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sábado, 17 de julio de 2010

EL CUENTO DE HOY




DETRÁS DEL CRISTAL



Por María de las Mercedes (1)



Dedicado a Elsita y Jorge Robert



Las gotas resbalan formando hileras con espacios suspendidos; una tarde más de lluvia del verano que agoniza. Inútil lucha, del deseo opositor. Las noches ya traen los fríos, en las puertas del otoño.
Detrás del cristal, cansados los ojos de miradas robadas al tiempo, Juana hurgaba en el recuerdo, que se le negaba. Giró la vista; en medio de la estancia, el lugar vacío en la otra silla. Como un hueco profundo, que no emite sonido, la soledad volvió a ella. Sensación confusa entre estar y reconocerse. Acaso es lo mismo ayer que mañana. Respirar que vivir. Dormir que soñar despierto. ¿Cuándo, es cuándo? En una cadena de horas que se juntan por iguales. De rutinas obligadas, más por cristiana que nada. Por no aumentar las desgracias.
Agolpadas las lágrimas se descuajaron, rodando por entre las huellas del tiempo, hasta alcanzar las mejillas. Se había opuesto, ante los demás, a mostrar flacura. Alimento para caranchos, que acuden al festín de la última miseria.
Aquel día de marzo, su grito sorprendió la mañana, cruzando atroz el espacio. Inmerecida humillación de la vida, permitirse tanta afrenta contra tan poca resistencia. Cayó en la rodada; y cuando ya se veía perdida, en esa misma estancia, Juan salió de la nada y con golpe certero derrumbó al agresor. Mas el otro venía preparado y en rápida jugada el brillo cruzó el aire, alcanzando a Juan.
Lacerado hasta su osamenta, renunciando a la entrega, la hoja aún hundida en su pecho dando paso al chorro oscuro y espeso, alcanzó a ver la rápida huida del cobarde. Juan pensó: la hoja es la firma del hombre, la que condena segura. No le era conocido el sujeto. Fijó la mirada en la pálida imagen, que completaba la escena. Arrodillada ante él, entre el espanto y el desgarro, la virtud de Juana se iba tiñendo de rojo púrpura.
Juan estiró el brazo, tanteando la mano de ella; la apretó con fuerza, que la debilidad fue ganando. Mientras, Juana lo cubría con su cuerpo, en desigual pelea con la parca imperdonable. Más tarde supo del hombre, lo agarraron en la frontera; el cinto aún sujetaba la funda que lo calzaba.
No hubo tiempo para hijos. Recién principiaban el rancho. Lo soñaron desde siempre. Un día juntar las manos, sentir un solo latido; bajo aquel techo sin más luz que las estrellas, filtrándose bajo la ventana. Entonces, pensando en Juan; ni bien asomaba el alba, agarraba para el campo. Queriendo a Juan, en cada pieza de trigo horneada. En el monograma, que entre ilusiones e hilos fue dejando, sobre el blanco de las sábanas, sus laboriosas manos, de enamorada novia. Luego agitado palpitar de amante esposa.
El viento golpeó con fuerza la lluvia contra el ventanal, sacando de su letargo a Juana. Los ojos buscaron fuera, por entre las gotas. Su mano callosa, pasó por las hebras de plata, que el tiempo fue ganando. Tomó aliento para incorporarse, lento andar hacia la puerta. Marrón, ajado su cuero, el saco seguía colgado ahí, tan largo como sus mangas, presto a la mano de su dueño en las heladas mañanas. Lo apretó contra sí; como cada fin de tarde en que la luna se anuncia.
Pensó en Juan; aquel primer cruce de miradas en la escuelita rural. Cuando Marta, la maestra, al tomar lista dio sus nombres, Juan Evaristo, Juana Ramos. Así quedaron, Juan tres años mayor, siempre cuidando a Juana. Ella, entornando los ojos, ruborizándose. Ofreciendo el lápiz y la goma, que siempre él olvidaba. Sobrevino la sonrisa, ¿él lo hacía para ganarle una mirada? Ahondó el surco de la frente, inspiró profundo. Para ella sólo hubo un hombre, no necesito más. Él se quedó a guardar la casa y a su dueña; ahí donde está el montecito, que atrapa desde la ventana la mirada constante de Juana. Bajo el árbol, donde ella sembró rosas. Ahí también, está el banquito, que las manos de Juan lograron. Pensando en los tiempos por venir, esos de risas y planes, que gustaban compartir, al terminar la faena. Entre la madera, añosa del respaldar, se distinguen dos “J” con una “y” en medio.
Juana hoy, recordando cada momento con Juan. Necesitando más que nunca la mirada de su Juan. El calor de Juan, tantas veces añorado, entre las frías sábanas.
Regresó a su mecedora, regalo del papá a la recién casada. Entornó los párpados. Los farolitos de luz, rodeaban el patio de la paterna casa, los sones del vals, el viento primaveral y ella enlazada por Juan giraba sonriente con su ramo de rosas, aún sujeto en la mano. La puerta se abrió con el viento, Juana suspiró. La gramilla del camino hacia el banquito bajo el árbol, se agitó levemente. Había perfume de rosas, las últimas del verano.


