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martes, 30 de noviembre de 2021

EL CUENTO DE HOY



EL HALLAZGO


Por Rubén Héctor Ferrari Doyle








 Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras.

(Del prólogo de Adolfo Bioy Casares a la "Antología 
de la Literatura Fantástica” - Ed. Sudamericana, p. 5.)



Antes de comenzar el relato del suceso extraordinario que me tocó protagonizar, debo aclarar que me veo obligado a ocultar el lugar y el tiempo de lo acontecido por razones que luego se comprenderán.


Pertenezco a un grupo reducido de inmigrantes británicos cuya  subsistencia está ligada a la labranza y a la cría de animales de granja.


No fuimos los primeros en ocupar aquí un extenso predio entre los que aún quedan a disposición de quienes, para solicitarlo, deben cubrir las exigencias que marca la ley; entre ellas, respetar los límites indicados para cada parcela mediante un jalonamiento preexistente, pero que hasta hoy carecen de alambrados en su totalidad.


Antes de abandonar mi país de origen, en mi carácter de seminarista egresado de la facultad de teología, ejercí la profesión pastoral, tarea que he reiniciado en esta lejana zona de la enorme ínsula, sumando a mi vocación religiosa el laboreo personal de la tierra.


En la totalidad del territorio la población mayoritaria es aborigen, tribus nómades que se trasladan en forma periódica, ajustadas al modelo migratorio de muchas de las especies animales que viajan de un área geográfica a otra con ecología diferente, según la estacionalidad. Ellos son pacíficos y nunca ofrecieron una resistencia violenta a la presencia, también sosegada, de los británicos que al tomar posesión de las tierras se presentaron al mundo como una nueva nación. El novel estado, ya organizado políticamente, fue reconocido como tal por varias democracias del mundo, entre ellas mi pequeña patria galesa, donde ya habían instalado un consulado que, entre otras oportunidades, promocionaba las actividades concernientes a la agricultura.


Cuando yo llegué, las tareas agropecuarias estaban muy adelantadas. Favorecidos los cultivos —particularmente el del trigo— por un régimen aceptable de lluvias, el río existente era un regalo más de la naturaleza, deslizándose suavemente hacia el mar, distante a unos escasos treinta km. Su caudal, procedente de las altas cumbres lejanas, brindaba una regularidad y una profundidad suficiente para permitir su navegación con barcos de fondo plano, de los denominados “chalanas". Estas eran construidas en una carpintería de nuestra pequeña aldea, conformada por comercios que proveían a los labriegos en sus necesidades básicas de alimentación, vestimentas y medicamentos.


Las embarcaciones, cuatro en total, de afilada proa y popa cuadrada, obedecían en su fabricación a un mismo modelo, con una eslora de diez metros y un ancho de dos. Podían soportar hasta quinientos kilos de trigo contenido en bolsones, cuyo destino inicial era satisfacer las necesidades de las poblaciones cercanas. Todas las pequeñas naves lucían bien calafateadas con brea y estopa.


Otro beneficio que ofrecía la costa marina en la zona de la desembocadura era la existencia de una pequeña ensenada que permitía el ingreso de barcos de mayor calado. Estos eran generalmente de bandera inglesa y su presencia, al principio muy esporádica, obedecía al interés de cargar lana y cueros ovinos. El trigo era irrelevante en cuanto a su producción, pero resultó inevitable que, dada su calidad, despertara el interés de los mercados londinenses.


Era explicable que la abrumadora cantidad de habitantes extranjeros del país estuviera constituida por británicos, donde también se había impuesto su idioma. Todo ello sucedía al impulso del apoyo no disimulado de Gran Bretaña, para fortalecer poblamientos que contribuyeran a afianzar y engrandecer su Imperio.


Al principio se construyó un rústico muelle a unos cincuenta metros de distancia del encuentro de las aguas, con un número adecuado de cabos donde quedaban sujetas las chalanas. Para el viaje de ida se aprovechaba el impulso de la corriente y para el regreso se aplicaba el sistema de sirga, donde ingeniosos marineros formados en el lugar manejaban los elementales timones mientras otros prácticos jinetes remontaban la corriente por los bancos ribereños, que también habían sido adecuados para el paso de grandes carros.


En los momentos de descanso que nos brindaba el trabajo, yo aprovechaba la circunstancia para entablar relación con los chamanes indígenas. Lo hacía al impulso de querer conocer sus creencias y ritos religiosos, donde el concepto de algo superior se abría paso entretejido en mitos fantásticos heredados por la nunca sustituida tradición oral.


En una de esas reiteradas ocasiones el más comunicativo hechicero de una de las tribus de los chacotes, llamado Chatak, se refirió a la existencia de un misterioso lugar ubicado hacia el oeste  al que se podía acceder por la margen sur tras cruzar el puente de madera, remontando el curso de las aguas tras algunas horas de marcha.


Me habían atrapado todas las vivencias que describían los jefes tribales descendientes de los primitivos camotes y decidí que al día siguiente partiría en búsqueda del lugar con mi brioso caballo negro, al que desde potrillo comencé a llamarlo Pegaso. 


