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viernes, 22 de octubre de 2010

EL RELATO DE HOY






UNA VEZ CONOCÍ UN GIGANTE

Por Héctor Roldán (1)



Para Aris, mi hermano, a quien nunca le dije que lo quería.



Una vez conocí un gigante de pelo encrespado como las olas de un mar embravecido, de ojos claros resplandecientes de una alegre confianza en su fortaleza. Lo veía alzarse sobre los techos, lo veía aparecer burlón por sobre las casas del pueblo que yo pensaba eran todo mi universo.
Una vez me subí sobre sus hombros y desde esa altura observé la pequeñez del mundo mientras cruzábamos de una zancada áridos cañadones para hundirnos en el mar. Las olas golpeaban su cintura y con él no se atrevían los tiburones y la luna naciente parecía tan cercana que mi rostro se refrescaba con el viento de las estrellas.
Sé que todo lo que he escrito suena inverosímil pues los gigantes solo existen en los libros de Swift o en aquellos viejos cuentos de hadas. Ogros desmelenados, solitarios cíclopes crueles en islas desiertas. Pero yo conocí un gigante, tengo pruebas. Una foto testimonia su existencia allá en los confines del mundo. A pocos kilómetros del lugar por donde Magallanes descubrió el paso que le permitió verificar la redondez del mundo. En aquel lugar azotado por el viento y de largas nevadas que él atravesaba, dejando sobre la superficie blanca la marca de su huella. Y reía como el viento y bebía y comía con la voracidad de todos los gigantes.
Tengo aún esa foto sacada en algún día de aquellas breves primaveras. Está parado a mi lado, enorme. El brillo de la hebilla de su cinturón encandila como una estrella y sus largas piernas se elevan desde la tierra para alzar su cuerpo hasta las nubes. Desde allá arriba sus ojos burlones miran la cámara que pretende lograr una prueba irrefutable de su existencia, sabiendo de antemano, que un sempiterno coro de escépticos impugnará esa evidencia con el ácido cinismo de los enanos que, jamás, verán a un gigante. Mientras, las nubes se apelotonan en sus rulos y el viento naufraga en el laberinto de su clara cabellera encrespada.
Nunca supe, exactamente, la naturaleza de sus emociones, si crueles o bondadosas. Los gigantes se comportan de manera ambivalente. Quizá su mismo tamaño hace que ellas se pierdan en su organismo. Entonces aparecen en oleadas alternativas de sentimientos extremos que a veces lo acercaban a mí con la ternura de un hermano, y otras los arrastraban a las lejanías de su altura para verlo perderse, sobre sus humeantes criaturas mecánicas, en los eriales de los yacimientos petroleros.
Pero puedo decir con orgullo que cabalgué sobre sus hombros y aun, después de tantos años, no he conocido otro ser humano que lo hiciera. Soy, quizá, el último testigo que puede acreditar la existencia de aquel prodigio.
En esos años era un niño. Quizá argumenten que en la niñez todo parece grande, enorme, y digan que el correr de los años coloca en justa perspectiva todas las cosas. Como si la magia pueda ser disuelta con procedimientos de mensura, como si los gigantes disminuyeran su estatura para satisfacer las previsiones de los burócratas. Nada de eso ocurre, y el misterio seguirá siendo un misterio.
Recuerdo verlo beber, echar humo por la nariz y la boca mientras narraba sus batallas. Conquistas en las noches ventosas de la Patagonia, luchas en medio de las tormentas de nieve. Como aquella vez que volcó con su cabalgadura metálica en el centro de un invierno desolado y tuvo que vencer al monstruo del frío. Alguna bruja le habrá dicho que orine sobre la tapa del tanque de combustible para derretir el hielo y poder encender la hoguera que mantenga a raya al congelamiento.
He pensado, luego de mucho tiempo, si alguna vez ha sentido dolor. Los gigantes parecen tan ajenos, aislados en sus alturas, lejos de donde se arrastran nuestros pesares. Con la indiferencia de su tamaño ignoran las picaduras de los mosquitos, las miradas enamoradas de las doncellas, la resentida envidia de hombrecitos maltrechos que apoyados en bares de mala muerte esperan su infortunio. ¿Los podrá ver?
Sigo mirando la foto. Ese día era claro y perfecto, iba rumbo a la escuela escoltado por su altura, sabiendo que asustaría para toda la eternidad a mis enemigos pues estaba protegido por su sombra. Pero ahora estoy tan lejos de esas tierras australes, de ese territorio de milagros áridos.
Cierro los ojos tratando de volver a sentir en mis pies aquel viejo retemblido que anunciaba su presencia. Cierro los ojos tratando de volver a oír el rugir de su dragón de metal que se arrastraba veloz hasta las mismas ventanas de mi hermana. Lo veo bajar de un salto, riendo de haber echo temblar los cimientos de la casa. Siempre con las nubes enredadas en su pelo, siempre con los ojos claros burlones, siempre con sus manos rudas.
Los abro. Por la ventana observo la larga calle que se extiende oscura y fría. Desearía ver su sombra alargarse por ella hasta el umbral de mi hogar. ¿Podrán los gigantes subsistir a estos tiempos incrédulos? Me pregunto.
Pero lamento decir que soy el último creyente, que nadie más cree en los gigantes. La incredulidad ni siquiera se rinde frente a la foto, mi prueba irrefutable. Y a pesar de que él esté allí, enorme y sonriente, ignoran su tamaño y preguntan por cuestiones triviales.
¿Hacía mucho frío en la Patagonia? ¿Es cierto que siempre sopla el viento? ¿Las cosas son más caras que acá?
La magia no es para todos, me digo tristemente, mientras guardo su retrato. Afuera, está lloviendo. ¿Tendrá él aun sus botas de cazador, la campera de cuero? Pienso, mientras contesto preguntas tontas y miro unas nubes que se parecen a su pelo.