(15-01-10)

(1) María de las Mercedes es el seudónimo de una enamorada de la Patagonia, que si bien nació en el porteño barrio de Barrancas de Belgrano y vive en el porteño barrio de Villa del Parque, también encontró su lugar en el mundo en cercanías del Lago Puelo, donde tiene sus afectos y pasa una gran parte del año. Licenciada en Psicología por profesión, y escritora por vocación; es autora de varios relatos, narrados con una visión apasionada e intimista, uno de los cuales ofrecemos hoy a nuestros lectores. Su contacto con varios cultores de la Literatura patagónica, la llevó a interesarse por esta manifestación del arte regional. Quiso dedicar esta narración a Elsita y Jorge Robert, “un romance de 51 años”.



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martes, 13 de julio de 2010

LA NOTA DE HOY




APUNTES SOBRE LA LITERATURA Y EL "BUEN GUSTO"

Por Carlos Dante Ferrari


El viejo adagio "sobre gustos no hay nada escrito" según todos sabemos, es falso. Se ha dicho muchísimo sobre el tema y se seguirá opinando por los siglos de los siglos; entre otras razones, porque los gustos también van cambiando con el curso del tiempo.
Quizás el verdadero sentido del lema consista en que a nadie le es dado "legislar" sobre la materia, y desde ese punto de vista parece ser irrefutable. ¿Quién podría ostentar la autoridad suficiente para decidir lo que ha de complacernos o desagradarnos, o pretender imponernos alguna "escala” al respecto?
En este marco general -desde ya problemático- se plantea la cuestión acerca del "buen gusto" y el "mal gusto" en materia literaria.
Se podrá decir que existen pautas más o menos objetivas para distinguir una frontera entre ambos extremos, pero convengamos en que se trata de una línea difusa, móvil, serpenteante. Ejemplo de ello son las llamadas "malas palabras". Las palabras, por cierto, no deberían calificarse como “lindas o feas”, "buenas" o "malas"; son neutras, por cuanto se limitan a designar o referir aspectos de la realidad del mundo: objetos, personas, acciones o abstracciones.
El planteo cobra relevancia, por tanto, en el plano de lo contextual. Una misma frase -por ejemplo, "es un bagre"- sonará inofensiva en el acuario donde el padre alecciona a su hijo sobre los peces, y adquirirá en cambio una cualidad agraviante si está destinada a describir a la mujer poco agraciada que le presentaron a un amigo en tren de conquista. Muchos podrán reírse por la comparación entre el pez y la señorita en cuestión, pero es casi seguro que si se tratara de nuestra hija o de nuestra hermana, no vacilaríamos en calificar la frase como un chiste de mal gusto. En ese contexto, “bagre” connotará el significado de una palabra injuriosa, aunque en sentido literal y objetivo no lo sea.


