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martes, 20 de abril de 2010

EL POEMA DE HOY




Sol


Por Diego Martín Antón (↨)



En la cúspide de las soledades
las paredes absorbían palabras,
mi cuarto era un universo irremediable.
Las confusiones sacudían el cristal de mi ventana.

La música, rasguños que el viento clamaba,
acunaba en mi piel viejas caricias perdidas
y en mi rutina egoísta excluía al mañana.

En la desolación constante y cotidiana,
días grises fueron testigos sinceros
del dolor que apuntalaba mi alma.

Pero un día decidí sonreír y ser feliz,
fue difícil cargar con mis miedos
sin siquiera saber que me esperaba.

Corrí las cortinas de la desolación,
abrí con recelos mi mirada.
Hacia la ventana gris
lleve este corazón.

La luz encendió mi alma. Mis ojos se blandían
ante el halo seguro del sol
y mas allá del reflejo matinal
descubrí otras miradas.

Y supe al fin despertar,
letargos de sueños,
sensaciones maravilladas.

Le di libertad a mi corazón,
descubrí que el sol
siempre sale en la ilusión
de nuevas miradas.




(↨) Poeta de Trelew. Su blog: http://antondiegomartin.blogspot.com/




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miércoles, 14 de abril de 2010

LA NOTA DE HOY

LAS VOCES DEL CHUBUT (Gaiman, 1968 -Foto A. Dimitruk)


FOLKLORE Y LITERATURA

Por Jorge Eduardo Lenard VIVES





En el título de este artículo, el término “folklore” adopta su significado más común. Por tal se entiende aquí a la “música folklórica”. Si dudas, sería interesante relacionar todas las manifestaciones del folklore con la literatura; pero, en pro de la brevedad, la nota sólo versará sobre los puntos de contacto entre el género musical y el arte literario. De más está decir que al tenor del blog se vincularán folklore patagónico y literatura patagónica.

Sin ahondar en purismos, que expertos para explicar mejor el tema los hay, se puede afirmar la existencia de un folklore netamente patagónico, con muy buenos cultores. A pioneros como “Las Voces del Chubut”, representantes de la región en el Cosquín de los años 60´, se agregan los nombres de Abelardo Epuyén, Luis Rosales, Oscar Payaguala, los hermanos Berbel, el “Vasco” Zalaberry, Hugo Jiménez Agüero, un intérprete que tuvo en los últimos años gran relevancia por sus esfuerzos para llevar al público nacional la música de la Patagonia; y muchos otros. El género tiene formas propias, como el kaani, la chorrillera y el loncomeo; pero sus autores también ensayan la música norteña – la zamba, el malambo -, con letras que hablan del sur.


OSCAR PAYAGUALA


La relación entre esta manifestación musical y la literatura es un camino de ida y vuelta: la literatura menta al folklore y el folklore se hace literatura. Por un lado, el género musical es muchas veces citado por los escritores patagónicos; como para respaldar su existencia. Por otro, las letras de las canciones del sur se convierten, frecuentemente, en verdaderos poemas. Un ejemplo de la primer relación se puede encontrar en el cuento “Las torres altas“; donde Donald Borsella reproduce íntegramente la letra de “Cazando Jabalí”, de Abelardo Epuyén:

“Vamos mi perrito blanco / el rastro no hay que perder
debe ser barraco grande / y colmilludo también”

Las aventuras cinegéticas de Curcuncho Canuipán y su épico duelo final con “Barraco Grande”, dan marco para que Borsella fije en el papel las sentidas estrofas de la canción sureña:

“En aquel cohiual tupido / el chancho debe dormir
y si se ha ido más lejos / igual lo hemos de seguir”

Respecto a las letras de las canciones que muestran calidad literaria, varios son los ejemplos. Uno de ellos es el que nos proporciona la abundante obra de Jiménez Agüero. Tiempo atrás, el señor Germán Terrén Estrada publicó un artículo sobre el compositor en el diario “El Regional”, que reprodujo fragmentos de una de sus obras más bellas: “Malambo Blanco”:

