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miércoles, 24 de junio de 2020

EL CUENTO DE HOY




LA PLUMA DE PAVO REAL

Por Jorge Rubén Sánchez (*)



El primo Luisito era un poco miedoso. Típico muchacho de ciudad, fantasioso, un tanto agrandado, enamorado de los fierros, las máquinas y las armas: un típico varón, en suma. Todos los veranos viajaba al sur, a la finca de sus parientes en el vallecito de El Hoyo, en la comarca de Epuyén y pasaba dos meses de estadía feliz. Cada jomada era una aventura y los únicos momentos que odiaba eran aquellos en que sus primas lo acorralaban con preguntas sobre la vida en la ciudad: la moda, las diversiones, los adelantos, los chismes sobre artistas... como si él viniera de otro mundo. El momento más esperado y temido era la sobremesa de la cena. A la luz vacilante del farol de querosén, las chicas contaban sus historias del lugar, todas escalofriantes. Él se hacía el corajudo y las escuchaba una y otra vez, exigía precisiones, obligando a las primas a cambiar datos, agregar personajes y exagerar los detalles siniestros. Entre todas esas historias sobresalía la del jinete sin cabeza que en las noches de luna llena (o sin luna, eso iba cambiando) aparecía de golpe, con un perrito lanudo, para sorprender y perseguir a los desprevenidos que anduvieran en la ruta a medianoche.
Ese cuento se hizo cada vez más detallado y morboso y al final, siempre salía de abajo de la alcantarilla que estaba justo en la alameda grande, frente al esquinero más alejado de la chacra. Un poco por curiosidad, otro poco por orgullo machista, a Luisito se le metió en la sesera que debía conocer al misterioso jinete. Por entonces, y mediante la alquimia literaria de las chicas, el decapitado tenía nombre: era el viejo Guerrero, que vagaba por este mundo buscando a su matador, para vengarse... o simplemente para recuperar su cabeza.
Y una noche, después de mucho pensarlo, Luis decidió quedarse despierto. Cruzaría el campo hasta el alambrado del fondo y acecharía al fantasma para tirotearlo con la pistola que había robado del armero del tío.
Las primas estaban seguras de que no se animaría a salir, así que se fueron a descansar. Antes, le exigieron que para demostrar su coraje tendría que ir hasta la alcantarilla de hormigón, meterse debajo y clavar en el barro una prueba: una hermosa pluma de pavo real que ellas le dieron.
Luisito no se iba a echar atrás. El peso del arma en la cintura lo llenaba de una irreal confianza. Se acostó vestido, esperando que llegara la medianoche.
A la una de la madrugada saltó de la cama, bajó por las escaleras sin hacer ruido y en el patio acalló a los perros adormilados. No quiso compañía. Confiaba más en un arma que en un perro... La claridad de la luna era suficiente para iluminar el paisaje y él conocía los senderos de memoria. Llegó hasta el alambrado en unos minutos y se apostó un rato, para recuperar el aliento y trazar un plan. Iba bien abrigado con un sacón oscuro y la excitación lo mantenía calentito.
La noche estaba silenciosa. Una horrible sensación de soledad lo abrumó y lo obligó a ponerse en movimiento: tomó coraje, cruzó los alambres y al trote se acercó a la mole compacta y sombría de los álamos. La alcantarilla era una estructura clara que se destacaba nítidamente, un pequeño puente que permitía el paso sobre el arroyo que desagotaba el agua de la chacra en el río Epuyén. En esa época estaba casi seco, por lo que bajó al cauce barroso y buscó los pilotes de la obra. Con mano tembleque sacó de un bolsillo del sacón la pluma de pavo real y la plantó en la orilla.
Fue en ese preciso momento en que le pareció oír una risita. Aturdido, tomó conciencia de que nunca había considerado la posibilidad de que pasara algo. Instintivamente, se arrojó al suelo y se quedó escuchando. Las risas se repitieron, sonidos entrecortados que la brisa nocturna traía en ramalazos. A medida que el miedo le crecía adentro, se arrastró sobre los codos y se asomó al borde del canal, siempre mirando en la dirección de los ruidos. A unos doscientos metros vio un bulto blanco, ancho, con aspecto levemente humano y con dos cabezas.
Dio un respingo y al mismo tiempo el bulto se detuvo y se escurrió detrás de unas mosquetas. Pensó que allí estaba acorralado, que debía llegar al abrigo de los sauces, al otro lado de la ruta. Se asomó nuevamente y el bulto blanco también, para volver rápidamente a las sombras. Escuchó chillidos sofocados y en el colmo del espanto, sacó la pistola del cinto y se puso a gritar, apuntando en esa dirección. Del otro lado también hubo alaridos y por unos momentos reinó una confusión descomunal.
El fantasma cruzó raudo y se refugió en unos troncos caídos: avanzaba hacia él. Su terror pudo más y salió del abrigo del canal, se plantó en la calle y mientras chillaba, manipuló el arma. Histérico, sus propios gritos le impedían oír las otras voces que lo llamaban.
Entonces, en un mismo instante, como movimientos sincronizados de una escena mayor, ocurrieron tres cosas: Luisito toqueteó con desesperación la pistola y el cargador cayó al suelo; la figura espectral se convirtió en las dos maestras de la escuelita que gritaban aterradas, abrazadas y con sus guardapolvos brillando bajo la luz de la luna. Y debajo del puente, una mano traslúcida se apropió de la pluma de pavo real.