Transcurrieron aproximadamente las horas indicadas por mis informantes cuando, a la distancia, ya comienzo a percibir el inicio de la pronunciada curva del río mencionada por el hechicero. A medida que me aproximo a ella, advierto que es más cerrada de lo que había imaginado. El panorama que va apareciendo está constituido por un gigantesco territorio rocoso. Es un mundo pleno de naturaleza muerta. En ese preciso instante Pegaso, encabritado y en postura rampante, agitando sus remos, lanza un agudo relincho al mismo tiempo que soy arrojado de su grupa. Entonces advierto con preocupación que el animal, asustado, ha emprendido un galope sin regreso hacia la querencia. Abrumado por este episodio, al fin logro comprender que las aguas han desviado su curso y que la orilla se muestra intransitable. Allá lejos y casi en paralelo con la novedad del recorrido, se alza un largo y altísimo farallón de piedra rojiza que interrumpe el horizonte. Comienzo a experimentar las curiosas sensaciones que han infundido terror en los aborígenes. Mi vista empieza a nublarse y todo parece haberse detenido en torno. Los pájaros se han quedado quietos en pleno vuelo; no navegan las nubes ni se mueven las hojas de los pocos árboles que allí crecen. Hasta la corriente de agua ya no se desliza. El tiempo mismo parece inmóvil, tal como el cuadro de algún eximio e inspirado paisajista. Entonces caigo de rodillas y exclamo, ¡ayúdame, Dios mío! Casi de inmediato algo me insta a levantarme y comienzo a moverme con lentitud entre el laberíntico pedral, hasta llegar a un gran espacio vacío donde las rocas dan marco a un anfiteatro pequeño e irregular. Todo se me antoja místico y quimérico. Ante la única y notable piedra que impera en su centro, me brota la idea de un rústico monumento. Sin embargo, pese a la milenaria metamorfosis a la que la ha sometido el tiempo, uno de sus laterales parece artificialmente achatado y plano, con un alisado increíble que despertaría el deseo de un artesano por cincelarlo luego de haber pulido la superficie con laboriosa paciencia.


Con esta última visión y ya algo alucinado, comienzo a presentir la inminente revelación de un misterio. En la superficie inmaculada de este altar inconcluso comienzan a aparecer extrañas luminiscencias que me atrapan sin remedio. Casi de inmediato surgen letras brillantes y van formando palabras que culminan en un inesperado mensaje. Estoy aturdido; la leyenda se expresó en latín y apenas concluida desapareció en forma repentina, pero ya ha quedado definitivamente incorporada a mi memoria. Mis conocimientos del glorioso idioma imperial romano son limitados; fueron los básicos que aprendí en el seminario y sólo para que, diccionario por medio y algún manejo de sus declinaciones y tiempos verbales, pudiera entender el sentido de algunos pasajes de las memorias del César que surgen de su obra "De Bello Gallico".


Antes de comunicarles el contenido de mi modesta traducción, necesito manifestar la inigualable emoción que me produjo y que continúa hasta hoy, ya muy alejado temporalmente del acontecimiento.


Así se expresaba el imperecedero aviso que trasuntaba un largo y heroico martirio: "Hasta aquí llegué ya muy enfermo con mis pocos templarios sobrevivientes, para ocultar de la codicia de los hombres el Sanctus Calix, junto al cual pedí ser sepultado. Perceval”.



                                                                                

viernes, 10 de septiembre de 2021

11 DE SEPTIEMBRE: DÍA DEL MAESTRO

11 DE SEPTIEMBRE: DÍA DEL MAESTRO





En 1943, la Conferencia Interamericana de Educación, integrada por Educadores de toda América, se reunió en Panamá y estableció el 11 de septiembre como el Día del/la Maestro/a, en memoria del fallecimiento de Domingo Faustino Sarmiento, ocurrido en esa fecha del año 1888 en Asunción, República del Paraguay.

Bien sabemos la enorme trascendencia de la tarea docente, ya que la educación es uno de los pilares para asegurar los beneficios de una adecuada formación e igualdad de oportunidades que merecen todos los niños y jóvenes; un derecho que se ha visto seriamente comprometido en nuestro país en los últimos tiempos.

Hoy queremos rendirle homenaje a todos los docentes del país comprometidos con su elevada misión educativa.

La "Oración al Maestro" fue escrita a los 18 años de edad por Rubén Héctor Ferrari Doyle, Maestro Normal Nacional graduado en 1953. La compuso especialmente para el acto de graduación de la promoción 1953, realizado en el Teatro Español de Trelew, donde al autor le tocó leer su composición previamente aprobada por consenso de todo el curso. Medio siglo más tarde, en 2003, la mayoría de los compañeros de esa promoción se reunieron para celebrar el 50º aniversario,  y en un clima de emoción y afecto, recordaron la oración que a continuación transcribimos.