Luego están las clásicas "palabrotas" y las frases groseras, que aluden a objetos o acciones considerados desagradables u ofensivos. Es innegable que a veces un texto reclama su utilización en miras al realismo del relato. Si se trata de reproducir el insulto de un marginal, por caso, sería inverosímil reemplazar los epítetos de uso habitual por palabras que no pertenecen a su jerga, sólo en procura de “suavizarlas” o de no incomodar a algún lector escrupuloso. De todos modos hay un consenso más o menos amplio acerca de que el uso indiscriminado o inoportuno de estos términos se inscribe en el territorio del "mal gusto". Y cuando se emplean en forma metódica como recurso literario, nos hallamos frente a lo que suele calificarse como literatura "cursi" o "ramplona".
Por otra parte, no pocos sostienen que las verdaderas malas palabras, si las hay, son las que aluden a acciones o hechos nefastos o inaceptables: tortura, violación, crimen, y tantas otras. Suena ingenioso, aunque es sólo un artificio retórico.
En realidad, el parámetro es un asunto netamente personal, subjetivo. Pero esto no significa que la cuestión acerca del "buen" o "mal" gusto sea un problema inexistente. Por el contrario, como lectores, es probable que todos hayamos experimentado deleite o malestar ante ciertos textos.
No olvidemos que las palabras, como se dijo, son símbolos representativos de la realidad. Cuando leemos la frase: "Amanecía lloviznando sobre la ciudad", cada uno recrea mentalmente un amanecer, una lluvia, una ciudad, y en ese instante experimentamos un impacto emocional, que será placentero o desagradable según el modo en que se conecte con nuestras vivencias, con nuestra "memoria emotiva". Es decir que en el plano literario, el buen o mal gusto se manifiesta como una impresión -positiva o negativa- provocada por la lectura de un texto.


Hemos dicho que un aspecto relacionado con este tema es el contexto en el que se expresan las palabras. Otros puntos a considerar son los referidos al plano, al enfoque y al grado de detalle.
Estos elementos se presentan con nitidez en temas relacionados con el pudor, con la invasión a la intimidad o con los prejuicios personales. Un caso típico es el relato de una escena amorosa o una relación sexual. El plano (desde dónde lo miramos), el enfoque (cómo lo miramos) y el grado de detalle (con qué precisión lo describimos) cobran aquí la misma repercusión que en las artes visuales (cine, dibujo, pintura). Según el tratamiento que le demos a estos recursos, el texto podrá ser romántico, erótico o puramente pornográfico.
Grandes pasajes de la literatura describen el amor y el sexo de un modo magistral, con exquisita elección de las palabras, el contexto, el enfoque y el detalle. Al leerlos nos parece estar viviendo la escena en todo su realismo y, al propio tiempo, no hay nada que ofenda el decoro ni perturbe la sensibilidad. Han sido redactados por escritores verdaderamente geniales, que supieron elegir el momento, la extensión y el plano adecuados. Que además no recurrieron a palabras ni detalles demasiado explícitos e innecesarios, porque nunca dejaron de tener presente que la literatura, como expresión artística, reclama siempre un criterio estético.
A la par, abundan hoy los textos que consideran indispensable describir detalles escabrosos, primeros planos, sensaciones sonoras, visuales y olfativas de dudoso encanto, casi siempre prescindibles. Lo lamentable es que esos brulotes verbales aparecen en el texto de manera inesperada y suelen tomar desprevenido al lector de buena fe.
Por fortuna hay libertad para escribir o leer lo que a uno le venga en gana. Eso sí: más allá de cualquier opinión, hay un lector que es el juez único e inapelable para decidir si un texto es de buen o mal gusto. Ese lector siempre será… usted mismo.


