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Patagonia
La buena madera
(Catherine Davies fue la primera persona adulta que los galeses enterraron en la Patagonia.
Su tumba fue hallada en Punta Cuevas, Puerto Madryn, en 1995 y sus restos aún no fueron devueltos a la tierra.)
Soy la madera del ataúd que se descubrió por casualidad en 1995, en Punta Cuevas, muy cerca de las ruinas de las viviendas de los galeses. Pasé 130 años bajo tierra, por eso estoy tan arruinada.
Me acuerdo muy bien de ese día de agosto de 1865 ¡pobre mujer! ¡Venir de tan lejos para terminar así! Pero en realidad se ve que estaba enferma de antes y los dos meses de viaje, sin comida fresca y amamantando a un bebé, la enfermaron del todo.
El nenito, John, murió en alta mar. Cuando ella agonizaba, mandaron a buscar al marido, Robert, que había tenido que ir al valle del Chubut. No sé si alcanzó a volver a tiempo para verla con vida. Fue muy triste. Sus hijos, William de 8 años y Henry de 6, daban mucha pena.
(Después me enteré -yo no lo ví porque ya estaba enterrada- de que Robert murió 3 años más tarde de tuberculosis. Entonces sí que William y Henry quedaron solitos, pero los adoptó una familia muy buena -Davies también- Thomas y Eleanor.)
Me acuerdo bien, insisto, de aquel agosto.
A los pocos días oí ruidos de pala y otra vez los llantos, muy cerca.
Esta vez era una chica de 4 años. Y ahí quedamos... la nena, otros tres bebitos que estaban de unos días antes, y yo, cobijando a Catherine.
Nadie más vino a acompañarnos en Madryn. A los pocos años, nos tapó un médano... y quedamos sepultados todavía más profundo.
No quiero ser pedante, pero esto de ser ataúd es un accidente. No siempre mi vida fue tan triste. Tengo noble estirpe, soy Pinus strobus, “White pine” como dicen los ingleses, un buen ejemplar de pino norteamericano.
Llegué acá bastante antes del Mimosa, tanto que ya no me acuerdo exactamente cuándo. Yo formaba parte de un barco, lobero si mal no recuerdo, y como tantos otros andábamos por todas estas costas.
Pero mi barco tuvo la mala suerte de encallar, y aquí nos quedamos...
En 1865, otras tablas como yo fueron a parar a las casas que los galeses levantaron en la punta. Creo que en 1867 -yo ya estaba bajo tierra y no lo vi- los galeses volvieron a usar las tablas para cerrar y techar un poco los socavones en los que vivían ahí en la punta...
Dicen que todas ellas fueron quemadas en 1870. Parece que unos loberos de las Malvinas las usaron como leña para calentar sus calderos-derrite-grasa. Yo me salvé. Tuve una vida más aburrida, cierto, pero más tranquila. Y aquí estoy, ¡de nuevo bajo el sol!, quién sabe por cuánto tiempo...
Durante 130 años cobijé a Catherine, ella me contó muchas historias de Gales, del puente de Llandrillo, del anillo irlandés que le regaló Robert para el compromiso... (creo que todavía anda suelto el chiquito lustroso aquel).
Sí, Catherine alcanzó a contarme muchas cosas mientras todavía tenía voz. Luego se fue callando de a poco, era apenas un susurro, ... no me di cuenta exacta de lo que pasaba, pero estaba transformándose en tierra, en Patagonia...
En cambio, yo, Tabla de Pino, todavía sigo hablando, por si alguien quiere escuchar viejas historias...
Fernando Coronato
Con destino incierto dirijo mi andar hacia la zona rural; camino lento pero sin tregua, empañada mi mente de culpas tan recientes como irremediables.
No sé cuánto tiempo después me sorprendo parada en el Puente Hendre, sobre el río Chubut. El abrupto deshielo de las intensas nevadas de toda la región me hacen desconocer esta riada, a veces salvaje pero siempre previsible, de mi pueblo. Las riberas se confunden con la tierra que poco antes resplandecía esperando la llegada de la primavera. Sauces, álamos y otros árboles están, ahora, debajo de las aguas. Las chacras próximas a la población sufren en tierra propia la agresión de la napa freática; las quintas que sus dueños han elegido para morar, en un intento por alejarse del bullicio urbano, están cubiertas de líquidos enlodados.
Mi ser, igualmente corrompido, se hace eco de esta situación.
