google5b980c9aeebc919d.html

viernes, 8 de octubre de 2010

EL CUENTO DE HOY




Una mujer en Bosnia (*)


Por Olga Starzak




Apoyé la cabeza sobre un par de mantas viejas y desaseadas; mis ojos se resistían a abrirse, quizás para no contemplar el horror. De mi boca sedienta no salían las palabras. Mi cuerpo, lacerado, estaba inmóvil.
Mis dos pequeños hijos permanecían muy cerca. Algunas veces, la inescrupulosidad de alguna de esas fieras era tocada por un indicio de piedad y los niños eran separados de mi lado, mientras la barbarie se concretaba. Luego, me los devolvían –cansados de llorar- para que los alimentara. Otras veces no se preocupaban y quedaban allí, observando con sus inocentes ojos desencajados. Con el terror metido en sus pieles. Con los quejidos que eran acallados a fuerza de golpes.

Estuve así, en un estado de casi inconciencia, no sé cuántos días, no sé cuántos meses.

Las primeras veces había peleado sin descanso. Los pateaba, los rasguñaba, los mordía, los insultaba. Muy pronto descubrí que eran vanos los intentos. Me ataban las manos y los pies y se complacían con mis gritos. La lucha era, para ellos, el mejor desafío que podía brindarles.
Volvían cada noche. Con su soberbia presencia, los ojos enrojecidos, sus mentes enfermas. Me buscaban una vez más, esperaban turno, dispuestos a quebrantar hasta el cansancio mi dignidad.
-¡Oh, por Dios!, otra vez no –susurraba. Nadie me escuchaba. Nadie me había escuchado antes. Nadie lo haría ahora.
-Muévete. Abre tus piernas, hija de puta.
Era la inconfundible voz del comandante. Con él comenzaba el suplicio; otros grupos subalternos lo imitarían.
Mi cuerpo era prácticamente ignorado. Por suerte no les interesaba ni la juventud, ni las curvas que aún mantenía. Ya ni siquiera recordaba si, alguna vez, algún hombre había admirado mis pechos o había pronunciado palabras de amor, de deseo o de pasión. Quizás el padre de mis hijos lo habría hecho.
A ellos sólo les interesaban mis desgarrados genitales; un agujero donde introducir el arma poderosa que los hacía sentir hombres. Un pedazo de carne herida; un espacio para saciar la lujuria. Mientras pronunciaban improperios era cruelmente sometida. Una inentendible estrategia de guerra que los justificaba, los mantenía alejados de la culpa, del arrepentimiento y de la indulgencia
Mi sexo no se acostumbraría jamás a tanta humillación. Primero sentía un dolor intenso, punzante…, más tarde un insoportable ardor mezclado de sangre y sudor; luego invariablemente, el cuerpo lesionado se paralizaba quedando sin sensaciones; sin vida. Y después ese líquido pegajoso y caliente que mojaba mi espacio más íntimo, devolviéndole otra vez el ardor.
Dolor, mucho dolor. Pero mucha más repulsión.
Cuando me animaba a observar sus rostros, percibía el orgullo en las miradas; sus bocas entreabiertas jadeaban como jadean los perros durante la cópula.
Y luego se acercaba el siguiente.
-¡Oh, no! Basta –pensaba. -Por favor, basta.
Murmullos y risas. Gritos frenéticos y deshumanizados haciendo eco en las paredes solitarias. Fervor y pasión. El mismo fervor y pasión que horas más tarde los acompañaría en la lucha armada. Ahora enaltecido su orgullo, regocijado el espíritu. Y renovarían cada noche el acto que, como se cansaban de repetir, “elevaba la moral de la tropa”.

No había espacio para el llanto, tampoco para el lamento. Sí lo había para el rencor y para la desesperación.
Así fue pasando el tiempo. El conflicto étnico parecía menguar. Y aunque jamás los serbios estarían dispuestos a entregar sus tierras, las que consideraban una mina de oro, los hombres aparecían con menos frecuencia. Comencé a alentar esperanzas, a pensar, a bregar por mis hijos que –en medio de tanta miseria humana- eran injustamente maltratados.
Meses de ausencia menstrual no significaban nada en la situación en la que me encontraba. No me sorprendí ni el primero, ni el segundo ni el tercer mes; tampoco me preocupé. La alevosía de los ultrajes había causado daños tan severos en mi mente y en mi cuerpo extenuado que supuse normal esa interrupción.
Sin embargo, esa tarde gris del invierno eslavo comprobé lo inevitable. Movimientos conocidos, otras veces sentidos, aparecieron en mi vientre; en mi vientre siempre abultado por la mísera alimentación y las continuas infecciones.

