EL VIENTO…EL MALDITO VIENTO
de Enrique J. Martínez Llenas Primavera tras primavera… viento.
Verano tras verano… también viento. Pero peor, con tierra; tierra que se pega al cuerpo y forma una capa áspera sobre la piel, y hace que los dientes chirríen al mascar la impotencia de detenerlo a él, a ese maldito viento que sopla y sopla tanto de día como de noche, haciendo salir de sus guaridas a las tímidas flautas que viven ocultas en las rendijas de las puertas y las ventanas, para entonar sus disonantes melodías y no permitirme dormir en paz.
Viento. Compañero inseparable de mi castigado cuerpo de enganchador de boca de pozo desde hace…¿cuántos años? Hoy ya ni lo recuerdo, no tengo por qué ni para qué. Estoy solo, viejo, jubilado; todavía no muerto, pero casi. Perduro, porque otra cosa no me atrevo a hacer. Soy cobarde.
Llegué al sur buscando hacerme un futuro, espoleado por la fuerza arrolladora de mis hormonas juveniles y dispuesto a hacer lo que fuera para ganar dinero. —Allá está la oportunidad de ser alguien —me dijeron las habituales voces comedidas y bienintencionadas de siempre, esas que nunca faltan en ninguna familia, ni en ningún bar.
Me recibió Comodoro, la capital del petróleo, la ciudad de las oportunidades para los que nada tienen salvo sus manos y su fuerza. Me dio un trabajo en YPF, una casa, amigos y dinero…pero también me dio el viento, el maldito viento. Prosperé, aunque no mucho, como cualquier persona decente; a mi lado tuve otros que, vaya a saber por qué, subieron mucho más rápido en la estructura de la empresa. Yo siempre trabajé en la boca del pozo como enganchador, un trabajo peligroso, pero que era un desafío para mi irresponsabilidad juvenil ante la vida. Me convertí en uno de los mejores; quizás en el mejor de todos ellos. Mi nombre, y los de mi cuadrilla, sonaban en las oficinas de YPF como si de ángeles se tratara; no había pozo, por difícil que fuera, que se nos resistiera. Tuvimos algún accidente, es cierto; pero siempre menos que otros equipos. Y fue por culpa de ese maldito viento, que soplaba ese día como un demonio en la Pampa del Castillo, entorpeciendo al manejo de los fierros, haciendo que los ojos buscaran la seguridad de los párpados para ocultarse, y cubriendo todo con una fina y resbalosa capa de polvo. Así fue que pasó lo que pasó: el pobre Aníbal tropezó y se dio de lleno contra un tubo que se soltó y se le fue de frente, justo al medio de la cara. No debíamos haber trabajado ese día, es cierto. Pero éramos los mejores, éramos ambiciosos y, además, inmortales. Porque éramos jóvenes.
A partir de entonces cambiamos. Nos volvimos más respetuosos del frío, del hielo, del agua…y del viento. ¿Maduramos, quizás? ¿Aprendimos la lección a costa de perder a uno de los nuestros? Puede ser, al menos en lo que a mi respecta. Pero entonces algo nuevo, que hasta ese momento había estado oculto, me comenzó a picar con insistencia: el bichito del amor. Me sentía solo, aislado, a veces hasta me ponía huraño y taciturno ¡justamente yo, que siempre era el que tenía lista la broma fácil y el dicho oportuno; el que siempre era el alma de la fiesta! Ahora erraba por las calles, melancólico. No quería ir de putas, ni al Bagatelle. ¿Para qué, si ya conocía a todas las chicas? Ninguna me llenaba el ojo, ni era lo que yo quería para mi casa, para madre de mis hijos.
Pero otra vez el viento se hizo presente, aunque ésta vez me trajo algo bueno ¡Qué digo bueno! ¡Lo mejor que me sucedió en toda mi vida! Me trajo a Yolanda, que apareció por la proveeduría del kilómetro 3 en el día más ventoso del enero de ese bendito año, el año en que me casé con ella. Era una tucumana trigueña, vivaracha, con una lengua filosa y atrevida, y muy bien rellenita allá donde debía estarlo. Había venido como mucama de limpieza, y estaba recién llegada, haciendo las primeras compras para instalarse. Yo también había ido por algunas cosas. Ambos nos sentimos atraídos en el mismo instante de vernos, y fue cosa solamente de hablar lo indispensable, y citarnos para ir al cine el primer día libre en el que coincidiéramos. No guardo el recuerdo de cuál fue la película que pasaron ese día en el Teatro Español, ni me importó jamás. Mi mente y mis manos estuvieron más que ocupadas recorriendo los vericuetos físicos y emocionales de Yolanda, hurgando en todos sus secretos, sus temores más inconfesables, sus deseos más profundos, sus esperanzas más alocadas. También yo abrí las puertas de mi corazón, que llevaban cerradas demasiados años, a su inagotable curiosidad. Fue una entrega total y absoluta, que produjo un cambio demoledor en la vida que llevaba hasta ese momento. Me convertí en un ser más prudente todavía: no me arriesgué tanto como antes, evité asumir compromisos innecesarios, no forcé mi cuerpo más allá del límite del cansancio. Además deseaba sólo poder terminar con los infinitos días que duraba el turno en el campo para poder estar con Yolanda todo el tiempo, disfrutando de su cuerpo, su risa… y sus empanadas tucumanas.
