vida que le quedaba, y yo lo acompañaba a llorar y a gemir como si nuestros solos quejidos y nuestras solas lágrimas pudieran ahuyentar todos los terrores, pero ni eso bastaba. Fermín no se aliviaba con esas gotas de sal.
Y por eso, para que tampoco a él lo vieran sufrir es que lo he acompañado hasta el acantilado y lo he visto conquistar todo ese aire, como una gaviota, y ahora parece que las piedras sobre las que estoy echado también se movieran hacia abajo junto con ese cuerpo, ahora tan liviano, al que tanto he querido.
Me voy a estar aquí, para siempre en este borde húmedo, cavar un hoyo con mis patas a mí va a tocarme. Y ahí en ese hoyo me quedaré hasta que la muerte escuche mis aullidos y venga a buscarme y me lleve por fin junto a las piedras y las olas, allá abajo.



(*) Escritora que vive actualmente en Buenos Aires. Residió varios años en Puerto Madryn, donde escribió parte de su obra literaria. Este cuento es de su libro “Por Amanda y los demás” (Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1993); con prólogo de Mempo Giardinelli.