(*) Escritor rionegrino. Hijo de una familia bolsonense, nació en 1953 en Neuquén y volvió a radicarse en El Bolsón en 1961. Es docente. Estudioso del folklore regional, escribe tanto poesía como narrativa. Este cuento se tomó de su libro “Al sur del paralelo 40” (El Bolsón, editorial Los salvajes, 2000). Dicho libro obtuvo el primer premio en el Concurso Literario “Arte-Vida” 2000.

jueves, 18 de junio de 2020

EL CUENTO DE HOY




EL MANTÓN DE MANILA

Por Mónica Avendaño





Se acababa de estrenar el siglo veintiuno. Marlene, joven abuela, recibía cada fin de semana a sus nietos. Eran los días más esperados por los niños. Ella participaba de sus juegos como un chico más. En su casa podían cantar, disfrazarse, interpretar los personajes de los cuentos que su yaya narraba como nadie. Ana, la única niña, de cinco años,  y la mayor de los nietos, amaba una historia en especial.
-Abu, ahora contanos la de las hermanas españolas. Dale, dale, abuela -gritaba Ana y se imponía a los demás.  
Marlene claudicaba porque también para ella era especial. Y empezaba con la narración: “En una aldea de España vivían papá Isidro, mamá Antonia y tres hijos, Ernesto, Isabel y Matilde, mellizas que se querían mucho y habían jurado que nada las iba a separar. Era una familia que había logrado sobrevivir a la Gran Guerra…”.  Acá siempre tenía que ampliar, a pedido de los varones; luego seguía: “Todos, a pesar de la humildad y escasez de la época, vivían felices. Las mellizas, desde que nacieron, fueron muy mimadas por Isidro. Sentía una devoción especial por sus hijas, y quería para ellas un devenir mejor. Incluso las imaginaba desposadas por hombres probos…”
 –¿Qué quiere decir devenir? ¿Qué quiere decir probo? –la interrumpían.
Marlene siempre incorporaba alguna palabra nueva. Seguramente su condición de Profesora de Letras no la abandonaba ni en los juegos. Daba la explicación y proseguía: “Por eso guardó cada moneda que pudo, pensando cómo hacer realidad el deseo. Cuando estaban por cumplir dieciséis años, decidió que era hora de ver los ahorros. Calculó las monedas y se iluminó pensando que le alcanzaría para un atavío que destacara la belleza de sus hijas”.  Aquí se detenía porque otra palabra originaba la pregunta de Ana:
-¿Y atavío qué es, qué es? 
Después de responder, proseguía: “…Una mañana fue al Monasterio a hacer el encargo, y contó con la complicidad de Antonia para que nadie se enterara. El día del cumpleaños entregó al azar un paquete a cada una; sus hijas desataron los moños bajo la mirada amorosa de sus padres. El lienzo que los envolvía se deslizó y los ojos de ellas brillaron hasta las lágrimas”.
Ana parecía transformarse y vivir el momento con tal emoción que también lloraba. Mientras, Marlene seguía con el relato: “Dos bellos mantones de manila, bordados con hilos de seda, aparecieron en sus manos; el de Isabel era negro con un gran pavo real, y el de Matilde verde con rosas en múltiples matices. Ambos remataban en largos flecos. Para esa época era una prenda que solo lucían las señoritas pudientes, no niñas aldeanas como ellas. Era una labor realizada por las monjas de clausura, las Carmelitas Descalzas, con una perfección superlativa. La combinación de tonalidades y el brillo de sus hilos hacían del bordado una obra de arte”.
A esa altura los varones ya no querían seguir y se iban a compartir algún juego, pero Ana no dejaba que Marlene interrumpiera la historia:
–Contame ahora de tu abuela, cuándo conoció a tu abuelo. Porque yo sé que era tu abuela -decía Ana con actitud de triunfadora. 
Marlene reanudaba: “Las jovencitas lucieron por primera vez el regalo en oportunidad de la fiesta mayor del lugar, Día del Sagrado Corazón de Jesús.  Se veían radiantes, participaban de los juegos con inocencia y libre albedrío, siempre bajo la mirada atenta de Isidro y su hermano mayor.  Mauricio, un joven cortés, logró adelantarse a los demás quedando en la ronda al lado de Matilde. Desde aquel instante quedó perdidamente enamorado y no la pudo sacar del corazón. Encontraba siempre alguna excusa para ir a ver a Ernesto, con quien entabló una gran amistad. Al tiempo se animó y pidió su mano. Don Isidro, que había advertido las intenciones de Mauricio, se dedicó a conocer un poco más del pretendiente. Así pudo saber que era honrado, muy trabajador y por sobre todo, respetuoso de la mujer; esas virtudes, tan preciadas, hicieron que aprobara la relación. Al poco tiempo contrajeron matrimonio. Matilde entró a la iglesia del brazo de su papá; ella llevaba una falda ancha y una blusa con volados confeccionadas por Antonia. El mantón de manila se lucía en todo su esplendor, enmarcando el rostro sonrosado de Matilde; caía desde la peineta que era la misma que había usado la mamá para su boda…”.  
Ana asumía el papel de Matilde. Con una pollera y un pañuelo de Marlene, caminaba entonando la marcha nupcial 
–Otro día me contás con detalle la fiesta.  Ahora quiero la parte donde se separa de Isabel.
La abuela accedía a su pedido y continuaba: “A pesar de que ya no vivían juntas, las hermanas buscaban la manera de verse diariamente, pero un día Matilde dio la noticia menos esperada: con Mauricio habían decidido irse a América, como tantos otros europeos. Uno de ellos, su hermano Ernesto, hacía un año que vivía en la Argentina, un país en donde todo estaba por hacerse y había oportunidades para personas con voluntad y ganas de trabajar. Esta vez aceptarlo fue más difícil para  Isidro y  Antonia. No podían imaginar la vida lejos de su hija. Los argumentos con los que en su momento justificaron la ida de su hijo, ahora se ponían en contra. La despedida de la joven fue muy desgarradora; dejaba todo lo conocido, donde se sentía segura y protegida, pero especialmente se alejaba de sus afectos: de sus padres, de sus amigas, y de su hermana querida, a la que había jurado no dejarla jamás. Hubo promesas de regreso, cuando el trabajo en la América de los sueños diera sus frutos. Sabían que era casi un imposible, pero simularon y quisieron creer que iban a volver a verse. Esa esperanza hacía menos dolorosa la separación. El último abrazo fue entre Isabel y Matilde; se desearon cosas bellas, lo mejor para cada una. Ambas querían dar fortaleza a sus padres y sobre todo cumplir con el deseo de papá Isidro: “un futuro promisorio para ellas”. Los mantones de manila eran la prueba palpable, representaban esa aspiración; Matilde llevaba el suyo atesorado y protegido en una esquina de su baúl…”
En este punto de la narración, Marlene decía: 
-Listo Ana, ya es tarde, mañana seguimos. Mejor contamos alguna historia que quieran tu hermano y primos.
-Está bien, pero a ellos les gusta la parte cuando van en el barco y en el tren –decía Ana porque no permitía que se apartaran de su relato preferido.  -A mí, la parte cuando tienen tantos hijos y les enseñan a hacer muchas cosas. También cuando extrañaba mucho, ¿cómo decís vos?, ¿esa palabra que me enseñaste?
 -“Morriña” -respondía Marlene.
 -Sí, eso, “morriña”-repetía Ana excitada y continuaba. -Y esa parte que siempre nos contás, cuando decís que tu abuelita sin que nadie la viera, sacaba el chal y se envolvía en él, y se abrazaba…y sentía que abrazaba a su hermana. Y la parte que se enferma y no puede cumplir la promesa de volver a ver a Isabel, ¡esa que me hace llorar!. ¡Ah! y la pelea de todos los hijos por quedarse con el mantón, y cómo fue pasando de mano en mano…
Mientras hablaba de esta manera, Ana se envolvía en una manta interpretando a su figura favorita.
Así, entre juegos y relatos, los nietos fueron creciendo. En la actualidad, los dos varones menores están finalizando la escuela secundaria, y los otros dos cursando la universidad. Ana es la única que ya se ha recibido; es profesora de historia y museóloga. 
Marlene se jubiló en su cargo de docente en la Universidad. Su espíritu alegre e inquieto sigue intacto. Se levanta sin responsabilidades de horarios, anda por la casa en ropa de dormir, siempre dispuesta a gozar la jornada. 
Una mañana suena su celular.  Es su nieta Anita.