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sábado, 10 de julio de 2010

LA NOTA DE HOY



El fútbol como objeto de creación literaria



Por Olga Starzak



Durante mucho tiempo defendí, con convicción, el valor de las actividades intelectuales por sobre las deportivas. Tal vez por mi inclinación a las primeras y mi poca destreza, desde temprana edad, para las últimas. Pero la madurez conlleva a una reconsideración de criterios y así descubrí que deseaba comprender (al menos por curiosidad o por no quedar afuera de un sentimiento intensamente compartido por tantos) qué circunstancias tan fuertes hacen que una práctica como el fútbol concentre la atención de masas; o lo que es mucho más sorprendente: que un Mundial polarice no solo a quienes con solemne fidelidad disfrutan de ese juego domingo a domingo, sino a muchísimos otros millones que se suman a la fiesta de este deporte, cada cuatro años.
Y sin, pensarlo, me dejé absorber.
Creo que la respuesta llegó fácilmente como se les ofrecería a cualquiera que tuviera esa inquietud: los seres humanos tenemos una intrínseca necesidad de unión y sentido de pertenencia, y en el fútbol se hace presente, sin más, a través de los colores del símbolo patrio que nos representan en la faz de la Tierra.
Sin embargo no es a lo que quiero referirme en esta reflexión. Como mujer que dedica gran parte de sus días a producir textos literarios me conmueve comprobar cuántos escritores, críticos, cronistas e inclusive ensayistas se han empecinado, a través de los tiempos, en encontrar una relación o similitudes entre el fútbol y la literatura; en lograr que actividades tan disímiles encuentren puntos de contacto.
Es innegable que ambos tópicos se constituyen en pasiones para muchos; de otra manera no hubiesen invertido sus tiempos en el tema, escritores de la talla de Roberto Arlt, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa, Javier Marias, Héctor Gagliardi, entre otros.
Por otra parte, con literatos y además amantes fervorosos del fútbol como Albert Camus, Ezequiel Martínez Estrada, Juan Villoro, Mempo Giardinelli, Juan Sasturain, Eduardo Sacheri… queda inválida aquella postura sostenida por algunos intelectuales, al interpretar que manifestaciones culturales con las particularidades de este ejercicio armonizaban, por su carácter popular y masivo, con determinados estratos sociales. O al afirmar que quienes sucumben frente a un partido, eluden los libros; o por el contrario, que los apasionados a estos subestiman al deporte del balón.
No creo que sea el de la pelota y el libro un amor que pugne por ser aceptado; sí sostengo que los escritores encuentran, en esta competencia, material insoslayable para el relato literario. No más saber de los innumerables poemas, cuentos, crónicas, ensayos, biografías y hasta diccionarios que existen sobre el tema.
También es interesante observar cómo, consecuencia de los hechos del Mundial, más precisamente el que este año tiene lugar en la lejana Sudáfrica, los creadores, diseñadores o hacedores de propagandas, medios gráficos, radiales y televisivos han potenciado su imaginación incluyendo -de manera sorprendente, fantástica y estética- productos (sean comerciales, de salud, sociales o ambientales) enarbolados por la pelota de fútbol, sus jugadores, técnicos, árbitros o hinchas. O cómo la emoción y la pasión, la alegría y la frustración, el dolor o el mismo gol, exacerba la sensibilidad de locutores, periodistas, críticos y deportistas que -sin la técnica, destreza o talento del escritor- por pura pasión, han pronunciado los relatos futbolísticos más líricos, las frases literarias más bellas, las descripciones más amorosas y los sentimientos más profundos.
La pasión enardece, exalta… a veces parece sofocarse pero solo para volver a tomar bríos, y elevar el impulso al más alto grado del éxtasis. Eso produce una obra literaria en el lector. Y también, convengamos, el fútbol en sus hinchas.
¿Será por eso que con tanto ímpetu se trata de relacionarlo con la literatura?
En todo caso el punto de unión es indiscutible: la literatura abarca todos y cada uno de los temas de la vida; y el fútbol forma parte de ellos.