“Hay un árbol que llora / lágrimas de cristal
como una imagen viva petrificada / detenida en el tiempo de congelar”

Podemos encontrar esa poesía de acento bien patagónico en todas sus composiciones. Otra de ellas es la canción “Ana de la Colmena”, que recuerda un episodio heroico de la historia austral con emotivas estrofas:

“Ana de “La Colmena” / qué estrella buena te alumbrará.
Por querer dar un hijo / cayó tu luna en el lugar.
Allí descansa entonces tu fe pionera / Ana de “La Colmena” de San Julián”

Este artículo, necesariamente sucinto, sólo refiere un ejemplo de cada una de estas relaciones “de ida y vuelta”. Sin duda existen muchos más escritores que citan el folklore vernáculo y más folkloristas que se hacen escritores. Además de la temática patagónica, estos artistas tienen algo en común: su escasa difusión a nivel nacional. Debido a la lejanía de los centros comerciales del país y pese a su indiscutible calidad, faltos de publicidad en los medios del norte los cantautores y los escritores patagónicos adquieren un renombre local, restringido.











MARCELO BERBEL

¿Llegará el tiempo en que esto se revierta? Difícil es predecirlo. De todas maneras, por más alejados que estén de los círculos comerciales, nadie puede negar que la literatura y el folklore de la Patagonia producen resultados de una elevada calidad. Los seguiremos disfrutando entonces en el sur, bajo estos cielos, estrellados de noche, límpidos de día, rojizos en las transiciones, que inspiran a nuestro creadores. Seguiremos disfrutándolos, mientras en el norte se los ignora. Como diría el ingenio popular, “¡ellos se lo pierden!”


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jueves, 8 de abril de 2010

EL CUENTO DE HOY






UN LENTO RESPIRAR

Por HÉCTOR ROLDÁN



Un lento respirar. Abrir ampliamente los pulmones, lento y profundo. Los pies apoyados en apenas un pedazo de tierra. Al este se extiende un amplio y árido cañadón, al oeste se alza un rocoso cerro como un atalaya al universo en el medio de la meseta. Al sur y al norte los perfiles de los cerros se vuelven azules a la distancia. El viento soberano estremece cada hierba, cada mata. Ágiles ráfagas elevan centenares, miles, casi infinitas partículas de polvo que avanzan cañadón al este. En el medio de uno de esos cósmicos ventarrones veo lo único y lo múltiple. Los granos de tierra, como una tormenta de diminutos kamikazes se estrellan en mi rostro, en mis manos, se hunden como zapadores en mi pelo, arañan como brutales inquisidores la delicada membrana de mis pupilas. Intento ver. Un carancho se abandona al viento, y el viento asume su forma. Las alas abarcan la extensa meseta, y observo pasar la sombra de su altivez por la superficie del mundo.