-Hola, mi querida. ¿Qué pasa? -dice con una voz que denota un poco de angustia por el horario poco común en que la está llamando.
-¡Abuela! ¡No pasa nada! -le reprocha su nieta con amor. -Quiero preguntarte si hoy, después de trabajar, puedo ir a almorzar a tu casa; tengo algo que contarte.
-Por supuesto, mi niña, no tengo ningún compromiso -miente. -Sabés que nada me gusta más que me visites.
-Salgo a las 14 hs. Esperame con algo rico.
Después de cortar la llamada, Marlene hace un mensaje al grupo de las cuatro amigas para decirles que no almorzará con ellas, pero que se encuentra bien. Prepara milanesas de peceto, las preferidas de su nieta; hace un flan casero, bate crema y se fija si tiene dulce de leche. Ambas son muy golosas. Todo está listo para cuando llegue su nieta.
-¡Hola abuelita! -la saluda agachándose para darle un beso, porque es bastante más alta que Marlene.
Almuerzan hablando de la actualidad, de moda y del trabajo de Anita, su pasión.
-Ahora decime la verdadera razón por la que viniste –le recuerda en un momento Marlene un poco ansiosa. -¿Qué es lo que me querés contar?
Anita gira el rostro hacia su abuela, en una actitud que muestra la importancia de lo que va a decir:
- ¿Te acordás que Juan, mi novio, tramitó una beca para hacer un posgrado en Madrid? ¡Le salió!
-¡Eso es maravilloso! -exclama Marlene. -¿Cuánto tiempo dura la especialidad?
- Un año, y comienza en la primera semana de abril.
-¡No falta nada! Entiendo que te sientas azorada. Vas a tener que hacer algún viajecito –dice con picardía.
-Me voy con él, ¡nos casamos!
La emoción en el rostro de Marlene es instantánea.
-¡Cómo te voy a extrañar! ¡Va a ser un año muy largo!, pero si es tu felicidad, contás con todo mi apoyo. Juan me conquistó, lo quiero mucho, y te consiente más que yo y eso ya es mucho decir –se ríe.
-El 26 de marzo es la fecha, ya la reservamos en el registro; el 28 viajamos. También nos vamos a casar por Iglesia, los papás de Juan son muy devotos.
-¡No lo puedo creer! –exclama Marlene levantándose y abrazando a su nieta.
-Abuela, ¿recordás lo que nos prometimos?
-Claro, mi amor, ¿cómo olvidarlo?
En ese momento la imaginación de ambas se traslada a la historia familiar de las dos hermanas. 
La boda se celebra con una ceremonia íntima al mediodía, Ana es una novia distinta, lleva un vestido sencillo, rosa pálido, y sobre sus hombros el mantón de manila (el mismo que fue de su tatarabuela y está perfectamente conservado). Un rayo de luz, que llega de una de las ventanitas de lo alto de la iglesia, la ilumina en forma directa convirtiéndola en una imagen etérea, a tal punto que los hilos de seda parecen pequeñas estrellas que brillan sobre ella. Todos los presentes quedan obnubilados con tanta belleza.
Un asado en el quincho reúne a la familia y amigos más cercanos, una mesa con distintos dulces rodea un pequeño pastel de bodas. Hay algarabía, bromas y alguna que otra lágrima, aunque todos coinciden que el año va a pasar rápido, y que es una oportunidad para los dos.
Anita y Juan llegan el jueves 29 a Madrid; el lunes siguiente comienza el dictado del posgrado. Se instalan enseguida en el monoambiente que reservaron muy cerca de la universidad. Luego se dirigen a alquilar un vehículo ante la insistencia de Ana.
-¿Estás segura de que querés ir sola? ¿Por qué no esperás al fin de semana y vamos juntos?
-No, estoy segura, es una promesa, tengo la necesidad de hacerlo; ¡creo que me voy a volver loca si no lo hago ya! No voy a poder pensar en nada que no sea cumplir con mi juramento.
-Son 250 km. Es mucho para que lo hagas sola.
-Las carreteras acá son muy buenas. Sabés que me encanta manejar y soy prudente. Prometo que me voy a ir comunicando.
Juan sabe que nada ni nadie la haría cambiar de idea. Conoce esa testarudez heredada de su abuela, y la ama así.
El lunes se levantan muy temprano, es una jornada con mucha expectativa para ambos. Se despiden augurándose éxitos el uno al otro. Juan parte caminando. Ana se sube al auto y pone el GPS. 
Conduce con tranquilidad, admirada de lo fácil que es manejar en esa autopista, donde la señalización no da lugar al error. Para en distintas estaciones para hacerle mensajes a Juan, no quiere sumar más angustia al nerviosismo que tiene en su primer día de cursado.
En tres horas llega a destino. Estaciona en un costado al ingreso de la calle principal y se pregunta: ¿Y ahora por dónde empiezo?.  Mira hacia el frente y ve una tienda con un cartel rimbombante y antiguo "Reina Madre”. Se baja del vehículo y cruza la calle bajo la mirada curiosa de los aldeanos. Ingresa al comercio y de inmediato se acercan a ella para preguntarle con amabilidad qué desea. A su requisitoria, las tres mujeres que hay allí comienzan a hablar a la vez hasta que, la que parece dueña del local, se impone con su voz fuerte y chillona.
–Ve por esta calle en sentido de los vehículos –le indica señalando hacia afuera-. Camina dos cuadras, luego dobla a la derecha, haz unos treinta metros y encontrarás allí un almacén “El Torero”. Al lado verás un local pequeño, de paredes pintadas con los colores de nuestra bandera que vende artesanías (por si te interesa llevar algún recuerdito); te va a atender Maribel, mi sobrina. Ella sabe todo sobre la historia del lugar y alrededores.
Anita agradece la información sonriente, y con un “éxito guapa” la despiden. Le resulta fácil llegar a la dirección. Al ingresar, el tintineo de la campana colgada en la puerta advierte de su presencia. Se asoma una joven de cabello castaño y ondulado que le cae sobre los hombros, y que es tan alta como ella. Su sonrisa y su aspecto le  gustan. Viste unos jeans gastados y una remera con estampa que dice “Sin música no hay vida”.  
Ana se presenta, le dice cómo llegó hasta allí y que su deseo es conocer el Monasterio del lugar, averiguar sobre sus tatarabuelos, visitar su tumba y, de existir, conocer la casa donde vivieron. Maribel le comenta que muchos llegan en búsqueda de sus orígenes, ya que no fueron pocos los jóvenes españoles que habían elegido emigrar antes, durante y después de la Gran guerra, con preferencia a América del Sur. Por ello investigó y armó una base de datos que abarca antiguas aldeas y pueblos de alrededor. La invita a pasar a la habitación de la que había salido para recibirla. Anita la sigue y, no bien traspasa la puerta, queda estática observando la pared de atrás del escritorio, donde era evidente que estaba trabajando la joven en una notebook, rodeada de papeles.
Maribel repara en la mirada intensa de Ana hacia el objeto que cubre gran parte de la pared. Acostumbrada a dar explicaciones, comienza a contar con un dulce mohín.
-A todos les llama la atención mi cuadro. Es un símbolo familiar. Fue pasando de generación en generación, como un amuleto de buenos augurios en la vida. Era de mi tatarabuela. Yo llevo su nombre, me llaman por mi apodo, pero mis documentos dicen María Isabel.
Un mantón de Manila negro, doblado de manera que mostrara el pavo real de múltiples colores bordado en una esquina, cuelga en la pared dentro de un finísimo marco de madera y resguardado por vidrio.
El rostro de Anita se transforma por la emoción y un brillo en sus ojos descubre que está a punto de llorar y, para el asombro de Maribel, saca de su morral una bolsa de tela negra de algodón muy delicada. De allí extrae el mantón de manila verde bordado en hilos de seda de distintos colores, mientras dice con voz temblorosa:
– Me llaman Anita, que es mi primer nombre, pero mis documentos dicen Ana Matilde; también llevo el nombre de mi tatarabuela. 
A esa altura ruedan lágrimas en los rostros de las dos jóvenes. María Isabel da el primer paso y extiende la mano a Ana Matilde. Se funden en un abrazo eterno. Ambas conocen la historia de papá Isidro y sus hijas amadas. No necesitan contarse nada, no hay palabras para transmitir lo que sienten. Sortearon un siglo y un océano de por medio, son otra Isabel, otra Matilde, pero llevan el mismo ADN. Son la prueba de que los deseos realizados con fuerza, con fe, con amor, se hacen realidad, rompiendo la barrera del tiempo. 

