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martes, 30 de noviembre de 2021

EL CUENTO DE HOY



EL HALLAZGO


Por Rubén Héctor Ferrari Doyle








 Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras.

(Del prólogo de Adolfo Bioy Casares a la "Antología 
de la Literatura Fantástica” - Ed. Sudamericana, p. 5.)



Antes de comenzar el relato del suceso extraordinario que me tocó protagonizar, debo aclarar que me veo obligado a ocultar el lugar y el tiempo de lo acontecido por razones que luego se comprenderán.


Pertenezco a un grupo reducido de inmigrantes británicos cuya  subsistencia está ligada a la labranza y a la cría de animales de granja.


No fuimos los primeros en ocupar aquí un extenso predio entre los que aún quedan a disposición de quienes, para solicitarlo, deben cubrir las exigencias que marca la ley; entre ellas, respetar los límites indicados para cada parcela mediante un jalonamiento preexistente, pero que hasta hoy carecen de alambrados en su totalidad.


Antes de abandonar mi país de origen, en mi carácter de seminarista egresado de la facultad de teología, ejercí la profesión pastoral, tarea que he reiniciado en esta lejana zona de la enorme ínsula, sumando a mi vocación religiosa el laboreo personal de la tierra.


En la totalidad del territorio la población mayoritaria es aborigen, tribus nómades que se trasladan en forma periódica, ajustadas al modelo migratorio de muchas de las especies animales que viajan de un área geográfica a otra con ecología diferente, según la estacionalidad. Ellos son pacíficos y nunca ofrecieron una resistencia violenta a la presencia, también sosegada, de los británicos que al tomar posesión de las tierras se presentaron al mundo como una nueva nación. El novel estado, ya organizado políticamente, fue reconocido como tal por varias democracias del mundo, entre ellas mi pequeña patria galesa, donde ya habían instalado un consulado que, entre otras oportunidades, promocionaba las actividades concernientes a la agricultura.


Cuando yo llegué, las tareas agropecuarias estaban muy adelantadas. Favorecidos los cultivos —particularmente el del trigo— por un régimen aceptable de lluvias, el río existente era un regalo más de la naturaleza, deslizándose suavemente hacia el mar, distante a unos escasos treinta km. Su caudal, procedente de las altas cumbres lejanas, brindaba una regularidad y una profundidad suficiente para permitir su navegación con barcos de fondo plano, de los denominados “chalanas". Estas eran construidas en una carpintería de nuestra pequeña aldea, conformada por comercios que proveían a los labriegos en sus necesidades básicas de alimentación, vestimentas y medicamentos.


Las embarcaciones, cuatro en total, de afilada proa y popa cuadrada, obedecían en su fabricación a un mismo modelo, con una eslora de diez metros y un ancho de dos. Podían soportar hasta quinientos kilos de trigo contenido en bolsones, cuyo destino inicial era satisfacer las necesidades de las poblaciones cercanas. Todas las pequeñas naves lucían bien calafateadas con brea y estopa.


Otro beneficio que ofrecía la costa marina en la zona de la desembocadura era la existencia de una pequeña ensenada que permitía el ingreso de barcos de mayor calado. Estos eran generalmente de bandera inglesa y su presencia, al principio muy esporádica, obedecía al interés de cargar lana y cueros ovinos. El trigo era irrelevante en cuanto a su producción, pero resultó inevitable que, dada su calidad, despertara el interés de los mercados londinenses.


Era explicable que la abrumadora cantidad de habitantes extranjeros del país estuviera constituida por británicos, donde también se había impuesto su idioma. Todo ello sucedía al impulso del apoyo no disimulado de Gran Bretaña, para fortalecer poblamientos que contribuyeran a afianzar y engrandecer su Imperio.


Al principio se construyó un rústico muelle a unos cincuenta metros de distancia del encuentro de las aguas, con un número adecuado de cabos donde quedaban sujetas las chalanas. Para el viaje de ida se aprovechaba el impulso de la corriente y para el regreso se aplicaba el sistema de sirga, donde ingeniosos marineros formados en el lugar manejaban los elementales timones mientras otros prácticos jinetes remontaban la corriente por los bancos ribereños, que también habían sido adecuados para el paso de grandes carros.


