google5b980c9aeebc919d.html

jueves, 16 de agosto de 2012

EL POEMA DE HOY




NIEVA EN SIERRA COLORADA

Por Jorge Castañeda (*)






Con los copos repetidos
como blancas esperanzas
el invierno se adormece
entrando a Sierra Colorada.


El cielo se hizo plomizo
presagiando la nevada.
De blanco visten los campos
y los techos de las casas.


Las ovejas se confunden
de plata con la chivada:
entre copos y vellones
nieva en Sierra Colorada.


El humo de las chimeneas
es otra blanca fumata
que se alegra por la nieve
que visita la comarca.


Vendrá linda primavera
si persiste la nevada. 
Como pájaros perdidos
los copos de nieve blanca.


Blanco algodón en los campos
nieva en Sierra Colorada.




(*) Escritor de Valcheta

Bookmark and Share

domingo, 12 de agosto de 2012

EL CUENTO DE HOY





Ovidio Vargas


Por Olga Starzak





   Desde muy pronta edad Ovidio Vargas se había sentido fascinado por la guitarra. Tal vez lo deslumbraron los gauchos de los alrededores que, buscando la compañía de la caña, año tras año bajaban al pueblo, con la guitarra como un apéndice de sus cuerpos. Ya sabía el niño que las señaladas o las esquilas le traían la música; ya esperaba que su madre, tal como en un acontecimiento importante, le calzara la bombacha y anudara un pañuelo al cuello. ¡Cuánta algarabía! 

   Su altura no sobrepasaba la de las mesas del bar de su padre, sin embargo ya les alcanzaba a los campesinos un trapo para limpiar alguna bebida derramada o les desocupaba los ceniceros atiborrados de filtros. Él estaba atento porque apenas se reuniera un grupo, se abrirían los estuches del esperado instrumento y nacería, para su deleite, la música: un hombre primero y el otro después, a veces ambos al mismo tiempo. Las ásperas manos de sus ejecutores se moverían con fuerza a veces y otras con destreza, para hacer sonar las cuerdas a un ritmo que despertaba su tan esquiva sonrisa. Se uniría a las palmas, murmuraría un coro que ni siquiera alcanzaba a comprender y con voz silenciosa repetiría un otra al tiempo de los grandes.

   No compartía con nadie sus sueños de crecer tocando la guitarra. Acaso imaginaba que los sueños son para vivirlos de a ratos, pocas veces pasibles de concreción. Que concluyen en un abrir y cerrar de ojos,  se guardan en la memoria...  son tan íntimos como lo son los deseos más profundos. Tal vez presentía que en ese pueblo de la meseta patagónica los chicos de su edad debían conformarse con concurrir a la escuela y  jugar a la pelota en cualquier lugar cercano del vasto terreno testigo de sus pasos.

   Ovidio era un niño de muy pocas palabras; lo eran sus padres y lo son casi todos quienes habitan en la soledad de los campos, en la parsimonia de las callecitas rurales, en agobiantes siestas o mañanas de heladas. 

   En ese rostro de piel oscura, vestigios de la raza de sus ancestros, sobresalía la oscuridad de los ojos. Sin embargo era tan opaca su mirada que producía un sentimiento que lindaba con la lástima. Sin saber muy bien a qué ni por qué, el pequeño despertaba una emoción adversa que sólo era dominada por aquellos que conocen la ternura; o encuentran  en el refugio de la niñez y de la inocencia, una vocación de servicio. En este, como en todos los pueblos de escasísimos habitantes, lo son casi siempre los maestros, algún médico o la enfermera del centro asistencial.

   Creció entre el susurro del Río Lepá, un cielo vaticinando lluvias mezquinas, las grietas de la tierra y un viento de rigor en las noches y en los días. No le faltó el verde de los pastos, las flores de los manzanos ni la leña para el fogón. Aprendió pronto a degollar las gallinas, a levantar alambrados, a apalear la tierra para acomodar el camino, a descorrer la nieve de la puerta de su casa. Pero nunca olvidó el placer por la guitarra. Juntó fuerzas y voluntad, hizo changas y golpeó puertas a escondidas de su madre buscando la limosna que algún día le permitiría tener la suya, para después aprender a tocarla. 

