El vitral había llegado con mis padres desde Europa, en la segunda década del siglo pasado. Durante mucho tiempo estuvo casi abandonado en el fondo de la casa donde habitábamos; y nos acompañaba en el almacén desde el año 1937 cuando abrió sus puertas en la calle Fontana al 350, entre 25 de Mayo y San Martín. Con esmero, mi padre y yo lo habíamos reacondicionado. Tenía cuatro patas de roble viejo, altas y torneadas y seis cajones de exposición, divididos de dos en dos. Medía cerca de un metro veinte de largo y unos ochenta centímetros de alto. Todos guardaban fideos.
Mi viejo, ese día y por casualidad, porque el negocio era responsabilidad de mi madre, estaba colocando productos no perecederos en el sótano; esa semana no había podido cumplir con su actividad de mercachifle debido a las vicisitudes climáticas que afectaban la región.
Yo podía escuchar sus movimientos pausados, el correr cuidadoso de las cajas, e imaginar con cuánta dedicación trataba de hacer lugar para toda la mercancía que había llegado en esa quincena. Los dos escalones resquebrajados que servían para llegar a ese recinto oscuro y frío habían quedado desplegadas y entonces grité:
-Papá. ¡Me vas a querer matar! Se rompió el vidrio.
-¿El vidrio de qué? –preguntó.
-El del mueble de los fideos.
-¿Qué pasó?
-No sé; estaba rellenando los de abajo y se quebró.
Mientras esta conversación se suscitaba mi padre subía las escaleras; yo pensaba en su enojo y en la dificultad para recuperar los comestibles y conseguir que nos cortaran una tapa de la misma medida para el expositor
-¿Te lastimaste?
-No; no creo. ¿Qué hago con estos fideos?
-¿Y qué vamos a hacer? Hay que tirarlos.
-Y mamá, ¿qué va a decir?
-Vos no te hagas problema; ya veré como lo arreglo.
Me tranquilizó su voz comprensiva. No debiera haberme sorprendido; el viejo era así. Ni siquiera sé por qué me inquieté tanto, tal vez porque era consciente del sacrificio que significaba tener completa esa vitrina. Esa y todos los estantes del almacén. Y como si fuera poco, se daba el gusto de tener reservas en el entrepiso del local.
No tenía más de catorce años pero él me trataba como un adulto, y en consecuencia me responsabilizaba de las actividades que me encomendaba. Era el mayor de los hijos y –evidentemente- tenía mucha confianza en ese muchacho bastante tímido y reservado que no le traía grandes disgustos. Juntos habíamos compartido -a esa altura- varios trabajos. Lo había acompañado primero en sus habituales viajes por la zona del valle llevando a alguna gente, mensajes y paquetes; más tarde, cuando la situación lo permitió fui su compañía inseparable en el colectivo que tres veces al día hacia el recorrido Trelew-Gaiman-Dolavon.
Me había enseñado los gajes de ese oficio de mercader, el buen trato que merecían los clientes y -en especial- darle buen uso a la escasa propina que recibía al hacer llegar un recado, o al entregar un diario o una encomienda.
Habíamos compartido también las largas horas de frío invernal tratando de solucionar alguna avería del vehículo ya gastado, que era su herramienta de trabajo; o cambiando una cubierta deshecha por las irregularidades de un camino pedregoso.
Pero, ahora era necesaria mi presencia allí, ayudando a mi madre que se repartía entre las tareas domésticas y la atención del almacén que era también verdulería.
Con la posibilidad de alquilar ese salón y convertirse en comerciantes, habían recuperado la esperanza de un futuro más próspero; y yo me sentía feliz de ayudarlos en mis horas libres, que eran muchas. Mis tareas en la escuela no me insumían demasiado tiempo y la colaboración era, en definitiva, una prioridad.
Con los años adquirí el mismo porte de mi padre. Heredé de él sus ojos claros y la miopía; su delgadez y la curvatura de la espalda, las manos de dedos largos y de huesos promisorios; e imité el bigote que él usaba por opción y yo por necesidad. Él llevaba grabado en el rostro los rasgos eslavos, en la voz el timbre suave y grave, difícil de elevar; en su andar el paso lento y acompasado. En su sien la amplitud de los hombres que albergan la inteligencia que las naturaleza les asignó, y la que los años le sumaron.
Yo admiraba a mi padre; su tenacidad y la vida sacrificada que le había tocado afrontar. Aún no comprendía sus debilidades, su carácter demasiado lábil ante el impetuoso de mi madre, su temperamento apacible, su vocación de callar antes de irrumpir en discusiones innecesarias o en altercados que siempre conducían a reproches por algún hábito mal visto, que en definitiva no era más que el gusto que podía darse el fin de semana, en el único bar del pueblo, con unos cuántos amigos que como él, añoraban la tierra lejana.
El almacén era el orgullo familiar. Mis hermanos pasaban por allí y apenas se atrevían a entrar. No había que dispersar a quienes trabajábamos y menos aún interrumpir la atención de algún cliente, o ensuciar con el barro de los zapatos el piso siempre encerado. Yo lo recuerdo como el mejor mercado de Trelew. Estaba en la calle principal, a mitad de cuadra. Tenía una puerta de doble hoja, con postigos de madera que se colocaban cada noche y se ajustaban por dentro con una gruesa traba. El techo de chapa era lo suficientemente alto como para mantener fresco el ambiente durante todo el verano. En el exterior, la vereda de adoquín marcaba el límite con una casa de fotografías de un lado, un consultorio odontológico del otro y en el frente estaban las instalaciones de Transportes Patagónicos.
Y la marquesina, adosada justo arriba de la entrada y pintada con los colores verde y negro, con orgullo exhibía “Almacén y Verdulería “La Nueva Polonia” de Adam Starzak”.
Olga Starzak
notas
literarias
almacen
recuerdos