Cierro los ojos. Abro los brazos. Intento ser el carancho, el viento, o apenas ese grano de tierra desaforado, rodando y volando. Chocando y rebotando rumbo al océano a centenares de kilómetros de aquí. La tela de mi camisa estalla como una vela desgarrada por la tormenta. Sonrío con los ojos cerrados. Un barco varado en el medio de la meseta, esa imagen se construye en mi cabeza mientras la tela gime y gime. Un anciano barco escorado sobre una mata de molle, a un paso de un Ararat sin dios. Después de todo esta extensa superficie fue el fondo del mar. De un mar sin piratas, sin toscas embarcaciones pesqueras de algún ancestral antepasado del hombre. El fondo de un mar muy viejo. Tan viejo como el viento que zumba en mis oídos, que zumba como debe zumbar el universo. La nube de tierra pasa, abro los ojos y la veo alejarse. Una mancha pálida, que como un lente volador tiñe de mayor tristeza los apagados colores de la meseta. El carancho decide esconder sus alas y se derrumba. Como una piedra del cielo se precipita y a escasos metros de la tierra abre sus alas y detiene su caída. Las garras abiertas.
Vuelvo mi rostro hacia el oeste y camino rumbo al cerro Guacho. En una de sus laderas una pequeña gruta sirve de cobijo a un altar. En ella la figura de una virgen está rodeada de algunas ofrendas. Botellas con agua, billetes viejos, monedas, estampitas, y alguna breve carta en la cual la letra es apenas legible. En la tosca caligrafía que expresa un ruego se intuye el amor y la reverencia. Imagino los ojos expresivos colocando bajo una piedra, al lado de la pequeña estatua, su oración. Las rodillas hincadas, la mano dibujando sobre su pecho la cruz. Puedo ver, casi sin esfuerzo, el trazo dibujado en el aire, y el último beso sellando la alianza del hombre con los dioses. Al lado de la carta un ramo de flores de plástico. Los pétalos rojos de una rosa y los pétalos amarillos de un clavel resplandecen con insólita insolencia en el casi monocromático paisaje. Flores de plástico de edad indefinida. Frías ofrendas cuyo único calor fue transmitido por la mano devota. Alzo la vista y pienso: ¿Se puede rezar bajo este cielo que de tan límpido parece despoblado de ángeles y dioses? Trepo por las empinadas laderas del cerro. Dejo atrás la última efigie de la creencia humana. La triste mirada de la virgen, elevada hacia el cielo, parece resignarse a mi ascenso, y ya parado sobre la explanada que remata el cerro, observo. El sol declina hacia el oeste, grandes nubes cambian de colores. Blancas, rosas, rojas, suavemente azules. El cielo es más intenso que la tierra, el cielo vibra de colores hasta enrojecerse con un fuego solar profundo y cambiante que, sanguíneo y gigante, se extiende sobre el horizonte. El viento acompaña con profundos suspiros al crepúsculo.



Sobre la cima del cerro, soy testigo del último día del mundo, contemplando la llegada de la noche. Sentado en el infinito, pues el infinito no solo es lo eternamente extenso sino también el preciso instante de la contemplación, el pequeño lugar sobre el cual me paro, desde el cual miro. Y siento en la piel y en los ojos el final del día. En el más remoto de los lugares y, quizás, en el único lugar que existe. Tomo una piedra para sostener algo sólido en el centro del fuego crepuscular y la arrojo con inocente furia al sol, a las bravías aguas del cielo. Veo como la silueta oscura del guijarro se incinera, y se pierde en la furia. El viento aúlla. Mi piedra cae como caen mis ojos extasiados sobre la ya oscura tierra del cañadón. Y ya perdido en la contemplación me paro en el borde del cerro. Mis cabellos emiten pequeños estallidos a ser agitados por el aire incendiado. Podría llorar de pena, de una tristeza antigua, carnal y trascendente. Podría reír de euforia, de una euforia última que entra por mis ojos y extiende mi organismo hasta el más lejano rincón del universo. Tan pequeño y enorme, tan infinito y mortal me siento que digo, mientras cierro mis ojos: soy el carancho, soy también el cielo y el sol que arde en mi piel, soy el viento, el aliento del mundo.
Extiendo mis brazos y, sonriendo, vuelvo a mirar.
-Ya es tarde. Vamos a casa- dice, entonces, mi padre parado al lado mío mientras acaricia, dulcemente, los incendiados cabellos de mi cabeza.




Héctor Roldán, escritor radicado en la ciudad de Buenos Aires, es autor del libro de cuentos “El Espectro de las Cosas”, publicado por la editorial “Rúcula Libros”; al cual pertenece el presente relato. Apasionado por la Patagonia y amante de su Literatura; en sus relatos la región presenta sus caracteres bien marcados; pero a la vez, se difumina como un telón de fondo frente al cual se mueven los personajes. De su particular estilo, el propio el escritor dice “Tiene algo de cuento y algo de poesía, tal vez no debería encasillarlo”. Parte de su excelente obra puede ser leída en el blog “El espectro de las cosas” (http://elespectrodelascosas.blogspot.com/).