   Tenía algunas buenas razones para creer que el dios del que le hablaba el cura de la iglesia a la que concurría a regañadientes, con su familia, le pondría cerca un hombre dispuesto a enseñarle a tocar el instrumento. Y con eso llegaría el canto y el zapateo, el público y el reconocimiento. 

    La sensación inexplicable del escenario; de haber logrado lo más ansiado.
                                                     ---

   Los pobladores siguen reuniéndose alrededor de las mesas del bar que ya no atiende el padre de Ovidio, ahora inválido. Pocas veces suenan las guitarras. Es que a sus ejecutores se les ha llamado la atención por el ruido molesto que crispa los nervios del enfermo. La madre, una mujer de la que nadie conoce la voz más que para decir gracias, se limita a alcanzarles la copa de bebida con la que concluirán un día de intensa actividad.

   El pueblo ha crecido. A la escuela con internado se agregó aquella del pueblo que permite la entrada diaria de alumnos del predio urbano. El Centro Asistencial es ahora un hospital. La obra social de la provincia posee allí una oficina y la municipalidad ocupa casi toda una cuadra. Los adolescentes lucen, tal vez guiados por los alcances del cable de televisión, cortes de pelo punk y puede hasta observarse alguna muchachita asumiendo las características de las llamadas “tribus urbanas”. 

   Con el nuevo milenio, los avances tecnológicos y el auge del turismo patagónico se han sumado excursiones al Cañadón Grande, a Piedra Parada, expediciones a La buitrera y deportes de alto riesgo en las paredes rocosas de los alrededores. Guías turísticos acompañan a los visitantes a observar las pinturas rupestres que, celosas, se esconden entre las cuevas que circundan el río Gualjaina en el encuentro con el Chubut. 

   Sin embargo es la misma la soledad de las calles y la resignación en los rostros de sus transeúntes. Las paredes parecen ahora más descascaradas y las puertas aún más angostas. Se han despintado las verjas y algunas ventanas están tapiadas. Los niños caminan con lentitud desde la escuela a sus casas. Saludan atentos y sorprendidos cuando se cruzan con una cara desconocida. Hay en sus miradas algo de vergüenza, quién sabe a qué;  y mucho de admiración a todo lo que eventualmente ocurre en su pueblo.

   Siguen siendo muy largos los días en esta rutina pueblerina, en este ir y venir por la única y lánguida calle que atraviesa el paraje.

   Los manzanos florecen cada primavera.

   Ovidio Vargas es ya un muchacho al que muchos siguen tratando como un niño. Introvertido y de inarmónica conformación física, continúa seducido por la guitarra. Su cuerpo se ha vuelto obeso y el  color de la piel más oscuro.

   Con alegría indescifrable, cada atardecer del fin de semana, se sumerge en ese mundo que lo transporta. Así disfruta de la gente que parece no faltar jamás a sus recitales, la que lo aplaude y pide una canción más. Él  se regocija, entona himnos, recita prosas y canta el folclore que escuchó de pequeño. Corresponde al afecto de quienes lo escuchan y saluda a aquellos que -vaya a saber por qué- no pueden detenerse.

   Hace un alto en cada canción para conversar con el público, se emociona con la admiración que le profesan, se ríe sin prejuicios, agradece al Señor... 

   Una y otra vez levanta con orgullo su guitarra.

   Sin tregua vuelve siempre al mismo escenario. Ese escenario tan conocido por los pobladores del lugar. Es que no han habido demasiados cambios en el  patio de su casa. Unas pocas gallinas menos, el pasto largo y húmedo en la primavera, la misma verja escoltando la puerta de entrada...  

   Y la misma guitarra.

Bookmark and Share

miércoles, 8 de agosto de 2012

EL POEMA DE HOY





Impredecible Patria Temporal


                                                           (Patagonia, donde he nacido;
                    Patagonia donde he vivido)



Si esta tierra en este Sur tiene un destino,
Vocación compartida de sus hombres,
Lo verá nuestra sangre en el camino
De los siglos, los números, los nombres.

