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sábado, 11 de septiembre de 2010

LA NOTA DE HOY




DESCUBRIENDO A GORRÁIZ BELOQUI

(Segunda parte)



Por Jorge Eduardo Lenard VIVES





De esa manera supe un poco más de la vida de Gorráiz Beloqui, quien había estado en Coronel Suárez en la década del cincuenta. Al igual que mi padre, Héctor Dos Santos tenía presente la personalidad polémica de su colega; una forma de ser que lo llevó a separarse de la redacción de “El Imparcial” para fundar su propio periódico, “La Verdad”, de no muy larga vida. Tampoco fue muy prolongada la estadía del escritor en Coronel Suárez: tres o cuatro años, al cabo de los cuales se marchó de la ciudad con destino incierto.

Ahí parecían desaparecer sus rastros. Sin embargo, en el ejemplar de “Huroneadas” había una dedicatoria del autor a mi padre fechada en 1959; es decir, que Gorráiz Beloqui aun vivía hacia ese año. ¿Cómo seguir la investigación? Recurrí entonces a Internet; y obtuve datos que me permitieron conocerlo mejor. Además de publicar muchos artículos de historia patagónica para la revista Argentina Austral desde 1953 a 1967 (entre ellos “Esbozos de Río Pico y del Lago Winter”, “Contemplación de la aventura de los primeros colonizadores del Chubut”, “Exploradores, arrieros y pobladores”, “José de San Martín: la tercera colonia chubutense”, “Amagos de guerra en los Toldos del Jenua”, “Fundación de la colonia bóer o Escalante”, “La expedición de la Compañía de Rifleros del Chubut”, “Exploración y transformación del Oeste. Los primeros 30 años” y “Colonización galesa”), había editado varios libros como “Crónicas del Tandil de ayer” (1978),Del Claromecó al Aysén” (1936), “Historia de Tres Arroyos: indios, fronteras, combates, fundaciones, censos” (1935), “Tandil a través de un siglo: reseña geográfica, histórica, económica y administrativa” (1923); y “Comodoro Rivadavia” (1918).

Obtuve esta información de la página web de una biblioteca. En Internet, a veces no se presta atención “dónde” está navegando. En este caso, sin saber muy bien por qué, supuse que se trataba de un lugar remoto; cosa que lamentaba ya que este último libro – “Comodoro Rivadavia” -, parecía prometedor. Entonces identifiqué la biblioteca: era la “Bernardino Rivadavia”, de Bahía Blanca; ciudad en la que, a la sazón, me encontraba. Fui al lugar y ubiqué los libros de Gorráiz Beloqui. Además de hojear el folleto en el que describe el Comodoro Rivadavia de principios del siglo XX, encontré su biografía: nacido en Laprida, provincia de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, murió en Claypole, en la misma provincia, en 1976. Su infancia y juventud transcurrieron en Tandil; desde allí partió temprano para la Patagonia, lugar de “especial atractivo de sus inquietudes”, donde desarrolló “una vasta labor” y recogió “una rica experiencia que luego tradujo en su obra”, según nos informa su biógrafo Daniel Pérez. En 1923 gana el primer premio del Concurso Histórico de Tandil, entre 1926 y 1936 fue Director de la Biblioteca Pública “Domingo F. Sarmiento”, de Tres Arroyos (época en que lo conoció mi padre); en 1975 es incorporado como miembro de la Junta de Estudios Históricos de Tandil. Por fin el escritor fantasma, intuido, vislumbrado, se había corporizado. Concluida mi labor casi detectivesca, podía dejar descansar en paz a don Ramón Gorráiz Beloqui.

Esta historia puede parecer muy personal. Cierto es que tiene mucho de recuerdo íntimo; pero también persigue dos objetivos concretos. Uno de ellos es rescatar la figura de Gorráiz Beloqui; un escritor enlazado con la Patagonia que, aún lejos de ella, vuelve recurrentemente a esos paisajes, a los que sin dudas se siente ligado. Sin embargo, es casi un desconocido en las letras de nuestra región. Con esa ambición propia de nuestros días de ser los primeros – cuando no los únicos – en “algo”, olvidamos a menudo a quienes nos antecedieron; los que pusieron su granito de arena para dar lugar a esta maravillosa manifestación artística que es la literatura patagónica.

El otro objetivo es ejemplificar nuevamente cómo las historias se entraman al estilo de los hilos de un tapiz; y las casualidades dejan de serlo, para pasar a ser causalidades. Un ejemplo más del modo en que la información se itera; y de cómo, partiendo de la letra inicial, de a poco podemos desandar el bustrófedon; hasta dilucidar un hecho del pasado que al principio nos parecía irremediablemente difuminado por la niebla del tiempo.




