UNA VEZ CONOCÍ UN GIGANTE
Por Héctor Roldán (1)
Por Héctor Roldán (1)
Para Aris, mi hermano, a quien nunca le dije que lo quería.
Una vez conocí un gigante de pelo encrespado como las olas de un mar embravecido, de ojos claros resplandecientes de una alegre confianza en su fortaleza. Lo veía alzarse sobre los techos, lo veía aparecer burlón por sobre las casas del pueblo que yo pensaba eran todo mi universo.
Una vez me subí sobre sus hombros y desde esa altura observé la pequeñez del mundo mientras cruzábamos de una zancada áridos cañadones para hundirnos en el mar. Las olas golpeaban su cintura y con él no se atrevían los tiburones y la luna naciente parecía tan cercana que mi rostro se refrescaba con el viento de las estrellas.
Sé que todo lo que he escrito suena inverosímil pues los gigantes solo existen en los libros de Swift o en aquellos viejos cuentos de hadas. Ogros desmelenados, solitarios cíclopes crueles en islas desiertas. Pero yo conocí un gigante, tengo pruebas. Una foto testimonia su existencia allá en los confines del mundo. A pocos kilómetros del lugar por donde Magallanes descubrió el paso que le permitió verificar la redondez del mundo. En aquel lugar azotado por el viento y de largas nevadas que él atravesaba, dejando sobre la superficie blanca la marca de su huella. Y reía como el viento y bebía y comía con la voracidad de todos los gigantes.
Tengo aún esa foto sacada en algún día de aquellas breves primaveras. Está parado a mi lado, enorme. El brillo de la hebilla de su cinturón encandila como una estrella y sus largas piernas se elevan desde la tierra para alzar su cuerpo hasta las nubes. Desde allá arriba sus ojos burlones miran la cámara que pretende lograr una prueba irrefutable de su existencia, sabiendo de antemano, que un sempiterno coro de escépticos impugnará esa evidencia con el ácido cinismo de los enanos que, jamás, verán a un gigante. Mientras, las nubes se apelotonan en sus rulos y el viento naufraga en el laberinto de su clara cabellera encrespada.
Nunca supe, exactamente, la naturaleza de sus emociones, si crueles o bondadosas. Los gigantes se comportan de manera ambivalente. Quizá su mismo tamaño hace que ellas se pierdan en su organismo. Entonces aparecen en oleadas alternativas de sentimientos extremos que a veces lo acercaban a mí con la ternura de un hermano, y otras los arrastraban a las lejanías de su altura para verlo perderse, sobre sus humeantes criaturas mecánicas, en los eriales de los yacimientos petroleros.
Pero puedo decir con orgullo que cabalgué sobre sus hombros y aun, después de tantos años, no he conocido otro ser humano que lo hiciera. Soy, quizá, el último testigo que puede acreditar la existencia de aquel prodigio.
En esos años era un niño. Quizá argumenten que en la niñez todo parece grande, enorme, y digan que el correr de los años coloca en justa perspectiva todas las cosas. Como si la magia pueda ser disuelta con procedimientos de mensura, como si los gigantes disminuyeran su estatura para satisfacer las previsiones de los burócratas. Nada de eso ocurre, y el misterio seguirá siendo un misterio.
Recuerdo verlo beber, echar humo por la nariz y la boca mientras narraba sus batallas. Conquistas en las noches ventosas de la Patagonia, luchas en medio de las tormentas de nieve. Como aquella vez que volcó con su cabalgadura metálica en el centro de un invierno desolado y tuvo que vencer al monstruo del frío. Alguna bruja le habrá dicho que orine sobre la tapa del tanque de combustible para derretir el hielo y poder encender la hoguera que mantenga a raya al congelamiento.
He pensado, luego de mucho tiempo, si alguna vez ha sentido dolor. Los gigantes parecen tan ajenos, aislados en sus alturas, lejos de donde se arrastran nuestros pesares. Con la indiferencia de su tamaño ignoran las picaduras de los mosquitos, las miradas enamoradas de las doncellas, la resentida envidia de hombrecitos maltrechos que apoyados en bares de mala muerte esperan su infortunio. ¿Los podrá ver?
Sigo mirando la foto. Ese día era claro y perfecto, iba rumbo a la escuela escoltado por su altura, sabiendo que asustaría para toda la eternidad a mis enemigos pues estaba protegido por su sombra. Pero ahora estoy tan lejos de esas tierras australes, de ese territorio de milagros áridos.
Cierro los ojos tratando de volver a sentir en mis pies aquel viejo retemblido que anunciaba su presencia. Cierro los ojos tratando de volver a oír el rugir de su dragón de metal que se arrastraba veloz hasta las mismas ventanas de mi hermana. Lo veo bajar de un salto, riendo de haber echo temblar los cimientos de la casa. Siempre con las nubes enredadas en su pelo, siempre con los ojos claros burlones, siempre con sus manos rudas.
Los abro. Por la ventana observo la larga calle que se extiende oscura y fría. Desearía ver su sombra alargarse por ella hasta el umbral de mi hogar. ¿Podrán los gigantes subsistir a estos tiempos incrédulos? Me pregunto.
Pero lamento decir que soy el último creyente, que nadie más cree en los gigantes. La incredulidad ni siquiera se rinde frente a la foto, mi prueba irrefutable. Y a pesar de que él esté allí, enorme y sonriente, ignoran su tamaño y preguntan por cuestiones triviales.
¿Hacía mucho frío en la Patagonia? ¿Es cierto que siempre sopla el viento? ¿Las cosas son más caras que acá?