En mi abdomen una vida comenzó a crecer. El hijo del desgarro, del espíritu bélico de quién sabe quién. Sentí miedo, un miedo diferente, nunca antes experimentado. Un miedo que iba más allá de la muerte, de las heridas aún sin cicatrizar. Pensé en ese bebé que proclamaba por su vida en la fuerza de aquellos movimientos.
Y con angustia, acaricié mi vientre.



(*) De “Estigmas”, cuentos no tan cuentos - Editorial Vinciguerra S.R.L. - Buenos Aires, 2004



Bookmark and Share


votar






martes, 5 de octubre de 2010

EL POEMA DE HOY

"ROMERÍA"

de Juan Huenuan Escalona


Conociendo la poesía de Juan Huenuan Escalona, escritor chileno de enorme talento, he festejado de antemano al recibir su libro, aún inédito, Romería. Y al internarme en sus páginas me he sentido doblemente gratificada, no sólo por lo que en él se lee, sino –y además- por los silencios que concentra. Y es ahí, en ese juego del decir, del sugerir y el callar, donde encontré un profundo acento de autenticidad poética.
Hallé en él no pocas respuestas, o, al menos, ciertas pistas para dilucidar incógnitas que producen desasosiego. Visiones ancestrales que provienen del dolor –personal y colectivo- y que aparecen contundentes con su grito de rebeldía y de impotencia.
He leído estas romerías con hambre y sed de buena poesía. Y sentí la conmoción de estar frente a lo auténtico, porque a la convocatoria del autor han concurrido fantasmas, revelaciones, miedos, vértigos, sueños y realidades. Y se han ido convirtiendo en lacerantes sensaciones que tocan hondo al lector. Y que también alivian.
Baudelaire decía que: "Todo auténtico poeta esconde a un crítico". Y no hay crítica más contundente que la que se ejerce sobre la propia obra, cuando el poeta logra ese fundamental desdoblamiento y se observa desde cierta distancia, con ojo alerta.
Sin duda, esa ha sido su mirada, porque no hay en este libro una sola palabra superflua.
Celebro la aparición de Romería, tan vitalmente equilibrado, tan poderoso. Poesía pura.

Julia R. Chaktoura



De "Romería", adelantamos el poema:

VASIJA DEL ESPÍRITU



a la Machi Margarita Carmona Curín, mi bisabuela




Estoy en el centro.

La viuda acechada de instrumentos rústicos,

en fuego y tierra dispuesta,

soy espejo que refleja la otra orilla.



Larga como el nacimiento de un profeta,

pinté de blanco mi rostro

y bailé el rito de la sanación.



Soy la vasija del espíritu

que ve entre las astillas y los cueros

y persisto al mastín que me desprecia:



tiempo e ignorancia ensañados

con el credo que pretende

mis ofrendas.



Soy espejo que refleja la otra orilla

y el amor de los que plantaron

en la cumbre de la tierra.


Juan Huenuan Escalona


Bookmark and Share


votar






viernes, 1 de octubre de 2010

LA NOTA DE HOY





LOS DOS LAGOS


Por Jorge Eduardo Lenard VIVES



En 1953, Juan Goyanarte publicó la novela “Lago Argentino”, una obra de aristas cortantes, símbolo de una Patagonia inhóspita, implacable, feroz; cuyos personajes no piden ni dan perdón, viven y mueren en su ley. Treinta y cuatro años después, Rodolfo Peña mostraba, en “Los pájaros del lago”, otro Lago Argentino. El escritor santacruceño presenta una región acogedora y atrayente; sus actores exhiben rasgos humanos que los suavizan ante los ojos del lector. Esta diferencia entre dos novelas con un mismo tema, el poblamiento de las costas de la enorme masa acuosa donde muere el glaciar Perito Moreno, se refleja en el desarrollo de las respectivas tramas. “Lago Argentino”, continuamente recuerda la desolación y el aislamiento de la zona:

“En esta Patagonia,” dice uno de los protagonistas, “todo es áspero y salvaje. La tierra se eriza a cada momento, con su acompañamiento de tormentas, de ciclones, de fríos bestiales, para arrojar de su superficie al hombre temerario que tiene la osadía de querer domesticarla para arrancarle su savia. El hombre se prende al suelo, como un piojo. El hombre cría uñas y garras, su piel se hace rugosa, peluda, su boca se transforma en una ventosa capaz de chupar jugo de las piedras... Y la tierra se sigue agitando, rabiosa...”.