(1) Escritor santacruceño. Su blog: http://elespectrodelascosas.blogspot.com/



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martes, 19 de octubre de 2010

EL POEMA DE HOY






SUTILEZAS




Por Olga E. Cuenca



Tengo



una tristeza curva desplazándose



desprendiéndose



desde el refugio oculto de lo transcurrido



Convivo



con la suposición



(tantas veces me he dicho a misma, ridícula)



de que no has partido.



Acompaño



no es inercia, es reflejo,



a este cuerpo que se empeña por llevarme



hacia un sitio cierto



No entiendo



por qué debo aplicar tantos



pretéritos al pasado



Dubitando



Protejo



Esa fórmula tan vieja como



yo misma, y más aún...



Que me rebasa



como una suma de sombras



Enfundo



los arcos



de la distancia



en la glorieta de no te olvido



Defiendo



el derecho



de mil soles



de sal que llegan para dar de beber a mi boca



que tiene ahogo de silencio.






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sábado, 16 de octubre de 2010

LA NOTA DE HOY




EL RELATO DE HUMOR EN LA LITERATURA PATAGONICA



Por Jorge Eduardo Lenard VIVES



El relato de humor tiene su lugar en la Literatura universal. Sin embargo, como otros géneros que no parecen “serios”, la narración que apela a la comicidad aparece en un segundo plano. Pero son muchos sus cultores. Uno de los nombres clásicos es el de Mark Twain, con obras geniales como el ensayo “Los defectos literarios de Fenimore Cooper”. “Los papeles del Club Picwick” de Charles Dickens, “Las doce sillas” de Illiá Ilf y Yevgeni Petrov, “Tres hombres en un bote”, de Jerome Klapka Jerome, son más ejemplos del humorismo en la creación literaria. Los escritores españoles no le van en zaga; con numerosos autores que incursionaron en el género; como Noel Clarasó y su “Biografía del buen humor y del mal humor”. En el país, la lista también es larga. Se puede recordar a dos creadores, disímiles en su estilo pero unidos por su agudeza: Adolfo Bioy Casares y Roberto Fontanarrosa.
La Patagonia, tierra ceñuda, no parecería el mejor ambiente para despuntar el vicio de la narración de humor. Sin embargo, la reciente edición de una antología del cuento humorístico por parte del espacio cultural “Tela de Rayón” demuestra que no es así (1). En sus páginas, además de autores nacionales y extranjeros, se reúnen trabajos de escritores regionales; entre otros, de Osian Hughes y Jorge Carrasco.
Desde sus inicios, la Literatura patagónica tuvo rasgos ocurrentes. Se citó hace un tiempo en este blog, el humor que aparecía en algunas creaciones de la colonia galesa. Un libro de esta vertiente, donde campea el gracejo a lo largo de sus páginas, es “A orillas del Río Chubut en la Patagonia”, de Williams M. Hughes; con párrafos como este:
“…este señor se hacía el cansado, se acostaba al reparo de un monte y allí pasaba la noche, llegando a su trabajo a cualquier hora del día siguiente… Es lamentable que no haya aparecido por allí algún “Bwgam” para sacudirle un poco de su inercia y frecuente debilidad. No esa clase de apariciones que tienen su cabellera en llamas, con fuego y azufre saliendo de su boca a borbotones y sus ojos despidiendo rayos. No, no es a uno así que me refiero, sino a un “Bwgam” blanco, respetable, como los había en los cementerios de Gales antiguamente. Ver a uno de ese tipo le hubiera hecho mucho bien.”
No es, por supuesto, una gracia estridente; sino una fina ironía que demuestra que el “humour” británico no es privativo de los ingleses.
Otros autores regionales más modernos han incursionado en el género; con piezas que toman sus argumentos, generalmente, de sucedidos en la zona rural, plenos de la picardía del poblador del campo. En su libro “Patagonia sur”, Mario Echeverría Baleta incluye una serie de “cuentos anécdotas”, como “El puma vegetariano” o “La manguera rota”. Tenemos ejemplos similares en “Rómulo Carballo”, un cuento de Hugo Covaro que integra su volumen “Mi Land Rover azul”, como así también en “Como llegar a la Luna” y “Cuestión de nombres”, de “Pequeñas historias del frío”. “La espumadera” y “El chileno Cifuentes”, de Elías Chucair, en “Cuentos y relatos”, se agregan a los testimonios del humor en la literatura regional. La escritora serrana Ada Ortiz Ochoa también introduce, en forma frecuente, un tono divertido en sus relatos; como en el caso de la narración “Ni beines ni beinetas”.
Si se acepta que el chiste es al relato cómico lo que el microcuento es al cuento, no debería faltar una referencia al chascarrillo patagónico. Son numerosas las chanzas de temática regional que circulan por transmisión oral. Sin dudas, merecerían ser reunidas y difundidas; como lo hicieron hace algunos años, en un ciclo radial, Carlos Ferrari y Luis Alberto Jones. En ese programa se contaban chistes del valle del Chubut, cuyos ficticios protagonistas eran integrantes de la colectividad galesa y otros personajes de la zona. No puede dejar de mencionarse, entre los recopiladores aficionados de historias graciosas del sur, a don Carlos Sheffield. Junto con sus muestras minerales, Lalo recoge las salidas ingeniosas del habitante de la meseta, la montaña y el valle; y las mecha en su siempre amena charla, para diversión del circunstancial, y afortunado, auditorio.
Una consideración final. Más allá de las específicas manifestaciones literarias patagónicas: como siempre que se habla de humor, hay que distinguir entre aquel que provoca la sonrisa, incluso la carcajada, moviendo los mecanismos psicológicos más sutiles; de aquel otro que recurre a la palabrota, al insulto, a la expresión vulgar a fin de despertar, por burdo contraste, la comicidad. Este último procedimiento parece un arbitrio inapropiado para despertar la hilaridad; porque el humor, como la buena Literatura, no debería necesitar del golpe bajo para tener éxito.