viernes, 12 de junio de 2020

LA NOTA DE HOY




“EL SINIESTRO DOCTOR MORTIS”

UN HOMENAJE A SU CREADOR, JUAN BAUTISTA MARINO CABELLO, a 13 años de su fallecimiento (*)


Por Jorge Eduardo Lenard VIVES

El género de terror atrae a un amplio público. Quien lo escribe tiene que ser un agudo psicólogo, pues debe hallar el adecuado y sutil mecanismo que, mediante sus palabras, genere en el espíritu del lector una sensación de pavor. Inspirados autores ensayaron esta variante, aportando un significativo corpus a la Literatura universal. Sus obras no pierden vigencia; y basta leer uno de estos libros para percibir el placentero escalofrío que otorga la buena narrativa.

Con el surgimiento y avance del cine, el terror se trasladó a la pantalla grande; que de igual manera produjo obras maestras en su clase. Sin embargo, las películas tienen una ventaja sobre el texto: el impacto visual. Claro que esto se presta para el abuso chabacano; porque puede recurrirse al golpe bajo de sorprender al espectador con una imagen truculenta, acompañada de una variación en el volumen o el tipo de música, para causar un repelús y el grito fácil.

También en el teatro se han ensayado las piezas “de miedo”. Sin embargo, sobre el escenario no se cuenta con todos los arbitrios cinematográficos; tal como los efectos especiales obtenidos con computadora. Por ello, resulta un desafío más difícil asustar al espectador; y se necesita de virtuosos actores, cuya representación sea convincente y suscite el espanto en la platea.