ORACIÓN AL MAESTRO



¡Contémplalos, Señor!


Son tus discípulos...


Salieron en lenta caravana, como antorchas de luz que desplazan las tinieblas...


Mirad como la patria los aguarda; la canción que brota del ideal que ahora los mueve, retorna como el eco en el saludo de la pampa...


Contémplalos, Señor...


Son unos pocos, como lo eran también en principio tus apóstoles...


Y allá van... 


Y son soldados que agitan su amor como bandera, y empuñan el saber para su lucha... 


Y blancos son sus uniformes y es grande el ideal que los anima...


¡Contémplalos, Señor! Porque como tus discípulos, fueron también maestros enseñando tu Palabra.


Son los mismos que pasaron ayer, porque el tiempo no cuenta en la docencia... Son los mismos; tan sólo hay diferencia en la juventud que hoy los anima... Son eternos... Son ¡maestros!


Contémplalos, Señor... 


Que la fe que has infundido en sus almas luchadoras, los prepare con las fuerzas necesarias...


Ellos también son débiles, porque son humanos... Pero haz, Señor, que sean palomares sus escuelas; que tu gracia los ayude a ser modelos, a ser guías, a ser tuyos, para que los niños argentinos engrosen las filas de las generaciones felices, bajo el himno formidable de las victorias honradas, alejadas de las torpezas de las guerras y el horror de sus estrépitos...


¡Contémplalos, Señor! 


Van en lenta caravana, bajo la luz de las antorchas que alimentan sus ideales; disipando las tinieblas...


Son unos pocos, igual que pocos fueron en principios tus apóstoles...


Son de Dios, son argentinos, y porque son tus discípulos, Señor, ¡son también maestros!



Rubén Héctor Ferrari Doyle




martes, 13 de abril de 2021

EL POEMA DE HOY



 

EL BAJO DE LAS CHAQUIRAS


Por Hugo Covaro




Cuentas perdidas

en un tiempo sin tiempo

enterrado en la greda dormida.

¿Qué lejano júbilo engarzó

tu diminuta artesanía?

¿Qué manos pequeñas

de mujer de arena

te lució colgada 

a su cuerpo de viento?

¿Por qué en este sitio

de tanto desamparo escondes

tu redonda maravilla?

Cuando los ojos del caminante

se acostumbran

a la claridad del misterio

te ofreces a la paciencia

de esos ojos que si miran bien

te encuentran.

A tus pies

entre revolcaderos de guanacos

tiznadas piedras de fogones

y el hueserío blanco de lunas

parpadea un ojo de agua.

En su espejo

saben mirarse

mujeres hechas de sombras

ataviadas con collares y pulseras.




martes, 9 de marzo de 2021

EL CUENTO DE HOY

 



PREJUICIOS


Por Susana Arcilla (*)





 Yo fui cartero cuando no había Internet ni teléfonos celulares, hace mucho...mucho tiempo; pateaba todo el día, invierno o verano. Los barrios que recorría eran mi mundo, conocía a todos. Sabía nombres y direcciones y, con el tiempo, me fui haciendo amigo de la gente. Una vez conocí a una adolescente que recibía un libro por mes en su casa, así que para mí era como visitar a una amiga; como ella tenía que firmar un recibo por la entrega, yo aprovechaba ese momento y charlábamos bastante.


Pero la mujer más misteriosa que conocí en esa época fue Matilde; nunca me atendía antes del mediodía, así que, tipo doce, recién contestaba el timbre. Abría la puerta envuelta en una bata de seda —estampada con flores— larga y muy perfumada; sus cejas arqueadas me preguntaban qué traía esta vez. Era una mujer sofisticada que tenía una hija chiquita. Vivían solas. Parecía que ella trabajaba de noche, digo por el horario que tenía para levantarse. Recibía cartas de las ciudades más grandes del país con información de moda y cosméticos, esa especie de catálogos para realizar pedidos por correspondencia. Usaba el pelo negro recogido con un rodete alto, que elevaba más sus cuidadas cejas y acentuaba su gatuna expresión.


Su hija era bellísima; a pesar de ser una nena ya se veía que sería una mujer tan interesante como  su madre con el paso del tiempo. Siempre estaba vestida como una princesa, con el cabello negro brillante y esos inmensos ojos verdes que miraban el mundo con gran curiosidad. Se llamaba Eleonora. Cuando la madre abría la puerta, ella se escondía detrás y se agarraba de la seda de la bata con sus manitos pequeñas. Iba a la escuela del barrio —al turno tarde— y, cuando yo tocaba el timbre a las doce del mediodía, me parecía que comenzaban a almorzar porque salía un rico olorcito a comida recién hecha. No había un hombre en la casa, al menos yo no lo veía, y tampoco había rastros masculinos en la vivienda.


Era un departamento chiquito. Yo alcanzaba a ver la cocina comedor a través de la apertura de la puerta, cuando me atendían.


