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miércoles, 27 de junio de 2018

EL RELATO DE HOY




RINCONADA

Por Hugo Covaro (*)




Todo era viejo, desgastado por ese viento arenoso puliendo los perfiles de casas abandonadas hace tanto tiempo.

La iglesia sin cura, amontonaba un médano bajo frente a sus gruesas puertas cerradas, en un silencio macizo sólo roto por alguna campanada fuera de hora, cada vez que una ráfaga de viento norte movía y golpeaba el negro badajo, colgante como testículo de toro.

Por el callejón principal de Rinconada suele pasar la historia como una anciana ciega sin detenerse. Fue obligado descanso de las tropas revolucionarias en su tránsito al norte y parada de mercaderes, bandoleros y contrabandistas de frontera.

Algunos aseguran que el mismísimo Brigadier General Don Estanislao Lezcano, hizo noche en la víspera de la batalla de El Quemado, velando las armas antes de aquel sangriento combate que sembrara de muertos el valle y signara para siempre la suerte de la gesta emancipadora.

Y hasta se dijo que el Coronel Robustiano Campos, caído en esa pelea, fue enterrado por sus soldados en el cementerio, pero no se sabe dónde, pues nunca se conoció el lugar de su tumba. ¡Pero eso fue hace un siglo!

De aquellas cincuenta familias, hoy quedan algunos viejos con los ojos grises de ver por siempre tanto desamparo. Y la Cándida Moraga con su hijo enfermo, en esa casona blanca delataba por un humo sin forma que repta un cielo ceniciento, como el último pulso de la vida en aquellas desolaciones.

En horas que el viento para, en el erial que cobija a los muertos entre picas bajas, las cruces tapadas ocultan el nombre de alguna historia familiar ajada de olvidos largos. Pero el mismo viento sabe escarbar los arenales y entonces las cruces muestran los apellidos de aquellos huesos tristes: Amaranta Solís (q.e.p.d.), Alejandrino Quenao (q.e.p.d.), Domitila Soca (q.e.p.d.), Porfidio Curinao (q.e.p.d.)...

Por la entrada despareja, seguida por la mula que sin esfuerzo cargaba al pequeño jinete, Laifil caminaba con la vista fija en ese humito parado en el aire, que le señalaba el final de aquel largo viaje.

Un zaguán estrecho terminaba en el patio de baldosones rústicos desde donde una galería espaciosa daba sombra a las habitaciones que en hileras, conformaban aquella construcción que fuera almacén y fonda en tiempos mejores.

 Cuando sus anteriores ocupantes la abandonaron, Cándida escondió la peste de su hijo entre esos muros de tres jemes de anchura. En esa penumbra de socavón, un niño con rostro de viejo miraba deslumbrado el chorro de luz que le acuchillaba los sentidos, iluminando esa carcoma oscura que le masticaba las entrañas.

Laifil lo contemplaba callada, como quien se asoma luego de un derrumbe. Al fin dijo:

Me llamaron tarde. Esta criatura no tiene remedio... ya huele a podrido el pensamiento –murmuró la machi como un rezo–. No creo que pase de esta noche...

Unas manos piadosas le cerraron los ojitos para devolverlo a las tinieblas.

 Al otro día, con el sol pintando de fuego las crestas de las serranías, la machi seguida de la mula y el pequeño Payún montado, le daban la espalda al caserío, mientras un viento nuevo, recién venido, amontonaba arena junto a la cruz del angelito.





(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. Este relato fue tomado de su libro “El chamán y la lluvia” (Editorial Universitaria de La Plata, La Plata, 1996).



viernes, 22 de junio de 2018

EL CUENTO DE HOY




UNA SALIDA

Por Luis Alberto JONES



El Mocho no quiso saber nada. Aludió que la novia lo había cortado diciéndole que ya había salido dos veces sin ella. Y bueno, entonces fuimos nosotros tres: Marquitos, Piti y yo. El viernes, al final, encaramos para Recoleta. No era una salida habitual. Es que no veíamos otra manera mejor de gastar la guita y festejar que ir a comer con lo que habíamos ganado pegándole a las últimas cuatro de la Quiniela. Según nuestros cálculos, que podían no ser certeros ya que siempre íbamos a comer pizza, nos alcanzaba en un restaurante bien para cinco, lo que nos daba algo de margen para un cafecito cerrando la noche. 
Estaba buenísimo. Menos mal que habíamos ido bien vestidos porque los comensales eran todos bacanes. Lógico, ya lo imaginábamos. El primer error fue cuando el mozo, sin mostrarnos la carta, nos avanzó con el plato del día: pato a la naranja con batatas a la rigoleau. Y sí, con la propaganda que le hizo, agarramos viaje. La verdad valió la pena. El pato tenía color dorado con un baño de miel y largaba un aroma que te  apuraba a devorarlo. Las batatas eran tiras verdes que se derramaban alrededor. Increíble la presentación. Le agregamos un postre, también sugerido por el veterano mozo. No sé cómo describirlo, tenía de todo pero era un tipo de helado. Una base de vainillas y para arriba como una torre de frutillas formando un volcán coronado con crema y unas bolitas negras, arándanos se llaman. Un poco empalagoso diría.  Con una presentación que con solo mirarlo ya lo comimos.
Canchero el tipo, el mozo digo, nos ofrece si no queríamos cerrar la noche con un champagne. Otro acierto, lo disfrutamos y nos hizo sentir unos ricos. Menos a Piti. Me parece que lo tocó porque por ahí le costaba cerrar algún pensamiento. Qué bárbaro. Bueno, hasta la boleta digo. No era como si hubiesen comido tres, ni cinco. Para nosotros eran como diez. Agregamos algo que llevábamos porque hacía días que habíamos cobrado, pero ni cerca. Es que el lugar y la calidad eran incuestionables pero destruyeron nuestras matemáticas previas. Ahí empezamos a mirar el mostrador como condenados. Es que sabíamos que detrás de él nos esperaba el temido cadalso de las cosas sucias. Yo le di a los platos, a Marquitos le tocó los cubiertos. Peor le fue a Piti con las ollas y sartenes. Los dedos le quedaron impermeabilizados con la grasa. 
Al Mocho le contamos que la pasamos bomba. Es que él es un tipo que la imaginación no le da para suponer lo que nos pasó.