Inevitablemente nos casamos, y pudimos acceder, gracias a ciertas amistades bien cultivadas desde muchos años atrás, a una de las casitas de YPF en el kilómetro 3 que se había desocupado recientemente. Nacieron luego los deseados hijos, un varón y una deliciosa mujercita, los dos iguales a su madre; parecía que sus genes eran más fuertes que los míos. Estaba bien así: yo podía ver la cara de mi querida Yolanda repetida muchas veces a lo largo del día, estuviera con o sin ella, y eso me llenaba de paz y satisfacción. Compramos un auto: un Dodge Polara usado, grande, bueno para meter los hijos y un millón de cosas dentro, y después mandarse a mudar por esos interminables caminos patagónicos hacia Esquel, El Bolsón, Trelew, Madryn, parando a tomar unos mates en el camino, a la sombra de algún árbol o a la vera de algún riacho. El día a día se hizo grato, amable, y comenzó a discurrir como agua entre los dedos, que se escapa sin percibirla, dejando detrás una sensación de frescor y limpieza. ¡Tonto de mí! Como todos cuando nos sonríe la fortuna, creí que así sería siempre, que la vida es inmutable y eterna, y no me previne para soportar el golpe que me esperaba a la vuelta de la esquina.
Volvíamos hacia el 3 después de hacer unas compras en el centro de Comodoro; unos vaqueros para mí, unas zapatillas para los chicos, y alguna otra cosa que se me pierde en el olvido. El día era ventoso, muy ventoso. Últimamente le había perdido el respeto al viento, ya que no me había traído más que cosas buenas con sus soplos. No recordé lo traicionero que es cuando se lo quiere encorsetar entre los cerros, ni su ansia desmedida de libertad, como tampoco su implacable fuerza cuando escapa sin freno de su continente.
Yolanda iba acurrucada contra mi brazo y los chicos detrás, peleándose como siempre por alguna tontería. Llegando al Infiernillo lo vi. Era un camión con remolque que venía en dirección contraria, más rápido de lo conveniente para esa zona de la ruta. Fue en ese momento cuando recordé a mi viejo enemigo, el maldito viento. Encajonado en la quebrada que forma el cerro Chenque cuando llega al mar, soplaba hacia el lado del mar con una fuerza demencial, arrastrando tierra, bolsas de plástico, bidones, y cualquier cosa que encontrase en su camino. Mi auto era pesado y bajo, con buen agarre, pero el camión era alto y venía rápido. No teníamos adónde girar, ni podíamos ya frenar. El cruce era inevitable. El colosal camión comenzó a escorarse hacia el centro del camino, como un patético dinosaurio herido de muerte que fuera cayendo de lado, precisamente cruzando la trayectoria de mi auto. Y cayó, Dios mío; cayó y se atravesó unos pocos metros por delante. No sé ni sabré nunca qué maniobra intenté hacer en ese infinitesimal momento, y por eso vivo con una culpa perpetua, por no saber si fue acertada o no. No pasa día sin que trate de recordar cada uno de mis movimientos, para poder absolverme y vivir en paz con mi conciencia.
Sólo yo sobreviví al accidente. Perdí todo lo que más quería en la vida, lo único que jamás podría recuperar. Quedé inválido, y me retiraron de mi trabajo por incapacidad. Logré conservar mi casita en el 3, donde vivo, o duro hoy, sin ánimos ni fuerzas para emprender nada, soportando los desplantes de mi viejo enemigo, el maldito viento, que no deja nunca de incordiarme ni de recordarme lo poco que somos los humanos ante las fuerzas naturales. En mis meditaciones, amargas por cierto, pero que cada día me dejan ver algo desde una nueva óptica, he descubierto recientemente, y con no poca sorpresa, que en realidad poco o nada he perdido. ¿Cómo se puede perder lo que nunca jamás se tuvo? Todo fue un espejismo: él, el viento, me trajo la dicha, y él también se la llevó, dejándome como siempre, en el fondo, estuve: solo ante mí mismo, como uno más del montón; como todos y cada uno de nosotros, pobres infelices soñadores.
El viento, el maldito viento…
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