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jueves, 26 de diciembre de 2013

EL POEMA DE HOY




DOY GRACIAS POR TODO LO QUE TENGO


Por Jorge Castañeda (*)



A veces en la paz de las mañanas
Con el alma transida de silencio
En la iglesia pequeña y solitaria
Elevo la plegaria de mis rezos.
Y el día se apesebra de bonanza
Y doy gracias por todo lo que tengo.


Afuera  me perfuman las acacias
Y una brisa me colma de renuevos,
Los pájaros tempranos con su parla
Vaya a saber qué cosas traen a cuento:
Tal vez de una ciudad y una ventana
Donde hicieron su nido los horneros.


Ya la hora del almuerzo está cercana
Y sobre la mesa el mantel dispuesto.
No hay cosa más hermosa que la casa
Donde se halla el reposo y el contento.
Y la cocina con su aroma a albahaca
Acercando de mi madre el recuerdo.


Y después la lectura con su magia
En ese sillón que es el que prefiero,
Con las cosas más simples pero caras
A la sencillez propia de mis afectos:
Mis libros, mis escritos, mis vituallas
Y el lugar de mis íntimos momentos.

Soy un hombre feliz, un peregrino,
Y doy gracias por todo lo que tengo.



(*) Escritor de Valcheta.

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viernes, 20 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




ETTA

Un cuento de Virgilio González (*)



     Las lámparas de querosene aplicadas estratégicamente en las paredes del bar del hotel, ya iluminaban su interior. Velas esparcidas en las mesas sumaban su tembloroso brillo a la ambarina e intimista atmósfera. La concurrencia vestía con elegancia, especialmente las damas, y tenía buenos modales. Incluso los parroquianos acodados en el mostrador. Uno de éstos señaló la vidriera norte. A través de ella se podía advertir, perfilándose en la crepuscular claridad exterior, el arribo de tres jinetes que, reconociendo el frente del hotel, detenían sus cabalgaduras. Uno de ellos era mujer.
     Los hombres se apearon con gimnástica agilidad y el más alto, galantemente, ayudó a su compañera descender de la montura mujeriega.
     “Nuevos huéspedes”, dijo quien atendía el bar y por su señorío trasuntaba su condición de dueño. En efecto, el trío se dirigía hacia la puerta. Una actitud expectante se apoderó de todos.
     La entrada del grupo no defraudó tanta atención. Cada uno era un notable ejemplar humano radiante de afabilidad y gallardía. Su saludo fue respondido con un eco de simpatía general.
      El rubio, disculpándose por su limitado manejo del galés y el español, preguntó si había alojamiento como para ellos. Ante la respuesta afirmativa del hotelero, procedió a despojarse del gabán llevándolo al perchero de madera lustrada. Los cubrecabezas y los abrigos de los tres quedaron de inmediato colgados como un símbolo de su interés por presentarse y departir con la gente, antes de traer al interior del local algún equipaje e ir a las habitaciones. Eso sirvió para que toda la asistencia pudiera conocer sus filiaciones.
      El hombre de piel y cabellos más claros, el que ya había hablado, se llamaba James Ryan. El otro, de pelo algo rojizo y bigote más rojo aún, era Harry Place. La muchacha, de rizos trenzados de color castaño claro y unos fulgurantes ojos verde mar, era la señora Place.
      Venían de la Cordillera. En realidad, hacía un par de años que estaban en el país. Bajaron desde California a Chile en esos barcos que unían los puertos del Pacífico. Por amigos galeses que conocieron en su rancho de Montana tenían noticias acerca del Chubut y de la posibilidad de trabajar con ganado grande al pie de los Andes patagónicos. Así fue como compraron una estancia en Cholila y realmente les estaba yendo muy bien. Ahora querían adquirir reproductores de raza y ampliar las actividades de su cabaña. Tenían ganas de criar finos caballos de sangre pura de carrera. Les parecía que eso podía ser un buen negocio de exportación con gran porvenir.
      La concurrencia celebró unánimemente tan acertados planes. El diálogo fue adquiriendo fluidez; entreverando palabras y modismos del castellano y el inglés, todos parecían entenderse. Un caballero de aspecto patriarcal se acercó a Ryan y se sentó a su lado en la silla que presta y respetuosamente le alcanzaron.
      –Creo que a ustedes les conviene prepararse para la cena en este mismo lugar. Yo los invito. Todas las noches viene a tomar café con su señora el gerente del Banco, que es de ascendencia norteamericana.
      Esta noticia decidió a los viajeros. Los dos hombres salieron a buscar las austeras maletas y arreglar las condiciones del cuidado de los caballos. Las damas se congregaron en torno a Etta.