—¡Buenos días! ¡Qué suerte que vino! Estaba esperando estos folletos —decía Matilde con una voz ronca y grave, como de una mujer fumadora. Yo la había visto yendo al almacén de la esquina, con un Virginia Slims en su boca, esos cigarrillos finitos y largos que fuman las mujeres, y con una boquilla dorada. Tenía un caminar felino y elegante a la vez, era alta y delgada y se enfundaba en pantalones de cuero negro ajustados al cuerpo.


Los muebles del departamento eran sencillos, como de una familia de clase media; se veían cortinas coloridas desde la vereda cuando levantaban las dos persianas, cerca del mediodía. La vivienda tendría dos dormitorios y un baño, seguramente. A veces había otras mujeres tomando mate, pero ninguna era del barrio; se parecían a Matilde en el tipo de ropa que usaban.


Una vez pude ver  estacionado un auto grande y nuevo, de los caros, en la puerta del departamento; no pude resistir la curiosidad y toqué el timbre con una excusa tonta. Ya era la hora de ir a la escuela; Eleonora tenía puesto su guardapolvito blanco e inmaculado, almidonado tal como lo hacía mi abuela para mis hermanas. Allí sentado a la mesa había un hombre grande y gordo, muy bien vestido, con un habano en la boca. Una cadena de oro llegaba al bolsillo de su chaleco verde botella; parecía que allí dentro había un reloj de esos que se miran con elegancia de vez en cuando. Estaba tomando un whisky con hielo. No parecía que estuviera por almorzar sino que, más bien, estaba charlando en un tono fuerte con Matilde; al abrirse la puerta quedé mudo por la imagen, nueva a mis ojos.


—¿Qué querés? ¿Traés alguna carta o folleto hoy? —me preguntó Matilde con naturalidad al abrir la puerta. En sus manos blancas resaltaba el rojo de sus uñas puntiagudas.

—¡No! No… sólo pasaba para decirle que el lunes le traigo todo —yo balbuceaba entre mirada y mirada, mientras ensayaba una excusa que iba armando al paso lento de los segundos— es que hoy no alcancé a clasificar la correspondencia, ¿vio? Pero… quería que supiera que el lunes sin falta está todo por acá. Hasta luego —traté de parecer como todos los días pero no lo logré, estaba rojo de vergüenza, sentía el calor en mi cara.

—Ah! ¿También quiere las revistas de moda? —le dije para disimular—, paso por el kiosko cuando vengo a este barrio. Ya no recuerdo que me contestó.


Acto seguido, al ir a otra casa del mismo barrio, una vecina me comentó —sin que yo le preguntara— lo que no había sospechado nunca.


—Ese tipo es el “cafisho” de Matilde. ¿No sabías que ella es prostituta durante las noches? —la voz era del tono de una sentencia caída en medio de la luz del día. Para mí significó la pérdida de la inocencia en forma de golpe mortal y me dejó noqueado.

—¿Eh? No, no, usted está muy confundida, ella es una buena persona, muy amable y buena madre —contesté tratando de defender a Matilde como si hubiera sido mi amiga.

—¡Buena madre! ¿No ves que está preparando a la chica para que sea igual a ella? —su voz era cada vez más elevada. La vecina con ruleros y pañuelo parecía un personaje del Chavo del Ocho. Era fuerte esa imagen y esas palabras juntas en la misma persona, me producían bronca y risa a la vez.


Los días volvieron a la naturalidad de siempre, sólo que ahora mis ojos inquietos ya estaban buscando pistas de lo que consideraba el peor final ¡Pobre Eleonora! ¡Ojalá que yendo a la escuela pueda tener otro trabajo en el futuro! Había tomado el tema como si fuera mío. Me di cuenta de que me estaba encariñando con ellas dos. 


—¡Importante, la escuela! ¿Vio Doña? —le dije un día  a Matilde mientras me firmaba los recibos—. Yo voy de noche porque tengo que trabajar. De pronto había pasado de cartero a cura de la parroquia con mis comentarios.

—Claro, claro… está bien querido, gracias, hasta mañana —y me cerraba la puerta en la cara. Yo pensaba si ella sabría lo que yo sospechaba…


Con el tiempo Eleonora se transformó en una bella adolescente, con un cuerpo espectacular; ya iba al secundario, pero de tarde. Los hombres se daban vuelta para mirarla cuando caminaba por la calle, tenía un estilo provocativo en el arreglo de su cabello —teñido de rubio furioso— y en su ropa ajustada que marcaba las curvas con gran detalle. Usaba botas altas y camperas cortas —de cuero— haciendo juego. Una vez la vi de casualidad en la playa, con un bikini rojo infartante. Esa imagen puebla mis noches desveladas todavía.


—¿Viste lo que dicen en el barrio ese, donde vos repartís las cartas? —me dijo mi madre un día como si me hablara del tiempo— lo escuché en el mercado; dicen que Matilde la está preparando a Eleonora para que trabaje como ella. 

—¡No, mamá! La gente es mala y comenta pelotudeces porque la ven tan bonita y como la envidian… —yo creí que engañaba a mi madre con el tono neutral de un joven varón que se hace el distraído.

