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miércoles, 1 de enero de 2014
jueves, 26 de diciembre de 2013
EL POEMA DE HOY
DOY GRACIAS POR TODO LO QUE TENGO
Por Jorge Castañeda (*)
A veces en la paz de las mañanas
Con el alma transida de silencio
En la iglesia pequeña y solitaria
Elevo la plegaria de mis rezos.
Y el día se apesebra de bonanza
Y doy gracias por todo lo que tengo.
Afuera me perfuman las acacias
Y una brisa me colma de renuevos,
Los pájaros tempranos con su parla
Vaya a saber qué cosas traen a cuento:
Tal vez de una ciudad y una ventana
Donde hicieron su nido los horneros.
Ya la hora del almuerzo está cercana
Y sobre la mesa el mantel dispuesto.
No hay cosa más hermosa que la casa
Donde se halla el reposo y el contento.
Y la cocina con su aroma a albahaca
Acercando de mi madre el recuerdo.
Y después la lectura con su magia
En ese sillón que es el que prefiero,
Con las cosas más simples pero caras
A la sencillez propia de mis afectos:
Mis libros, mis escritos, mis vituallas
Y el lugar de mis íntimos momentos.
Soy un hombre feliz, un peregrino,
Y doy gracias por todo lo que tengo.
(*) Escritor de Valcheta.
viernes, 20 de diciembre de 2013
EL CUENTO DE HOY
ETTA
Un cuento de Virgilio González (*)
Las lámparas de
querosene aplicadas estratégicamente en las paredes del bar del hotel, ya
iluminaban su interior. Velas esparcidas en las mesas sumaban su tembloroso
brillo a la ambarina e intimista atmósfera. La concurrencia vestía con
elegancia, especialmente las damas, y tenía buenos modales. Incluso los
parroquianos acodados en el mostrador. Uno de éstos señaló la vidriera norte. A
través de ella se podía advertir, perfilándose en la crepuscular claridad exterior,
el arribo de tres jinetes que, reconociendo el frente del hotel, detenían sus
cabalgaduras. Uno de ellos era mujer.
Los hombres se
apearon con gimnástica agilidad y el más alto, galantemente, ayudó a su
compañera descender de la montura mujeriega.
“Nuevos
huéspedes”, dijo quien atendía el bar y por su señorío trasuntaba su condición
de dueño. En efecto, el trío se dirigía hacia la puerta. Una actitud expectante
se apoderó de todos.
La entrada del
grupo no defraudó tanta atención. Cada uno era un notable ejemplar humano
radiante de afabilidad y gallardía. Su saludo fue respondido con un eco de
simpatía general.
El rubio,
disculpándose por su limitado manejo del galés y el español, preguntó si había
alojamiento como para ellos. Ante la respuesta afirmativa del hotelero,
procedió a despojarse del gabán llevándolo al perchero de madera lustrada. Los
cubrecabezas y los abrigos de los tres quedaron de inmediato colgados como un
símbolo de su interés por presentarse y departir con la gente, antes de traer
al interior del local algún equipaje e ir a las habitaciones. Eso sirvió para
que toda la asistencia pudiera conocer sus filiaciones.
El hombre de
piel y cabellos más claros, el que ya había hablado, se llamaba James Ryan. El
otro, de pelo algo rojizo y bigote más rojo aún, era Harry Place. La muchacha,
de rizos trenzados de color castaño claro y unos fulgurantes ojos verde mar,
era la señora Place.
Venían de la
Cordillera. En realidad, hacía un par de años que estaban en el país. Bajaron
desde California a Chile en esos barcos que unían los puertos del Pacífico. Por
amigos galeses que conocieron en su rancho de Montana tenían noticias acerca
del Chubut y de la posibilidad de trabajar con ganado grande al pie de los
Andes patagónicos. Así fue como compraron una estancia en Cholila y realmente
les estaba yendo muy bien. Ahora querían adquirir reproductores de raza y
ampliar las actividades de su cabaña. Tenían ganas de criar finos caballos de
sangre pura de carrera. Les parecía que eso podía ser un buen negocio de exportación
con gran porvenir.
La concurrencia
celebró unánimemente tan acertados planes. El diálogo fue adquiriendo fluidez;
entreverando palabras y modismos del castellano y el inglés, todos parecían
entenderse. Un caballero de aspecto patriarcal se acercó a Ryan y se sentó a su
lado en la silla que presta y respetuosamente le alcanzaron.
–Creo que a
ustedes les conviene prepararse para la cena en este mismo lugar. Yo los
invito. Todas las noches viene a tomar café con su señora el gerente del Banco,
que es de ascendencia norteamericana.
Esta noticia
decidió a los viajeros. Los dos hombres salieron a buscar las austeras maletas
y arreglar las condiciones del cuidado de los caballos. Las damas se
congregaron en torno a Etta.
