El silencio de Clara
Por
Olga Starzak
Hacía sólo
unos pocos minutos que había llegado a la ciudad. Bajó los ojos y permaneció
así por mucho tiempo. Si alguien observaba a esa mujer podría decir que sólo el
cuerpo permanecía en esa silla del café, que sus pensamientos se habían
desatado de los límites impuestos por la naturaleza y se elevaban a un plano
donde nadie pudiera juzgarla.
Donde ella
no pudiera juzgar el silencio que había decidido asumir.
Había
viajado a aquel lugar despojado de rastros humanos con el propósito de cumplir con una misión laboral.
Su profesión de topógrafa y la investigación en curso la habían comprometido a
resolver personalmente un tema limítrofe; un asunto que trazaría en los mapas
las fronteras entre dos parajes, en este sur argentino habitado por algunos
animales y muy pocos hombres y mujeres de campo. Hombres y mujeres que allí habían nacido y –vaya a saber por
qué razones- morirían en las mismas moradas. Se aferraban a ellas aunque
permanecieran atravesadas por del duro frío del invierno, o les fuera imprescindible tenderse en sus
lechos para reservar las energías que el cuerpo gastaba en las míseras siestas
de calor y tierra seca.
Estaba
acostumbrada a la aridez de aquellos rostros, al lenguaje sin palabras; al
caldo sin verduras o al tazón de leche aguada,
ofrendas con las que los habitantes de Gastre homenajeaban a sus
visitantes. Más de una vez había dormido en sus camas, entre sábanas con olor a
humo y una lámpara que le daba la luz
necesaria para anotar datos, dibujar esbozos o apuntar el producto de sus
mediciones.
Esta vez
Clara se alojó en la casa de Martina, la maestra. Llegó en su vehículo después de atravesar el pedregoso
sendero que la adentraba a lo más íntimo de la provincia.
Se ubicó
con sus pertenencias en una de las aulas. Debido al invierno eran tiempos de
poco alumnado. Había estado allí otras veces; la maestra conversaba muy poco.
En esta oportunidad parecía que sus silencios eran aún más prolongados.
Ante su
curiosidad por saber si le gustaba su trabajo y por qué había elegido aquel
lugar para ejercer, la mujer se había mostrado un tanto esquiva. No lo elegí yo, lo eligió la necesidad, le había dicho; y puso fin a la
charla.
Es sabido
que el ahorro de palabras caracteriza a la mayoría de los habitantes de las
zonas rurales; Martina parecía haberse mimetizado con las costumbres de esa
comarca. Las presencias urbanas estaban
lejos de alegrarla. Quizá sintiera invadido ese espacio tan suyo, donde las
únicas compañías tenían entre siete y catorce años. Y ahora, para sorpresa de
Clara, la de un hijo; el hijo que evidentemente criaba sola. Quizás producto de
un amor frustrado, quizás de una noche de intensa soledad. Quizás.
Le
intrigaba la actitud de la maestra. Sus ojos evitaban la mirada del
interlocutor, al menos que este fuera un niño; la rigidez de su entrecejo
y la mueca de sus labios la hacían aparentar más edad de la que tenía.
De lo que
nadie podía dudar era del amor que Martina sentía hacia los chicos.
Se acostó vestida.
El viento azotaba con impertinencia y los signos en el cielo anticipaban la
continuidad de la tormenta; pensó que tampoco al día siguiente podría seguir
con las actividades que se había visto obligada a interrumpir.
A la medianoche un
hilo de agua comenzó a filtrarse por el techo. Dio vueltas en la cama hasta que decidió
levantarse; buscó en la oscuridad una vela y la encendió, colocó el balde que
esa misma tarde había dejado sobre un pupitre, debajo de la grieta, y se
acurrucó entre las sábanas todavía calientes. Muy poco después, cuando el
repiquetear del goteo se hizo insoportable tiró un trapo adentro del
recipiente, pero todo fue inútil, la
había ganado el insomnio. Entonces prendió la lámpara de noche y optó por la
lectura. Pronto se desconcentró: la opacidad de la luz le anticipó que el
combustible estaba a punto de consumirse. Sin fijarse en la página que acaba de
leer, cerró con ímpetu el libro que sostenía y se levantó con el propósito de
buscar kerosén. Pisó sobre el agua; se
mojaron sus medias. Maldijo en silencio y en ese momento escuchó una voz
proveniente de la sala contigua. Era la de Martina que, imperativa, le pedía
silencio a alguien.