      –¿Vinieron a caballo desde Cholila? -preguntaron casi a coro dos de ellas.
      –¡Of course! –fue la inmediata respuesta, dicha con un gracioso gesto casi infantil que confirmaba que eso era la cosa más natural.
     –¿Y en esa montura? –agregó otra.
     Aquí estalló una de esas pícaras carcajadas colectivas que suelen producirse en los corrillos femeninos.
      –No –respondió por fin Etta–. La compramos en Gaiman, donde estuvimos ayer e hicimos noche. Yo monto como los hombres y me gusta usar “breeches”. Me crié a caballo en mi país.
     –Sin embargo, no hay nada de rústico en usted –afirmó una de ellas en representación de todas, que asintieron con cabeceos.
     –Well..., mis padres, pese a ser pobres granjeros, lograron mandarme al Este a estudiar. Soy maestra de escuela y trabajé como tal.
     –¿Le gusta enseñar?
     –Me gustó hasta que el salvajismo del Far West se impuso en la política de nuestro Estado. Gobernantes con amigos empresarios y abogados tramposos forman una camarilla que necesita ignorantes que los voten. Hasta fingen estar en partidos distintos para perpetuarse. A los que verdaderamente se les oponen los destrozan. A los maestros no les pagan casi nada. A las escuelas chicas las cierran y con las grandes hacen desvergonzadas ganancias; las empresas constructoras y proveedoras son de ellos mismos. Y cada vez son menos las escuelas y proliferan las tabernas y los casinos. Con la excusa de que yo tenía pocos alumnos me dejaron en la calle. ¡Los mismos funcionarios que ganaban veinte veces mi sueldo para no hacer nada sino tramar maldades! ¡Oh!, yo estaba muy triste y resentida cuando conocí a Harry...
      En el transcurso de esta conversación se fue produciendo en Etta un sutil cambio. Hubo un momento en que alguna persona observadora podría haber advertido un estremecimiento muy íntimo, un cuasi escalofrío. Rasgos de madurez y rictus de amargura quisieron aflorar, afortunadamente sin éxito porque hubieran marchitado la lozanía del joven rostro.
      –Nunca dejen que en su país leguen a gobernar hombres poderosos pero salvajes... –dijo tras un instante de pensativo silencio-. Y perdonen, por favor, mi pretensión de aconsejar.
       En ese momento entraban nuevamente sus compañeros de viaje. Ellos seguían muy alegres. Sus miradas tenían cierta ensoñación artera que no armonizaba con la plácida sonrisa de niños que lucían sus labios y sus curtidas mejillas.
       La joven, rodeada de gente que le había demostrado aprecio y confianza, con la que ella había podido franquearse apelando a recuerdos de una juventud idealista que no estaba tan lejana, sintió el atisbo de una náusea que urgentemente debía reprimir. El rol de caballeros rurales interpretado por sus amigos para iniciar lo que iba a terminar en otro asalto de gigantesco botín le parecía ahora algo burdo, soez. Si por un tiempo y en algún lugar pudieran dejar de ser la banda de Butch Cassidy, esta ocasión y este sitio se presentaban propicios.
       Cuando Harry tomó suavemente la mano de Etta para invitarla a ponerse de pie, un relámpago de ira emergió del abismo esmeralda de los ojos de la muchacha. El hombre, tras una breve pausa dubitativa, absorbió inteligentemente la situación.
      –Vamos, Etta –le dijo con ternura paternal–. Creo que nos vamos a quedar un tiempo con esta buena gente. Y no te preocupes –mirándola intensamente como se hace cuando dos almas se funden en una al impulso de un noble arrebato, agregó con voz cada vez más queda–, nos vamos a portar bien aquí. Entre los dos convenceremos a Butch. Será un verdadero viaje de vacaciones.