Sin embargo, hay una variedad de la dramaturgia que ni siquiera puede apelar a lo visual; y requiere que la acción y el escenario sean imaginados a través de las voces de los intérpretes, de la música y de los ruidos que genera el sonidista: el radioteatro. Éste fue el medio al que recurrió el escritor que es motivo de esta nota para sobresaltar a su audiencia; y en su búsqueda de los artilugios que le permitiesen provocar la piel de gallina y erizar los pelos de sus radioescuchas, creó uno de los personajes más famosos de la ficción de terror: el siniestro doctor Mortis.

Juan Bautista Marino Cabello nació en Punta Arenas, el 7 de septiembre de 1920. Vivió en el país vecino, primero en su ciudad natal; y luego en Puerto Natales y en Santiago de Chile. Hacia mediados de la década de los 70 se radicó en Comodoro Rivadavia; y más tarde se trasladó a Trelew, localidad en la que residió hasta su fallecimiento, el 12 de junio de 2007.

Juan Bautista Marino Cabello


Además de desarrollar diversas tareas laborales a lo largo de su vida, acompañando siempre a su trabajo como locutor y conductor radial –por ejemplo, en Trelew tuvo a su cargo varios programas de radio–, fue un artista multifacético e inspirado. Incursionó en dos disciplinas; la Música y la Literatura. En la primera, tuvo una actuación destacada como ejecutante, compositor y director de orquesta; una trayectoria que muestra muchos logros y cuya descripción requeriría por sí sola una nota exclusiva. Pero como este sitio trata sobre las letras, luego de dejar señalada la heterogeneidad de su talento, se abocará a comentar la faceta literaria.

En 1945, Marino Cabello se encontraba en Punta Arenas. Allí acostumbraba a escuchar un programa de la BBC de Londres, en el cual Boris Karloff narraba cuentos tradicionales de horror. El imaginativo creador pensó que si agregaba a ese formato más actores y recursos sonoros adecuados, podría producir una obra que infundiese el pánico a más de un oyente. Y no se equivocó. El radioteatro “El siniestro doctor Mortis”, que tomó el nombre del protagonista y cuyos guiones escribía su inventor, se transformó en un éxito radial que duró hasta 1982.

Fue tal la magnitud de ese suceso que, hacia 1965, la conocida editorial chilena Zig Zag llevó los argumentos de Marino Cabello a esa vertiente literaria sobre la que hay mucho para hablar, la historieta. A lo largo de varios años se publicó la revista “El siniestro doctor Mortis”, que incluía un episodio de la serie teatral en cada ejemplar; aunque agregaba otros capítulos escritos, ex profeso para la tira, por su autor. Alcanzó los 170 números.

Su espeluznante criatura dio lugar, incluso, a la obra de teatro “¡Qué noche de terror!”, de 1958; y a una serie televisiva difundida por un canal de Santiago de Chile, entre 1972 y 1973. Una muestra más de su ingenio creativo fue la edición del longplay “Cumbias que son la muerte”, por la banda “Dr Mortis y sus Zombies Cumbiancheros”; en cuya composición y ejecución intervino el propio artífice, su señora Eva Martinic, que también era guionista; y Luis Barragán, un músico amigo.

En su faz de escritor, además de hacer el libreto para la historieta basada en el tétrico doctor, Marino Cabello redactó los guiones de las revistas “Jungla”, cuya heroína era la sacerdotisa Mawa, “La legión Blanca” y “El jinete fantasma”. Estas tiras alcanzaron una gran popularidad. Asimismo, publicó en 1973, tres volúmenes de cuentos titulados “Las Memorias del Doctor Mortis”. Por otro lado, demostrando la diversidad de sus aptitudes, incursionó en el ensayo con su libro “Guía de la música popular de Chile (1800-1980)”.

Muy breve es el presente artículo para describir la rica vida de este artista, cuyas realizaciones superan en mucho a su célebre personaje de terror; y, por ende, quizás no llegue a constituir el cabal homenaje que quería ser. Pero tal vez sea un adecuado tributo hacia su persona, si logra despertar en el lector el recuerdo del temor que le provocaba, en sus tiempos mozos, el siniestro doctor Mortis; cuando en la radio sonaban las notas de “Una noche en el Monte Calvo” de Modest Mussorgsky y se escuchaba la frase “Que descansen en paz esta noche”, pronunciada con acento de ultratumba y seguida de una característica y macabra carcajada.




(*) Los datos para la presente nota se tomaron de los siguientes sitios:
“Las cumbias del siniestro Dr Mortis” (31/10/19 en Radio Nacional Colombia). https://www.radionacional.co. Vista: 16/05/20
“Juan Marino: el siniestro doctor Mortis” (Radio Cancionero de la Patagonia). https://cancionerodelapatagonia.cl. Vista: 16/05/20

martes, 2 de junio de 2020

EL CUENTO DE HOY




De Anquises a Eneas: “Escúchame, prosiguió, pues voy ahora a decirte la gloria que aguarda en lo futuro a la prole de Dárdano, qué descendientes vamos a tener en Italia, almas ilustres que 
perpetuarán nuestro nombre; voy a revelarte tus hados.”
La Eneida, Libro VI.

LOS VIAJEROS

Por Rubén Héctor Ferrari Doyle



Año 1890.