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lunes, 5 de julio de 2010

LA NOTA DE HOY




LITERATURA SOBRE LA COLONIA


Por Jorge Eduardo Lenard VIVES



En julio del año pasado, se publicó en este blog un artículo referido a la literatura “de” la Colonia Galesa del Chubut; es decir, referido a la creación literaria generada por los mismos colonos. En esta nueva nota se pretende hablar de la literatura “sobre” la Colonia; en otras palabras, de las obras cuyos argumentos se basan en las vicisitudes de los primeros pobladores galeses. Dado que es numeroso el material escrito al respecto, en especial en los géneros ensayístico y poético, y atento a la brevedad del espacio disponible (y del precioso tiempo de los amables lectores); se analizará sólo la narrativa de ficción que recuerda la gesta colonizadora.
Al principio, el tema inspiró a los autores locales; luego pasó a ser objeto de la atención de escritores de nivel nacional. También se debe resaltar que las primeras menciones a la Colonia fueron en el género breve, el cuento; y más tarde se introdujo en la novela. Otro aspecto destacable, es que esta ficción tiene una fuerte apoyatura en la Historia; al punto que, muchas veces, cabalga una sobre la otra, casi indiferenciadas.
Entre los cuentistas que dedicaron algunas de sus creaciones a la Colonia, puede encontrarse a Virgilio Zampini, con su narración “Las Tijeras”; a Oscar Camilo Vives, en “Andad y reconoced la tierra” y “La inundación”; a Virgilio González, con relatos, por ejemplo, como “Etta”, que recuerda la visita de la pandilla de Butch Cassidy al Valle; y a Gwen Adeline Griffiths de Vives, cuyo cuento “Tiempo de verano de mi niñez” fue publicado por el Consejo Federal de Inversiones en el volumen “Cuentos de nuestra tierra”, de 1982. Todos esos autores pulsan un tono costumbrista e intimista. También Fernando Nelson se refiere a la Colonia, aunque con matiz fantástico; como sucede en el cuento “El espectro de las gemelas”.
En el género novelístico, la obra por antonomasia sobre la colonización es “El riflero de Ffos Halen”, de Carlos Ferrari. Finalista en el concurso del diario La Nación del año 2001, fue traducida al galés y publicada en Gran Bretaña; siendo elegida la “novela del mes” en el país de Gales, en julio del 2004. Además de lo ameno y cautivante de su relato, “El riflero” logra mostrar el espíritu y la esencia de la Colonia; que se deja entrever en las palabras de Gladys, la narradora:

“Hablo, por ejemplo, de aquellos colonos que dotados apenas de una rústica pala, sumaron sus brazos a muchos otro para abrir los canales de riego o banquear las márgenes del río cada vez que estaba a punto de desbordar. Pienso también en tantas mujeres ignoradas, las que parían a sus hijos en las fría penumbra de las casas de adobe, improvisaban comidas a partir de casi nada o rezaban en silencio por un hijo enfermo...”

Y luego, al sintetizar sus experiencias, casi al final de la novela:

“Hoy es un hermoso día de octubre. No se si volveré a ver una primavera. (...) Pero eso no me angustia. He vivido ya lo suficiente como para poder decir que fui testigo de una epopeya mansa y silenciosa, sin claudicaciones. Puedo decir también que el deseo de Randall está cumplido. Las tradiciones galesas se siguen cultivando con todo amor en esta tierra”.

Otro escritor que refleja la vida de la Colonia es Roy Centeno Humphreys, en novelas como “El Evangelio y don Eduardo”, “Go Patagonia!, dijo Edwin” y “La sobrina”. Esta última obra muestra la llegada al valle de colonos e inmigrantes años después del primer desembarco, que se sumaron a quienes ya se encontraban aquí; y su proceso de enraizarse a la tierra. En las últimas páginas del libro, la protagonista ensaya un resumen de su vida que pinta estas circunstancias:

“Wynneth sentía tras ella muchos ciclos cumplidos. Los olvidados juegos con su hermano Rhydderich en la chacra de Rhyl, el duro momento de su separación de la familia, la fea experiencia de vivir con su tía Evelyn y los años de soledad entre las casas de los Williams y los Morgan hasta que había aparecido el bwgam trayéndolo al galope a un tal John Perkins. Recordaba la funcionalidad fantástica de su querida Tehue, la tablita de Wendolyn, que fue después la tablita de Bill Pata Larga y que antes de un par de años sería también la tablita de alguien que podría llamarse Giuseppino Perkins Galante”.

Recientemente, la temática sobre la Colonia rebasó el ámbito valletano y es objeto de la atención de escritores de diversos puntos del país. Algunos son artistas regionales: tal es el caso del comodorense Ángel Uranga, quien publicó, y presentó recientemente en Gaiman, su “Diario apócrifo de un riflero”. Otros son “del norte”, como Susana Biset, cordobesa, autora de “Almas desnudas”; y Mónica Soave, la creadora de “El botón de nácar”, de Buenos Aires.
La Colonia ofrece abundante material para el narrador de ficción. La variedad de personajes que pueblan su entorno, la existencia de episodios reales con ribetes casi fabulosos, la problemática psicológica del arraigo y el desarraigo, las manifestaciones culturales y el fervor espiritual, son elementos que, bien combinados por un escritor que les agregue el condimento de su arte, pueden dar lugar a perdurables expresiones literarias.