—¿Vos no te estarás enamorando de esa piba? ¿No? —subió el tono y me miró fijo— ¡Mirá, una  sola cosa te digo… vas a sufrir mucho si es así! —y cambió de tema. Mi madre sabía dejarla picando, como dicen. Siguió cocinado tranquilamente con la sabiduría de una mujer grande.


Yo sentía que tenía que salvarla de los hombres que la iban a usar por dinero, y pensaba en  la forma de hacerlo. Me torturaba por las noches buscando la solución al drama que vivía al involucrarme con esas dos mujeres, con la única salvedad de que ellas no sabían de mi existencia. Yo sólo era el chico cartero y reparaban en mí los escasos minutos de la entrega de la correspondencia.


Un día no atendieron el timbre; al otro día, tampoco y así, semanas y semanas. Las persianas ya no se levantaban al mediodía como siempre. Yo me ilusionaba pensando que unas buenas vacaciones juntas —madre e hija— las iban a hacer recapacitar.  Pero las vecinas me querían hacer bajar a la realidad con sus comentarios.

—¿Viste que Eleonora se fue a hacer la carrera de modelo profesional? La llevó la madre, va a estudiar allá, en la capital —la mujer de ruleros y pañuelo tenía toda la información.

—¿Y usted cómo sabe tanto de ellas? Por lo que veo no se tratan… ¿No? Ni se saludan siquiera —dije tratando de desacreditarla en un solo tiro.

—Lo que pasa es que esa puta, la más grande,  cuando fue a pagar el alquiler, se lo comentó a Doña Rosa —dijo triunfante y con una sonrisa—. ¿Vos no te habrás enamorado de esa loquita, la más chica? ¿No? —disfrutaba el momento mientras me miraba. 

Yo, confundido, trataba de acomodar los datos nuevos en mi cabeza afiebrada y, a la vez, disimular mi estado.


Bueno… después de todo, ser modelo es una profesión digna, se gana mucho dinero y se hacen grandes viajes por el mundo ¿Quién quiere ser pobre, al final? Ser cartero es ser pobre y aburrido. Ella va a triunfar porque es linda y buena, su madre la cuida porque conoce de la vida en las grandes ciudades, dicen en la televisión que hay tipos que  roban mujeres y las ponen a trabajar,  hasta las venden...


La empecé a ver en las revistas nacionales —cuando pasaba por el kiosko en mi recorrido diario— y en los programas de televisión de la tarde. Su figura tomó popularidad; estaba cada vez más bella, su madurez la había favorecido. Las marcas comerciales más importantes la contrataban para campañas de ropa íntima como se decía antes. Yo creía que se había salvado, hasta que un día apareció su nombre en una lista de acompañantes de un hotel cinco estrellas  de la capital. Pasaron la noticia en todos los programas televisivos.


Las chicas del “buk” —escuché— son aquellas que están reservadas para los más ricos empresarios, para los turistas famosos que llegan al país, para algunos políticos o deportistas que contratan mujeres por miles de dólares para compartir una noche de amor. Sabía que yo nunca podría ser uno de esos; primero, porque soy pobre y después, por mi gran amor por ella. ¡Pagar a una mujer! ¡No se puede creer!


Cuando Matilde regresó sola al barrio y volví a visitarla como cartero, le pregunté por Eleonora…


—Ella trabaja en la capital, este es un pueblo muy chico para ella —su tono era  natural pero con algo de orgullo detrás.


Hoy soy un hombre mayor, son tiempos de Internet y teléfonos celulares, casi no se ven carteros en la calle. Cada tanto las veo a las dos pasear por los puestos del mercado; ya son dos mujeres grandes, adultas, me saludan amablemente cada vez que me cruzan. 


—¿Cómo le va? ¿Todo bien? —me dicen a coro, mientras se desplazan con sonrisas y elegancia, esas cosas que no desaparecen con la edad. Caminan con la cabeza altiva, como una reina con su princesa.


Nunca dejé de amar a Eleonora, me alegro de que esté bien, a salvo, en este pueblo tranquilo y con su mamá. Son buena gente, como siempre, pensé.




(*) Susana Arcilla nació y vive en Trelew, Chubut. Es profesora de Historia. Participa del Taller del escritor del Grupo Encuentro, dirigido por Cecilia Glanzmann. Es autora de Mirada cuentera, historias de viaje, Umbrales ediciones, Bs. As. 2018, y Mirada indiscreta, seres urbanos, Enigma Editores, Bs. As. 2020. Es coautora de la antología Anecdotando, Umbrales ediciones, Bs. As. 2019. Publica mensualmente en el Suplemento Mujeres del Diario El Chubut.







domingo, 21 de febrero de 2021

EL CUENTO DE HOY

 



EL HIPOCORNIO DE PALIMISTRÍN


Por Alejandra  Vilela (*)



Había una vez un niño llamado Palimistrín. Este pequeño, que tenía padres con mucha imaginación, creció en una casa llena de aventuras inventadas. Había días en que su madre inundaba el baño, y todos dormían amontonados en la bañera, simulando un naufragio. Los miércoles de luna llena jugaban a viajar en un crucero de lujo, dando  vuelta la mesa del comedor. Sentados allí con las piernas cruzadas, escuchaban a su padre describir las maravillosas forma marinas que veían desde el balcón de su camarote. Así, Palimistrín aprendió a mirar el mundo con ojos de fantasía y para él nada era imposible, ridículo o inexistente. Todo podía pasar en su casa. Y así creció, como un niño feliz en una casa multicolor.  