Mi madre, nacida en un paraje vecino, recorría todos los días el largo y estrecho sendero que la llevaba a la escuela, a orillas del río, apenas cruzada la pasarela. Sólo las vicisitudes climáticas o algún estado de enfermedad justificaban la falta. El colegio primario que aún hoy, después de sesenta años funciona allí, era el único en el lugar. Mi abuela me contaba, siendo yo aún una niña, cómo cada uno de sus hijos llevaba una especie de mochila de hule realizada por ella misma; allí guardaban todos los útiles escolares: el cuaderno prolijamente forrado con hojas de diario, el manual, el tintero involcable, la funda para la lapicera de pluma, un abrigo y las botas de agua; las niñas incluían el bastidor para bordar.
Ella se complacía en narrarme anécdotas de aquella época y aún cuando el desborde del río alguna vez sucedía, nunca había llegado a ser tan devastador como este. El crecimiento poblacional de toda la localidad era, en gran parte, causante de esta inundación.
De alguna manera me alegro de que la abuela no pueda ser testigo de tanta desdicha.
El puente ha tenido un singular significado en la vida de mi madre; quizás por esa razón hoy, desolada, estoy sobre las gruesas y resecas vigas de madera que permiten sólo el paso de las personas y vehículos livianos. La estructura sigue siendo firme, aunque el paso del tiempo la muestra herrumbrada y descolorida. Me apoyo sobre sus viejas barandas con cierto temor y dejo caer mi mirada en las aguas imponentes del río, más ancho que nunca... amenazante, sombrío como todo el paisaje que lo rodea. Desesperanzado como mi propia existencia.
Detengo mis ojos en la escuela. Evoco a mi madre, a sus hermanos y a todos los hombres que han pasado por allí. Es posible que sus experiencias hayan tenido mucho que ver en sus formas de pensar, de ser y sentir.
Unos obreros, muy cerca del edificio, cavan pozos profundos que pronto se inundan; tratan, desenfrenadamente, de colocar bombas que devuelvan el agua a su sitio, de donde jamás debiera haberse esparcido.
Me siento sobre un costado del deteriorado puente.
Desabrocho el botón de mi jardinero y saco del bolsillo la carta que horas antes encontré mientras buscaba unos documentos. Conozco su contenido; sin embargo, comienzo a releerla:
“Es difícil que entiendas mi decisión...” , empieza escribiendo mi madre.
Va dirigida a mi padre. Y continúa:
“Ya conversé con el médico y acordamos en hacerlo la próxima semana. Me preguntó si estabas de acuerdo y le contesté que sí. Consideré vano explicarle que hacía más de dos meses que no te veía y no estabas enterado del embarazo, menos aún decirle que la situación económica te había obligado a radicarte en el norte del país y que esto había sido sólo un descuido”.
En otro párrafo de la carta anticipa:
“Estoy segura de que me condenarás por este atrevimiento... Ustedes, los hombres, no entienden. Me paso todo el día cuidando de los niños, cocinándoles, lavando sus ropas, acompañándolos a la escuela. Me siento muy... muy agotada y no deseo tener uno más. Decididamente no lo quiero. Creo que será una determinación acertada, para vos, para mí... para los niños. Sólo espero tener las fuerzas necesarias para hacerlo. No será nada fácil”.
Mientras sigo leyendo, una y otra vez miro la fecha en la que ha sido redactada esta nota. Las estampillas corroboran que fue enviada al destinatario. No necesito más elementos para comprender que mi madre está refiriéndose a mí. Conociéndola, es fácil imaginar las razones por las que no ha concretado los hechos.
La admiro y la amo más que nunca. Entiendo, ahora, las excesivas manifestaciones de afecto recibidas en mi niñez, tal vez como consecuencia de sus culpas; las diferencias percibidas en el trato con mis hermanos convirtiéndome siempre en la niña mimada. Y el amor desmedido y preferencial que mi padre demostraba hacía su hija más pequeña.
Siento un profundo agradecimiento.
Mis lágrimas dejan manchas en las amarillentas hojas, corriendo la tinta de las palabras que ya no quiero volver a repasar.
Absorta, todavía, por el descubrimiento, observo a mi alrededor a mucha gente. Van y vienen haciendo crujir al puente con su andar; contemplan anonadados las viejas construcciones de los alrededores. Pronto comenzarán a derrumbarse, el terreno cederá y las paredes empezarán a partirse.
Intuyo que mi futuro compartirá este designio.
Ajenos a la tragedia, un grupo de jóvenes en bicicleta recorre el lugar; se divierten, cantan, ríen. Una pareja, en un vehículo estacionado, delibera visiblemente preocupada.
Escucho a lugareños conversando sobre la caída de árboles frutales, los perjuicios venideros y la posibilidad de construir tajamares que eviten la entrada de agua a determinados predios. Pensamientos de pérdida, congoja e incertidumbre se mezclan con los propios.
Para ellos existirá, quizás, una nueva oportunidad.
Conmocionada, llevo ambas manos a mi vientre vacío, vilmente despojado de vida, y siento enormes deseos de gritar.