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domingo, 14 de febrero de 2010

LA NOTA DE HOY




CIELOS PATAGONICOS



Por Jorge Eduardo Lenard VIVES


Es fácil percibir la bidimensionalidad esencial de la Patagonia: por un lado el mar, por otro la meseta. En estas páginas se ha descrito más de una vez cómo la literatura regional indaga en esta doble vertiente. Pero la realidad regional es tridimensional; al mar, a la tierra, hay que sumar el aire. ¿Se refleja ese tercer ámbito, el espacio aéreo, en la literatura regional? Aunque en principio no lo parece, a poco de andar se encuentran muchos escritores que incorporan los cielos sureños a sus creaciones.


El ejemplo más conocido es el de Antoine de Saint Exúpery y su “Vuelo Nocturno”. Escrita en 1931, cuando el artista aviador se desempeñaba como director de la Aeroposta Argentina; filial de la compañía francesa “Aéropostale” para la cual trabajaba, no fue su primer obra; pero sí la que comienza a hacerlo conocido en el mundo literario. “Las colinas, bajo el avión, cavaban ya su surco de sombra en el atardecer”. De esa manera se inicia la novela; y también el trágico vuelo del piloto Fabien y su anónimo “radio” hacia la noche. Si bien el argumento principal pasa por los avatares del aeroplano en medio de la tormenta que lo sorprende entre Comodoro Rivadavia y Trelew; una parte fundamental de la obra es el contrapunto de Riviere, jefe de tráfico aéreo, dominado por el cumplimiento del deber, con Robineau, el inspector, sensible a los sentimientos del personal a su cargo.



Muestr
as no menos importantes son las creaciones de Rufino Luro Cambaceres, “Huellas en el cielo austral” y “Rumbo 180”. Este piloto argentino fue compañero de proezas de Saint Exupery, a quien sucede como Director de la flamante “Aeroposta Nacional”. Sin embargo, al contrario del aviador francés, su fama como escritor no logró opacar su tarea como piloto. “Rumbo 180” es una crónica, escrita con lenguaje poético, de los primeros años de la aviación en la Patagonia. El autor describe así uno de sus primeros vuelos en la región: “En la amplitud de un panorama que todo lo llenaba el azul gris de su cielo interminable; el azul violáceo de ese mar que se perdía en el horizonte como otro cielo más oscuro y profundo; y el verde de los montes patagónicos, que lejos en la apreciación posible de las alturas, semejaban un verde prado, salpicado aquí y allí con las gotas claras de sus lagunas secas...”. Su otra obra, “Huellas en el cielo austral”, es un conjunto de bocetos de situaciones y personajes de esa “belle epoque” aérea; donde hechos ficticios se suceden a crónicas reales; todos con el mismo lenguaje pleno de calidad literaria.


Pero son varios los autores que incorporaron a las letras este ámbito de la Patagonia. Entre esas obras que, por falta de una buena difusión, permanecen un poco ocultas, pero que merecen ser conocidas, encontramos “Entre nubes, Patagonia y viento” de Marcelo Augusto Conte. Es una interesante novela que describe las vicisitudes atravesadas por los pilotos que vuelan los cielos patagónicos; enfrentando los fuertes vientos y las bajas temperaturas, condiciones meteorológicas desfavorables para aeronaves y aviadores. Con una redacción sumamente amena, narra el viaje de ida y vuelta que realiza, en el año 1969, la tripulación de un Twin Otter perteneciente a una ficticia aerolínea comercial entre Comodoro Rivadavia y Bariloche; un recorrido lleno de aventuras y de referencias al paisaje y a las costumbres patagónicas que revela el profundo conocimiento de la región por parte del autor. Conte se retiró de la Fuerza Aérea Argentina luego de volar treinta años como piloto de transporte; de sus once mil horas de vuelo casi el cincuenta por ciento fueron sobre la Patagonia. Esta circunstancia hace que su libro tenga una verosimilitud que lo torna apasionante.