Tanta fuerza encorsetada entre las piedras
Es seguro que no puede ser estéril.
Tanta dermis con heridas tan sangrientas
Será génesis, sin duda, de lo fértil.

Tanto cielo, tanto hueco, tal vacío,
Por las mismas leyes físicas atrae
Como imán inexorable, lo excesivo:
Cuerpos, vidas y energía de otros lares.

Patagonia, tu pasado es el desierto;
Tu presente, hoy por hoy, sólo tus hijos,
Pese a todo y pese a nada aún enteros,
Como cuñas enclavados, yertos, fijos.

Tu futuro, una promesa sospechable
Que quizá serán los sueños del gran santo*
O tal vez un maremágnum de estandartes,
Factoría de otras voces y otros cantos.


*Sueños de Don Bosco sobre la Patagonia



De “Escritos de Finis Terrae. Cuentos Universales y Cuentos Patagónicos” - Lalo de Pablo. 2011 – Patagonia Contemporánea.




Lalo de Pablo es el seudónimo literario de Lorenzo F. Strukelj. Nació en Comodoro Rivadavia, y repartió su vida entre la Patagonia Argentina y Europa, Eslovenia, tierra de sus padres, a pasos de la frontera tripartita con Austria e Italia, en lo que él define como “un pequeño paraíso entre los Alpes y el Adriático”.

Bookmark and Share

sábado, 4 de agosto de 2012

LA NOTA DE HOY


   

LOS ÁRBOLES Y LA MESETA


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





La implacable disposición horizontal de la meseta transforma cualquier atisbo de verticalidad en una anomalía. Por ello, los escasos árboles que crecen allí adquieren una cualidad de rareza inquietante y sobrenatural; que los habitantes autóctonos del páramo reflejaron en su creencia sobre el “árbol del gualicho”, citada por el bolsonense Jorge Sánchez en su cuento “El Kollón”: “Parecía un chacay muy viejo, de tronco grueso, rugoso, seco y de ramas retorcidas, cubiertas de bultitos o ataditos, como frutos oscuros en esa planta vencida... El único que no pareció extrañado fue Ireneo (...él sabía lo que significaba el cochingnelo, - kuchún nelo – el árbol de gualicho...) ... Desde tiempo inmemorial, se propiciaba al “futawentrú”, se dejaban jirones de las pilchas, bolsitas con monedas o yuyos...”. Gregorio Álvarez, en “El tronco de oro”, lo llama el “algarrobo del Gualicho”.

La instintiva fascinación por los árboles no es privativa del ámbito patagónico; viene del fondo de los siglos y pertenece a todas las culturas, según lo describe Sir James George Frazer en “La rama dorada”. Allí detalla diversos cultos que tenían como centro el árbol, incluyendo el de los druidas; término que, por cierto, significa “hombres del roble”. Como es sabido, los druidas eran los sacerdotes de la religión que practicaba la raza celta, tronco común del cual derivó, entre otros pueblos, el galés; al que pertenecían los colonos del Valle del Chubut. Así lo recuerda Mónica Jones en su poema “El roble”: “Amalgama el viento / melodías de arpa, / invocando al espíritu / del druida / que vaga entre sus hojas. / Y cuando llama el angelus / a su alquimia de duendes, / es la fortaleza de su tronco / el papiro donde las épicas / historias de los celtas / desmayan su cansancio / de la morada lejana / aquí, distante de su nativa tierra”.

Ese ameno narrador de historias que es Carlos Sheffield, contó una vez que, recorriendo la meseta, había observado la aversión que sentían ciertos pobladores rurales hacia los árboles; como asustados por un miedo atávico. Incluso, un puestero le aseguró que no le molestaban los árboles “pichones”, pero “odiaba” a los adultos. En las bases de ese odio no están las mismas causas psicológicas que acongojan al protagonista del cuento “El odiador de árboles” de Nadine Aleman; sino que subyace algo inexplicable. Es exactamente el caso contrario de “El hombre al que los árboles amaban”; relato de uno de los mejores escritores ingleses de horror: Algernon Blackwood. El autor de “El wendigo” otorga a los árboles un alma; que tal vez sea la que siente Antonio Dal Masetto en los bosques milenarios del lago Futalaufquen; y que describe en su relato “Alerces”: “Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y los lagos. Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. (...) Apoyé la otra mano y también la frente contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.”