(1) “Antologías, II. Humor”. Autores varios. Tela de Rayón, Grupo Jornada y Ernán Bergara (Editor), Trelew, 2010.



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miércoles, 13 de octubre de 2010

EL POEMA DE HOY




SOLILOQUIO DEL OVEJERO


Por Raúl A. Entraigas (*)




“Aquí voy: arreando ovejas.
Treinta años van que mis perros
andan detrás de los piños
garroneando a los borregos...
muchos de ellos he tenido:
envejecieron... murieron...
sólo yo sigo en la brecha,
¡siempre pobre... y ahora viejo!

Aquí voy: siempre al tranquito,
del sufrido zaino overo.
En la ciudad, todos corren;
nosotros nunca corremos.
¿Para qué? si es más seguro
ir despacio que corriendo...

Aquí voy: siempre lonjeado
por este mi hermano viento
que me sigue a donde quiera
como el más fiel compañero.
Todo tiene un fin oculto
y el viento uno muy secreto:
su fin es hacernos fuertes
es el tenernos despiertos.

Aquí voy: arreando ovejas
ajenas, pero en el pecho
arreo mis amarguras
¡y de esas sí que soy dueño!

Esa es la estrella del pobre,
ese es el destino nuestro:
enriquecer a los otros
y quedar siempre... ¡ovejero!
Andar siempre zigzagueando
detrás del inquieto arreo...
Uno se hace a arrear majadas
como a comandar ejércitos.
¡Tata me dio, con la vida,
mi vocación de campero
y he seguido mi destino
sin aflojarle ni un pelo!

No me hablen a mí de luces
de ciudad y su embeleso:
a mí denme el aire puro,
a mí denme campo abierto:
yo nunca quise embretarme
en ningún departamento...
Aquí al sol o bajo nieve,
con aguacero o buen tiempo,
aquí se abaraja todo
como venido del Cielo:
para eso hemos nacido
en este suelo sureño
donde viento, nieve y frío
son nuestros tres elementos:
¿cómo vamos a quejarnos
de lo que es realmente nuestro?

El ovejero no tiene
Ni una estatua ni un recuerdo.
¡Paciencia! Yo me conformo
porque soy cristiano viejo.
No interesa tener bronce,
lo que importa es ¡merecerlo!...”

Y le dio un chirlo sonoro
a su manso zaino overo
y azuzó, con voz quebrada
por la emoción, a sus perros...




(*) El Padre Raúl A. Entraigas es un célebre escritor rionegrino; historiador y poeta. Este poema pertenece a su libro “Patagonia. Región de la aurora”, Editorial Don Bosco, Bs As, 1959.



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viernes, 8 de octubre de 2010

EL CUENTO DE HOY




Una mujer en Bosnia (*)


Por Olga Starzak




Apoyé la cabeza sobre un par de mantas viejas y desaseadas; mis ojos se resistían a abrirse, quizás para no contemplar el horror. De mi boca sedienta no salían las palabras. Mi cuerpo, lacerado, estaba inmóvil.
Mis dos pequeños hijos permanecían muy cerca. Algunas veces, la inescrupulosidad de alguna de esas fieras era tocada por un indicio de piedad y los niños eran separados de mi lado, mientras la barbarie se concretaba. Luego, me los devolvían –cansados de llorar- para que los alimentara. Otras veces no se preocupaban y quedaban allí, observando con sus inocentes ojos desencajados. Con el terror metido en sus pieles. Con los quejidos que eran acallados a fuerza de golpes.

Estuve así, en un estado de casi inconciencia, no sé cuántos días, no sé cuántos meses.