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jueves, 9 de septiembre de 2010

LA NOTA DE HOY






DESCUBRIENDO A GORRÁIZ BELOQUI
(Primera parte)


Por Jorge Eduardo Lenard VIVES






Por lo general, intento escribir mis artículos de tal manera que el lector pueda juzgar por sí mismo el asunto tratado, sin comprometerlo con mis opiniones. Pero en esta nota me veo obligado a modificar la costumbre, ya que su tema se convirtió en un desafío personal. Surgió a lo largo de ocasionales y dispersas lecturas; y rondó a mi alrededor, como reclamando mi atención. Finalmente lo logró: al presentarse como un enigma cuya solución requería interpretar las pistas que, una a una, iban apareciendo, azuzó mi curiosidad.

Todo empezó hace un par de años. Mientras reunía datos sobre la literatura regional tropecé con un trabajo de Leonor María Piñero, “Ensayo de Historia Literaria Patagónica”, publicado por la revista Argentina Austral. La documentada reseña mencionaba, entre otros escritores chubutenses, a “Ramón Gorráiz Beloqui, quien en 1914 actuaba como periodista en Comodoro Rivadavia, autor de simpáticas notas sobre el pasado patagónico”. El apellido Gorráiz Beloqui, de inmediato, me trajo un recuerdo. Alguna vez mi padre comentó que durante su niñez en Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires, había oficiado de ayudante en la sección infantil de la biblioteca del pueblo. Responsable de designarlo en ese puesto fue el bibliotecario, quien era, además, periodista en el diario local; allí redactaba artículos sobre distintos tópicos, más tarde reunidos en un libro llamado “Huroneadas”. El Zenódoto de Éfeso tresarroyense no era otro que Ramón Gorráiz Beloqui.

Fui entonces a la biblioteca familiar; y, rebuscando, hallé el ejemplar de “Huroneadas” que recordaba haber visto. Sin dudas, la pluma de Gorraiz Beloqui, como había descripto Leonor Piñero, era “simpática”. Y aguda. Sabía retratar personas y pintar paisajes con trazos nítidos, en los cuales aparecía un dejo de humor. El libro reunía muchas notas sobre Tres Arroyos y zonas aledañas. Pero los tres artículos finales tenían una temática diferente: versaban sobre la provincia de Neuquén. Y allí, un dato importante. Discutiendo sobre la etimología del topónimo “Zapala”, Gorráiz Beloqui manifestaba: “Yo me había basado en la explicación que me diera cierto tehuelche chubutense con quien conversé en el puerto de Comodoro Rivadavia, hace ya unos cuantos años”. Por boca del periodista se confirmaba su presencia en la Patagonia. De a poco iba aclarándose la figura borrosa del escritor; dejaba de ser un simple nombre escuchado al vuelo para transformarse en un actor de la literatura patagónica. Por el momento, inmerso en otras investigaciones, dejé de lado el tema; prometiéndome que alguna vez lo estudiaría en detalle.

Meses más tarde revolvía nuevamente los atiborrados estantes de mi biblioteca cuando, entre una pila de folletos de tapas grises, en su mayoría publicaciones del Museo de La Plata sobre temas de arqueología patagónica, encontré un librito que concitó mi atención. Se llamaba “Esquel y otros motivos sudoccidentales”. Su autor: Ramón Gorráiz Beloqui. Esta nueva muestra de la afición por la temática sureña del ubicuo autor, consistía en pintorescos bocetos de varias localidades chubutenses (Esquel, El Maitén, Cholila, Epuyen, Trevelín, Tecka, Gobernador Costa, Río Pico, José de San Martín, La Herrería), vistas a mitad del siglo pasado. El escritor definía así su obra: “De Esquel y otras localidades es este film periodístico, esta serie de motivos remanentes de otros más extensos ya empleados en diversas crónicas”.

El libro no informaba sobre el editor ni el año de publicación. Afortunadamente alguien había escrito a mano, en la portada, una previsora nota: “El Imparcial, Coronel Suárez, 1950”. Enseguida relacioné el nombre de esa próspera localidad bonaerense con una de mis primeras colaboraciones en este blog: “Intermezzo bonaerense”, una nota dedicada a describir la presencia de algunas familias galesas, provenientes de la colonia del Chubut, en su fundación. Estudiando aquel tema había conocido al autor de un exhaustivo libro sobre la historia de Coronel Suárez: Héctor Dos Santos. Durante muchos años el señor Dos Santos fue periodista en esa ciudad; precisamente, en el diario “El Imparcial”. Recordarlo y contactarme con don Héctor fue una sola cosa. Le pregunté entonces por Gorráiz Beloqui, con el temor de todo investigador de ver desbaratada su hipótesis. Pero la respuesta fue mejor que la esperada. “¿Gorráiz Beloqui? Trabajaba en el escritorio al lado del mío”.