(*) Profesor y escritor chubutense. Este cuento fue publicado en “Cuentos de cuando la banda de Butch Cassidy anduvo por aquí” (Biblioteca Popular Agustín Alvarez, Trelew, 1997).
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martes, 17 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




EL ÚLTIMO DÍA DE SOL


Por Luis Ferrarassi (*)





    Hubo un día que el sol no asomó. Aunque el fenómeno se daba en otras partes del mundo, como en el Ártico o la Antártida, acá no era nada común.
    El primer día, todos estaban sorprendidos y confundidos. Salían a las calles, sacaban fotos, festejaban, como si fuera una gran nevada, que no asustaba ni preocupaba al ciudadano común, sino que, de algún modo, lo hacía sentir ridículamente orgulloso de ser una ciudad con algo que la distinguía. Aquel crepúsculo había cubierto toda la jornada, en una noche perpetua.
    El segundo día, comenzaron a buscarse explicaciones y a preguntarse si éramos los únicos. Al parecer, sí, lo éramos. Éramos los únicos sin sol. 
    Había en el suceso algo hechizante: nadie, aunque lo intentara, podía emerger de los dominios de la ciudad. Uno, simplemente... quería quedarse. Y cuando había quien se libraba del hechizo y llegaba a la altura del aeropuerto, una oscuridad profunda se comía las cosas y al parpadear, aparecían del otro lado de la autovía, con dirección a la ciudad.     Muchos han intentado irse en otras direcciones, pero siempre pasaba lo mismo: la oscuridad devoraba y regurgitaba. Pero nunca devolvía lo mismo que se tragaba, antes absorbía una parte de la vitalidad. Esa gente ya no era la misma.
    Pasaron más noches, más tiniebla, más oscuridad. Dos, tres, cuatro días. Al décimo, ya habituados a la soledad de siempre, pero ahora con un aditivo nada común, aparecieron las criaturas. Salieron de la nada.
    Eran del tamaño de un niño de seis años, delgadas, de grandes ojos gatunos, bocas pequeñas, sin nariz ni orejas. Sus brazos cortos terminaban en manos pequeñas que en vez de dedos parecían tener tentáculos. Sus pies eran casi siempre invisibles por la carencia de luz, pero eran similares a sus manos. Emitían sonidos agudos, como silbidos, para comunicarse entre ellos.
    No faltó el viejo que decía que provenían del milenario volcán que ahora albergaba la famosa Laguna Azul. La leyenda las ubicaba allí y ahora, vueltas una realidad, habían aparecido desde la oscuridad y se presentaron ante nosotros en cada hogar del pueblo. 
    A pesar de su tamaño, eran intimidantes a su forma. El silencio, la quietud, sus miradas, eran más poderosas que cualquier arrebato de fuerza humana. Las armas no disparaban ante ellos. Algo había de inexplicable en eso.
    Cuando nos visitaron y nos tuvieron en su poder, solos, nos arrodillábamos frente a ellos y clavábamos nuestras miradas vacuas en sus enormes ojos. Apoyaban sus manos en nuestras cabezas y nos otorgaban el horrendo poder de ver lo que vendría.
  Aquella, la premonición, era su arma ante las nuestras: la fuerza bruta. Nosotros los superábamos en número y potencia armamentista, pero ellos tenían lógica, organización, habilidad de ver lo que se aproximaba y lo que había pasado y el grandioso poder que tejer el manto de la noche perpetua sobre nuestras cabezas, abrigando el lomo de la ciudad.
    Vimos, como una vieja película antigua, que las criaturas cosechaban. Que cada noche (de las noches viejas), tomaban uno de nosotros, lo arrastraban a la laguna y lo devolvían igual a ellos. Uno menos de nuestro bando, uno más del de ellos.
    Luego de desmayarme y con una idea bastante clara de lo que me pasaría y lo que nos pasaría (me refiero a todos nosotros), desperté mientras una criatura me arrastraba por un camino de tierra y filosas piedras volcánicas, que desde la altura, dibujaban un sendero negro, donde vaya uno a saber cuándo, se posó un río de ardiente lava y vi que se sumergía en la laguna conmigo a cuestas.

Mientras leés esto, no sabrás, a ciencia cierta, si hoy es el último día de sol que tendrás. Si lo es, al menos sabrás lo que se avecina. 
Y quién te dice, quizá, quizá, podamos conocernos, tú y yo.




(*) Escritor de Río Gallegos.