En cambio, Peña -sin retacear las referencias a la rigurosidad del clima y del terreno de la región-, utiliza un lenguaje de tono sosegado:

“En ese rincón privilegiado de la provincia de Santa Cruz, sobre la margen norte del imponente lago Argentino, albergue de multiformes témpanos viajeros que el viento del oeste y el oleaje consecuente empujaban lenta, inexorablemente hacia el extremo oriental del gran espejo de agua, la tarde transcurría con el sol brillando a pleno y sólo una brisa agradable acariciando la vieja tierra que todavía guardaba lugares cuajados de ese misterio que únicamente da la eternidad no violada por el hombre”.



Como su geografía, los personajes de Goyanarte también exteriorizan un temperamento casi atrabiliario. Así describe al personal con el que debe trabajar Martín Arteche, protagonista de la obra:

“Cuando le tocó tener bajo sus órdenes otros hombres, los manejó también con mano suave y vigorosa a la vez, para ir creando una peonada que colaborara eficazmente con él en la formación de esa estancia que era como un fortín de avanzada a los pies de la cordillera inexplorada. En aquellos tiempos el material humano que se podía encontrar era de las especies más extremas: aventureros difíciles de amansar, o inútiles que, no encontrando trabajo en la costa, se internaban tierra adentro para no morirse de hambre.”

De allí el acento de violencia que caracteriza las relaciones entre quienes pueblan su obra:

“_ ¡Tú te tomas siempre la tarea más descansada! – rezongó Torrén - ¿Por qué no haces tú éste trabajo cochino de ensuciarte con sangre y de oler a carne podrida?
Biguá le lanzó una mirada furibunda:
- ¡Callate! – le gritó -, o te voy a arrancar el cuero a vos también, a lonjazos”.

En “Los pájaros del lago”, los personajes tienen contornos más romos. Juan Carlos Dannenberg, el estanciero alrededor de quien gira la novela, muestra una imagen bucólica del poblador sureño:

“- En la ciudad creen muchas cosas (...) Yo, particularmente, a veces pienso si no seremos una raza diferente. (...) Nosotros, los del campo (...) Tenemos unas cuantas diferencias, criterios distintos frente a la vida, la naturaleza (...) Por ejemplo, tenemos respeto por las cosas de la tierra, la naturaleza, los mismos animales salvajes (...) Sí, somos los hombres de campo quienes matamos a los animales salvajes, claro. Pero ese no es el caso, quiero decir que no destruimos por gusto, no tenemos la fiebre del asfalto, las carreteras atestadas y las aglomeraciones de todo tipo (...)”

Tiempo atrás, se habló en estas páginas de los libros “amargos” y “alegres” que inspiraba la Patagonia. En cierto modo, se encuentra aquí esa dicotomía, que la periodista y escritora Sandra Pien considera un punto importante de estudio para analizar la literatura regional. ¿A qué se debe la notable diferencia en la forma de ver el paisaje y sus habitantes, entre las dos obras? En principio, podría pensarse que está dada por la índole de cada autor; o la distinta época en la cual se concibieron las novelas. Pero otra explicación, más simple, es que las peripecias de Martín Arteche por un lado, y las de Juan Carlos Dannenberg por otro, son dos facetas de una misma realidad. Ambos escritores, Goyanarte y Peña, ven la belleza de la zona y la bravura de sus habitantes, pero cada uno de ellos lo cuenta a su manera. Y las dos visiones nos permiten disfrutar de obras de indiscutible valor literario.



Bookmark and Share


votar






jueves, 30 de septiembre de 2010

LOS POEMAS DE HOY

CUATRO POETAS SERRANOS





Amistad

Por María Luján Siguero Entraigas (*)



El ángel de un artista
se ha sumado seductor
a este viaje que es mi vida…
Me pinta sonrisas multicolores…
comparte conmigo sus sueños…
y me incita, bohemio.
a liberar las musas
que me habitan…

(*) Escritora de Sierra Grande, integra el grupo Avefénix. Autora del libro “De amores de chat”.


Plenitud

Por Elisabet Sanza (*)


Rugosidad del sol
escondido en sombras,
cavernas zigzagueantes
engendran manantiales,
hilos de sal diminutos
alimentan mi esencia,
piedritas de colores
en mi alma.
Hoy, soy feliz.
el universo me contiene.