También desde el cuento se incursionó en la temática: “Vuelo“ de Rodolfo Peña, es un recuerdo hacia el Aeroclub, esa institución señera de la cual el autor formó parte como piloto y de donde extrae el material para su relato. En cuanto a la literatura testimonial sobre el asunto, el mejor representante es Raúl Larra y su obra “La conquista aérea del desierto”; cuyas páginas traen el recuerdo de Cambaceres, Zanni, Palazzo, Parodi, Pluschow y otros aviadores pioneros.


Aire, agua, tierra... las tres dimensiones patagónicas se reflejan en su literatura. Sin dudas, estos ámbitos dan lugar a muchos argumentos que pueden motivar a los escritores regionales.



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viernes, 12 de febrero de 2010

NOTICIAS CULTURALES

Registro Provincial de Escritores


La Secretaría de Cultura del Chubut comunica a los escritores provinciales que continúa en vigencia la actualización del Registro Provincial de Escritores que se lleva a cabo en el Departamento de Estudios Lingüísticos y Literarios. La misma es de carácter anual.

El objetivo de esta convocatoria tiene como fin la actualización de la base de datos con que ya dispone el Departamento, con el propósito de poder tener en cuenta a los escritores de nuestra provincia en los programas y acciones culturales.

Por cualquier consulta pueden dirigirse a la siguiente dirección de correo electrónico:
literatura.cultura@yahoo.com.ar o bien a los teléfonos que figuran más abajo, a fin de obtener el formulario correspondiente para la inscripción.



Lic. Carolina Wheeler
Dto. de Estudios Lingüísticos y Literarios
Secretaría de Cultura del Chubut
Dr. Federicci 216 (9103) Rawson
Tel.: 02965 - 484563 - 483147/848/697 int 261



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domingo, 7 de febrero de 2010

EL POEMA DE HOY



EN LA NIEVE

Por Ana María Manceda




La noche está allí, detrás de las ventanas.
La nieve se refleja posada en las hierbas
y cuelgan las estrellas de las ramas heladas de los árboles.
Con solo estirar mi brazo, aún a través del límite de los vidrios
podría tomarlas para adornar mis ojos.
Si la valentía me sorprendiera abriría la puerta
y recostada en la hierba nevada
tomaría un baño de luz sonriendo a la noche
con mis ojos adornados de estrellas
que cuelgan de las ramas heladas de los árboles.
Pero sigo mirando detrás de las ventanas.
Mi aliento, llanto de recuerdos empaña los vidrios.
Me rebelo.
Rotos los vidrios estallan en la nieve,
yo también, rota, estallada,
yo también en la nieve, me rebelo.




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lunes, 1 de febrero de 2010

LA NOTA DE HOY


La inspiración, esa musa que habita en nosotros



Sabido es que el concepto de inspiración poética tiene su origen en la creencia de que el artista es elevado a la divinidad, transportado a un estado de éxtasis, que aún sin talento, una fuerza sobrenatural actúa “dictándole” palabras, frases, versos… y –claro está- los mismos no son obra de su propia mente, sino del dios que se ha apropiado de su consciencia.

Así las musas y también algunos dioses eran invocados, a través de plegarias, por los griegos primero y los romanos después, para acceder a ese estado de encantamiento donde, como a borbotones, surgirían las odas más exquisitas, o los versos más románticos.

Talento, formación, destreza, técnica, motivación… no estaban entonces en juego, y el inspirado, entregado a las musas –tal como si estuviera en proceso hipnótico- delegaba en esa fuerza sensorial el goce por sus hechos creativos.

La idea persiste hoy en día aún cuando seamos conscientes de que, a la hora de la producción literaria, devenimos en únicos responsables de lo que nuestras manos van grabando en la hoja. Ahora bien, veamos cuáles son los factores intervinientes en esa expresión. Desde mi punto de vista, ninguno es tan importante como la sensibilidad: el sentir del hombre que entregado a las pasiones, sumido en el dolor, extenuado de amor o herido por la impotencia da rienda suelta a su imaginación y deja caer las palabras en boca de aquellos personajes que nacidos o no de su creación le ofrecen un alivio sumamente placentero, actuando a veces de manera catártica.