Un día, cuando tenía 7 años, se mudaron de barrio y su madre lo llevó a una escuela nueva, donde no conocía a ningún niño. Palimistrín fue recibido en la puerta de su aula por la Señorita Perla, que era muy alta y sonreía con amabilidad. La maestra, antes de indicarle a Palimistrín su asiento, lo presentó al resto de los niños. 

“Les presento a Palimistrín,  su nuevo compañero. Vamos a darle un fuerte aplauso de bienvenida a la escuela”. 

Todos aplaudieron y saludaron. Pero uno de los niños, Ángel, levantó la mano y preguntó cómo era posible que se llamara Palimistrín, si ese nombre no existía.  El comentario fue recibido con una carcajada generalizada. La Señorita Perla se puso muy seria y dijo que aunque fuese un nombre que no existía, era muy bonito y no quería escuchar a nadie burlarse del nombre del nuevo compañero.  

Todos se callaron inmediatamente, pero Palimistrín se quedó un poco triste, pensando cómo podía ser que sus padres le hubiesen puesto un nombre inexistente y que él hubiese llegado a los siete años sin notarlo. 

Cuando su mamá lo vino a buscar, lo primero que hizo es preguntar porqué su nombre no existía.  Su mamá le dio la mano, y mientras caminaban a casa, le contestó:

“Por supuesto que Palimistrín existe, lo inventé yo el día que naciste. Vi tu carita y de inmediato pensé que Palimistrín era un nombre perfecto para ti”.  

El pequeño en principio se conformó con la respuesta, pero luego, mientras almorzaba, pensó que Angel  se burlaría diciéndole que tenía un nombre inventado, y se lo comentó a su mamá. 

“No te preocupes Palimistrín, que todos tenemos un nombre que en algún momento fue inventado. ¿O acaso crees que los hombres primitivos se llamaban Perla y Ángel?  Al principio no había nombres y en algún momento a alguien se le ocurrió ponerlos. Ángel también fue inventado, solo que antes que Palimistrín”.

Una enorme sonrisa se pintó en la cara del niño. Su mamá siempre tenía respuestas a sus problemas. 

El día del animal, la Señorita Perla les pidió que dibujasen a su mascota favorita.  Todos tomaron una hoja blanca y lápices de colores y dibujaron a un animal. Clara dibujó a su perra Mala.  Montserrat a su gata, la dulce Minoshina. Fátima dibujó a un gato siamés llamado Cristóbal y Luna a su gallina Florinda. 

Cuando terminaron, todos colgaron sus dibujos en las ventanas del aula. Palimistrín, muy orgulloso, colgó un dibujo multicolor de un ser extrañísimo. Cuando regresaba a su asiento, vio que todos los niños observaban su dibujo. Y lo que era peor, la Señorita Perla también.  Ángel señaló su dibujo con el dedo y dijo: 

"¡Ese animal no existe! ¡Jajajajajaja!"

Palimistrín, ofendidísimo, dijo: “Es un hipocornio, y por supuesto que existe. Mi mamá pintó uno mucho mas lindo en mi cuarto. ¡Lo miro todas las noches antes de dormir!” 

“No existe, no existe”, coreaban todos riendo.

Palimistrín no pudo evitar que lágrimas gordas rodaran por su mejilla. La maestra intentó consolarlo, pero no pudo, así que la directora llamó a su mamá, para que viniese a buscarlo.  Cuando llegó al aula, Palimistrín preguntó en voz alta:

“¿Cómo se llama ese animal, mamá?”

"¡Hipocornio!", respondió ella y una sonrisa triunfal se pintó en el rostro del niño.

La maestra y sus compañeros miraron asombrados a su mamá, pero nadie se atrevió a decirle que no existía. Entonces Palimistrín, para que su madre entendiese el problema aclaró:

“Angel dice que no existen los hipocornios”.

“Angel tiene un poco de razón… no existe TODAVÍA”,  respondió su mamá. 

"¿Todavía? ¿Qué significa eso? ¿Que va a existir?",  preguntó Luna, que era muy curiosa.

“No todas las formas animales que conocemos hoy existieron siempre, ni van a existir para siempre. Aquí veo dibujados gatos, perros y gallinas.  ¿Ustedes sabían que estos animales no existían en la época de los dinosaurios? Si alguien los hubiese dibujado en esa época, le hubieran dicho que no existían, pero la verdad es que NO EXISTÍAN TODAVÍA, pero existirían en el futuro. Hipocornio es un animal adorable, y con Palimistrín estamos esperando que alguna vez exista. Puede que nunca aparezca, pero ahora no lo sabemos y nos gusta mucho, así que lo hemos adoptado como mascota en casa."