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viernes, 13 de diciembre de 2013

LA NOTA DE HOY




DECIMONÓNICOS


Por Jorge Eduardo Lenard Vives






    En la segunda mitad del siglo XIX, la Argentina vivió una etapa de particular importancia, durante la que se organizó como Nación y adoptó las formas institucionales. También comenzó a consolidar su ser nacional, circunstancia que dio lugar a diversas manifestaciones culturales; entre las cuales la Literatura ocupó un papel relevante. Algunos de esos autores situaron en la Patagonia sus creaciones; recorrerlas nos puede deparar algunas sorpresas.
   Uno de los libros más interesantes del período es "Mar Austral", de Fray Mocho; seudónimo de José S. Álvarez. Esta novela persigue una clara finalidad, expuesta con precisión en el epílogo: “...escribo este relato sin pretensiones literarias, deseando que él caiga, aunque sea por casualidad, bajo los ojos de la gente ilustrada de mi país y llame su atención sobre aquellas costas lejanas, tan bellas y ricas, como injustamente desconocidas y calumniadas”.
      Lo extraño es que su autor nunca visitó la región; por lo cual debió escribir en base a lo que otra persona, u otras personas, le pintaron. Pero su arte le permitió describir imágenes vívidas como ésta: “...veía a lo lejos el mar sereno y tranquilo, teñido con la luz suave de los crepúsculos australes, que es inimitable por la dulzura y variedad de sus tonos, y nuestro cutter con sus velas recogidas, que cabeceaba blandamente sobre el ancla, saludando a otros barquichuelos diseminados en la vasta rada, desde la punta de una península que verdeaba, alzándose en anfiteatro, hasta la lejanía brumosa donde el mar y las montañas se confundían en el horizonte indefinido”.
     Quien sí estuvo en la zona fue Roberto J. Payró. Dejó un valioso testimonio, "La Australia Argentina", diario de viaje que retrata una Patagonia incorporándose, poco a poco, al resto del país. No fue la única obra que dedicó a la región. Inspirado por los escenarios naturales y humanos que encontró, escribió "Un pioneer de Tierra del Fuego", corta ficción incluida en su volumen "De violines y toneles". Allí revela, por boca del protagonista, su deslumbramiento ante el paisaje sureño: “... pasó largas horas sobre cubierta, admirando los maravillosos canales fueguinos cuya belleza – ora melancólica, ora majestuosa, ya alegre y desbordante como un paisaje tropical, ya imponente como un templo en que la Naturalez se mostrara sin velos – producía en su ánimo una impresión desconocida...”. Y finaliza su relato con una alabanza a la libertad entrevista en aquellas tierras: “Sus hijos serán, como él, fuertes pioneers fueguinos... quizá algún día me toque también contar la ruda educación que reciban, en lucha desde temprano con la naturaleza – relato que será tan sencillo como éste, porque todo es sencillo allá donde el hombre, si no es ayudado, no es estorbado ni hostigado tampoco por sus semejantes...”. 
     Pero tal vez una de las referencias más curiosas de esa época sobre la Patagonia, es la que incluye Juan Bautista Alberdi en “Pereginación de Luz del Día”; cuya parte segunda describe la colonia de Quijotania, regida por Don Quijote y sita en la Patagonia. A discurrir sobre esta rareza literaria, el escritor Donald Borsella dedica su ensayo “Alberdi y una novela patagónica”. Su lectura permite conocer en detalle el asunto; y a ella debe recurrir el lector interesado (1). Aquí sólo se transcriben algunos párrafos de la obra de Alberdi, a modo de ejemplo de la calidad de su estilo y de la visión que tenía de una zona en la cual - como Fray Mocho - nunca había estado.
      En su intento por encontrar a los viejos caballeros venidos de España a América, Luz del Día recibe la siguiente noticia sobre Alonso Quijano: “Su locura ha cambiado de tema, pero no de naturaleza. En vez de ser el Quijote de la Mancha, ha sido el Quijote de la Patagonia; es decir, que el vuelo de su fantasía no ha reconocido límites, desde que se ha visto en aquel mundo favorito de los ensayos temerarios, de los experimentos fantásticos, donde todas las utopías se ponen a la prueba, y donde los más cuerdos se vuelven un poco Don Quijotes.”
       El manchego, según Fígaro, informante de Luz del Día, fundó su colonia sobre una estancia que poseía en el sur: “El tenía unos cuantos miles de ovejas y otros tantos animales vacunos y caballares en una estancia que empezó como por un juguete, y que gracias a la paz que le daba la distancia apartada de su situación, en pocos años se volvió una especie de principado. La estancia estaba situada entre la Patagonia y la Pampa, un poco vecina del mar y más cercana de la colonia inglesa de Falkland que de Buenos Aires”.
     Si bien la obra tiene un trasfondo de ensayo social y político, su lectura resulta amena por el plástico lenguaje empleado, que tiene un sabor especial para el lector acostumbrado a los clásicos; como así también por el humor, a veces acerbo y crítico, que muestra sus páginas.
    Los últimos años de la 19na centuria no fue solamente rica para la Literatura argentina, sino para la mundial. Es una época de grandes escritores, como Dostoievsky, Chejov, Tolstoy, Maupassant, Flaubert, Zola, Victor Hugo, Stevenson, Bret Harte... Entre 1850 y 1900 se vivió una “edad de oro” literaria, en especial para el género narrativo. De esa racha artística fue conteste la Argentina, cuna de un grupo de exquisitas plumas que dieron lustre al “fin de siécle”. Fue de la mano de estos escritores decimonónicos, que la Patagonia se introdujo firmemente en el mundo de la Literatura.