jueves, 14 de junio de 2018

LA NOTA DE HOY




GIGANTOLOGÍA

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



Todo comenzó con Antonio Pigafetta y su descripción de los patagones en el “Primer viaje en torno al globo”: "Un día apareció de improviso en la playa un hombre de estatura gigantesca… Era tan alto aquel hombre, que le llegábamos a la cintura, siendo además muy proporcionado". Ya en la novela de caballería "Primaleón", de la cual Hernando de Magallanes toma el nombre que da a los habitantes de la región en 1520, aparece un gigante: "Patagón", líder de los "patagones", con titánico cuerpo de hombre y cabeza de can. Años después, en 1580, Pedro Sarmiento de Gamboa recorre el Estrecho que Magallanes descubriera, y toma contacto con sus moradores. Los llama “Grandes hombres”, “Gente Grande”, “Gente Crecida” e incluso “Gigantes”; basado en los dichos del otro pueblo que vive allí, el de los canoeros, que temía a esos portentos. Pero cuando captura a uno y lo sube a la nave, su descripción es mesurada: “Es crecido de miembros”, dice.

Sin embargo, su "Relación" del viaje al Estrecho se conoce primero por la recensión que hace Bartolomé Leonardo de Argensola en la “Conquista de las Islas Malucas"; y allí ese historiador agrega detalles que Sarmiento no menciona. Por ejemplo, da la siguiente versión de lo ocurrido: “El Indio preso era entre los Gigantes Gigante; y dice la relación que les pareció Cíclope”. Lejos está de lo que escribió el navegante. Tampoco Edward Cliffe, uno de los cronistas de Francis Drake, que cruzó el paso entre los océanos en 1578, los vio de dimensiones descomunales: "...our General... met with 3 of the Patagons... These men be of no such stature as the Spaniards report, being but of the height of English men: for I have seen men in England taller than I could see any of them."

En 1766 regresa de su circunnavegación John Byron, abuelo del poeta. Poco después se edita en Inglaterra la crónica “Viaje alrededor del mundo hecho en el navío de S.M. Británica del Delfín mandado por el Comandante Byron”, de ignoto autor; que contribuye a difundir la leyenda. Además de mostrar los más célebres dibujos de los enormes sureños, la obra narra su encuentro con ellos: "...un patagón... me salió al encuentro. Era de una estatura gigantesca... juzgando de su estatura por comparación a la mía, puedo asegurar que no era menos de siete pies". El interés que el asunto despertó, motivó que Horace Walpole, autor de “El Castillo de Otranto”, escribiese su ensayo “An account of the giants lately discovered”.

Al tiempo, el libro sobre la travesía de Byron se publicó en Francia; con un introito que pretende agregar información sobre los jayanes de la Patagonia. Es el criterioso editor de la “Relación” de Sarmiento de 1768, quien en su enjundioso proemio desmiente tal prólogo; que ataca el testimonio de Sarmiento, pone en boca de otros cronistas, como los que acompañaron a los hermanos Bartolomé y Gonzalo de Nodal, palabras que nunca dijeron; y defiende ciertos relatos descabellados. Uno de ellos es la anécdota de Madalena de Viqueza, fábula sobre una española llegada a América para hacer fortuna; que recorre medio continente hasta terminar viviendo con una tribu de patagones. Rescatada luego por un buque, regresa a España. En la narración se afirma que sus anfitriones medían diez o doce pies de alto. El prologuista francés dice que esta historia figura en un libro del franciscano José Torrubia; de 1760.

Pero no es cierto. "La Gigantologia Spagnola Vendicata" del Padre Torrubia no incluye la fantasiosa novela de Madalena. Sin embargo, menciona varias veces a los “Gigantes” del Estrecho de Magallanes, como una de las pruebas que apoyan su teoría de que en la Tierra vivía una población ciclópea antes del Diluvio Universal; de la cual eran relicto los gigantes de los que se hablaba en diversas partes del mundo. La obra de Torrubia tiene tres partes: las "Memorias" de la Gigantología Española, donde se menciona a los Goliat australes, la "Carta" sin firma que critica el anterior texto; y la "Respuesta" a la carta anónima , en la que el sacerdote cita sus fuentes.