Se detuvo a escasos metros de los montículos de tierra gredosa y claro origen erosional, tal como solía hacerlo después de detectarlos por vez primera en ocasión de recorrer las tierras que le habían sido adjudicadas en su carácter de colono. Sus curiosas formas conoidales tendían hacia un remate agudo y acotado por la persistencia ancestral de los vientos. Ninguno superaba los tres metros de altura y las diferencias entre ellos no eran muy significativas, a tal punto que aparentaban una engañosa regularidad pero suficiente para despertar la curiosidad de cualquier observador.
Esta vez se adentró, decidido, por los breves espacios que separaban entre sí a las llamativas y escasas elevaciones. Caminó lentamente sobre la superficie arcillosa del terreno. A poco andar, su atención se concentró en una prominencia similar más pequeña. Esta difería notoriamente de las restantes, ya que, realizada con pedruscos, no superaba la cintura del paseante que, sorprendido por su escaso ascenso que se interrumpía en su cúspide por una piedra chata rústicamente circular. A todas luces su diseño era artificial y concebida a modo de protectora cumbrera.
Robert Davies permaneció un largo rato contemplando el deteriorado monumento en un estado de tensión emocional. Hombre y tumba constituían los únicos protagonistas, sin testigos, sobre el escenario de un anfiteatro sin forma ni contención de límites.
Finalmente, como reclamado por una extraña urgencia de regresar a su hogar, inició absorto el camino peatonal cuyo recorrido ya le resultaba tan familiar. En el momento en que transitaba el último tramo que lo separaba de su vivienda levantada con rocalla, argamasa de barro y techumbre de atados de chirca sujetos a rústicos tirantes de sauce criollo, se detuvo allí, donde la margen norte de la corriente del Chupat de los indígenas se aproximaba hasta casi tocar la baja lomada. Entonces ya había resuelto dilucidar las causas que originaron el sugerente túmulo, mientras presentía que entre los gruesos muros levantados con esfuerzos colosales lo aguardaban su esposa Margaret y sus dos hijos. No existía entonces ninguna otra vivienda en aquél paraje conocido por la denominación indígena tehuelche de Gaiman.
Luego de describir a su mujer la esotérica experiencia que había vivido, le anunció el plan que había concebido para satisfacer su enorme curiosidad: “Hablaré con Huanak y le pediré que vayamos juntos al lugar. Él tal vez pueda informarme acerca de este misterio”.
Después del frecuente trato que habían mantenido con el anciano originario, las barreras idiomáticas se habían reducido en forma notoria y los diálogos adquirieron mucha fluidez.
Las jornadas de arduas tareas de labor para romper las abundantes rocas existentes en la cima del altozano y deslizarlas al lugar elegido por el celta para sus propósitos edilicios, implicaban varios descansos ocupados únicamente para conversar. Pero Huanak aprendió mucho más en los momentos en que mantenía largas charlas con los niños, por quienes exteriorizaba claramente un profundo afecto.
Convenida pues la hora que consideraron más oportuna para partir, al día siguiente iniciaron el corto recorrido de unos dos kilómetros con el sol apenas asomando en el horizonte. Querían evitar el apabullante rigor del verano y portaban sendos recipientes para munirse de agua en el estrecho caprichosamente forjado por las aguas que fluían desde la lejana cordillera. 
No bien llegaron al lugar desaceleraron el ritmo de sus pasos para adentrarse en él como si comenzaran una marcha ritual y solemne. El aplastante silencio del entorno se asociaba con las sombras de la breve comitiva alargadas por el sol tempranero. A pesar de sus características étnicas y religiosas diferentes, avanzaban unidos por el respeto que en los humanos concita un momento de vivencias inexplicables. Parados frente al rústico montículo, lo observaron con un profundo mutismo, que Robert quebró finalmente al preguntar en un bajo tono de voz:
¿Conoces la historia de este túmulo?
Huanak demoraba la respuesta, circunstancia en la que su interlocutor dispuso su mente para adecuar a su idioma la respuesta del rústico emisor. Para ello contaba con el auxilio de una natural propensión del indio para hablar con lentitud, particularidad que se acentuaba debido a sus limitaciones en la lengua foránea. Finalmente el senil aborigen comenzó así:
Lo que aquí sucedió se ha transmitido a través de los sucesivos hechiceros de mi tribu desde incontables generaciones.  Todo comenzó cuando el gran jefe Huanakel, el fundador de mi familia, tomó contacto con aquél extraño viajero que, rendido por el cansancio y el sufrimiento de una larga travesía, arribó a este paraje acotó mientras señalaba a su alrededor—. Venía desde allá indicó, en tanto elevaba su brazo hacia el poniente con elocuente parsimonia, repitiendo dos veces desde muy lejos, desde muy lejos.
Davies tomaba noción de que este suceso tan antiguo, había tenido lugar en el mismo sitio en el que se encontraban en esos momentos y lo impresionó con fuerza la aplastante soledad que reinaba aún en ese páramo, que sólo cortaba el caprichoso zigzagueo del río.
Bajo el agobio que le producía la naturaleza paupérrima, advirtió que Huanak aguardaba sin continuar, su regreso desde el mundo de la reflexión y reemplazó la fugacidad de su alejamiento con otras preguntas.
¿Por qué resultaba extraño el forastero?
Por su rostro de particularidades no conocidas, por el color de su piel, más clara que la nuestra, su lenguaje incomprensible, y una consecuente utilización de gestos en su reemplazo.
¿Sólo por estos aspectos que enumeras?
No, también por su larga lanza de punta tallada en un hueso de increíble dureza, algunos rastros de pintura desconocida en su semblante, una rústica y pequeña flauta de madera de la que al solo impulso de su respiración brotaba una extraña música y las marcas protuberantes y raras en la piel de su espalda, prolijamente realizadas.
¿Pudieron conocer de dónde provenía?
Muy poco. Sólo lo que alcanzaba a interpretar el chamán.
¿Y en qué consistió ese poco?
En saber que partieron, él y una decena de amigos, desde un mundo muy lejano, que atravesaron mares desconocidos con terribles olas y tormentas, que avistaron a la distancia una isla muy pequeña vigilada por una hilera de gigantes enhiestos, por lo que se alejaron temerosos, que su embarcación construida con ramas entrelazadas como las de aquellas chircas laguneras, pieles de grandes animales, cortezas y troncos de enormes árboles, se había estrellado contra las altísimas paredes de una costa marítima inesperada, empujada por vientos increíbles que los desviaron de las corrientes por las que sus antepasados acostumbraban a regresar a su tierra. Dijo luego que sólo sobrevivieron él y dos de sus acompañantes.
¿Qué hicieron después?
Comenzaron a buscar caminos entre las alturas coronadas por nieves, orientados hacia la salida de su dios Sol. Y luego de ingentes esfuerzos llegaron a las tierras bajas. El sufrimiento de la marcha se hacía insoportable y la escasez de alimentos los fue debilitando y únicamente sobrevivió él por su mayor fortaleza física. Entonces dijo llamarse Anoa. Nuestros hechiceros curaron sus heridas pero su cuerpo no lograba recuperarse. Antes de morir aún tuvo fuerzas, sentado sobre cuatro cueros de guanaco que le servían de lecho, para tallar la tapa redondeada en la que trabajó pacientemente y con cierto sigilo, y para la que recomendó que su lado más rústico fuera colocado hacia arriba. Finalmente, valiéndose de la tierra suelta a su alcance, levantó una pequeña forma similar a esta señaló y la rodeó con piedrecillas. “Así deberá ser mi chenque”, dijo usando la expresión de nuestra lengua, y así se hizo concluyó Huanak.
Luego, con un gesto lento que parecía frenado por una exigencia de secretismo, levantó despacio la angosta piedra culminante hasta retenerla en una posición vertical que permitía visualizar un extraño petroglifo. Davies fue presa del asombro: ¿por qué tallar con tanta claridad la forma de ese especie marina?, se preguntó. De pronto, los chillidos de un águila mora, el ñanco agorero de los mapuches, irrumpieron bruscamente en la escena. Desde la escasa altura en que la visualizaron el rapaz rodeo dos veces en planeo la singular tumba para elevarse después y tomar rápidamente distancia rumbo al oeste.
Sin que mediara una sola palabra entre ambos amigos y previa acción de Huanak de apoyar en su lugar la formatizada piedra, comenzaron a retirarse con rapidez del lugar, afectados por la honda impresión de los momentos vividos.