(1) Borsella, Donald. Alberdi y una novela patagónica (Dirección Municipal de Cultura, Trelew, 1984). El autor de la nota agradece a la señora Margarita Borsella haberle permitido conocer esta obra del recordado escritor chubutense.

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martes, 10 de diciembre de 2013

OBRAS RECIBIDAS




Aquel horizonte... Aquí... (*)

 De Ester Faride Matar 





     En "Aquel horizonte... Aquí...", Ester Faride Matar crea escenarios que  se entrecruzan, se desdibujan y se funden. En la tierra oriental de su progenie o la patagónica que la viera nacer, crecer y madurar, la autora, de magnífica sensibilidad, descubre las fibras que sostienen su vida y nos sumerge en experiencias diversas, desde las más pueblerinas hasta las más sofisticadas. Lo hace siempre desde el lugar de una mujer que le pone el cuerpo a la vida, y que no se amilana frente a posibles contrariedades.

   A lo largo de las páginas de esta producción, Ester nos convoca a vivir la vida apasionadamente. A bucear en lo más profundo de nuestras entrañas en la búsqueda incesante del ser/esencia que nos pertenece. La alegría y el amor, la sencillez y los valores, la familia y otros lazos afectivos van conformando el mundo que ella ha elegido disfrutar y que, afanosa, desea para todos... Desde sus vivencias más tempranas hasta su consagrado sueño de visitar el suelo de sus ancestros, se manifiesta el alma pura de una mujer que lucha por sus ideales, y que opta por transitar sus días con la misma solemnidad con la que se mueven las arenas de un desierto. Ella misma lo dice "la mejor nave para emprender un viaje es un libro, un poema, una ilusión plasmada sin descuidos".

    Elías Chucair, escritor patagónico,  al referirse a la literatura de la autora de "Aquel horizonte...", en el prólogo de libro que nos convoca, expresa: "Todo lo que escribe llega muy fácilmente con una altura y profundidad de infinito; igual que cuando evoca de su pequeño terruño del sur rionegrino, a aquellos extraños y testimoniales personajes que nutrían su atención de niña aún. Así abraza un lenguaje casi coloquial que acompaña su estado emocional desde lejos y ocupando un sitio importante de su memoria".

    No conozco a Ester personalmente; sin embargo -a través de su poesía y también de su prosa lírica- he podido, como lectora, introducirme en el mundo que ella ansía compartir. 

    0 como dice la misma autora:

"Esta pequeña obra pretende regalarte un oasis en medio del desierto, con las huellas grabadas en las movedizas arenas de los días, y atesorar la extensión del universo, con luces y energías de atreverse a vivir sin maquillaje".

Olga Starzak



(*) CEN Ediciones - Centro de escritores/ras nacionales - Córdoba - 2009

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domingo, 8 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




CAÑADÓN LAGARTO


Por Hugo Covaro (*)




En esos pocos momentos de lucidez, cuando la conciencia encendía de pronto su fósforo breve, la abuela Carmen hablaba de Cañadón Lagarto. Después, nuevamente esa enfermedad incurable la envolvía con su espesa cerrazón, aislándola del mundo en un autismo ominoso.
Había ido a la escuela en ese desolado paraje, allá por 1926, cuando Cañadón Lagarto era un próspero pueblito con 250 habitantes.

"De mi casa a la escuela había unas cinco cuadras. Nos íbamos caminando por las vías... no había peligro, el tren siempre pasaba por la tarde".