–¿Vinieron a
caballo desde Cholila? -preguntaron casi a coro dos de ellas.
–¡Of course!
–fue la inmediata respuesta, dicha con un gracioso gesto casi infantil que
confirmaba que eso era la cosa más natural.
–¿Y en esa
montura? –agregó otra.
Aquí estalló una
de esas pícaras carcajadas colectivas que suelen producirse en los corrillos
femeninos.
–No –respondió
por fin Etta–. La compramos en Gaiman, donde estuvimos ayer e hicimos noche. Yo
monto como los hombres y me gusta usar “breeches”. Me crié a caballo en mi
país.
–Sin embargo, no
hay nada de rústico en usted –afirmó una de ellas en representación de todas,
que asintieron con cabeceos.
–Well..., mis
padres, pese a ser pobres granjeros, lograron mandarme al Este a estudiar. Soy
maestra de escuela y trabajé como tal.
–¿Le gusta
enseñar?
–Me gustó hasta
que el salvajismo del Far West se impuso en la política de nuestro Estado.
Gobernantes con amigos empresarios y abogados tramposos forman una camarilla
que necesita ignorantes que los voten. Hasta fingen estar en partidos distintos
para perpetuarse. A los que verdaderamente se les oponen los destrozan. A los
maestros no les pagan casi nada. A las escuelas chicas las cierran y con las
grandes hacen desvergonzadas ganancias; las empresas constructoras y
proveedoras son de ellos mismos. Y cada vez son menos las escuelas y proliferan
las tabernas y los casinos. Con la excusa de que yo tenía pocos alumnos me
dejaron en la calle. ¡Los mismos funcionarios que ganaban veinte veces mi
sueldo para no hacer nada sino tramar maldades! ¡Oh!, yo estaba muy triste y
resentida cuando conocí a Harry...
En el transcurso
de esta conversación se fue produciendo en Etta un sutil cambio. Hubo un
momento en que alguna persona observadora podría haber advertido un
estremecimiento muy íntimo, un cuasi escalofrío. Rasgos de madurez y rictus de
amargura quisieron aflorar, afortunadamente sin éxito porque hubieran
marchitado la lozanía del joven rostro.
–Nunca dejen que
en su país leguen a gobernar hombres poderosos pero salvajes... –dijo tras un
instante de pensativo silencio-. Y perdonen, por favor, mi pretensión de
aconsejar.
En ese momento
entraban nuevamente sus compañeros de viaje. Ellos seguían muy alegres. Sus
miradas tenían cierta ensoñación artera que no armonizaba con la plácida
sonrisa de niños que lucían sus labios y sus curtidas mejillas.
La joven,
rodeada de gente que le había demostrado aprecio y confianza, con la que ella
había podido franquearse apelando a recuerdos de una juventud idealista que no
estaba tan lejana, sintió el atisbo de una náusea que urgentemente debía
reprimir. El rol de caballeros rurales interpretado por sus amigos para iniciar
lo que iba a terminar en otro asalto de gigantesco botín le parecía ahora algo
burdo, soez. Si por un tiempo y en algún lugar pudieran dejar de ser la banda de
Butch Cassidy, esta ocasión y este sitio se presentaban propicios.
Cuando Harry
tomó suavemente la mano de Etta para invitarla a ponerse de pie, un relámpago
de ira emergió del abismo esmeralda de los ojos de la muchacha. El hombre, tras
una breve pausa dubitativa, absorbió inteligentemente la situación.
–Vamos, Etta –le
dijo con ternura paternal–. Creo que nos vamos a quedar un tiempo con esta
buena gente. Y no te preocupes –mirándola intensamente como se hace cuando dos
almas se funden en una al impulso de un noble arrebato, agregó con voz cada vez
más queda–, nos vamos a portar bien aquí. Entre los dos convenceremos a Butch.
Será un verdadero viaje de vacaciones.
(*) Profesor y
escritor chubutense. Este cuento fue publicado en “Cuentos de cuando la banda
de Butch Cassidy anduvo por aquí” (Biblioteca Popular Agustín Alvarez, Trelew,
1997).
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martes, 17 de diciembre de 2013
EL CUENTO DE HOY
EL ÚLTIMO DÍA DE SOL
Por Luis Ferrarassi (*)
Hubo un día que el sol no asomó. Aunque el fenómeno se daba en otras partes del mundo, como en el Ártico o la Antártida, acá no era nada común.
El primer día, todos estaban sorprendidos y confundidos. Salían a las calles, sacaban fotos, festejaban, como si fuera una gran nevada, que no asustaba ni preocupaba al ciudadano común, sino que, de algún modo, lo hacía sentir ridículamente orgulloso de ser una ciudad con algo que la distinguía. Aquel crepúsculo había cubierto toda la jornada, en una noche perpetua.