(*) Escritora de Sierra Grande, integrante del grupo Avefénix.



Escribir en sombras

Por Beatriz Karam
(*)




¿Por qué rayo infinitas hojas?
¿Por qué no puedo llorar
en momentos como éste?
Pequeño corazón alocado
que rocía de espumas las lágrimas del mar.
Escribir…
Mi cuerpo es una llama ardiendo en las cenizas,
mi cabellera se enreda gritando tu nombre
y no vienes,
la sangre no se apaga
corre detrás de tu ausencia.
Miro las sombras que vas dejando
cuando te alejas
del otro lado de la noche.
Escribo…

(*) Escritora de Sierra Grande, integra el grupo Avefénix. Autora de “Vida entre dos razas”, obra inédita que narra las vivencias de los pioneros de la zona de Arroyo Los Berros, su convivencia con los habitantes originales y otros aspectos históricos y culturales de la región.



Solo
(o la extraña sensación de sentirse solo entre tanta gente)


Por Carlos Olmedo (*)
Estoy solo...
En medio de una gran salina.
Ciego...
En medio de una gran salina.
Camino descalzo sin reconocer cual es mi norte
ni cual es mi sur.
Mis pies están resecos, pero aun perciben el crujir de la sal.
Cada tanto se ilumina el telón de mis ojos con destellos de luz...
¿Será ella...? ¿será el sol?
He puesto vendas blancas sobre todo mi cuerpo
las grietas que tengo en la piel son sólo eso, grietas;
nada tienen que ver con mi pasada vida.
hoy caminé 250 pasos hacia algún lado...
necesito descansar y saber que mañana
no regresaré por el camino ya trazado.
Desperté temprano.
cargué el enorme atado de juguetes viejos que llevo sobre mis hombros
y en el preciso instante en que me preparaba para dar el primer paso del día...
Una mano tersa acarició la mía...
Una mano tibia...
Humana.
Ajustó mis vendas en silencio y sin pedirme nada a cambio
seguimos...
por el gran desierto...
Caminando juntos.

(*) Escritor de Sierra Grande, integra el grupo Avefénix. Incursiona también en la música, las artes plásticas y el cine.



Bookmark and Share


votar






martes, 28 de septiembre de 2010

EL CUENTO DE HOY





Una Bruja en la Montaña



Por Jorge Gabriel ROBERT



Se llamaba Secundino Linares el hombre que partió desde esta casa situada en un valle en la montaña. Nadie lo había visto llegar a lugares poblados. A nadie le importaba quien era o de donde venía; simplemente, a la gente le gustaba su modo de ser cordial, sin un gesto de disgusto, lo que se suele llamar por su humildad, de muy bajo perfil. Su impronta era constante de ayudar al prójimo. Sin embargo, algunos vecinos más inquisidores, habían notado cierto nerviosismo al entablar un diálogo, pese a su agradable sonrisa; pero Secundino se recomponía de inmediato al notar que era observado y buscaba la manera de sincerarse aduciendo que había bajado de la montaña en busca de trabajos bien remunerados y así poder llevar soluciones a su padre que ya anciano, había desmejorado su salud en forma alarmante y conseguir lo que una vidente le había aconsejado hacia muchos años, cuando empezó a sufrir una misteriosa enfermedad que lo llevaría a la muerte y solo ella, la vidente, conocía un método para su curación total. El remedio era muy simple, y consistía en vestir durante una semana, la camisa de un hombre feliz e ingerir un huevo de pájaro llamado, el pájaro del ceibo o el pechugón, que se conseguiría en el ceibal, mas entrando en la montaña. No era fácil.


Por eso Secundino, en el poblado, elegía pedir conchabo en casas de gente acaudalada, con autos suntuosos, grandes palacios, y así mantenía la esperanza de poder acceder a una camisa usada por personas que, a juzgar por las apariencias, deberían ser muy felices y así conseguir el premio sagrado que sería mejorar la salud de su anciano padre.
En la residencia del enfermo, en el fondo de una quebrada, rodeada de un sembradío que servía de albergue, una alfombra multicolor de plantas y flores. En el fondo de la habitación, un camastro con abundancia de cueros haciendo de abrigo, y un hombre con crecida barba que espera la muerte, si se cumplen los designios agoreros pronosticados por una “vidente” que entre la gente de la montaña, era conocida como La Bruja.
Según la adivina, el mal que aqueja al enfermo exige dos aplicaciones juntas para ser derrotado. 1, vestir por una semana, la camisa de un hombre feliz; 2, comer un huevo del pájaro del ceibal llamado el pechugón, que anida en un cañadón cerca del lugar, de difícil acceso y donde existe una plantación natural del arbusto.
Mientras Secundino en la ciudad, procura acercarse a sus conciudadanos más felices, en busca de una camisa usada, un indiecito en la montaña ha prometido traer hacia el postrado hombre, el noble producto del pájaro del ceibo. Por eso aquella mañana, mientras el sol proponía perfumes emanados durante la noche por infinidad de flores en el cañadón, el joven indio galopaba en pelo su tobiano hacia el nacimiento del manantial en la quebrada de los ceibos donde anidaba aquel plumado pájaro de los milagros.