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miércoles, 30 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY


La presidiaria (*)


Por Olga Starzak




Mientras me trasladaban desde la seccional hasta el servicio penitenciario donde quedaría alojada, mi mente estaba en blanco, imposibilitada del más mínimo pensamiento.
El tiempo transcurrido me pareció eterno, aunque sabía que se trataba de unos pocos kilómetros. Si hubiese podido compararlo con el que me tocaría vivir poco más tarde, seguramente lo habría sentido diferente, tal vez hasta lo hubiese disfrutado.
Al ingresar al penal me llevaron a una oficina donde dos policías comenzaron con los trámites de rigor. Fotos de frente y perfil, registro de huellas dactilares, datos y fechas que me esforzaba en recordar. Vaciaron mi bolso, se apropiaron de algunas pertenencias y me lo devolvieron revuelto. Después me ordenaron que me sacara la ropa.
-Toda –dijo la oficial. Y apurate que no tengo tanto tiempo.
Lentamente cumplí con el mandato
-Subí los brazos. Date vuelta. Agachate; agachate más.
¡Por Dios!, ¿qué esperaba encontrar esta mujer? Con el trasero en su cara me sentí ridícula y avergonzada. Pero allí no terminaba la requisa.
-Date vuelta, acostate ahí –dijo haciendo un gesto que señalaba el piso. -Abrí las piernas. Más, abrítela con los dedos. Ustedes se conocen todas las artimañas para esconder la droga.
No era habitual en mí sentir el impulso de golpear a alguien, pero en esta oportunidad tuve que hacer enormes esfuerzos para no hacerlo. Esa infeliz no tenía derecho a humillarme así. Pronto comprendí que esa actitud era de las más benévolas que me tocaría vivir. Para entonces no tenía idea de las rutinas de las cárceles y aun, habiendo escuchado algunas experiencias, ilusamente siempre pensé que exageraban.
Me vestí con premura y pregunté si podía fumar. Me contestó que sí.
-Seguime –agregó.
Atravesamos un largo pasillo y no sé cuantas puertas de rejas. Se cerraba una y poco después aparecía otra; y otra. Fueron agolpándose mil sensaciones. Impotencia y bronca. Rencor y odio. Pero sobre todo, el sabor amargo del engaño.
Me habían hecho pasar droga, y de las pesadas; me habían asegurado que estaba todo preparado, que los “canas” lo sabían, que no harían ningún control. Y lo hice sin medir las consecuencias.
Por primera vez estaba con un tipo que se preocupaba por mí, había logrado salir de la casa de mi vieja donde el hambre y la miseria se habían instalado. Cuando descubrí a qué se dedicaba el hombre del que estaba enamorada, era tarde. Ya era parte de ellos. Cuando quise separarme me hicieron conocer las reglas del juego. Eran demasiado riesgosas. Me quedé por mi vieja. Cuando me pidieron el favor, mi hombre juró que sería la única vez. Y le creí.

Me asignaron una celda estrecha, de paredes despintadas y piso de cemento. La compartiría con dos mujeres. La oficial, una muchacha con el rostro enmarcado por la dureza, se paró delante de la puerta y me dijo:
-Ya conocés las reglas. Si las cumplís, mejor para vos. ¡Che! -le dijo a una de las reclusas tirada sobre la lúgubre cama, también de cemento. -Poné a la nueva al tanto de las costumbres y no te hagás la loca. La chica no tiene experiencia.
-¡Andá a cagar! –le contestó sin mirarla. -A mí no me vas a decir lo que tengo que hacer.
La Pocha era una mujer de poco menos de treinta años. Pronto supe que era la líder del pabellón; con ella nadie se metía. Yo había tenido el privilegio -según se decía- de compartir el calabozo con ella, lo que me convertía en su protegida; siempre que estuviera a su disposición y no me metiera con la otra mujer, una chica de poco más de veinte años.
Tiré el bolso sobre la cama y me senté. Un frío extraño se apoderó de todo mi cuerpo; me temblaban las piernas y el corazón latía con fuerza.
- Bienvenida, nena. ¿Qué te trajo por acá? No, no digas nada… a vos te cagaron. La cara te vende; seguro que te la hicieron comer. Son los hombres; son unos hijos de puta, ya vas a aprender. ¡Bah!, si salís. Si te agarraron con la pesada vas a pasar acá un buen rato. ¿Tenés cigarrillos?