"¡Levante la mano a quién le gustaría tener un hipocornio el día que exista!", dijo entusiasmado Palimistrín.

Todos los niños levantaron la mano. Menos Angel. A él no le gustaban las cosas que no existían. 

Unas semanas más tarde, cerca de la primavera, la señorita propuso que adornasen el aula con un mural. Ella había dibujado un enorme papel lleno de flores, abejas, mariposas, bichitos colorados y un sinfín de cosas bellas. Puso un enorme recipiente con lápices de colores y dijo a los niños:

"Quiero que cada uno de ustedes escoja un color. Utilizará ese color en distintas partes del mural. Así todos sabremos qué parte pintó cada uno."

Ángel eligió el azul, porque pensaba pintar todo el cielo. Luna se abalanzó sobre el rosa, que era su color favorito. Lucio adoraba los bichitos colorados, así que buscó ese color. Cuando todos tenían sus lápices, Palimistrín se acercó al recipiente y tomó siete  lápices.

"Debes escoger un solo color, Palimistrín", dijo la Señorita Perla.

"Tengo uno solo", respondió el niño.

"Mentira, tienes siete colores", dijo Tomás.

"¡Nooooo! Sólo tengo uno, que se llama color LUZ!"

"¡Ese color no existe, como todo lo que tienes tú. Nombre que no existe, mascota que no existe y color que no existe!" gritó Ángel.

"¡Sí existe! Llamemos a mi mamá y preguntémosle", retrucó Palimistrín, enfadadísimo.

"No Palimistrín", dijo la Señorita. "Ya hemos escuchado a tu madre varias veces; ahora queremos escucharte a ti. Debes aprender a defender tu punto de vista. Si crees que el color luz existe, explícanos porqué. Todos te escucharemos sin interrumpir", dijo mirando con cara muy seria a todos los demás alumnos. 

El pobre Palimistrín sintió todos los ojos fijos en él y las lágrimas a punto de rebalsar de sus ojos, pero juntó valor y dijo:

"Yo no sé muy bien porqué mi mamá llama color luz a todos estos colores, pero mi casa está pintada color luz, y yo he visto el color luz los días de lluvia. La gente creo que llama arcoíris al color luz," terminó en voz casi imperceptible, seguro de que no lo había explicado bien. 

Sin embargo la Seño Perla, agachándose, lo abrazó y le dijo:

"Te felicito Palimistrín, porque fuiste capaz de pararte frente a la clase y explicar lo que sabías.  Porque tragaste tus lágrimas. Y porque prestaste atención a las explicaciones de tu madre".  

Luego, dirigiéndose a los otros niños dijo: 

"El año que viene estudiaremos la descomposición de la luz, pero lo que dice Palimistrín es cierto. La luz está formada por esos siete colores que escogió, aunque sólo puedan verse cuando pasan por una gotita de agua un día de lluvia. ¡Es muy original llamarlos color luz, pero me gusta mucho la idea! ¡Gracias por compartirla!"

Ese día Palimistrín volvió muy contento a su casa, porque sus amigos habían entendido que algunas veces existen respuestas que no se nos ocurrieron y que siempre, antes de rechazar una idea,  hay que escuchar las explicaciones que puedan ayudarnos a entenderla. 



(*) Escritora. Este cuento fue finalista en el 2020 en el concurso  #quedateencasa, organizado por Ciencia y Cultura del Chubut. La ilustración es una acuarela de la autora.

martes, 16 de febrero de 2021

TEXTOS CON HISTORIA




En esta columna procuramos rescatar textos vinculados a la historia de la Patagonia. El artículo que transcribimos a continuación, escrito por Carlos A. Bertomeu, estuvo dedicado a recordar la figura de John Daniel Evans y fue publicado en la revista “Argentina Austral” (A.A. 143/1943) poco después del fallecimiento del recordado pionero galés.


Rasgos de la vida de don Juan D. Evans, fundador de la Colonia 16 de Octubre


Por Carlos A. Bertomeu (*)







El sábado 6 de marzo dejó de existir en Trevelin, Chubut, don Juan D. Evans. Así, escuetamente, nos llegó la triste nueva y no pudimos menos que remontarnos de inmediato en la recordación a la fecunda trayectoria de esa vida que se apagó serenamente en el lejano valle cordillerano que él tanto amó.


Cuando una vida transcurre dignamente y quien la vive cumple un misión efectiva en el medio en que le toca actuar, su muerte, salvo cuando es prematura, lleva en sí el signo de una etapa en la ruta sin fin y por ello mismo la recordación no se reviste de agudas lamentaciones, sino que se convierte en sereno homenaje para aquel que solo desapareció en la materia y queda con nosotros en espíritu. Tal es el caso de John Evans, “pioneer” de los tiempos lejanos de la Patagonia heroica, espíritu aventurero y místico a la vez, precursor del progreso de la cordillera austral, de quien haremos una breve semblanza.