No es sólo la sensibilidad. Obran también el estado mental y el anímico haciendo que aquella motivación aparezca y logre que las palabras besen la hoja, la acaricien sin premura, canten al compás de una melodía o bien sean escupidas, o hasta vomitadas. En ese sentido el motor que posibilita crear es la emoción por la que se transite.

Hasta el momento pareciera, entonces, que cualquier ser humano estaría en condiciones de escribir literatura. Sin embargo la diferencia estará dada por su talento: esa capacidad innata que le brinda a una persona, con mucho menos esfuerzo que otra, la facilidad para desarrollar una determinada disciplina.

El talento será alimentado por las experiencias de vida, sean estas personales o colectivas. Se traten de las almacenadas en los primeros años, en los tiempos escolares, en los procesos de crecimiento y desarrollo o las que –con mucha mayor conciencia- vamos eligiendo a veces y en muchas otras, nos enfrenta la vida.

La sociedad de la que el escritor forma parte en el tiempo que le ha sido dada la existencia, y el espacio geográfico que habita (o donde ha pasado gran parte de la vida) tienen así ascendencia sobre cómo esa aptitud va delineando formas diferentes a la hora de escribir.

Es aquí donde resulta necesario dedicarle un párrafo a la destreza. Aquella que le permite encontrar las palabras justas, las que cumplen con el fin propuesto, las alineadas de tal manera que dicen exactamente lo que pretende; las palabras que, como un juego laberíntico, están ubicadas en el sitio propicio para seguir andando el camino.

No menos importante es el estilo. Ese recurso estilístico que el escritor, a conciencia o no, imprime en sus textos y de algún modo lo caracterizan. En relación a este último concepto creo que quien reúne todas las características señaladas en los párrafos precedentes, no está limitado a un único estilo sino en condiciones de asumir distintos. El estilo irá variando, modificándose o adaptándose al texto que va produciendo.

Y entonces… la musa inspiradora, ¿dónde está? ¿En la divinidad o en la mente del ser humano?

En el alma. Yo creo que en el alma de cada hombre que escribe, que tiene algo que decir, que desea proclamarse.

¡Busquémosla allí!



Olga Starzak


Enero de 2010



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jueves, 28 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY



EL VIENTO…EL MALDITO VIENTO

de Enrique J. Martínez Llenas





Primavera tras primavera… viento.
Verano tras verano… también viento. Pero peor, con tierra; tierra que se pega al cuerpo y forma una capa áspera sobre la piel, y hace que los dientes chirríen al mascar la impotencia de detenerlo a él, a ese maldito viento que sopla y sopla tanto de día como de noche, haciendo salir de sus guaridas a las tímidas flautas que viven ocultas en las rendijas de las puertas y las ventanas, para entonar sus disonantes melodías y no permitirme dormir en paz.

