
Por Enrique Jorge Martínez Llenas*
Dijo el indio: «Elal nos ha transmitido su ancestral mandato: quienes se internen en el Ta-arr, el Hielo, deben hacerlo con su corazón puro y limpio, sin odios ni rencores, sólo dispuestos a amar y respetar a los espíritus de la nieve, la montaña, el viento y la foresta. Así Kóoch, el Creador, les permitirá estar en armonía con la naturaleza por él creada, y gozarán de paz y serenidad, como si fueran una más entre todas sus partes. Pero quienes entren con odio, enojo, envidia o maldad serán atrapados por el gran Hielo y sólo saldrán de su interior bajo la forma de Hombres de Hielo, como castigo a sus malas acciones». Un opresivo silencio, acentuado por el contraste con el agudo silbido del viento, parecía aplastar las paredes de roca de la cueva sobre los ateridos cuerpos de los viajeros, impidiéndoles respirar con soltura y naturalidad. Ambos exploradores se miraron entre sí, esbozando al principio una sonrisa trémula, que casi inmediatamente se transformó en una quizás algo exagerada risa, que los indios observaron sorprendidos, sin entender qué podría causar en esos dos hombres tal reacción ante una leyenda que hasta los niños de la tribu conocían y respetaban escrupulosamente. Finalmente, ellos también rieron para agradar a sus amigos y, luego de avivar un poco el fuego, se retiraron hacia el fondo de la cueva para dormir, lo que a su tiempo hicieron Jones y Silva. A la mañana siguiente el clima había resuelto volver a su estado normal para esa época del año, por lo que el grupo pudo continuar la marcha hasta aproximarse al pie de la inmensa muralla del glaciar. El suelo de roca, entre la pared de hielo, blanca y turquesa, y los árboles de la orilla del lago, estaba alisado por la erosión que había producido el avance y retroceso de la imponente masa del glaciar a lo largo de los siglos. El galés y el argentino estaban petrificados de asombro y admiración al pie de la gélida mole, de unos treinta metros de altura, que transpiraba gotas de agua y tenía tonalidades que, además del turquesa, iban del azul profundo al violáceo y que mostraba incluidas en su interior innumerables piedras redondeadas que habían sido atrapadas por el hielo en su desplazamiento. No podían dar crédito a sus propios ojos: era el espectáculo más hermoso que hubieran contemplado en lo que llevaban de vida. Decidieron acampar sobre la orilla, algo alejados del glaciar, para evitar que algún desprendimiento de hielo generara alguna ola que pudiera barrer con ellos y sus pocas pertenencias. Aquella fue la trágica noche en que se produjo la desgracia que alteró sus facultades mentales y persiguió a Jones por el resto de su vida. El manuscrito describe fielmente los hechos de los que fue testigo y da por supuestas algunas circunstancias que, si bien no le fue dado presenciarlas, pudieron haberse desarrollado tal y como las cuenta. Después de la comida, Silva, descubriendo al fin la faceta de su persona tan cuidadosamente ocultada, comenzó a beber más de la cuenta. Ya borracho, acusó a uno de los indios de haberle robado un cuchillo que tenía en mucho aprecio, por haberlo ganado en un torneo del ejército. El más viejo de los tehuelches defendió a su compañero, alegando que dicho cuchillo quizás se le hubiera extraviado en el camino, al saltar sobre un obstáculo, o cruzar un vado. Silva, mientras retenía la botella y continuaba bebiendo, comenzó a insultarlo y a gritarle de mal modo, lo que obligó a Jones a interponerse entre ellos para tratar de tranquilizar los ánimos y no perder el favor de los indios, su única posibilidad de salir con vida de esos remotos lugares. Cuando Silva vio eso, acusó a Jones de parcialidad y, ya fuera de sí, le asestó un violento puñetazo en la cara, que lo tumbó. Los tehuelches quedaron sorprendidos al ver la pelea entre los blancos pero, prudentemente, no intervinieron y se apartaron unos metros. Jones, sangrando por la nariz, logró incorporarse, pero ya Silva se había alejado corriendo del campamento. El galés aprovechó el momento para calmar a los