El segundo día, comenzaron a buscarse explicaciones y a preguntarse si éramos los únicos. Al parecer, sí, lo éramos. Éramos los únicos sin sol.
Había en el suceso algo hechizante: nadie, aunque lo intentara, podía emerger de los dominios de la ciudad. Uno, simplemente... quería quedarse. Y cuando había quien se libraba del hechizo y llegaba a la altura del aeropuerto, una oscuridad profunda se comía las cosas y al parpadear, aparecían del otro lado de la autovía, con dirección a la ciudad. Muchos han intentado irse en otras direcciones, pero siempre pasaba lo mismo: la oscuridad devoraba y regurgitaba. Pero nunca devolvía lo mismo que se tragaba, antes absorbía una parte de la vitalidad. Esa gente ya no era la misma.
Pasaron más noches, más tiniebla, más oscuridad. Dos, tres, cuatro días. Al décimo, ya habituados a la soledad de siempre, pero ahora con un aditivo nada común, aparecieron las criaturas. Salieron de la nada.
Eran del tamaño de un niño de seis años, delgadas, de grandes ojos gatunos, bocas pequeñas, sin nariz ni orejas. Sus brazos cortos terminaban en manos pequeñas que en vez de dedos parecían tener tentáculos. Sus pies eran casi siempre invisibles por la carencia de luz, pero eran similares a sus manos. Emitían sonidos agudos, como silbidos, para comunicarse entre ellos.
No faltó el viejo que decía que provenían del milenario volcán que ahora albergaba la famosa Laguna Azul. La leyenda las ubicaba allí y ahora, vueltas una realidad, habían aparecido desde la oscuridad y se presentaron ante nosotros en cada hogar del pueblo.
A pesar de su tamaño, eran intimidantes a su forma. El silencio, la quietud, sus miradas, eran más poderosas que cualquier arrebato de fuerza humana. Las armas no disparaban ante ellos. Algo había de inexplicable en eso.
Cuando nos visitaron y nos tuvieron en su poder, solos, nos arrodillábamos frente a ellos y clavábamos nuestras miradas vacuas en sus enormes ojos. Apoyaban sus manos en nuestras cabezas y nos otorgaban el horrendo poder de ver lo que vendría.
Aquella, la premonición, era su arma ante las nuestras: la fuerza bruta. Nosotros los superábamos en número y potencia armamentista, pero ellos tenían lógica, organización, habilidad de ver lo que se aproximaba y lo que había pasado y el grandioso poder que tejer el manto de la noche perpetua sobre nuestras cabezas, abrigando el lomo de la ciudad.
Vimos, como una vieja película antigua, que las criaturas cosechaban. Que cada noche (de las noches viejas), tomaban uno de nosotros, lo arrastraban a la laguna y lo devolvían igual a ellos. Uno menos de nuestro bando, uno más del de ellos.
Luego de desmayarme y con una idea bastante clara de lo que me pasaría y lo que nos pasaría (me refiero a todos nosotros), desperté mientras una criatura me arrastraba por un camino de tierra y filosas piedras volcánicas, que desde la altura, dibujaban un sendero negro, donde vaya uno a saber cuándo, se posó un río de ardiente lava y vi que se sumergía en la laguna conmigo a cuestas.
Mientras leés esto, no sabrás, a ciencia cierta, si hoy es el último día de sol que tendrás. Si lo es, al menos sabrás lo que se avecina.
Y quién te dice, quizá, quizá, podamos conocernos, tú y yo.
(*) Escritor de Río Gallegos.
viernes, 13 de diciembre de 2013
LA NOTA DE HOY
DECIMONÓNICOS
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
En la segunda mitad del siglo XIX, la Argentina vivió una etapa de particular importancia, durante la que se organizó como Nación y adoptó las formas institucionales. También comenzó a consolidar su ser nacional, circunstancia que dio lugar a diversas manifestaciones culturales; entre las cuales la Literatura ocupó un papel relevante. Algunos de esos autores situaron en la Patagonia sus creaciones; recorrerlas nos puede deparar algunas sorpresas.
Uno de los libros más interesantes del período es "Mar Austral", de Fray Mocho; seudónimo de José S. Álvarez. Esta novela persigue una clara finalidad, expuesta con precisión en el epílogo: “...escribo este relato sin pretensiones literarias, deseando que él caiga, aunque sea por casualidad, bajo los ojos de la gente ilustrada de mi país y llame su atención sobre aquellas costas lejanas, tan bellas y ricas, como injustamente desconocidas y calumniadas”.
