LOS ÁRBOLES Y LA MESETA
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
La implacable disposición horizontal de la meseta
transforma cualquier atisbo de verticalidad en una anomalía. Por ello, los
escasos árboles que crecen allí adquieren una cualidad de rareza inquietante y
sobrenatural; que los habitantes autóctonos del páramo reflejaron en su
creencia sobre el “árbol del gualicho”, citada por el bolsonense Jorge Sánchez
en su cuento “El Kollón”: “Parecía un chacay muy viejo, de tronco grueso,
rugoso, seco y de ramas retorcidas, cubiertas de bultitos o ataditos, como
frutos oscuros en esa planta vencida... El único que no pareció extrañado fue
Ireneo (...él sabía lo que significaba el cochingnelo, - kuchún nelo – el árbol
de gualicho...) ... Desde tiempo inmemorial, se propiciaba al “futawentrú”, se
dejaban jirones de las pilchas, bolsitas con monedas o yuyos...”. Gregorio
Álvarez, en “El tronco de oro”, lo llama el “algarrobo del Gualicho”.
La instintiva fascinación por los árboles no es privativa
del ámbito patagónico; viene del fondo de los siglos y pertenece a todas las
culturas, según lo describe Sir James George Frazer en “La rama dorada”. Allí
detalla diversos cultos que tenían como centro el árbol, incluyendo el de los
druidas; término que, por cierto, significa “hombres del roble”. Como es
sabido, los druidas eran los sacerdotes de la religión que practicaba la raza
celta, tronco común del cual derivó, entre otros pueblos, el galés; al que
pertenecían los colonos del Valle del Chubut. Así lo recuerda Mónica Jones en
su poema “El roble”: “Amalgama el viento / melodías de arpa, / invocando al
espíritu / del druida / que vaga entre sus hojas. / Y cuando llama el angelus /
a su alquimia de duendes, / es la fortaleza de su tronco / el papiro donde las
épicas / historias de los celtas / desmayan su cansancio / de la morada lejana
/ aquí, distante de su nativa tierra”.
Ese ameno narrador de historias que es Carlos Sheffield,
contó una vez que, recorriendo la meseta, había observado la aversión que
sentían ciertos pobladores rurales hacia los árboles; como asustados por un
miedo atávico. Incluso, un puestero le aseguró que no le molestaban los árboles
“pichones”, pero “odiaba” a los adultos. En las bases de ese odio no están las
mismas causas psicológicas que acongojan al protagonista del cuento “El odiador
de árboles” de Nadine Aleman; sino que subyace algo inexplicable. Es
exactamente el caso contrario de “El hombre al que los árboles amaban”; relato
de uno de los mejores escritores ingleses de horror: Algernon Blackwood. El
autor de “El wendigo” otorga a los árboles un alma; que tal vez sea la que
siente Antonio Dal Masetto en los bosques milenarios del lago Futalaufquen; y
que describe en su relato “Alerces”: “Mientras el mundo cambiaba,
evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto
de los bosques y los lagos. Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un
monumento. Era algo vivo. (...) Apoyé la otra mano y también la frente contra
el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego
sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda
tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.”
Al contrario de la meseta, la cordillera es el reino de lo
vertical. Entre los cerros que suben hacia el cielo, los árboles encuentran su
plenitud y se reúnen en umbrosos bosques. Es como si se refugiasen en ese lugar
para sentirse seguros – una idea que también aparece en el cuento de Blackwood
-, aunque añorando su antiguo dominio sobre la estepa; del cual sólo quedan, a
modo de melancólico recuerdo, los numerosos bosques petrificados desparramados
por la región
.
De todas maneras, los árboles, tímidamente y de la mano de
los seres humanos, están volviendo desde hace poco más de cien años a la
meseta; en los valles a la vera de los ríos, en los puestos y cascos de
estancia cerca de manantiales o pozos, en las planicies próximas a los cursos
de agua donde medran merced al riego artificial. Entre los sufridos sauces
criollos, los tamariscos y otras especies, se destaca el álamo; que ya es parte
del paisaje patagónico.
Es un árbol con mucha personalidad. Ya sea morando
solitario en algún puesto de la meseta, donde adquiere una dimensión ominosa, o
formando cortinas en las chacras, que según nos dice Angelina Covalschi en su
novela “Las dunas”, tan bien pintó el sarmientino Pompey Romanoff; el álamo
muestra algo de sagrado, de nexo entre la tierra y el cielo. Bien lo dice
Virgilio González en su poema “Hermano Álamo”:
Reverdecida llama, vertical anhelo;
árbol encendido en empinado vuelo,
del alado corazón alborozado
y sonoro follaje suelto al viento.
Mi corazón ya no alienta otro gozo;
ser como este álamo, tirso quimérico,
mansión del canto, atalaya de auroras;
¡trémulo salmo camino del cielo!