Si el amable lector me sigue teniendo paciencia, esta nota continuará...


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lunes, 6 de septiembre de 2010

EL CUENTO DE HOY




MUSEO DE GOTAS (*)



Por Juan B. VALLÉS




El edificio era todo blanco y como estaba al final de una bajada por la que corría el agua de la lluvia, se lo notaba desde lejos. Su blancura contrastaba con la vegetación achaparrada que lo rodeaba por tres de sus irregulares lados. También con el azul del mar que se confundía con el cielo límpido y formaban el telón de fondo por el cuarto lado.
Como suspendido en el espacio, pasé de la altura mesetaria a casi el nivel del mar.
Sin trámites ni abono de entradas, de pronto estaba yo ahí.
Comencé a caminar por una galería recta que transcurría hasta casi perderse en el artificial horizonte. Su techo era liso, del mismo material que las paredes y el piso, y totalmente blanco. No pude descubrir la fuente de la luz, sólo que todo estaba iluminado sin variaciones.
Tan sólo una pared, que imaginé la que daba al exterior, poseía aberturas y éstas no eran uniformes.
Lo primero que observé, a modo de ventana, fue un parabrisas de automóvil sobre el que resbalaban gotas de agua enjabonadas y que inútilmente trataban de secar dos escobillas. Desdibujado por el agua, atrás se veía el azul intenso del mar o el cielo.


Más adelante un hueco con todos los lados desiguales dejaba ver un ambiente cuyo destino se intuía. Eran gotas amontonadas cuando caían líquidas y se iban secando rápidamente sobre el candelabro de una sala mortuoria.
En la siguiente parada una vidriera con forma de ojo mostraba unas pocas gotas de sudor de rostros de obreros. Hoy estaban incoloras pero dicen que hay días que toman el color negro de las minas de carbón que visitó Van Gogh.
Encontré, luego, una ventana exactamente igual a la de la Université de Paris sobre el Boulevard Mariscal Fuch en el que gasté tiempos de juventud para educarme, y sin buscarlo encontré el amor verdadero. Unas gotas de lluvia de la ciudad otoñal, en una tarde fría, me transmitían –no sé de qué modo- un amor correspondido. Podía saborear el salobre gusto de las acuosas esferas, tan parecido a las lágrimas.
En otro exhibidor, unas gotas de vidrio ya frías y con forma de caireles, transparentes y reflexivos de luz de luna o de sol, meditaban acerca de su origen, creyendo por momentos venir de un salón de baile principesco y en otros de un comedor de una casa de clase media.
Luego, delante del visitante, se ponían unas pocas gotas extraídas del pañuelo de un reo escuchando el veredicto final. La adrenalina atraviesa el vidrio y la huelo sin querer hacerlo.
Se muestran, seguidamente, gotas unidas como hermanas, a través de tiempos más cercanos a la eternidad que a mi condición de hombre, formando estalactitas. Caen como lanzas invertidas dispuestas a perforar la distancia entre el piso y el techo de la caverna oscura y húmeda.


Por fin la siguiente vidriera muestra unas gotas de tinta negra caídas sobre una hoja de papel blanco como caen las hojas de los castaños sobre la sureña calle donde vivo. Aquellas se deben al temblor de una mano con infinitas arrugas añosas. Unos pueden pensar que estaba redactando el testamento de sus bienes terrenales. Otros, algo referido al amor.
Me encontré, de pronto, en una sala de paredes altas, mucho más que las de la galería, donde sentía más el silencio que el blanco o la luz y comprendí que era un lugar de meditación. El silencio llegó a dolerme y me sentí desamparado.
Pasado este ambiente ingresé a un pasillo ancho que elocuentemente llevaba a la salida. A un costado apareció un microscopio varias veces agrandado y mirando por el ocular vi que en el portaobjeto había un vidrio con diversas manchas de múltiples tonos rojizos, Un cartel me informó que eran gotas de sangre recogidas de diversos tiempos y lugares del mundo. Algunas eran de esclavos, otras de generales victoriosos, de adolescentes revolucionarios las menos, y varias más, todas con un detalle que observé que era imposible distinguir cuál correspondía a cada uno.
Más adelante había una lágrima sola como suspendida del alto techo por hilos invisibles. Era la de un bebé que sabía a inocencia y era imposible descifrar si era de un niño blanco, negro o amarillo.
Ya llegando a la puerta una larga rama exhibía, en su parte superior, un hermoso capullo de rosa coronado por una gota de rocío eterna y fresca.
Debí pasar por un lugar en el que caían del techo racimos de gotas en distintos materiales: vidrio, agua, líquidos de variados colores. Entendí que no existían gotas de madera ni de fuego. Cuantiosas pequeñas gotas descendían desde el cielorraso y golpeaban objetos diversos asincrónicamente.
Busqué la salida y me preparé para trepar la cuesta. Inicié la ascensión y no pude dejar de dar vuelta la cabeza para observar el mar que me llamaba con un ruido ronco y persistente. Entonces descubrí millones de gotas que en la cresta de una ola se dejaban llevar por el viento mientras refractaban rayos de luz fugaces. Pensé en qué gotas dejaré yo en este museo al que todos, obligadamente, debemos aportar.
Esperé volver en otro sueño, aunque sé que éstos son caprichosos ingobernables.