Al contrario de la meseta, la cordillera es el reino de lo vertical. Entre los cerros que suben hacia el cielo, los árboles encuentran su plenitud y se reúnen en umbrosos bosques. Es como si se refugiasen en ese lugar para sentirse seguros – una idea que también aparece en el cuento de Blackwood -, aunque añorando su antiguo dominio sobre la estepa; del cual sólo quedan, a modo de melancólico recuerdo, los numerosos bosques petrificados desparramados por la región
.
De todas maneras, los árboles, tímidamente y de la mano de los seres humanos, están volviendo desde hace poco más de cien años a la meseta; en los valles a la vera de los ríos, en los puestos y cascos de estancia cerca de manantiales o pozos, en las planicies próximas a los cursos de agua donde medran merced al riego artificial. Entre los sufridos sauces criollos, los tamariscos y otras especies, se destaca el álamo; que ya es parte del paisaje patagónico.

Es un árbol con mucha personalidad. Ya sea morando solitario en algún puesto de la meseta, donde adquiere una dimensión ominosa, o formando cortinas en las chacras, que según nos dice Angelina Covalschi en su novela “Las dunas”, tan bien pintó el sarmientino Pompey Romanoff; el álamo muestra algo de sagrado, de nexo entre la tierra y el cielo. Bien lo dice Virgilio González en su poema “Hermano Álamo”:

Reverdecida llama, vertical anhelo;
árbol encendido en empinado vuelo,
del alado corazón alborozado
y sonoro follaje suelto al viento.

Mi corazón ya no alienta otro gozo;
ser como este álamo, tirso quimérico,
mansión del canto, atalaya de auroras;
¡trémulo salmo camino del cielo!




Bookmark and Share

miércoles, 1 de agosto de 2012

EL CUENTO DE HOY





LA PUERTA


Por Héctor Roldán (*)




   La puerta de la casa estaba abierta y más allá de su umbral se extendía la enorme presencia de la desierta meseta. Adentro de la casa, sentado en una silla rota, él observaba cruzar por ese enceguecedor rectángulo: jarilla seca, nubes blancas, columnas de tierra arremolinada, gaviotas extraviadas. No le importaba mucho lo que sucediera afuera, solo observaba el inalterable fondo celeste de un cielo, que detrás de las cosas, parecía inalcanzable.

   ¿Hace cuánto que estaba sentado en esa silla? El reloj se había detenido hace tiempo, el almanaque había perdido todas las hojas. Debía ser hace mucho, sus uñas estaban largas, su pelo apelmazado, la barba desprolija y el olor de su cuerpo denunciaba un largo periodo de abandono.

   ¿Qué hacía sentado en esa silla? No lo sabía, no tenía un mate en la mano, ni escuchaba la radio, ni siquiera esperaba a nadie, pues tenía la extraña sensación de que lo esperaba ya había sucedido, ya había llegado.

   Un perro apareció y miró hacia dentro de la casa. Un perro cualquiera, amarronado, feo, de patas cortas y cola torcida. Sus ojos se cruzaron y los pelos del animal se erizaron mientras gemía alterado a su presencia. Se rió en silencio; asusto a los perros, pensó. Y su mente escapó buscando una idea. ¡Hace tanto tiempo que no tenía una idea!

   ¿Qué es una idea? Se preguntó. Una idea es algo que aparece en tu cabeza, una idea es como una flecha, una idea es algo que puede ser, es quizá una manera de existir, se contestó.

   El perro se perdía entre las nubes de polvo que arrastraba un viento en aumento. Huía con la cola entre las patas, corría entre aullidos provocados por el pulso de un dolor que surgía de la casa y que lo llenaba de temor.

