EN LA COCINA
“Usté, cebolla, váyase derechito a la tabla de picar. Acá mi amigo le dice: «Yo soy el cuchillo, yo mando, y la voy a trozar hasta dejarla minúscula; a ver si se le baja ese orgullo de Reina de la cocina que suele mostrar» - en este punto Dominga siempre llora, no sabe si es la cebolla o son los recuerdos. Suspira y sigue - En el lago de aceite calentito, usté flotará crepitando y se pondrá dorada. Su aroma hará que el patrón se asome pa' preguntar: «¿Qué hay de comer?» A ver, mi ejército, ¿listo? Platos, a la mesa; ollas, a la pileta; fuentes, en orden. A lucirse, que hay visita.
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«Yo soy el cuchillo, yo mando, y te voy a trozar hasta dejarte minúscula, a ver si se te baja ese orgullo de Reina de la cocina que soles mostrar».
- ¿Todo listo, Dominga?
- Sí, Patrona. Ya puede venir la Silvia pa' servir la cena.
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- Apúrate, nena, que Silvia está por servir la mesa. Veni que te arreglo ese moño. ¿Te pusiste la pulserita nueva?
- Mamá, ¿por qué Dominga no quiere salir nunca de la cocina?
- Tiene miedo - se le escapa sin querer.
- ¿De qué?
- De todo. Déjala, ahí se siente segura.
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Silvia alisa una arruga imaginaria en el delantal y se acomoda el cabello antes de buscar la bandeja. Dominga le habla a la crema que está batiendo: «Crezca, m'hija, crezca y póngase bonita como la Silvia, pero no sea tan coqueta».
- ¡Dominga!, ¿estás loca?, ¿por qué hablas sola?
- Yo no hablo sola, le converso a la crema que tiene que salir como la gente. Ahí llama la señora, lleva la primera fuente pa' la mesa.
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La hijita de los dueños, que en mitad de la cena se había escapado a la cocina, se chupa meditativa el dedo después de haberlo pasado por la crema de la torta. Dominga la reta con un gesto cómplice mientras repara el daño.
- Dominga ¿cómo llegaste acá, a mi casa?
- A mí me trajo un milagro. Vaya a la mesa, su mamá la llama.
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- La comida estuvo muy buena.
- Me alegro, ¿un café?
- Sí, gracias. ¿Tienen cocinero importado?
La mujer cruza su mirada con la del marido, se sonríen.
- No, es de por aquí.
- Increíble. Comida de restaurante francés, con un toque autóctono ¡y un vino... excepcional! En el próximo viaje voy a quedarme unos días más.
- No exageres. La atención es mejor si no se abusa – el dueño simula seriedad.
- Es un chiste, no le hagas caso. Vení cuando quieras. Nos hace bien ver otra gente, conversar. En estas soledades uno se vuelve un poco huraño.
Salen al patio a tomar el café. La casa domina un valle inmenso rodeado de mesetas. Al fondo, una espectacular puesta de sol. El visitante pregunta la hora: "Diez y media".
- La pucha que es largo el día por acá.
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- Los platos sucios, ¡feos! ¡feos!, a la pileta. Los limpios, ¡ah! ¡qué bonitos!, por allá. Toda la gente que había salido de su casa regresa temprano y limpita. Acá, los platitos del café; acá, las cucharitas ¿qué te pasa a vos? A la pileta de nuevo ¡quedaste sucia!
- La comida estuvo muy buena, Dominga, la felicito.
- Gracias, señora.
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- Usté, blusa, se me acomoda en la silla, y usté, catre, no chille cuando me acuesto.
Dominga separa el biombo y da una última ojeada a la amplia cocina de la estancia. Después se acuesta y apaga la luz. Sabe que debe callar para poder dormir. Se tapa hasta la cabeza.
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Ollas colgando, sartenes. Una cocina económica con seis hornallas, negra, un horno enorme.
- Acá la traigo pa' ver si aprende algo. Es tan bruta que no sabe cocinar más que carne al fuego - le dijo él a la cocinera.
Dominga tenía quince años, él, treinta. La había arrancado de su rancho perdido cambiándola, a su padre, por dos ovejas y una damajuana. Después, vida de perros.
Ella miraba extasiada la cocina inmensa. Él tenía que irse por unos meses, por un arreo largo, todo el verano. La movida era buena, la dejaba a resguardo y mientras, ella se podía empezar a ganar unos pesos.
Recuerda la primera impresión del agua tibia que corría por su piel, la ropa suave, los olores de los condimentos. Era libre, feliz.
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Pero siempre había regresos.
- ¿Cortinas en la casa? ¿Quién sos, una reina? ¿Y esta comida? Yo quiero carne, pa' eso tengo mi facón de plata - y jugaba con él en la mano - Mate y asado. ¡Ah! ¡Y vino!... ¿Te pagaron? ¡Dame!
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Los años pasaron, seis o siete, no puede precisarlo. El mismo ritmo: primavera y verano en la estancia; otoño e invierno, en el rancho. Un tajo profundo en la vida; de un lado, luz, aroma, alegría; del otro, soledad y miedo.
Ese último año no quiso regresar al rancho. La llevó a la rastra. Ella se empacó con la tozudez campesina. El quiso abrazarla y el olor a vino la ahogó. Lo empujó con fuerza.
***
Se habló mucho del caso. Golpeada hasta el cansancio, Dominga se debatió muchos días entre la vida y la muerte. A él no le había alcanzado con golpearla una y otra vez, cuando sacó el facón para hacerla trizas, vacilante por la bebida, tropezó y cayó sobre el cuerpo desvanecido de ella clavándose el cuchillo en el vientre.
Dominga dice que fue un milagro, pero lo dice temblando.
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Espía apenas por entre la manta que la cubre. "Yo soy el cuchillo, yo mando, y te voy a trozar hasta dejarte minúscula".
(*) Escritora rionegrina.