(*) Del volumen de cuentos “Desde el Sur esquina Viento”



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miércoles, 1 de septiembre de 2010

EL POEMA DE HOY



Faro austral



Por Diego M. Antón (*)




Braceando sueños dispersos,
realidades ponen a flote
pretextos complejos.
Negado reflejos del mar.

Océanos, llantos inmensos,
tempestades encierro.
Recuerdo del mar.

Deseos… volver a empezar,
navego ante intentos,
oleajes viajeros.
Al pasar.

Humedad en la piel,
juego sus juegos
costas ocasionales.
Deseos para no olvidar.

Es que ella... se ahoga en mis soledades.
Yo, naufrago ante sus silencios causales.

Siempre recuerdos...
Lágrimas de sal.



(*) Poeta trelewense


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sábado, 28 de agosto de 2010

EL CUENTO DE HOY


Los niños no existían



Por Héctor Roldán (*)



Los niños no existían. Nadie los veía retozar en las laderas verdes de aquellas lejanas colinas. Nadie los veía deslizarse en sus carros de maderas, cuesta abajo, gritando alborozados, alzando los brazos, riendo a carcajadas que se mezclaban con la brisa primaveral, con el gorjeo de los pájaros. Sombras errantes, juguetonas y coloridas que se recortaban suavemente en las gratas sinuosidades del paisaje. Solo yo los veía, solo yo observaba como sus barriletes remontaban al cielo sacudiendo sus largas colas, agitando sus cabezas solemnes de dragones chinos. Nunca sentí miedo de sus presencias y esperaba con ardorosa paciencia aquella hora de la tarde cuando el sol recostaba sus rayos y el fresco aroma del río hacia estremecer las flores.

Aparecían sobre la ladera oscura de la colina, la que el sol ya había abandonado. El pasto de un húmedo verde oscuro se agitaba y arremolinaba por la brisa. Y entre las ondulaciones del aquel tapiz, repentinamente, surgían sus cuerpos lanzados en una carrera hacia la cima. A veces se detenían a desenterrar tímidos cascarudos, a patear hormigueros, a cazar temerosos cuises. Eran crueles con aquellos pequeños animales. Las mariposas huían y las que caían en sus fantásticas manos dejaban el polvo de sus alas en sus dedos traviesos.

Ya en la cima, bajo los resplandores del último sol, comenzaban sus juegos y encendían sus fogatas bailando al son de una canción que jamás escuché. Todo parecía una película muda, sus sombras recortándose en el oscuro azul del cielo donde remolinos de nubes rojas aumentaban la sensación de un fuego dionisiaco, alimentado por extrañas y frágiles criaturas. Eran tres niños y dos niñas, de largas trenzas una y las otras de doradas cabelleras que alborotaban en la cima como candelas encendidas. Debían ser bellas, debían reír, debían ser profundas como un océano pues ellas ordenaban los juegos como un ritual. Brujitas saltarinas.

Los niños se encargaban de alimentar el fuego, arrojando en él ramas de abedules, piñas que estallaban como granadas haciendo volar a dormidas torcazas, a nocturnos somorgujos. Ese sonido podía oírlo, como podía también oler el dulzón perfume de los insectos sacrificados en esa pira. Me preguntaba si eran cazadores de algo más que inocentes bichos.

En ocasiones, se detenían y, por un intenso instante, me observaban. Quietos, inmóviles sobre el borde de la colina, en la frontera del mundo. Detrás, el sol se hundía en un agonizante horizonte. Juraría que a pesar de la distancia, podía ver el brillo de sus ojos. No sabría si alegre o siniestro. Sólo el brillo plateado en el iris de aquellos fantasmas, reflejo especular de las estrellas que nacían a mis espaldas. Después salía una intensa luna y se desvanecían.




(*) Escritor santacruceño, radicado en Buenos Aires. Este cuento fue incluido en su libro "El espectro de las cosas", editado por “Rúcula libros”.



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