Viento. Compañero inseparable de mi castigado cuerpo de enganchador de boca de pozo desde hace…¿cuántos años? Hoy ya ni lo recuerdo, no tengo por qué ni para qué. Estoy solo, viejo, jubilado; todavía no muerto, pero casi. Perduro, porque otra cosa no me atrevo a hacer. Soy cobarde.
Llegué al sur buscando hacerme un futuro, espoleado por la fuerza arrolladora de mis hormonas juveniles y dispuesto a hacer lo que fuera para ganar dinero. —Allá está la oportunidad de ser alguien —me dijeron las habituales voces comedidas y bienintencionadas de siempre, esas que nunca faltan en ninguna familia, ni en ningún bar.
Me recibió Comodoro, la capital del petróleo, la ciudad de las oportunidades para los que nada tienen salvo sus manos y su fuerza. Me dio un trabajo en YPF, una casa, amigos y dinero…pero también me dio el viento, el maldito viento. Prosperé, aunque no mucho, como cualquier persona decente; a mi lado tuve otros que, vaya a saber por qué, subieron mucho más rápido en la estructura de la empresa. Yo siempre trabajé en la boca del pozo como enganchador, un trabajo peligroso, pero que era un desafío para mi irresponsabilidad juvenil ante la vida. Me convertí en uno de los mejores; quizás en el mejor de todos ellos. Mi nombre, y los de mi cuadrilla, sonaban en las oficinas de YPF como si de ángeles se tratara; no había pozo, por difícil que fuera, que se nos resistiera. Tuvimos algún accidente, es cierto; pero siempre menos que otros equipos. Y fue por culpa de ese maldito viento, que soplaba ese día como un demonio en la Pampa del Castillo, entorpeciendo al manejo de los fierros, haciendo que los ojos buscaran la seguridad de los párpados para ocultarse, y cubriendo todo con una fina y resbalosa capa de polvo. Así fue que pasó lo que pasó: el pobre Aníbal tropezó y se dio de lleno contra un tubo que se soltó y se le fue de frente, justo al medio de la cara. No debíamos haber trabajado ese día, es cierto. Pero éramos los mejores, éramos ambiciosos y, además, inmortales. Porque éramos jóvenes.
A partir de entonces cambiamos. Nos volvimos más respetuosos del frío, del hielo, del agua…y del viento. ¿Maduramos, quizás? ¿Aprendimos la lección a costa de perder a uno de los nuestros? Puede ser, al menos en lo que a mi respecta. Pero entonces algo nuevo, que hasta ese momento había estado oculto, me comenzó a picar con insistencia: el bichito del amor. Me sentía solo, aislado, a veces hasta me ponía huraño y taciturno ¡justamente yo, que siempre era el que tenía lista la broma fácil y el dicho oportuno; el que siempre era el alma de la fiesta! Ahora erraba por las calles, melancólico. No quería ir de putas, ni al Bagatelle. ¿Para qué, si ya conocía a todas las chicas? Ninguna me llenaba el ojo, ni era lo que yo quería para mi casa, para madre de mis hijos.
Pero otra vez el viento se hizo presente, aunque ésta vez me trajo algo bueno ¡Qué digo bueno! ¡Lo mejor que me sucedió en toda mi vida! Me trajo a Yolanda, que apareció por la proveeduría del kilómetro 3 en el día más ventoso del enero de ese bendito año, el año en que me casé con ella. Era una tucumana trigueña, vivaracha, con una lengua filosa y atrevida, y muy bien rellenita allá donde debía estarlo. Había venido como mucama de limpieza, y estaba recién llegada, haciendo las primeras compras para instalarse. Yo también había ido por algunas cosas. Ambos nos sentimos atraídos en el mismo instante de vernos, y fue cosa solamente de hablar lo indispensable, y citarnos para ir al cine el primer día libre en el que coincidiéramos. No guardo el recuerdo de cuál fue la película que pasaron ese día en el Teatro Español, ni me importó jamás. Mi mente y mis manos estuvieron más que ocupadas recorriendo los vericuetos físicos y emocionales de Yolanda, hurgando en todos sus secretos, sus temores más inconfesables, sus deseos más profundos, sus esperanzas más alocadas. También yo abrí las puertas de mi corazón, que llevaban cerradas demasiados años, a su inagotable curiosidad. Fue una entrega total y absoluta, que produjo un cambio demoledor en la vida que llevaba hasta ese momento. Me convertí en un ser más prudente todavía: no me arriesgué tanto como antes, evité asumir compromisos innecesarios, no forcé mi cuerpo más allá del límite del cansancio. Además deseaba sólo poder terminar con los infinitos días que duraba el turno en el campo para poder estar con Yolanda todo el tiempo, disfrutando de su cuerpo, su risa… y sus empanadas tucumanas.