Y ahora, sus duendes desmemoriados buscaban encontrarse con los fantasmas que, penitentes, rondan los sitios baldíos de la vida donde la soledad empolla sus persistentes olvidos.
¡Ella quiere regresar, pero no puede! ¡No hay regreso posible a la nada!
Sólo en ella perduraban las casas bajas, separadas por callejuelas angostas, agrupadas a ambos lados de las vías. Y el cementerio cercano, con el pesado sueño de los muertos aromado por las minúsculas flores del tomillar nativo.

"El cementerio estaba al sur. Tenía un cerco bajo de alambre que nosotros saltábamos para ir a jugar en unas casitas pequeñas. Lo hacíamos a escondidas. Mi abuela no quería que fuéramos a ese sitio".

El jeep detuvo su marcha a metros del aljibe, que con su ojo huero parecía mirar sin ver ese mínimo cielo redondo encerrado en sus paredes. A la sombra de esos árboles doblegados por el viento, sobrevivientes a la sed en ese penoso desamparo, la voz de la abuela Carmen sonaba como un eco salido de la profunda garganta del pozo.

 "El agua para la estación la traía un tren y la depositaba en el aljibe. Los pobladores la buscaban al norte, en carros que la transportaban desde unos manantiales escondidos entre los cañadones. En ocasiones lo acompañaba al tío Ramón, cuando iba a las aguadas. Era escasa, por eso se pagaba hasta $ 1.20 el barril de 100 litros. Los únicos árboles del pueblo estaban al lado del pozo de agua". 

Ningún sonido extraño entorpecía el monótono rumor del viento en ese incendio que el coironal prende con las últimas luces del crepúsculo. De a trechos, los rieles oscuros extendían sus caprichosas paralelas, crucificadas sobre el duro sueño de los durmientes de quebracho. Por esa vía muerta, llegaba la noche asperjando su pólvora.

 "Con mi primo Lalo sabíamos jugar en la nieve. No sentíamos frío. Decían que Cañadón Lagarto era el lugar más helado que había en la Patagonia. ¡Veinte grados bajo cero sabían hacer! A nosotros nos llevaban a Comodoro en las vacaciones. En esos peladeros mucha gente se moría congelada en los inviernos". 

Como quien se aleja del sitio de un naufragio, abandonaron las ruinas del pueblo. Mientras el Land Rover hacía memoria por recordar el camino conocido en ese laberinto de sendas estrechas, nadie se animaba a voltear la cabeza. Algo parecido al miedo les posaba su mano helada, denunciando una presencia invisible. Cuando dejaron la huella de tierra y retomaron la negra lonja del asfalto, sintieron que esos fantasmas se habían quedado en la última curva del camino.
Era media noche cuando llegaron. A pesar de lo avanzado de la hora, la abuela Carmen estaba despierta y hasta parecía que los estaba esperando. En sus ojos pequeños una lejía turbia dejaba pasar briznas de un brillo antiguo, gastado de ver pasar tanta vida. Mientras la llevaban a su cama, con ese andar inseguro de los ancianos arrastrando los pies con pasitos cortos, se la escuchó decir claramente: 
- ¡Vamos Lalo, apúrate, que podemos perder el tren! 
Y en el silencio de la noche el resoplar de la vieja locomotora alborotaba el enrulado cabello de esa niña, que después de pasar las vacaciones en Comodoro regresaba a Cañadón Lagarto... 



(*) Escritor comodorense. Tomado de su libro “Mi Land Rover Azul. Relatos Patagónicos. Pequeñas historias del desierto”. Editorial Universitaria de La Plata, La Plata, 2003.

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martes, 3 de diciembre de 2013

EL POEMA DE HOY




YO QUISIERA LLEVARTE MÁS ALLÁ DEL DOLOR

Por Jorge Castañeda (*)


Yo quisiera llevarte más allá del dolor
de los estragos del tiempo
del trasiego de los días
comunes y adocenados
por la servidumbre de vivir.

Yo quisiera llevarte
más allá de las zarzas ardientes
del recuerdo.
Más allá de las suelas
ardidas del infortunio
y de las campanas que doblan
apenas compartidas.

Yo quisiera llevarte más allá
de los estropicios cotidianos
y del llanto escondido
en un rincón del traspatio
donde se sacuden las migas
de los manteles.

Al otro cielo
donde la felicidad
se conjuga
cierta y tangible
como un ramo de flores.

A donde se vive de veras.

Al espacio de la brisa
donde la libertad
está a la vuelta de la esquina.
Yo quisiera llevarte…
si tú lo quisieras.



(*) Escritor de Valcheta.


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