El Telefonista
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Hacía dos años que trabajaba como aprendiz en un taller mecánico; quizás fuera por esa condición que sus dueños nunca me habían pagado. Lo hicieron por primera vez una semana después de que cumpliera los 18. Cuando trato de evocar cómo viviría ese acontecer diario de ir temprano a cumplir con mis funciones y no ser retribuido, la respuesta, para mi sorpresa, no es un recuerdo ingrato. Hacía lo que realmente me gustaba, aprendía un oficio al que me hubiese agradado dedicarme toda la vida (aunque después no fue así, y en algún momento voy a contarles el por qué) y, por supuesto, siempre mantenía la esperanza que algún fin de mes llegara el prometido sueldo.
Poco más tarde opté, motivado por razones económicas, por buscar otro empleo. Se produjo así mi designación como maquinista en la usina eléctrica; esta dependía de la Compañía Sudamericana de Servicios Públicos y prestaba también su asistencia a la red de telefonía local. Fue en ese lugar donde acontecería, meses más tarde, los hechos que me convocan hoy a rememorarlos.
Antes agregaré algunos detalles más de mi paso por esa empresa. Hacía guardias de ocho horas atendiendo los motores que generaban la corriente; significaba ponerlos en marcha y apagarlos de acuerdo a las horas de mayor y menor consumo. Era una tarea monótona y aburrida, sin embargo había que realizarla con un gran sentido de la responsabilidad ya que de ello dependía la erogación de gastos y, por consiguiente, la disposición de los superiores para mantener al empleado en el cargo o despedirlo. Tantos años más tarde debo reconocer que, pese a mi juventud, debía realizar bien esa tediosa labor porque -meses después- la compañía vendió las instalaciones y despidió a todo el personal, quedando sólo el jefe de la planta, un encargado y yo.
Fui sometido a un examen de capacidad laboral y derivado a prestar servicios de telefonía. Al principio mis actividades eran múltiples; tanto podía trabajar en las calles en el mantenimiento de las líneas como cavar pozos para la colocación de postes, instalar teléfonos en empresas o casas, reparar cables o solucionar averías.
Traigo a mi memoria, sin poder dejar de esbozar una sonrisa (quizás por aquellos tiempos de mi juventud donde los adelantos científicos que después protagonicé parecían tan lejanos) que cada aparato colocado en una propiedad se constituía en un tirado de cable galvanizado desde la Central hasta el domicilio del usuario.
Las actividades que les comento eran anexadas con una guardia como telefonista que realizaba invariablemente desde las 22 a las 24. Y esto sí que era entretenido; esperaba ese par de horas casi con alegría. No era otra cosa que hurgar en la intimidad de los interlocutores y descubrir sus secretos que no eran tales desde el momento en que un sujeto anónimo podía apropiarse de las palabras expresadas.
Y era sabido que esa voz ajena y distante que les decía sólo dos palabras: “¿número?” y “¿hablaron?” estaba siempre allí, interponiéndose. Toda vez que dos personas intentaban un contacto.
Aquí viene lo que quiero compartir con ustedes. Fue en uno de esos llamados cuando quedé cautivado por la voz de una mujer que muy pronto averigüé quién era. Todos los días, a partir de las once de la noche un hombre me solicitaba la comunicación; a juzgar por la gravedad del tono con que eran emitidas sus palabras, debía tener algunos años más que yo. Siempre pedía con el mismo número; siempre atendía ella y conversaban hasta minutos antes de que me viera obligado a cortar el servicio, como se hacía habitualmente después de la medianoche, para dejarlo conectado sólo con la comisaría y el transporte proveniente de Puerto Madryn.
Corría el año 1941 y hacía muy poco que se habían agregado 50 líneas más en el pueblo; la pareja debía sentir ese cambio porque muchas veces se veían forzados a esperar para ser atendidos, situación que hasta ahora era infrecuente. Y yo me alegraba por esa tonta circunstancia, pensando que era la única forma de robarle minutos a ese intercambio de palabras impregnadas de amores recién iniciados, ilusiones crecientes y esperas cotidianas.
Como ya les adelanté, el joven llamaba todas las noches a la Central. Yo podía imaginarlo en su hogar girando la manivela que pronto indicaría, en mi señalador, su número. Un número que yo conocía de memoria, como conocía muchísimos, pero éste resonaba en mis oídos con furia y celos, con resquemor y hasta envidia. Y debía preguntarle, aún sabiendo la respuesta: ¿número? Siempre contestaba cero, hacía una pausa prolongada como desafiándome y continuaba... tres, otra pausa y completaba 66. Con la misma tranquilidad yo conectaba una ficha en el código pedido y el solicitante, haciendo girar nuevamente la manivela lograba que la campanilla del teléfono de la chica que ocupaba mis pensamientos, sonara.
Hola… decía ella con ese timbre acompasado y tierno, con avidez de escucharlo y con un tono que aunque disimulado, podía percibirse ansioso.
Y durante el tiempo que duraba el intercambio yo me veía “obligado” a escucharlos. Mis responsabilidades me exigían estar atento al momento del cese de la charla para proceder con rapidez a la desconexión de las líneas y dejarlas así liberadas.
Al oír el saludo final, un “¿hablaron?” me permitía volver a la calma.
Así me convertí en testigo, durante meses, de palabras cálidas y manifestaciones de afecto; también más tarde de la desilusión de la muchacha ante comentarios que la dejaban sin palabras por largos instantes. Fui testigo de su desencanto y también de la agresión que el muchacho escondía detrás de palabras dichas como producto del deseo y las urgencias sexuales.
Un día de enero, el mismo día que recibí la citación para cumplir con la obligatoriedad del servicio militar, había tomado la decisión.
Esa noche la campanilla del 0366 sonó guiada por el teléfono que yo comandaba como guardia nocturna de la central telefónica.
Ella atendió sorprendida.
Dejen que guarde para mí cuánto me costó conquistarla. Solo les contaré que, entre cartas y escasísimas visitas, Mercedes esperó por más de un año mi regreso.
Para no separarnos jamás.
N. de la A. : "El telefonista" es producto de uno de los tantos relatos que mi padre, Eduardo Starzak, me contara a lo largo de su vida, con la emoción de quien bucea en aguas cálidas y profundas.
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