Se llamaba Secundino Linares el hombre que partió desde esta casa situada en un valle en la montaña. Nadie lo había visto llegar a lugares poblados. A nadie le importaba quien era o de donde venía; simplemente, a la gente le gustaba su modo de ser cordial, sin un gesto de disgusto, lo que se suele llamar por su humildad, de muy bajo perfil. Su impronta era constante de ayudar al prójimo. Sin embargo, algunos vecinos más inquisidores, habían notado cierto nerviosismo al entablar un diálogo, pese a su agradable sonrisa; pero Secundino se recomponía de inmediato al notar que era observado y buscaba la manera de sincerarse aduciendo que había bajado de la montaña en busca de trabajos bien remunerados y así poder llevar soluciones a su padre que ya anciano, había desmejorado su salud en forma alarmante y conseguir lo que una vidente le había aconsejado hacia muchos años, cuando empezó a sufrir una misteriosa enfermedad que lo llevaría a la muerte y solo ella, la vidente, conocía un método para su curación total. El remedio era muy simple, y consistía en vestir durante una semana, la camisa de un hombre feliz e ingerir un huevo de pájaro llamado, el pájaro del ceibo o el pechugón, que se conseguiría en el ceibal, mas entrando en la montaña. No era fácil.
Por eso Secundino, en el poblado, elegía pedir conchabo en casas de gente acaudalada, con autos suntuosos, grandes palacios, y así mantenía la esperanza de poder acceder a una camisa usada por personas que, a juzgar por las apariencias, deberían ser muy felices y así conseguir el premio sagrado que sería mejorar la salud de su anciano padre.
En la residencia del enfermo, en el fondo de una quebrada, rodeada de un sembradío que servía de albergue, una alfombra multicolor de plantas y flores. En el fondo de la habitación, un camastro con abundancia de cueros haciendo de abrigo, y un hombre con crecida barba que espera la muerte, si se cumplen los designios agoreros pronosticados por una “vidente” que entre la gente de la montaña, era conocida como La Bruja.
Según la adivina, el mal que aqueja al enfermo exige dos aplicaciones juntas para ser derrotado. 1, vestir por una semana, la camisa de un hombre feliz; 2, comer un huevo del pájaro del ceibal llamado el pechugón, que anida en un cañadón cerca del lugar, de difícil acceso y donde existe una plantación natural del arbusto.
Mientras Secundino en la ciudad, procura acercarse a sus conciudadanos más felices, en busca de una camisa usada, un indiecito en la montaña ha prometido traer hacia el postrado hombre, el noble producto del pájaro del ceibo. Por eso aquella mañana, mientras el sol proponía perfumes emanados durante la noche por infinidad de flores en el cañadón, el joven indio galopaba en pelo su tobiano hacia el nacimiento del manantial en la quebrada de los ceibos donde anidaba aquel plumado pájaro de los milagros.
Varias leguas de día y otras tantas de noche, por los enormes cañadones, con la guía de su instinto y su coraje, el indio va llegando a la quebrada de los ceibos donde el arrogante pájaro ha construido su nido y observa al visitante mientras éste, que desde muy pequeño vivió con su tribu alimentado con cualquier producto natural, buscó entre los pastos y ahí estaba el ansiado nido con cuatro huevos de los que sacó solo uno. Miró al cielo, hizo un ademán de agradecimiento, invocó una plegaria que su madre le enseñó en las tolderías y partió a puro galope de su tobiano incansable, llevando el cumplimiento de su promesa, hasta ser depositado sobre un cajón que sería la mesa de luz del enfermo. Besó su frente afiebrada, repitió la oración y desapareció.
Secundino Linares, consiguió entre amas de casa, planchadoras a domicilio, clubes con asistencia de gente famosa, viviendas de estancieros, deportistas, profesionales, amas de llave que accedieron a pagarle algunos servicios de jardinería y limpieza, con el agregado de una camisa usada ya convenida y partió hacia la montaña con el preciado bulto conteniendo media docena de camisas flamantes pero que habían sido vestidas por hombres que él suponía felices.
Siguiendo una huella de animales para acortar distancias, sorteando lomas y peñascos, vadeando arroyos y guiado por su instinto baqueano de lugareño, bordeando un florido paisaje, vio una majadita de cabras pastando al costado de un manantial, observó a una joven mujer lavando ropa que tendía sobre plantas achaparradas, la que atentamente accedió a cambiar con él unas palabras. Así le contó a Secundino que era madre de familia; su esposo mientras, cuidaba sus niños, el bebé, ordeñaba sus cabras, cuidaba una majada de ovejas, domesticaba otros herbívoros de la montaña, atendía el gallinero, vivía feliz, ayudado en todo por los pequeños hijos que pronto enviaría a la escuelita rural.
Por el encanto y entusiasmo de la joven mujer, que dijo llamarse Amalia, intuyó Secundino que podía encontrarse acá el hombre feliz, de manera que intentó cambiar unos pesos ganados en el pueblo, por una camisa blanca que veía secándose al sol sobre un espinillo. Amalia, experta en ser humilde y orgullosa, rechazó el dinero y obsequió la prenda solicitada. Doble emoción embargó a Secundino cuando vio bordada en el bolsillo de la camisa obsequiada por Amalia, una flor de ceibo. ¿Qué misterios hay en todo esto?, se preguntó interiormente el viajero; agradeció el gesto amable, y prosiguió su camino.
Ya en la residencia del moribundo, sería entonces La Bruja, quien dispusiera elegir la camisa que, junto al huevo del pájaro del ceibal, salvaría a éste, de la muerte anunciada.
Probó una a una las camisas, aplicando la gota de un elixir preparado por ella, que al contacto con la prenda de vestir, emitiría un olor nauseabundo, circunstancia esta ocurrida con todas las camisas probadas menos la que Amalia obsequiara a Secundino, de donde emanaba un suave perfume.
Vestido de blanco, y luego de haber ingerido el huevo del pechugón del ceibal, el enfermo desde el borde de la muerte misma se incorporó en la cama sonriente. Afuera, una nube que pasaba dejó libre al sol que iluminó la alfombra de flores en el patio y allá en el ceibal, un coro de trinos y gorjeos de pájaros, marcó un eco en la montaña.
Ninguno de los hombres del poblado, pese a sus riquezas, era feliz. El hombre del manantial, rodeado de su familia y animales de su granja, sí poseía, por derecho propio, la camisa del hombre feliz. Lo descubrió una Bruja en la Montaña.
Moraleja: “La acumulación del poder que da el dinero, o la acumulación de dinero que da el poder, no garantizan la felicidad”.