-¡Shhhh! Hable
despacio, por favor, no estoy sola y usted lo sabe.
-Entonces señora,
hágamela corta, ¿quiere?
-Don Gervasio, ya
le expliqué...
-No es lo pactado
señora. Necesito el dinero; de no ser así nunca hubiera cometido yo semejante
imprudencia. Usted no sabe lo que son las tripas retorciéndose de vacías, no
sabe lo que son las noches sin dormir con la garganta pidiendo por un tazón
de leche.
-Yo no los obligué
a nada; usted hizo el ofrecimiento...
-Usted accedió; es
también culpable.
-¡Cállese! Ya no
hay nada más de qué hablar. Con el aguinaldo le completaré el pago de la última
cuota. Y después no quiero verlo nunca más por aquí. También eso acordamos, ¿lo
recuerda? A fin de año, apenas me vaya de Gastre, para ustedes, Gervasio,
habré muerto. ¿Comprende?
-...
-Le pregunté si
comprende.
-Sí, señora.
¿Cuándo va a devolvernos el anillo con la virgen?, es un recuerdo de familia.
-Tiene razón, lo
olvidé. El próximo mes; ahora ¡váyase!
-Me estoy yendo,
señora.
Las palabras del
hombre parecían arrastrarse como orugas bajo el sol.
Ya conocía a
Gervasio, ese paisano de gesto educado y andar cansino por las tranqueras
atando alambres, arreando las pocas ovejas que la nieve dejaba ver, acarreando
las muertas. También conocía a Gertudris
y su prole de niñitos de todas las edades brincando por los alrededores de la
choza que habitaban, en lo más bajo de la meseta. Sabía de la estrechez
económica que obligaba a esa mujer a lavar y planchar la ropa de los
estancieros de la zona. Había visto el hambre habitando en los rostros de sus
hijos, los mocos siempre cayendo como velas y sus mejillas dañadas por el frío,
enrojecidas hasta sangrar. Era imposible, con sus precarios e infrecuentes
trabajos, alimentar tantas bocas, a las
que cada año se sumaba una más. No comprendían la necesidad de no traer más
hijos al mundo, o quizás no tuviesen dinero siquiera para las más elementales
prevenciones. En sus impulsos de hombre no cabía la posibilidad de abstenerse y
Gertudris no era mujer de oponerse a los requerimientos de su esposo.
-¿Me pareció o
estuvo anoche Don Gervasio?
-Sí, siempre recurre a la escuela cuando se queda sin leña. Faltarán aquí muchas cosas pero nunca falta calor. Voy a limpiar las aulas, disculpe. En casi todas entró agua anoche.
Martina habló sin mirarla. Pudo notar cómo temblaban sus manos cuando tomó el palo del secador de piso; cómo su mentón latía arrítmicamente. Nunca había visto esa palidez en su rostro.
Aquel día, el
primero después del receso escolar de invierno, llegaron sólo cinco o seis
alumnos, no obstante escuchó con qué fervor
daba sus clases, con qué silencio era escuchada, con qué respeto era
interrumpida.
Siempre la rodeaba
el hijo, colgado de su falda, haciendo trazos en la pizarra o jugando sobre las
rodillas de alguno de los chicos.
-¿Cómo se llama?
-Julián.
Es un pequeño de cachetes
regordetes y ojos muy negros. Una mata de cabello cubre su cabeza, las orejas,
la frente. En uno de sus deditos luce un anillo de oro, con la imagen de una
virgen.
Clara
prendió un cigarrillo que no fumó. El filtro emanaba un olor que ella parecía
no sentir. Sus manos seguían apoyadas sobre un cuaderno, el mismo que durante
los días anteriores le había servido para hacer anotaciones referentes al
trabajo. Sobre la mesa del café descansaban también sus anteojos, y un lápiz de
punta desprolija.
Pasaría
mucho tiempo hasta que la abandonara el rostro de Julián. Un rostro de rasgos
conocidos en Gastre.
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