Cuando lo hace para los gigantes patagónicos, incluye varios informes; entre ellos, los conocidos de Magallanes y Sarmiento. También alude a la expedición de Jofré de Loayza, que según dice vio “Uomini di tal grandezza, che lo Spagnuolo piú corpulento no arrivava a toccare colla sua mano alzatta, il mezzo…”; aunque en la crónica del periplo que hace Andrés de Urdaneta no dice eso, sino que “…llevó á las naos, un patagon. Era… grande de cuerpo, vestido de una pelleja de cebra...”. Torrubia también menciona al poeta Martín del Barco Centenera; que hablando de Sarmiento en su epopeya “La Argentina”, recuerda a los gigantes cuyo avistamiento inicial atribuye a León Pancaldo, marino de Magallanes:

Trató con los gigantes de Pancaldo / que están por cima el Puerto Leones.
Acuérdome yo ahora que Gibaldo, / soldado genovés, entre razones
que conmigo trataba, y con Grimaldo, / de su nación, discretos dos varones,
me dijo muchas veces que los viera / desde el navío llegar a la ribera.

La campaña de Byron aporta las últimas noticias sobre los "gigantes" patagónicos. Con posterioridad, los viajeros que frecuentaron la región, provistos de una visión más objetiva acorde con el avance del método científico, pusieron los datos en su justa dimensión; y los patagones siguieron sobresaliendo por su contextura, pero en términos más austeros. Charles Darwin, en su “Viaje del Beagle”, los menciona de seis pies. George Chatworth Muster, en "Vida entre los patagones", afirma que tienen entre cinco pies y diez pulgadas a seis pies y cuatro pulgadas; coincidente con estudiosos más modernos, como Rodolfo Casamiquela, que refiere que podían alcanzar hasta los dos metros de estura y ser de una gran corpulencia. Sin duda, los tehuelches eran altos y bien apersonados, como puede observarse en sus fotografías; pero se alejan de las medidas de los titanes que pintaban los cronistas de antaño.


Aunque no debe atribuirse a una inventiva exuberante la estatura adjudicada a esta etnia por los antiguos escritores europeos. Sus obras son de una época donde fantasía y verdad se entreveraban; y era común citar leyendas, tradiciones y otras fuentes de escaso rigor documental para describir el mundo. No era una actitud mendaz; era tan sólo el método aceptado para investigar, resabio del pensamiento mágico. De a poco la ciencia separó lo real de lo imaginario. Esa tendencia llegó también a la Literatura. Al consolidarse los géneros de ciencia ficción y terror, se superó la mezcla de consejas y hechos ciertos que atiborraban las letras; y pudo el lector distinguir los textos informativos de los recreativos. Pero con una pertinaz trayectoria de boomerang, la sociedad actual volvió a mezclar ficción y realidad; de la mano del mundo virtual que difumina límites y embrolla el pensamiento. Es cierto: ahora ya no se cree en gigantes. Pero muchas veces se admiten fantasmagorías mucho más estrambóticas que esa.

miércoles, 6 de junio de 2018

EL POEMA DE HOY



UN SUEÑO

Por Rubén Héctor Ferrari



Atisbo un horizonte lejano,
Más allá de la voz y la mirada,
aquí, desde un eterno monólogo de playas,
absorto, solemne y solitario...
Hay una brisa tenue de los Andes,
con mensajes de nieves y de heladas.
Estoy sintiendo el Sur en mis espaldas,
en estas largas tardes de esperanza.
Debo ganarle al corazón antes que aquiete,
para vivir el sueño que ha acuciado,
insistente, mis entrañas.
Y aguardo la llegada puntual
de un viejo barco,
cargado de ilusiones y patriarcas.
Ansío contemplar las sementeras
del primitivo labrador de estas comarcas,
y en el fondo de las lomas construida
la capilla enhiesta
de la fe sagrada.
Quiero vivir aquel instante
de profunda comunión de los pioneros,
y en la modesta arquitectura de las casas,
percibir el aroma inconfundible de las llamas
de achatadas jarillas y neneos.
¡Ah!.. Deseo ver por un momento
el milagro en el Golfo de un velero,
un arcón, una Biblia y la porfía
por ganarle al desierto su sustento.
¡Anhelo observar con el asombro
de un niño ante el paisaje inusitado,
la rubia mies que sobre el páramo
sea el aliento de Dios para el esfuerzo!..
Sólo entonces bajaré a la arena,
cuando el viejo maderamen del navío,
salga a buscar otros mares y distancias,
y quede acá, sobre la costa brava,
igual que un angostado Austro,
la afilada punta de un arado.
Voy a hundir después en las acequias
 el febril cansancio de mis plantas,
mientras sangra el Chubut hacia los surcos
y en atónita quietud, el viento arisco,
guarda en sus alforjas de incesantes viajes
el abrazo silencioso de dos razas.