El indio y el blanco no volvieron a hablar nunca más acerca de lo ocurrido. Robert, evitando los detalles más dramáticos, comentó escuetamente con su familia el resultado de aquella investigación.
Concluido este relato que dejó sorprendida y silenciosa a su mujer, Robert creyó oportuno cambiar el giro de aquella conversación para compartir una idea que lo inquietaba y que ya desbordaba su mente. Requirió la mayor atención a Margaret para expresar con tono solemne:
—Como has advertido, mi estado de salud se va deteriorando poco a poco. Atribuyo esto al clima riguroso de la Patagonia. A ti, en cambio, te abruma y te deprime la soledad casi insoportable de este inmenso territorio. Cuando me memoras nuestra verde patria galesa con sus espléndidas colinas, sus hermosos valles, los piños de ovejas contenidos en bajos corrales de piedra o nuestras queridas capillas, advierto lágrimas en tus ojos que te esfuerzas por ocultar. Ahora, más que nunca, necesito compartir contigo mis proyectos. Hugh Meloc Pugh, el joven recién llegado procedente de Anglesey, al que nos presentaron en el último domingo en Capel Bethel, me contó acerca del extraordinario impulso económico de New Zealand a partir del año 1882, cuando llegó a esas islas el primer buque frigorífico inglés. Las exportaciones de carnes y cereales crecieron desde entonces en proporciones jamás imaginadas, a tal punto que su gobierno está abocado a una intensa campaña promocional para atraer a potenciales colonos. Ofrecen a cambio hasta cien hectáreas agrarias a cada uno de ellos bajo la condición de explotarlas con responsabilidad. Si tú aceptas, nuestra partida podría concretarse cuando, dentro de treinta días, el barco de nuestra querida cooperativa mercantil, el “Annie Morgan” parta rumbo a Liverpool. Desde allí tomaremos un buque que salga rumbo a nuestro nuevo destino.
Esa noche, ya acostado, revivió los momentos en que, antes de partir por vez primera de Gran Bretaña, había utilizado un argumento similar para justificar el viaje a Estados Unidos de Norteamérica. Ocultó entonces el inexplicable impulso que lo incitaba a partir sin importar hacia dónde. Era la misma sensación que lo llevó luego a la austral y desolada Patagonia.