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sábado, 3 de abril de 2010

EL POEMA DE HOY




LA TEJEDORA DE MATRAS

por MARÍA JULIA ALEMÁN DE BRAND




Quiero darte mi canto, tejedora
manantial de paciencia inagotable,
al pie de tu telar, feliz y amable,
en tus manos el tiempo se demora.

Una herencia de siglos atesora
la ciencia primitiva y venerable
de trocar en color, lo transmutable
que en corteza y raíz, te da la flora.

El pardo de la tierra, lo has urdido
en el rústico poncho del tropero…
y en tus matras estalla el reverbero

que has copiado del campo florecido.
(…y el alma de tu raza la has tejido
Penélope del Sur, con todo esmero…)




María Alemán de Brand, eximia poeta esquelense, ganadora en cuatro oportunidades de la corona de plata del Eisteddfod del Chubut (1976, 1979, 1981 y 1982) y de otros numerosos reconocimientos, refleja en sus obras la más honda esencia patagónica. En el prólogo de su libro “Soy Poesía, búscame en el sur” (publicado por la Editorial Asociación de Escritores del Oeste del Chubut) se presenta de esta manera: “Puedo decir que soy sureña hasta el último hueso. Y vengo, orgullosamente, de un hogar campesino… En mi familia la lectura es casi un vicio, no es extraño, entonces, que comenzara a escribir versos desde muy joven”.

(Retrato: gentileza de Nadine Alemán)


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martes, 30 de marzo de 2010

EL CUENTO DE HOY






El laburo

por Olga Starzak





-Abuela, ¿y si en vez de eso, cuando salgo de la escuela, voy al centro a pedir?
-No nena, ya nadie da nada. Nosotros necesitamos plata. Plata para comer, para que puedas ir a escuela, vos y todos tus hermanos; para comprarte zapatillas. ¡Mirá cómo están esas!
-Y, ¿si no voy más a la escuela?
-¡Qué carajo decís! ¿Qué vas a ser si no vas a la escuela? ¿Querés ser como tu madre, una pobre ignorante? Tenés que hacerlo, Karina; ya sos una mujercita. Es por el bien de todos.
-Pero... y ¿cómo?

-Vos dejámelo a mí. Yo lo voy a organizar. No vas a tener que salir de la casa. Nadie te va a ver. Elegiré los tipos y van a venir acá, ¿de acuerdo?
-No sé, tengo miedo.
-Qué miedo ni qué miedo. Ya vas a ver. La primera vez te dolerá un poco pero apretás fuerte los dientes y ya está. Después te vas a acostumbrar. Y seguramente con alguno hasta te va a gustar. Eso sí, te prohíbo andar enamorándote y querer rajarte, ¡eh! Este va a ser un negocio, un negocio para todos. Cuando crezca la Pamela, vas a poder descansar un poco y compartir el trabajo.
-Yo no quiero, abuela. Mirá a la Gloria, con trece años y embarazada. ¿Y si me pasa eso?
-No se trata de si querés o no querés. Además no te va a pasar nada. Yo los obligaré a que se cuiden y cuando juntemos unos pesos, nosotras mismas les vamos a dar los forros.