Lo extraño es que su autor nunca visitó la región; por lo cual debió escribir en base a lo que otra persona, u otras personas, le pintaron. Pero su arte le permitió describir imágenes vívidas como ésta: “...veía a lo lejos el mar sereno y tranquilo, teñido con la luz suave de los crepúsculos australes, que es inimitable por la dulzura y variedad de sus tonos, y nuestro cutter con sus velas recogidas, que cabeceaba blandamente sobre el ancla, saludando a otros barquichuelos diseminados en la vasta rada, desde la punta de una península que verdeaba, alzándose en anfiteatro, hasta la lejanía brumosa donde el mar y las montañas se confundían en el horizonte indefinido”.
Quien sí estuvo en la zona fue Roberto J. Payró. Dejó un valioso testimonio, "La Australia Argentina", diario de viaje que retrata una Patagonia incorporándose, poco a poco, al resto del país. No fue la única obra que dedicó a la región. Inspirado por los escenarios naturales y humanos que encontró, escribió "Un pioneer de Tierra del Fuego", corta ficción incluida en su volumen "De violines y toneles". Allí revela, por boca del protagonista, su deslumbramiento ante el paisaje sureño: “... pasó largas horas sobre cubierta, admirando los maravillosos canales fueguinos cuya belleza – ora melancólica, ora majestuosa, ya alegre y desbordante como un paisaje tropical, ya imponente como un templo en que la Naturalez se mostrara sin velos – producía en su ánimo una impresión desconocida...”. Y finaliza su relato con una alabanza a la libertad entrevista en aquellas tierras: “Sus hijos serán, como él, fuertes pioneers fueguinos... quizá algún día me toque también contar la ruda educación que reciban, en lucha desde temprano con la naturaleza – relato que será tan sencillo como éste, porque todo es sencillo allá donde el hombre, si no es ayudado, no es estorbado ni hostigado tampoco por sus semejantes...”.
Pero tal vez una de las referencias más curiosas de esa época sobre la Patagonia, es la que incluye Juan Bautista Alberdi en “Pereginación de Luz del Día”; cuya parte segunda describe la colonia de Quijotania, regida por Don Quijote y sita en la Patagonia. A discurrir sobre esta rareza literaria, el escritor Donald Borsella dedica su ensayo “Alberdi y una novela patagónica”. Su lectura permite conocer en detalle el asunto; y a ella debe recurrir el lector interesado (1). Aquí sólo se transcriben algunos párrafos de la obra de Alberdi, a modo de ejemplo de la calidad de su estilo y de la visión que tenía de una zona en la cual - como Fray Mocho - nunca había estado.
En su intento por encontrar a los viejos caballeros venidos de España a América, Luz del Día recibe la siguiente noticia sobre Alonso Quijano: “Su locura ha cambiado de tema, pero no de naturaleza. En vez de ser el Quijote de la Mancha, ha sido el Quijote de la Patagonia; es decir, que el vuelo de su fantasía no ha reconocido límites, desde que se ha visto en aquel mundo favorito de los ensayos temerarios, de los experimentos fantásticos, donde todas las utopías se ponen a la prueba, y donde los más cuerdos se vuelven un poco Don Quijotes.”
El manchego, según Fígaro, informante de Luz del Día, fundó su colonia sobre una estancia que poseía en el sur: “El tenía unos cuantos miles de ovejas y otros tantos animales vacunos y caballares en una estancia que empezó como por un juguete, y que gracias a la paz que le daba la distancia apartada de su situación, en pocos años se volvió una especie de principado. La estancia estaba situada entre la Patagonia y la Pampa, un poco vecina del mar y más cercana de la colonia inglesa de Falkland que de Buenos Aires”.
Si bien la obra tiene un trasfondo de ensayo social y político, su lectura resulta amena por el plástico lenguaje empleado, que tiene un sabor especial para el lector acostumbrado a los clásicos; como así también por el humor, a veces acerbo y crítico, que muestra sus páginas.
Los últimos años de la 19na centuria no fue solamente rica para la Literatura argentina, sino para la mundial. Es una época de grandes escritores, como Dostoievsky, Chejov, Tolstoy, Maupassant, Flaubert, Zola, Victor Hugo, Stevenson, Bret Harte... Entre 1850 y 1900 se vivió una “edad de oro” literaria, en especial para el género narrativo. De esa racha artística fue conteste la Argentina, cuna de un grupo de exquisitas plumas que dieron lustre al “fin de siécle”. Fue de la mano de estos escritores decimonónicos, que la Patagonia se introdujo firmemente en el mundo de la Literatura.
(1) Borsella, Donald. Alberdi y una novela patagónica (Dirección Municipal de Cultura, Trelew, 1984). El autor de la nota agradece a la señora Margarita Borsella haberle permitido conocer esta obra del recordado escritor chubutense.
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