   Solo estoy sucio, se dijo. Solo estoy sucio, oloroso, abandonado, no es para tanto. Se dijo. Quizá sean mis ojos, reflexionó. No sé por qué pero pienso que mis ojos son rojos. Rojos, tan rojos como este atardecer patagónico que está incendiando la puerta de mi casa.

   ¿Mi casa? ¿Es mi casa? Y tuvo la certeza en el mismo instante de la pregunta que no estaba en su casa.

   Estoy con mis ojos rojos en una casa que no es mi casa. Estoy asustando perros, sucio y hediondo, en el umbral de una puerta por la que nunca entré ni salí. Pensó restregándose los ojos rojos con manos rojas de uñas rojas también. Todo casi con el color del cielo que agonizaba sobre la meseta.

   ¡Tantas preguntas! Nada más sucedía en la forma resplandeciente de ese umbral. Nada más sucedía en el interior de la casa. Un silencio apenas alterado por el silbido de las ráfagas de viento, le decían que ya toda vida había terminado. Así de sencillo. La casa estaba muda, tan muda como él, que supo que su lengua también era roja y que también tenía un rojo sabor que se deslizaba por la comisura de sus labios. Una delgada línea de sabor salado y triste.

   Quisiera ser un animal, pensó, un pequeño mosquito gordo de sangre, un insecto zumbón, en esta tarde que no termina. Quisiera ser un roedor carroñero, una serpiente enroscada en su madriguera, una araña tejiendo, laboriosa, la trampa. Quisiera ser la caída de un rayo, el sonido de un trueno, la primera gota de una lluvia febril. Pensó, sentado en la silla mientras oscurecía.

   Y oscurecía primero a sus espaldas. Una negrura húmeda que crecía como musgo detrás de él. Oliendo como una casa vieja, oliendo como una frazada en un baúl, como una comida abandonada en el sartén desde hace días.

   Vio el resplandor del lucero aparecer sobre el horizonte. Vio la mirada de las estrellas espiar por el agujero de la puerta. La noche como un ojo, la luna como un agujero, las nubes como pensamientos cruzando grises delante de sus ojos rojos. No supo cuanto tiempo más debía estar ahí, oliendo a rojo, rascando con la uña el borde de una herida recién abierta. Ya se veía el tenue resplandor del hueso entre la carne. ¿Cuánto más podía estar ahí lastimando el cuerpo de esa casa que no era su casa? ¿A qué había venido?

   Seguía pensando en eso. Su mente deambulaba por la idea extraña de que algo había hecho, aunque hacer para él era una acción sin sentido. Cuando se es eterno, se dijo, hacer es nada. Y se supo eterno, inmortal en esa silla que chorreaba un color rojo y olía a rojo. A un rojo de carne y hueso, de pelo y uña, de piel y senos, de labios y pies. A rojo de un cuerpo desvanecido en la intensidad del color y el olor a rojo.

   Soy inmortal, se rió quedamente, al pensarlo. Tan inmortal que nada de lo que haya hecho tiene sentido comparado con el tiempo que llevo en esta silla.

   En esta silla, repitió, sin poder girar la cabeza. La noche ya empujaba en el umbral de la puerta y el viento que entraba trayendo el olor de un mar de fondo henchido de aromas de algas y moluscos, húmedo y frío, revolvía sus cabellos arrastrando jirones de vestidos que se enredaban en las patas de su silla, entre los rojos dedos de sus manos. Entonces supo.

   Lo hice, se dijo tomando el delicado bretel de una blusa rota. Por la puerta una nada extensa lo miraba llena de estrellas. Lo hice, se repitió, sabiendo que al fin había surgido de sus entrañas un odio que lo dejó rojo y vacío.

   Recién ahora puedo amarla, concluyó oliendo el retazo de aquella blusa sangrienta.

   Recién ahora. Y el viento siguió soplando hasta borrarle todos los recuerdos.




(*) Escritor santacruceño. Según el autor, es un “texto para futuro libro de cuentos, quizá inconcluso”.



Bookmark and Share