La magia no es para todos, me digo tristemente, mientras guardo su retrato. Afuera, está lloviendo. ¿Tendrá él aun sus botas de cazador, la campera de cuero? Pienso, mientras contesto preguntas tontas y miro unas nubes que se parecen a su pelo.
(1) Escritor santacruceño. Su blog: http://elespectrodelascosas.blogspot.com/
Una vez me subí sobre sus hombros y desde esa altura observé la pequeñez del mundo mientras cruzábamos de una zancada áridos cañadones para hundirnos en el mar. Las olas golpeaban su cintura y con él no se atrevían los tiburones y la luna naciente parecía tan cercana que mi rostro se refrescaba con el viento de las estrellas.
Sé que todo lo que he escrito suena inverosímil pues los gigantes solo existen en los libros de Swift o en aquellos viejos cuentos de hadas. Ogros desmelenados, solitarios cíclopes crueles en islas desiertas. Pero yo conocí un gigante, tengo pruebas. Una foto testimonia su existencia allá en los confines del mundo. A pocos kilómetros del lugar por donde Magallanes descubrió el paso que le permitió verificar la redondez del mundo. En aquel lugar azotado por el viento y de largas nevadas que él atravesaba, dejando sobre la superficie blanca la marca de su huella. Y reía como el viento y bebía y comía con la voracidad de todos los gigantes.
Tengo aún esa foto sacada en algún día de aquellas breves primaveras. Está parado a mi lado, enorme. El brillo de la hebilla de su cinturón encandila como una estrella y sus largas piernas se elevan desde la tierra para alzar su cuerpo hasta las nubes. Desde allá arriba sus ojos burlones miran la cámara que pretende lograr una prueba irrefutable de su existencia, sabiendo de antemano, que un sempiterno coro de escépticos impugnará esa evidencia con el ácido cinismo de los enanos que, jamás, verán a un gigante. Mientras, las nubes se apelotonan en sus rulos y el viento naufraga en el laberinto de su clara cabellera encrespada.
Nunca supe, exactamente, la naturaleza de sus emociones, si crueles o bondadosas. Los gigantes se comportan de manera ambivalente. Quizá su mismo tamaño hace que ellas se pierdan en su organismo. Entonces aparecen en oleadas alternativas de sentimientos extremos que a veces lo acercaban a mí con la ternura de un hermano, y otras los arrastraban a las lejanías de su altura para verlo perderse, sobre sus humeantes criaturas mecánicas, en los eriales de los yacimientos petroleros.
Pero puedo decir con orgullo que cabalgué sobre sus hombros y aun, después de tantos años, no he conocido otro ser humano que lo hiciera. Soy, quizá, el último testigo que puede acreditar la existencia de aquel prodigio.
En esos años era un niño. Quizá argumenten que en la niñez todo parece grande, enorme, y digan que el correr de los años coloca en justa perspectiva todas las cosas. Como si la magia pueda ser disuelta con procedimientos de mensura, como si los gigantes disminuyeran su estatura para satisfacer las previsiones de los burócratas. Nada de eso ocurre, y el misterio seguirá siendo un misterio.
Recuerdo verlo beber, echar humo por la nariz y la boca mientras narraba sus batallas. Conquistas en las noches ventosas de la Patagonia, luchas en medio de las tormentas de nieve. Como aquella vez que volcó con su cabalgadura metálica en el centro de un invierno desolado y tuvo que vencer al monstruo del frío. Alguna bruja le habrá dicho que orine sobre la tapa del tanque de combustible para derretir el hielo y poder encender la hoguera que mantenga a raya al congelamiento.
He pensado, luego de mucho tiempo, si alguna vez ha sentido dolor. Los gigantes parecen tan ajenos, aislados en sus alturas, lejos de donde se arrastran nuestros pesares. Con la indiferencia de su tamaño ignoran las picaduras de los mosquitos, las miradas enamoradas de las doncellas, la resentida envidia de hombrecitos maltrechos que apoyados en bares de mala muerte esperan su infortunio. ¿Los podrá ver?
Sigo mirando la foto. Ese día era claro y perfecto, iba rumbo a la escuela escoltado por su altura, sabiendo que asustaría para toda la eternidad a mis enemigos pues estaba protegido por su sombra. Pero ahora estoy tan lejos de esas tierras australes, de ese territorio de milagros áridos.
Cierro los ojos tratando de volver a sentir en mis pies aquel viejo retemblido que anunciaba su presencia. Cierro los ojos tratando de volver a oír el rugir de su dragón de metal que se arrastraba veloz hasta las mismas ventanas de mi hermana. Lo veo bajar de un salto, riendo de haber echo temblar los cimientos de la casa. Siempre con las nubes enredadas en su pelo, siempre con los ojos claros burlones, siempre con sus manos rudas.
Los abro. Por la ventana observo la larga calle que se extiende oscura y fría. Desearía ver su sombra alargarse por ella hasta el umbral de mi hogar. ¿Podrán los gigantes subsistir a estos tiempos incrédulos? Me pregunto.
Pero lamento decir que soy el último creyente, que nadie más cree en los gigantes. La incredulidad ni siquiera se rinde frente a la foto, mi prueba irrefutable. Y a pesar de que él esté allí, enorme y sonriente, ignoran su tamaño y preguntan por cuestiones triviales.
¿Hacía mucho frío en la Patagonia? ¿Es cierto que siempre sopla el viento? ¿Las cosas son más caras que acá?
La magia no es para todos, me digo tristemente, mientras guardo su retrato. Afuera, está lloviendo. ¿Tendrá él aun sus botas de cazador, la campera de cuero? Pienso, mientras contesto preguntas tontas y miro unas nubes que se parecen a su pelo.
(1) Escritor santacruceño. Su blog: http://elespectrodelascosas.blogspot.com/
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