Las primeras veces había peleado sin descanso. Los pateaba, los rasguñaba, los mordía, los insultaba. Muy pronto descubrí que eran vanos los intentos. Me ataban las manos y los pies y se complacían con mis gritos. La lucha era, para ellos, el mejor desafío que podía brindarles.
Volvían cada noche. Con su soberbia presencia, los ojos enrojecidos, sus mentes enfermas. Me buscaban una vez más, esperaban turno, dispuestos a quebrantar hasta el cansancio mi dignidad.
-¡Oh, por Dios!, otra vez no –susurraba. Nadie me escuchaba. Nadie me había escuchado antes. Nadie lo haría ahora.
-Muévete. Abre tus piernas, hija de puta.
Era la inconfundible voz del comandante. Con él comenzaba el suplicio; otros grupos subalternos lo imitarían.
Mi cuerpo era prácticamente ignorado. Por suerte no les interesaba ni la juventud, ni las curvas que aún mantenía. Ya ni siquiera recordaba si, alguna vez, algún hombre había admirado mis pechos o había pronunciado palabras de amor, de deseo o de pasión. Quizás el padre de mis hijos lo habría hecho.
A ellos sólo les interesaban mis desgarrados genitales; un agujero donde introducir el arma poderosa que los hacía sentir hombres. Un pedazo de carne herida; un espacio para saciar la lujuria. Mientras pronunciaban improperios era cruelmente sometida. Una inentendible estrategia de guerra que los justificaba, los mantenía alejados de la culpa, del arrepentimiento y de la indulgencia
Mi sexo no se acostumbraría jamás a tanta humillación. Primero sentía un dolor intenso, punzante…, más tarde un insoportable ardor mezclado de sangre y sudor; luego invariablemente, el cuerpo lesionado se paralizaba quedando sin sensaciones; sin vida. Y después ese líquido pegajoso y caliente que mojaba mi espacio más íntimo, devolviéndole otra vez el ardor.
Dolor, mucho dolor. Pero mucha más repulsión.
Cuando me animaba a observar sus rostros, percibía el orgullo en las miradas; sus bocas entreabiertas jadeaban como jadean los perros durante la cópula.
Y luego se acercaba el siguiente.
-¡Oh, no! Basta –pensaba. -Por favor, basta.
Murmullos y risas. Gritos frenéticos y deshumanizados haciendo eco en las paredes solitarias. Fervor y pasión. El mismo fervor y pasión que horas más tarde los acompañaría en la lucha armada. Ahora enaltecido su orgullo, regocijado el espíritu. Y renovarían cada noche el acto que, como se cansaban de repetir, “elevaba la moral de la tropa”.

No había espacio para el llanto, tampoco para el lamento. Sí lo había para el rencor y para la desesperación.
Así fue pasando el tiempo. El conflicto étnico parecía menguar. Y aunque jamás los serbios estarían dispuestos a entregar sus tierras, las que consideraban una mina de oro, los hombres aparecían con menos frecuencia. Comencé a alentar esperanzas, a pensar, a bregar por mis hijos que –en medio de tanta miseria humana- eran injustamente maltratados.
Meses de ausencia menstrual no significaban nada en la situación en la que me encontraba. No me sorprendí ni el primero, ni el segundo ni el tercer mes; tampoco me preocupé. La alevosía de los ultrajes había causado daños tan severos en mi mente y en mi cuerpo extenuado que supuse normal esa interrupción.
Sin embargo, esa tarde gris del invierno eslavo comprobé lo inevitable. Movimientos conocidos, otras veces sentidos, aparecieron en mi vientre; en mi vientre siempre abultado por la mísera alimentación y las continuas infecciones.

En mi abdomen una vida comenzó a crecer. El hijo del desgarro, del espíritu bélico de quién sabe quién. Sentí miedo, un miedo diferente, nunca antes experimentado. Un miedo que iba más allá de la muerte, de las heridas aún sin cicatrizar. Pensé en ese bebé que proclamaba por su vida en la fuerza de aquellos movimientos.
Y con angustia, acaricié mi vientre.



(*) De “Estigmas”, cuentos no tan cuentos - Editorial Vinciguerra S.R.L. - Buenos Aires, 2004



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