Varias leguas de día y otras tantas de noche, por los enormes cañadones, con la guía de su instinto y su coraje, el indio va llegando a la quebrada de los ceibos donde el arrogante pájaro ha construido su nido y observa al visitante mientras éste, que desde muy pequeño vivió con su tribu alimentado con cualquier producto natural, buscó entre los pastos y ahí estaba el ansiado nido con cuatro huevos de los que sacó solo uno. Miró al cielo, hizo un ademán de agradecimiento, invocó una plegaria que su madre le enseñó en las tolderías y partió a puro galope de su tobiano incansable, llevando el cumplimiento de su promesa, hasta ser depositado sobre un cajón que sería la mesa de luz del enfermo. Besó su frente afiebrada, repitió la oración y desapareció.
Secundino Linares, consiguió entre amas de casa, planchadoras a domicilio, clubes con asistencia de gente famosa, viviendas de estancieros, deportistas, profesionales, amas de llave que accedieron a pagarle algunos servicios de jardinería y limpieza, con el agregado de una camisa usada ya convenida y partió hacia la montaña con el preciado bulto conteniendo media docena de camisas flamantes pero que habían sido vestidas por hombres que él suponía felices.
Siguiendo una huella de animales para acortar distancias, sorteando lomas y peñascos, vadeando arroyos y guiado por su instinto baqueano de lugareño, bordeando un florido paisaje, vio una majadita de cabras pastando al costado de un manantial, observó a una joven mujer lavando ropa que tendía sobre plantas achaparradas, la que atentamente accedió a cambiar con él unas palabras. Así le contó a Secundino que era madre de familia; su esposo mientras, cuidaba sus niños, el bebé, ordeñaba sus cabras, cuidaba una majada de ovejas, domesticaba otros herbívoros de la montaña, atendía el gallinero, vivía feliz, ayudado en todo por los pequeños hijos que pronto enviaría a la escuelita rural.
Por el encanto y entusiasmo de la joven mujer, que dijo llamarse Amalia, intuyó Secundino que podía encontrarse acá el hombre feliz, de manera que intentó cambiar unos pesos ganados en el pueblo, por una camisa blanca que veía secándose al sol sobre un espinillo. Amalia, experta en ser humilde y orgullosa, rechazó el dinero y obsequió la prenda solicitada. Doble emoción embargó a Secundino cuando vio bordada en el bolsillo de la camisa obsequiada por Amalia, una flor de ceibo. ¿Qué misterios hay en todo esto?, se preguntó interiormente el viajero; agradeció el gesto amable, y prosiguió su camino.
Ya en la residencia del moribundo, sería entonces La Bruja, quien dispusiera elegir la camisa que, junto al huevo del pájaro del ceibal, salvaría a éste, de la muerte anunciada.


Probó una a una las camisas, aplicando la gota de un elixir preparado por ella, que al contacto con la prenda de vestir, emitiría un olor nauseabundo, circunstancia esta ocurrida con todas las camisas probadas menos la que Amalia obsequiara a Secundino, de donde emanaba un suave perfume.
Vestido de blanco, y luego de haber ingerido el huevo del pechugón del ceibal, el enfermo desde el borde de la muerte misma se incorporó en la cama sonriente. Afuera, una nube que pasaba dejó libre al sol que iluminó la alfombra de flores en el patio y allá en el ceibal, un coro de trinos y gorjeos de pájaros, marcó un eco en la montaña.
Ninguno de los hombres del poblado, pese a sus riquezas, era feliz. El hombre del manantial, rodeado de su familia y animales de su granja, sí poseía, por derecho propio, la camisa del hombre feliz. Lo descubrió una Bruja en la Montaña.


Moraleja: “La acumulación del poder que da el dinero, o la acumulación de dinero que da el poder, no garantizan la felicidad”.






Bookmark and Share


votar