No podía articular ni una sola palabra, mi lengua parecía haberse paralizado. Intenté abrir el bolso para pasarle lo pedido pero no podía correr el cierre. Estaba conmocionada; no quería mirar lo que ocurría alrededor. No quería darme cuenta del encierro al que acababan de someterme.
-¿Qué te pasa, nena?, ¿estás muda? Ya te vas a adaptar.
La otra me alertó.
-La Pocha te hizo una pregunta. Más vale que le contestés. A la Pocha nadie la deja con la palabra en la boca; ya te vas a enterar.
-Dejala Dina, no te das cuenta del cagazo que tiene. Dejala en paz.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que saqué los cigarrillos y se los alcancé.
Poco a poco me contaron las costumbres de la cárcel y las estrategias para pasarla mejor. Por ser nueva me tocaría limpiar el cuarto y lavarle la ropa a ambas por un mes. Si recibía visitas, debía darles la mitad de todo lo que me traían. Y debía procurar conseguir porros.
-Imposible –dije en un hilo de voz. ¿Quién me los va a traer? José no va a aparecer por aquí; y mi vieja y mi hermana están lejos de esas cosas.
-Bueno, ya veremos cómo arreglamos. Por ahora que sean puchos y chocolates… y revistas.

No quería pensar en quién me visitaría. Tal vez ni siquiera lo hicieran. En casa la pobreza mataba pero eran honestos. Para mi madre esto era una vergüenza y mi hermana no me lo perdonaría. En realidad prefería que no vinieran.

Pronto fui conociendo los hábitos carcelarios que -suponía- me permitirían sobrevivir. Me apropié del lenguaje, de los códigos y los lunfardos. Al lado de la mayoría me sentía diferente. Yo había terminado la escuela secundaria y hasta había empezado en la facultad, pero cuando murió el viejo las cosas cambiaron. Mi madre, que nunca había trabajado, tuvo que salir a planchar ropa y mi hermana cuidaba a un pibe en el barrio. Con lo que ganaban las dos no alcanzaba más que para comer. Desde que vivía con José les llevaba buena plata por mes, pero ahora… ahora sí que la había embarrado.
En los recreos y en los espacios comunes con las otras reclusas trataba de no hablar. Era severamente juzgada por ello. Me insultaban y maltrataban. Creían que lo hacía por desprecio, pero en realidad no era otra cosa que miedo. Una gorda que estaba presa por doble homicidio me miraba demasiado. Se comentaba que me la tenía jurada. De algún modo se iba a vengar de que fuera la protegida de La Pocha.
Con las chicas, en la celda, estaba más tranquila. Si bien ellas eran las que ponían las condiciones, yo las aceptaba a cambio de no sentirme tan sola.

Es brava la soledad ahí adentro. Es la soledad impuesta desde las bajas paredes del recinto que se ha convertido en morada, del techo mohoso y de las frazadas despidiendo un hedor ácido y penetrante. Es la soledad del abandono de los afectos; la soledad del alma arrepentida e impotente.
El tiempo se transforma durante el encierro. Es interminable y doloroso. Mientras afuera se vive apurado queriendo detener la vida, allí se sueña con que se aceleren las agujas del reloj; y parecen detenidas. A veces no se sabe si se está vivo. En las eternas noches de insomnio se lucha por imaginar el calor de los rayos del sol sobre la piel, o una caminata con los pies descalzos en la tierra recién llovida. Se recuerda la luz que se mete entre las rendijas de alguna ventana; y se desea una mano que acaricie el cuerpo sediento de afecto.