En los momentos de descanso que nos brindaba el trabajo, yo aprovechaba la circunstancia para entablar relación con los chamanes indígenas. Lo hacía al impulso de querer conocer sus creencias y ritos religiosos, donde el concepto de algo superior se abría paso entretejido en mitos fantásticos heredados por la nunca sustituida tradición oral.


En una de esas reiteradas ocasiones el más comunicativo hechicero de una de las tribus de los chacotes, llamado Chatak, se refirió a la existencia de un misterioso lugar ubicado hacia el oeste  al que se podía acceder por la margen sur tras cruzar el puente de madera, remontando el curso de las aguas tras algunas horas de marcha.


Me habían atrapado todas las vivencias que describían los jefes tribales descendientes de los primitivos camotes y decidí que al día siguiente partiría en búsqueda del lugar con mi brioso caballo negro, al que desde potrillo comencé a llamarlo Pegaso. 


Transcurrieron aproximadamente las horas indicadas por mis informantes cuando, a la distancia, ya comienzo a percibir el inicio de la pronunciada curva del río mencionada por el hechicero. A medida que me aproximo a ella, advierto que es más cerrada de lo que había imaginado. El panorama que va apareciendo está constituido por un gigantesco territorio rocoso. Es un mundo pleno de naturaleza muerta. En ese preciso instante Pegaso, encabritado y en postura rampante, agitando sus remos, lanza un agudo relincho al mismo tiempo que soy arrojado de su grupa. Entonces advierto con preocupación que el animal, asustado, ha emprendido un galope sin regreso hacia la querencia. Abrumado por este episodio, al fin logro comprender que las aguas han desviado su curso y que la orilla se muestra intransitable. Allá lejos y casi en paralelo con la novedad del recorrido, se alza un largo y altísimo farallón de piedra rojiza que interrumpe el horizonte. Comienzo a experimentar las curiosas sensaciones que han infundido terror en los aborígenes. Mi vista empieza a nublarse y todo parece haberse detenido en torno. Los pájaros se han quedado quietos en pleno vuelo; no navegan las nubes ni se mueven las hojas de los pocos árboles que allí crecen. Hasta la corriente de agua ya no se desliza. El tiempo mismo parece inmóvil, tal como el cuadro de algún eximio e inspirado paisajista. Entonces caigo de rodillas y exclamo, ¡ayúdame, Dios mío! Casi de inmediato algo me insta a levantarme y comienzo a moverme con lentitud entre el laberíntico pedral, hasta llegar a un gran espacio vacío donde las rocas dan marco a un anfiteatro pequeño e irregular. Todo se me antoja místico y quimérico. Ante la única y notable piedra que impera en su centro, me brota la idea de un rústico monumento. Sin embargo, pese a la milenaria metamorfosis a la que la ha sometido el tiempo, uno de sus laterales parece artificialmente achatado y plano, con un alisado increíble que despertaría el deseo de un artesano por cincelarlo luego de haber pulido la superficie con laboriosa paciencia.


Con esta última visión y ya algo alucinado, comienzo a presentir la inminente revelación de un misterio. En la superficie inmaculada de este altar inconcluso comienzan a aparecer extrañas luminiscencias que me atrapan sin remedio. Casi de inmediato surgen letras brillantes y van formando palabras que culminan en un inesperado mensaje. Estoy aturdido; la leyenda se expresó en latín y apenas concluida desapareció en forma repentina, pero ya ha quedado definitivamente incorporada a mi memoria. Mis conocimientos del glorioso idioma imperial romano son limitados; fueron los básicos que aprendí en el seminario y sólo para que, diccionario por medio y algún manejo de sus declinaciones y tiempos verbales, pudiera entender el sentido de algunos pasajes de las memorias del César que surgen de su obra "De Bello Gallico".


Antes de comunicarles el contenido de mi modesta traducción, necesito manifestar la inigualable emoción que me produjo y que continúa hasta hoy, ya muy alejado temporalmente del acontecimiento.


Así se expresaba el imperecedero aviso que trasuntaba un largo y heroico martirio: "Hasta aquí llegué ya muy enfermo con mis pocos templarios sobrevivientes, para ocultar de la codicia de los hombres el Sanctus Calix, junto al cual pedí ser sepultado. Perceval”.



                                                                                

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