Karina ni siquiera sabía muy bien lo que tenía que hacer. Acababa de cumplir once años y su cuerpo de niña apenas comenzaba a acusar la presencia de la etapa preadolescente. Era más bien menuda y sus pechos recién se abultaban; sus pezones habían empezado a oscurecerse y estaba pronta a necesitar su primer corpiño. Su pubis, pequeño, apenas mostraba unos pocos vellos. A diferencia de muchas de sus amigas, todavía ningún chico la había besado. Había escuchado muchas veces hablar de las relaciones sexuales; tenía curiosidad por saber cómo era eso que le contaban algunas chicas del barrio. Pero no tenía apuro por probar y menos así como quería la abuela, con cualquiera, todos los días y por plata. Como su madre, al final... terminaría siendo una puta. Bueno, ella decía que era “prostituta”; y cuando era pequeña no entendía muy bien de qué se trataba, pero después lo supo: puta, prostituta; era lo mismo.
-Nena, mañana viene el primer cliente. Es el del almacén. No se te ocurra decirle que él es el primero. Ni hacerte la histérica, ni llorar, ni gritar... ¿Entendiste?

-¿Cuánto te va a pagar ese hijo de puta?
-Eso a vos no te importa. Preocupate por portarte bien y hacer lo que él te diga. Así vuelve.
-¿Y si no quiero, y si me niego? ¿Por qué no te acostás vos con él?
Un cachetazo fuerte e imprevisto fue la primera respuesta. Después la vieja dijo:

-Se arregla fácil. La llamo a tu madre y le digo que venga a buscarte. Vamos a ver dónde la pasás mejor.

Era fácil recordar que nada podía ser peor que vivir con su madre. Se había cansado de los constantes maltratos físicos, de las crisis nerviosas cuando el alcohol saturaba su sangre. Después venían los largos períodos de depresión cuando, sumida en los efectos de los medicamentos que le daban en el hospital, lo único interesante era tirarse en la cama. No, no quería volver a esa vida. La abuela había sido demasiado buena al aceptar quedarse con ellos cuando esa mujer decidió irse a trajinar a Santiago del Estero, alentada por un nuevo amigo que le había conseguido una changa en esa provincia.

Se durmió entre el llanto de su hermanito menor y el frío de la noche. No tuvo demasiado tiempo para pensar en el día siguiente. Creyó que la abuela debía tener razón; de alguna manera había que conseguir un poco de plata. Ya hacía varios días que sólo comían pan seco, mojado en un poco de té lavado.
Le tocaba a ella sacrificarse. Tenía que aceptarlo.
El hombre llegó más temprano de lo previsto. Ella ya estaba en la única pieza apartada de la casa. Cuando entró, sentada en la gastada manta que tapaba la cama, agachó su cabeza... y esperó.

-Hola –dijo el hombre. No contestó, aun cuando podía sentir cómo se acercaba.
-¿Qué tal, linda? –continuó mientras la acostaba con su enorme cuerpo.
-A ver qué hay por acá...
Las gruesas y ásperas manos la despojaron de su ropa. Cerró fuerte los ojos, muy fuerte y no respiró. Sólo un grito ahogado salió de su boca cuando fue torpemente penetrada. Lo sintió jadear como un perro y tuvo que tragarse su propio vómito.
Cuando creyó que todo había terminado, el hombre volvió a someterla. Eso era demasiado. No podía volver a soportarlo. Lloró en silencio mientras él se levantaba los pantalones y le decía:
-Nos volveremos a ver, nena. Espero que la próxima te sueltes un poco.
Fue ese hombre y después fueron otros. Fue ese día y fueron meses. Ahora el calvario había disminuido. Los muchachos que la frecuentaban le habían enseñado que con unos porros antes de empezar a laburar era mucho más fácil. Y la abuela lo había entendido. Mejor estaba ella, más clientes podía atender. Sólo de esa forma podía complacer los perversos requerimientos. Sabía que cada trabajo tenía su precio y no era ella, precisamente, quien lo decidía.

Cuando sus hermanos crecieron tuvo que dejar la casa para salir a vender su cuerpo en la calle. Ya no le dejaba toda la plata a la vieja, le daba un pequeño porcentaje. En cambio Pamela todavía no tenía ese privilegio. Karina aconsejaba a su hermana, la prevenía del peligro, le enseñaba excusas para evitar determinadas situaciones…

Eso sí, los mejores clientes eran para ella. Eso era indiscutible.



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