La Pocha me enseñó cómo parecer enferma para que me trasladen, cada tanto, al servicio médico. Le interesaba que me llevaran para conseguir psicofármacos.
Allí veía a otra gente, olía otros olores que, aunque igualmente inmundos, eran otros. Dormía entre sábanas menos gastadas y comía algo diferente. A mis compañeras ya no les prestaban atención; lo habían intentado demasiadas veces. Con sólo acusar desvaríos, intensos dolores de cabeza o crisis nerviosas, los daban sin restricciones. Les convenía. Te constituías en un problema menos; no comías y te pasabas la mayor parte del día durmiendo. Las pastillas circulaban en forma habitual en todos los pabellones. También había marihuana. Yo nunca había consumido. Lo hice por primera vez allí. Ayudaba a soportar el encierro, la marginación y las constantes agresiones físicas y psicológicas que propinaban algunas celadoras.

Aquella mañana fueron tres las que entraron. Dieron vuelta nuestros bolsos y desarmaron las almohadas. Era una requisa de las habituales que tenía el objetivo de humillarnos, de hacernos reaccionar. Mezclaban nuestros alimentos, el arroz con el azúcar, la polenta con los fideos. Eran tácticas que potenciaban nuestro odio y favorecían los deseos de venganza. Era también una manera de tener motivos para aislarnos en celdas de castigo.
Cuando levantaron mi colchón encontraron un paquete envuelto en diario; dijeron que contenía un pequeño cuchillo de hoja muy fina. Fui la primera sorprendida. Grité mil veces que no me pertenecía. Mientras me pateaban me exigían que me callara. La Pocha intervino dándole fuertes trompadas a una de las celadoras, pero entre las otras dos se la llevaron. A mí, aún tirada en el piso, me levantaron de los pelos y me arrastraron por un angosto pasillo. Mientras me quejaba, desafiaban:
-Te hubieras acordado antes, boluda. Ahora es tarde. Te vas a comer diez días ahí adentro.
El lugar era todo lo amplio como para que mi cuerpo, estirado en el piso, no rozara las paredes. Era fría y húmeda. Me dieron una manta y cerraron la puerta. Cuando mis ojos se acostumbraron a esa oscuridad pude comprobar que todo lo que allí había era un pozo, un pozo donde vomitar y hacer las necesidades fisiológicas.
Una rendija que no tendría más de quince centímetros dejaba pasar un halo de luz. No sé cuántas horas mis ojos se detuvieron en ella; cuando se encandilaron y dolieron, me animé a cerrarlos.
Los tres primeros días no me dieron de comer, sólo agua una vez, por la mañana. Después, por un pasador, tiraban un sucio plato con la ración diaria de comida. Y nada más.
Nada más.
El silencio se había apoderado de mi existencia. El silencio es el mayor poder del castigo. Asegura un sentimiento de muerte. Estás allí pero no estás. Estás enterrada en una tumba para sobrevivientes. El silencio total es el castigo que mayor poder ejerce sobre la mente. Y ellos lo saben.
Alguna vez se acercaba la celadora y detrás de la puerta me sacaba del sopor; preguntaba si estaba viva. Escuchar esa voz era un regalo del cielo; al menos sabía que no se habían olvidado de mí. La única compañía eran unas cuantas cucarachas que husmeaban entre mis piernas cuando el sueño me vencía, atraídas -seguramente- por el olor de mis intimidades.
Me esforcé en dejarme morir; supliqué que mi corazón se detuviera. Creí que me volvería loca.
Y no tengo más recuerdos que una puerta que, quién sabe cuándo, se abrió; una luz que dañaba mis ojos y de la sombra de una mujer que intentó pararme, mientras otra la ayudaba.
-Con esta nos pasamos, vieja.
Fueron las últimas palabras que escuché.

Estoy acostada en una cama; oigo voces difusas. Observo sondas que salen de mi boca, de la nariz, del brazo… Intento quejarme del dolor que perfora mi pecho; y no tengo fuerzas para emitir sonidos. Mi cuerpo arde debajo de las mantas. Todo sucede en cámara lenta. No puedo respirar.
A mi lado, sentada, creo ver a La Pocha.
¿Me parece, o seca lágrimas de sus ojos?



(*) De “Estigmas” - Cuentos no tan cuentos – Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2007.


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