indios, disculparse y asegurarles que su relación con ellos no corría peligro, que cumpliría cabalmente con todo lo convenido y que dejaran las cosas así, que ya el nuevo día traería la calma al espíritu del otro hombre blanco. Los tehuelches aceptaron sus excusas y se dispusieron a descansar, algo molestos pese a todo. Fue una larga, muy larga noche. Jones, inquieto, esperaba escuchar a Silva retornar al campamento, para hablar con él antes de que se encontrara con los indios, por lo que apenas consiguió dormir poco y con sobresaltos. Mientras tanto Silva se alejó cada vez más del grupo, corriendo como poseído y vociferando insultos, su sentido de la realidad totalmente alterado por el exceso de alcohol. La luz de la luna llena le permitía ver con bastante claridad. Subió por la pared de roca lateral del glaciar hasta llegar al hielo, en el que, con frecuentes resbalones, se internó gradualmente. Llegado casi al centro del glaciar patinó y cayó, deslizándose dentro de una profunda grieta. En la caída su pierna izquierda golpeó contra una saliente del hielo, y sintió un crujido que le hizo temer lo peor; pero el temor le duró poco, ya que anestesiado por la bebida como estaba, prácticamente no sintió dolor. Sólo cuando quiso ponerse de pie y descubrió que no podía, se percató del horrible ángulo que formaba la parte inferior de su pantorrilla.
Quedó tumbado en el lugar, confuso, sin poder moverse y a la intemperie, por lo que bajo el efecto combinado del frío y de la bebida, finalmente se durmió. Por la mañana, viendo Jones que su compañero no había regresado, dispuso salir inmediatamente a buscarlo. Los tehuelches, duchos en el rastreo de presas, inmediatamente hallaron las huellas de Silva, que iban oscilando sin un rumbo definido, hasta que finalmente se internaban en el hielo del glaciar. Continuaron un trecho por la blanca e irregular superficie y vieron que el rastro se perdía en una grieta del hielo, en el fondo de la cual yacía un cuerpo. Lo que Jones detalló en su escrito sobre el hallazgo del cadáver es lo que a mí tanto como a él, a más de cien años de distancia y pese a todos los conocimientos que la ciencia ha acumulado en ese lapso, nos dejó anonadados. Según el relato, uno de los indios bajó con una cuerda hasta el fondo de la grieta. Cuando estuvo allí dio un grito desgarrador y comenzó a farfullar «Elal, Elal, Elal», lo que hizo que inmediatamente lo subieran. Su rostro estaba desencajado. Se dirigió al mayor de los tehuelches y le contó en su lengua, con expresiones de terror, lo que había visto. El indio jefe lo tranquilizó, se ató a la cuerda y bajó él mismo a la grieta, atando el cuerpo de Silva a otra soga para subirlo.
Cuando el cadáver estuvo en la superficie Jones pudo constatar lo que fue la cosa más extraña e inexplicable que vio en toda su vida: el cuerpo de Silva era de hielo. Pero no de carne congelada, tal como los cuerpos que había visto en otras ocasiones, sino efectivamente de un hielo blanco y con tonalidades turquesa, igual que el del glaciar, y mostraba claramente definidas todas las venas, los pelos de una barba poco crecida y hasta los más mínimos detalles e irregularidades de la anatomía de Silva, incluso la herida de la fractura en la pierna izquierda, con el hueso saliente. Según cuenta, con letra imprecisa y temblorosa, en las últimas líneas de su relato, les resultó imposible llevar el cuerpo de regreso con ellos al poblado, pues se derritió irremisiblemente en el camino pese a todos los intentos por conservarlo. Del ex capitán sólo quedaron sus ropas, en medio de un charco de agua límpida. *Enrique Jorge Martinez Llenas (57) es médico cardiólogo y reside actualmente en Valencia, España, con su familia. Oriundo de Buenos Aires, ha vivido en Río Grande, Comodoro Rivadavia, Mar del Plata y Neuquén-Cipolletti, por lo que -asegura- la Patagonia le resulta no sólo conocida, sino muy entrañable. Otros trabajos literarios del autor pueden leerse en http://escribidor-diligente.blogspot.com, y en el blog del mismo nombre de http://www.escribirte.com.ar.





