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TERROR BLANCO
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
A través de la Península Antártica, la Patagonia se prolonga en el Continente Blanco. Por ello, en las discusiones referidas al alcance de la Literatura Patagónica, también se consideran, a veces, las obras que versan sobre las regiones colindantes al Polo Sur. Pero la bibliografía de esa zona es enorme. Su tratamiento abarcaría muchas páginas de “Literasur”; empresa difícil teniendo en cuenta que el estudio de las letras del sector continental, de por sí, toma su tiempo.
Sin embargo, hay un género que es interesante analizar en relación a esos vastos territorios congelados: el de terror; que encuentra en aquel lugar espacio propicio para sus fantasías. Existen dos novelas básicas al respecto; “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, de Edgard Allan Poe, y “En las montañas de la locura”, de Howard Phillips Lovecraft.
El viaje del que participa el marino Pym, ingresa a la Antártida en las vecindades de la Península; donde vive aventuras que lo van aproximando al punto más austral del globo y, en sus cercanías, a un desenlace inquietante: “Unas aves gigantescas de color blanco muy pálido vuelan incesantemente, saliendo de detrás de aquel velo, y su grito es el eterno ¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li! al huir de nosotros... Entonces nos precipitamos hacia la catarata, donde se abre un abismo para recibirnos. Pero de pronto se alza ante nosotros, envuelta en un blanco sudario, una figura humana, mucho mayor de proporciones que ningún ser terrenal. Y el matiz de la piel de la figura es de la perfecta blancura de la nieve...”
Retomando esa temática, Lovecraft describe la expedición antártica del profesor Frank Pabodie, realizada también en tierras contiguas a la Península: “Planeábamos cubrir una zona tan extensa como lo permitiera una estación antártica, operando principalmente en la cadena de montañas y en las llanuras situadas al sur de Ross Sea, regiones exploradas más o menos por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd”. En su final, se liga con los horrores que narra Poe: “Oímos de nuevo el grito burlón... ¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li!, y finalmente recordamos que los demoníacos Shoggoths, careciendo de lenguaje propio, se habían visto obligados a imitar la voz de sus amos”.
Otro cuento ambientado en la Antártida y relacionado con el ciclo de los “mitos de Cthulhu”, es “En la tienda de Amundsen”, de John Martín Leahy; con epicentro en la carpa dejada como testimonio por el explorador noruego Roald Amundsen al alcanzar el extremo más meridional del mundo y encontrada luego por Robert Scott y sus desdichados compañeros de expedición. Se publicó por primera vez en la revista “Weird Tales”, en 1928. Por su lado, John W. Campbell fantasea sobre una nave extraterrestre, con su extraño y aterrador tripulante, extraída del hielo en un sitio aledaño a los 90 grados de latitud sur. El cuento, “Visitante del espacio”, fue escrito en 1948; y se llevó al cine con el nombre de “The thing from outer space” (en la Argentina: “El enigma de otro mundo”). En 1968, René Barjavel escribió “La noche de los tiempos”, novela que trata de una civilización desaparecida eones atrás y sumergida en los hielos australes. La obra no tiene un tono ominoso, sino el conocido estilo casi filosófico del autor.
“Las brumas del Terror” es un relato de Liborio Justo, del volumen “La tierra maldita”, que transcurre en la Antártida. Pese a su prometedor título, no pertenece al género. Su argumento es “de aventuras”; el “Terror” se refiere al monte cuyo nombre fue impuesto por la expedición de James Ross, en honor a uno de sus buques. En realidad, es un volcán; y en la narración su actividad genera nieblas... y una grata sorpresa para el protagonista. Tampoco es del género, pese a su título, el film “Terror en la Antártida”, de Dominic Sena, estrenado hace un tiempo. Se trata de un mero policial de acción.
Es cierto que, en la actualidad, ese continente “al sur de todo” dejó de ser lo que era. Poblado por bases de numerosos países, recorrido por satélites que fotografían detalladamente su superficie, visitado por el turismo, ha perdido gran parte de su misterioso encanto. Empero, en las largas noches del invierno antártico, cuando el viento blanco impide a los seres humanos asomarse a la intemperie, nadie sabe qué seres innominados, con formas ajenas a este universo, podrían caminar por las estepas nevadas; persiguiendo propósitos ocultos y, quizás, profiriendo cada tanto los sonidos que les enseñaron sus espantosos amos: “¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li!”
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