DETRÁS DEL CRISTAL
Por María de las Mercedes (1)Dedicado a Elsita y Jorge Robert
Las gotas resbalan formando hileras con espacios suspendidos; una tarde más de lluvia del verano que agoniza. Inútil lucha, del deseo opositor. Las noches ya traen los fríos, en las puertas del otoño.
Detrás del cristal, cansados los ojos de miradas robadas al tiempo, Juana hurgaba en el recuerdo, que se le negaba. Giró la vista; en medio de la estancia, el lugar vacío en la otra silla. Como un hueco profundo, que no emite sonido, la soledad volvió a ella. Sensación confusa entre estar y reconocerse. Acaso es lo mismo ayer que mañana. Respirar que vivir. Dormir que soñar despierto. ¿Cuándo, es cuándo? En una cadena de horas que se juntan por iguales. De rutinas obligadas, más por cristiana que nada. Por no aumentar las desgracias.
Agolpadas las lágrimas se descuajaron, rodando por entre las huellas del tiempo, hasta alcanzar las mejillas. Se había opuesto, ante los demás, a mostrar flacura. Alimento para caranchos, que acuden al festín de la última miseria.
Aquel día de marzo, su grito sorprendió la mañana, cruzando atroz el espacio. Inmerecida humillación de la vida, permitirse tanta afrenta contra tan poca resistencia. Cayó en la rodada; y cuando ya se veía perdida, en esa misma estancia, Juan salió de la nada y con golpe certero derrumbó al agresor. Mas el otro venía preparado y en rápida jugada el brillo cruzó el aire, alcanzando a Juan.
Lacerado hasta su osamenta, renunciando a la entrega, la hoja aún hundida en su pecho dando paso al chorro oscuro y espeso, alcanzó a ver la rápida huida del cobarde. Juan pensó: la hoja es la firma del hombre, la que condena segura. No le era conocido el sujeto. Fijó la mirada en la pálida imagen, que completaba la escena. Arrodillada ante él, entre el espanto y el desgarro, la virtud de Juana se iba tiñendo de rojo púrpura.
Juan estiró el brazo, tanteando la mano de ella; la apretó con fuerza, que la debilidad fue ganando. Mientras, Juana lo cubría con su cuerpo, en desigual pelea con la parca imperdonable. Más tarde supo del hombre, lo agarraron en la frontera; el cinto aún sujetaba la funda que lo calzaba.
No hubo tiempo para hijos. Recién principiaban el rancho. Lo soñaron desde siempre. Un día juntar las manos, sentir un solo latido; bajo aquel techo sin más luz que las estrellas, filtrándose bajo la ventana. Entonces, pensando en Juan; ni bien asomaba el alba, agarraba para el campo. Queriendo a Juan, en cada pieza de trigo horneada. En el monograma, que entre ilusiones e hilos fue dejando, sobre el blanco de las sábanas, sus laboriosas manos, de enamorada novia. Luego agitado palpitar de amante esposa.
El viento golpeó con fuerza la lluvia contra el ventanal, sacando de su letargo a Juana. Los ojos buscaron fuera, por entre las gotas. Su mano callosa, pasó por las hebras de plata, que el tiempo fue ganando. Tomó aliento para incorporarse, lento andar hacia la puerta. Marrón, ajado su cuero, el saco seguía colgado ahí, tan largo como sus mangas, presto a la mano de su dueño en las heladas mañanas. Lo apretó contra sí; como cada fin de tarde en que la luna se anuncia.
Pensó en Juan; aquel primer cruce de miradas en la escuelita rural. Cuando Marta, la maestra, al tomar lista dio sus nombres, Juan Evaristo, Juana Ramos. Así quedaron, Juan tres años mayor, siempre cuidando a Juana. Ella, entornando los ojos, ruborizándose. Ofreciendo el lápiz y la goma, que siempre él olvidaba. Sobrevino la sonrisa, ¿él lo hacía para ganarle una mirada? Ahondó el surco de la frente, inspiró profundo. Para ella sólo hubo un hombre, no necesito más. Él se quedó a guardar la casa y a su dueña; ahí donde está el montecito, que atrapa desde la ventana la mirada constante de Juana. Bajo el árbol, donde ella sembró rosas. Ahí también, está el banquito, que las manos de Juan lograron. Pensando en los tiempos por venir, esos de risas y planes, que gustaban compartir, al terminar la faena. Entre la madera, añosa del respaldar, se distinguen dos “J” con una “y” en medio.
Juana hoy, recordando cada momento con Juan. Necesitando más que nunca la mirada de su Juan. El calor de Juan, tantas veces añorado, entre las frías sábanas.
Regresó a su mecedora, regalo del papá a la recién casada. Entornó los párpados. Los farolitos de luz, rodeaban el patio de la paterna casa, los sones del vals, el viento primaveral y ella enlazada por Juan giraba sonriente con su ramo de rosas, aún sujeto en la mano. La puerta se abrió con el viento, Juana suspiró. La gramilla del camino hacia el banquito bajo el árbol, se agitó levemente. Había perfume de rosas, las últimas del verano.
(15-01-10)
(1) María de las Mercedes es el seudónimo de una enamorada de la Patagonia, que si bien nació en el porteño barrio de Barrancas de Belgrano y vive en el porteño barrio de Villa del Parque, también encontró su lugar en el mundo en cercanías del Lago Puelo, donde tiene sus afectos y pasa una gran parte del año. Licenciada en Psicología por profesión, y escritora por vocación; es autora de varios relatos, narrados con una visión apasionada e intimista, uno de los cuales ofrecemos hoy a nuestros lectores. Su contacto con varios cultores de la Literatura patagónica, la llevó a interesarse por esta manifestación del arte regional. Quiso dedicar esta narración a Elsita y Jorge Robert, “un romance de 51 años”.
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