Nacido en 1862 en el lejano país de Gales, llegó con sus padres a las inhóspitas riberas del Golfo Nuevo el 28 de julio de 1865, junto con aquella inolvidable caravana de visionarios que buscaron en el lejano valle del Chubut, el quieto retiro en que pudieran vivir sus nobles tradiciones y costumbres. Se asimiló rápidamente al áspero medio y no tardó de identificarse en el mismo, a tal punto que todos lo apodaron “el baquiano”, por su notable sentido de orientación y el dominio que tenía de los intrincados senderos que los indios abrían en el desierto.


Cuando aún no tenía veinte años, impresionado por los brillantes relatos que los tehuelches —los buenos amigos de la colonia galesa—, le hicieran de las lejanas tierras de Occidente, donde había enormes montañas, impenetrables bosques y cristalinos arroyos en los que basta agacharse para recoger el oro, presintió que allí estaba el verdadero porvenir de esa colonia que en Rawson luchaba desesperadamente contra la adversidad y la pobreza. Es así que en el año 1882, emprende la marcha rumbo a las tierras de promisión, acompañado por tres compatriotas recién llegados: John Parry, John Hughes y Richard Davies.


La sagacidad de Evans impide que, llegados hasta el valle de Gualjaina, caigan en una emboscada que les tienden los caciques de la zona, sedientos de venganza por la conquista del desierto que implacablemente iba realizando el gobierno nacional. Regresan apresuradamente hacia Rawson, pero cuando les faltaban unas pocas jornadas para llegar a destino, fueron atacados sorpresivamente por los salvajes. Sus tres camaradas cayeron de inmediato y fueron horriblemente mutilados, pero John Evans, magnífico jinete, se “apiló” en su fiel “Malacara” y encarando decididamente un profundo zanjón de más de cuatro metros de ancho, consiguió salvar esa valla imposible y escapó así de una muerte segura. Desde entonces aquel lugar es conocido por “El Valle de los Mártires”.


Pero no por esto cejó Evans en su empeño y cuando en 1885 se hace cargo de la primera gobernación del Chubut el teniente coronel Luis Jorge Fontana, eminente patriota, no escatima argumentos ni esfuerzos para convencer al mismo de la urgente necesidad de organizar una expedición en forma a la cordillera. Triunfa en su empeño y salen para el lejano Oeste el 14 de octubre de 1885. En la histórica orden general que Fontana firmara el 16 de octubre en el campamento “Las Piedras”, John D. Evans es designado ayudante del jefe en aquella inolvidable “Compañía de Rifleros del Chubut”, a la que sirve de insustituible baquiano y llegan así, el 25 de noviembre, al más majestuoso valle de la cordillera, según expresión del propio Fontana.


Desde entonces John Evans, sintiendo el irresistible llamado de aquellas tierras con las que tanto soñara, solo desea una cosa: afincarse en ellas. Es así que logra su anhelo y es uno de los primeros pobladores del fértil valle cordillerano, en el que fundó la hoy progresista villa de Trevelin; instala allí el magnífico molino harinero al que debe su nombre: “Pueblo del Molino”, y desde entonces le conocen a él  mismo como “John molinero”… Viejas costumbres, tiempos perdidos en la niebla de otras épocas,  sabor sereno a tierra buena y fecunda, nombres y apodos que cobran jerarquía con el rodar de los años.


Y allí, junto a aquellas maravillosas montañas del “Valle de las Frutillas” al que tan hondamente supo amar, terminó quedamente su vida, mas no habrá una sola persona el Chubut para quien no viva eternamente en el recuerdo y el afecto la patriarcal figura de “John molinero”, con quien desaparece una de las páginas más emotivas de las remotas tierras australes.


Sus compatriotas y los descendientes de sus camaradas de la histórica jornada inicial, le dieron el adiós postrero desde las columnas de “Y Drafod” de Gaiman, el 12 de marzo: …Toda su vida estuvo llena de aventuras y emociones. Sediento de horizontes, ni aun en los días de su ancianidad optó por el descanso. Habiendo, merced a su espíritu tesonero, conquistado una posición holgada, pudo permitirse el placer de viajar por varios países de este y otros continentes. Ahora, terminado ya el largo viaje que fue para él el de la vida, descansará eternamente a la sombra de los Andes gigantescos, pero vivo siempre en el recuerdo y cariño de su pueblo.





(*) Carlos A. Bertomeu fue un escritor e historiador argentino. Entre sus publicaciones más destacadas se distingue “El Perito Moreno. Centinela de la Patagonia”, “El valle de la esperanza”, novela ambientada en la Colonia Galesa del Chubut, “Más allá de las cumbres”, una trama que discurre en cordillera patagónica y “Cazando Pumas en la Patagonia”, obra que escribió junto a Andreas Madsen.