Año 1894. Auckland, New Zealand


El aguacero golpeaba con estrépito la techumbre de zinc de la casa desde cuyos declives armoniosamente contrapuestos, el agua se deslizaba velozmente y caía al suelo por canaletas que la guiaban hasta liberarla en torrentes.
El matrimonio Davies observaba por la amplia ventana de la sala, el reiterado fenómeno climático de aquellas islas del océano Pacífico. Absorto memoraba Robert en una reflexión comparativa el impulso similar que por primera vez lo llevó desde su país a Estados Unidos, donde se radicó en Pensilvania en los inicios de la década de 1860. Recuerda con renovada angustia su participación no esperada ni deseada en la Guerra de Secesión, durante la batalla Gettysburg. Como compensando la tristeza de aquel episodio, recuerda que por su iniciativa se fundó la capilla congregacionista de la ciudad, lo que constituyó para él un alivio religioso y moral para las terribles consecuencias del conflicto. También acude a su mente el sufrimiento que le significó trabajar en las minas de carbón en épocas de posguerra, soportando los disturbios originados por la gran contienda y las frecuentes peleas callejeras entre ingleses e irlandeses como reflejo de un caos social que lo empujó a embarcarse en el “Electra Spark” rumbo a la Patagonia Argentina, junto a otros compatriotas, decisión frustrada por el lamentable naufragio de la nave frente a las costas brasileñas, con la consecuente pérdida de toda su maquinaria agrícola.
Al reincidente colono le habían bastado siete años de laboreo de los doscientos cuarenta acres, que tan cercanos al puerto le habían sido concedidos, para prosperar en forma notable. Su predio era más bien pequeño en relación con los de otros productores cercanos. Pero él lo había querido así, en las proximidades de su nuevo hogar. Allí procuró una explotación combinando cultivo y ganadería, acorde con sus aptitudes físicas para la tarea. No obstante, el día anterior, la enorme tormenta que aún continuaba, atentaba contra este último propósito, cuando, ya al filo de las últimas horas, su arado de doble reja topó un oculto montón de piedras atrapando las vertederas de tal forma que no las pudo destrabar el tremendo esfuerzo de sus fuertes percherones, a los que desató para llevarlos con tan solo las riendas, las pecheras y los frenos, hasta el establo cubierto por un tinglado en los límites del último cuadro que llegaba muy cerca de la población portuaria.
Amanecía cuando Robert Davies despertó al estímulo del repentino silencio que provocó el amaine del ruidoso fenómeno fluvial. El desayuno del matrimonio, mientras sus dos hijos dormían, fue más frugal y breve que lo habitual. La despedida también resultó escueta y apurada.
Hasta luego, Margaret, voy a desencajar el arado.
Hasta luego, Robert, cuidate mucho.
Aperó la yunta con los mínimos correajes que había traído del lugar del curioso accidente, y partió acompañando el tranquilo andar de los mansos caballos. Cuando hombre y bestias arribaron al sitio que abandonara dos días atrás, Robert advirtió que la fuerza de aquella lluvia había lavado totalmente el barro de las piedras que habían emergido ante el brusco choque de la pesada herramienta. Contempló un instante la frondosa selva que se iniciaba a pocos metros del terreno despejado, y recién entonces su mirada captó que, a mayor altura de la superficie de las restantes piedras, ligeramente inclinada sobre algunas de ellas, resaltaba una de perceptible chatura circular. Se acercó para visualizarla mejor y ante sus ojos atónitos, sobre su cara plana, se percibía claramente un petroglifo que representaba una tortuga marina. Estremecido aún por tamaña sorpresa, volvió, como en un sueño, a aquél similar dintel que en la tan lejana Patagonia ornaba el túmulo de un extraño viajero. Pero no terminaron ahí las tribulaciones del conmovido celta. De pronto, desde un claro cercano a la espesura, surgió un amarronado y pequeño águila de cuello de plumaje marrón azulado y cabeza blanca. Se elevó pronto y visible aún en la altura alcanzada prorrumpió en estridentes sonidos al tiempo de comenzar a girar en planeo dos veces en torno al azorado agricultor, para detenerse luego, acentuando sus chillidos, en una suerte de danza en el aire, bien por encima de la cabeza del paralizado espectador. Acalladas sus excitadas manifestaciones, el menudo rapaz emprendió un ligero vuelo para perderse hacia el oeste. 
Robert quedó como inmerso en aquél trance durante varios minutos, hasta que lo acució de pronto, la angustiante necesidad de narrarle a su gran amigo Lucas Williams, pastor de la Capilla Salem, los intensos momentos vividos. El apremio era de tal magnitud que pasó frente a su hogar sin detenerse y logró encontrar al afable predicador realizando pequeños trabajos de carpintería en el prolijo galpón erigido en el patio de su propiedad. Transcurridos los acostumbrados saludos del encuentro y sin más dilación, Robert comenzó, con evidente excitación, a narrar lo sucedido. Luego, Lucas, a quien su formación lograda en la facultad de teología en la prestigiosa universidad de Cambridge, lo habían orientado más allá de lo religioso, hacia conocimientos científicos de aquella época, se abocó durante los momentos libres de su pastorado a estudiar la organización social de las tribus maoríes, sus creencias, su mitología en general y su estrecha relación con la fauna y la flora de las islas.
Luego de escucharlo con profunda atención, el devoto creyente expresó sus conclusiones.
El ave que tu viste, Robert, se llama Kahu. Habita con preferencia las zonas costeras y también los frecuentes espacios vacíos de las selvas. Tiene fama de recorrer considerables distancias marinas, es un curioso bailarín en el cielo durante los cortejos, y los nativos le asignan facultades adivinatorias para predecir futuros aconteceres. En cuanto a los túmulos de piedra, generalmente se realizan con anticipación a la muerte ya prevista de algún integrante tribal muy anciano. Aún así, como se dice que toda regla tiene su excepción, también es costumbre preparar algunas tumbas en lugares secretos y escondidos, destinadas a aquellos navegantes que transcurrido un tiempo prudencial, no regresaron nunca. Creo que con esto, he develado tu misterio.
No, Lucas, no es así. Ya comprenderás mi aparente tozudez cuando escuches el relato de lo que me sucedió en la vasta soledad patagónica.
Y así, Robert describió aquellas extrañas experiencias junto al indio Huanak, tratando de no omitir detalle alguno, incluyendo la acción muy similar de aquél águila mora, el ñanco mitológico de los mapuches, tan similar al rapaz zelandés cuyas facultades el pastor había señalado. Cuando terminó su narración, advirtió un brusco cambio en el rostro, marcado en las profundas arrugas del entrecejo del predicador.
Estoy muy sorprendido confesó al tiempo que preguntaba. ¿Mencionó su nombre el viajero?
respondió de inmediato el agricultor, dijo llamarse Anoa.
¡¿Anoa?! casi gritó Lucas—. ¿Anoa?
Sí, Anoa manifestó atribulado ante el cambio de actitud del buen pastor.
Estamos asistiendo a sucesos extraordinarios. Déjame ordenar un poco mis pensamientos casi rogando, pidió Lucas.
Después de un largo y profundo silencio, el humilde sacerdote cristiano expresó:
Anoa, según narra una antigua leyenda, era el nombre de un héroe, hoy mítico de las tribus maoríes seculares. Su fama de valeroso defensor de las islas en tiempos de invasiones se extendió por todos los rincones, y su habilidad como navegante ensalzó aún más su figura, hasta que emprendió la que fue su última aventura marina. También da cuenta la transmisión oral que a orillas del Pacífico se ubicaron muchas tribus para despedirlo con enstusiasmo, en tanto las inquietas águilas Kahu sobrevolaban la nave de la partida. Por muchos años se aguardó ansiosamente su regreso, siempre invocando a las tortugas marinas endiosadas por sus largos viajes y eternos retornos, luego de recorrer las mismas corrientes favorables aprovechadas por los audaces navegantes.
»Prestame atención, querido Robert Davies: el alma, esa energía cósmica invisible e intangible que transe la totalidad del cuerpo humano siendo independiente de él, pero conservando la individualidad de su continente, viajó, pegado a la tuya, hasta estos, sus amados lares natales y al lugar, ya olvidado en el tiempo, de la tumba que le fuera reservada.
»Ante lo inexplicable de esta historia, debemos refugiarnos ambos en el versículo 33-b cap. 11 de Romanos: “… Dios, cuán inescrutables son tus caminos”. Yo, maravillado, te considero a tí, amigo, una suerte de Eneas, por haber conocido tu misión recién al final de tus agitados viajes.