Inevitablemente nos casamos, y pudimos acceder, gracias a ciertas amistades bien cultivadas desde muchos años atrás, a una de las casitas de YPF en el kilómetro 3 que se había desocupado recientemente. Nacieron luego los deseados hijos, un varón y una deliciosa mujercita, los dos iguales a su madre; parecía que sus genes eran más fuertes que los míos. Estaba bien así: yo podía ver la cara de mi querida Yolanda repetida muchas veces a lo largo del día, estuviera con o sin ella, y eso me llenaba de paz y satisfacción. Compramos un auto: un Dodge Polara usado, grande, bueno para meter los hijos y un millón de cosas dentro, y después mandarse a mudar por esos interminables caminos patagónicos hacia Esquel, El Bolsón, Trelew, Madryn, parando a tomar unos mates en el camino, a la sombra de algún árbol o a la vera de algún riacho. El día a día se hizo grato, amable, y comenzó a discurrir como agua entre los dedos, que se escapa sin percibirla, dejando detrás una sensación de frescor y limpieza. ¡Tonto de mí! Como todos cuando nos sonríe la fortuna, creí que así sería siempre, que la vida es inmutable y eterna, y no me previne para soportar el golpe que me esperaba a la vuelta de la esquina.
Volvíamos hacia el 3 después de hacer unas compras en el centro de Comodoro; unos vaqueros para mí, unas zapatillas para los chicos, y alguna otra cosa que se me pierde en el olvido. El día era ventoso, muy ventoso. Últimamente le había perdido el respeto al viento, ya que no me había traído más que cosas buenas con sus soplos. No recordé lo traicionero que es cuando se lo quiere encorsetar entre los cerros, ni su ansia desmedida de libertad, como tampoco su implacable fuerza cuando escapa sin freno de su continente.
Yolanda iba acurrucada contra mi brazo y los chicos detrás, peleándose como siempre por alguna tontería. Llegando al Infiernillo lo vi. Era un camión con remolque que venía en dirección contraria, más rápido de lo conveniente para esa zona de la ruta. Fue en ese momento cuando recordé a mi viejo enemigo, el maldito viento. Encajonado en la quebrada que forma el cerro Chenque cuando llega al mar, soplaba hacia el lado del mar con una fuerza demencial, arrastrando tierra, bolsas de plástico, bidones, y cualquier cosa que encontrase en su camino. Mi auto era pesado y bajo, con buen agarre, pero el camión era alto y venía rápido. No teníamos adónde girar, ni podíamos ya frenar. El cruce era inevitable. El colosal camión comenzó a escorarse hacia el centro del camino, como un patético dinosaurio herido de muerte que fuera cayendo de lado, precisamente cruzando la trayectoria de mi auto. Y cayó, Dios mío; cayó y se atravesó unos pocos metros por delante. No sé ni sabré nunca qué maniobra intenté hacer en ese infinitesimal momento, y por eso vivo con una culpa perpetua, por no saber si fue acertada o no. No pasa día sin que trate de recordar cada uno de mis movimientos, para poder absolverme y vivir en paz con mi conciencia.
Sólo yo sobreviví al accidente. Perdí todo lo que más quería en la vida, lo único que jamás podría recuperar. Quedé inválido, y me retiraron de mi trabajo por incapacidad. Logré conservar mi casita en el 3, donde vivo, o duro hoy, sin ánimos ni fuerzas para emprender nada, soportando los desplantes de mi viejo enemigo, el maldito viento, que no deja nunca de incordiarme ni de recordarme lo poco que somos los humanos ante las fuerzas naturales. En mis meditaciones, amargas por cierto, pero que cada día me dejan ver algo desde una nueva óptica, he descubierto recientemente, y con no poca sorpresa, que en realidad poco o nada he perdido. ¿Cómo se puede perder lo que nunca jamás se tuvo? Todo fue un espejismo: él, el viento, me trajo la dicha, y él también se la llevó, dejándome como siempre, en el fondo, estuve: solo ante mí mismo, como uno más del montón; como todos y cada uno de nosotros, pobres infelices soñadores.
El viento, el maldito viento…


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