EL
RELOJ
Por Luis Ferrarassi (*)
El reloj me lo regaló mi abuela. Ella
lo heredó de su padre. Él de su tía y a su vez ella de su abuelo que vivía en un
rincón desolado de la comuna de Valenza, en Italia, de donde provienen mis raíces.
Después de esa generación, nadie sabe precisar de dónde provino aquel reloj.
Mi abuela me dijo que en mi
caso, era conveniente saltear una generación porque simplemente, no había nadie
más en la familia merecedor de aquel artilugio.
No era gran cosa. Era una
baratija oxidada, con su tapa ondulada por algún golpe que no permitía que se cerrara; tenía un cristal grueso, raspado y opaco, la cadena estaba
oxidada también y con el paso
de los años había perdido varios eslabones. Noté que le faltaba la manivela para darle cuerda y hacerlo
andar. Pero mi abuela me dijo que no debía preocuparme por eso, que el reloj no
necesitaba que le dieran cuerda. Aún así, la hora la marcaba con
exactitud.
-Me voy a dormir, hijo. Nos
estamos viendo mañana para unos mates –dijo y se fue por
el pasillo hacia su habitación.
Como si aquel obsequio fuera
una especie de augurio, mi abuela falleció al día siguiente. Como era la única abuela que había podido conocer, ya que los
otros habían fallecido en Italia, me dolió mucho su muerte. Teníamos una afinidad única, nos conectábamos
muy bien y habíamos pasado
muchos años haciéndonos compañía, fumando y jugando a las cartas.
Durante el velorio, no soporté
lo morboso que se vuelve la pérdida de un ser
tan querido y me fui al baño para poder llorar tranquilo y estar solo. Cuando
me calmé, abrí el grifo y me lavé la cara. A través del
silencio del lugar, pude escuchar que en el bolsillo de mi camisa vibraba el
segundero del reloj. El sonido acompasado y eternamente regular me tranquilizó. Pero luego, noté que los
tic-tacs cada vez se espaciaban más uno de otro. Al
parecer, después todo, sí debí preocuparme por la manivela faltante de la cuerda.
Lo saqué y lo miré. Mientras
pensaba que debía llevarlo al relojero para que lo arreglara, el segundero seguía
avanzando lentamente, en sus pequeños engranajes, escuché que el agua que corría
del grifo dejó de producir ese
sonido susurrante. Desvié la mirada y vi
que el agua caía como en cámara lenta.
Me quedé mirando sin poder creer lo
que mis ojos evidenciaban. Me froté los ojos,
pensando que aquello era una visión de mis ojos
lacrimosos o bien una treta de mi mente adormilada. Pero de hecho, el agua caía en cámara lenta.
Cuando el reloj se detuvo de golpe, el agua lo hizo también. Aquello parecía una foto.
Los susurros que había escuchado de
fondo, ya no se escuchaban. Salí del baño y observé que la sala velatoria parecía
el hall de un museo que exponía una dramatización de un velorio. Pero estaban
mis seres queridos. Mi mamá estaba a un costado hablando con mi tía, ambas congeladas en sus
gestos. Mi papá se frotaba los ojos con sus manos, secándose las lágrimas.
Todos, todos en la sala parecían estatuas de
cera.
El tiempo se había detenido. El
reloj, de algún modo, había tenido algo que ver con
eso. Entonces me pregunté por qué mi abuela me había dicho que el reloj no
necesitaba que le dieran cuerda. ¿Qué clase de reloj era? ¿Acaso el reloj se detenía, congelando el tiempo a mi
alrededor y volvía a comenzar
cuando quería? Miré el reloj en mi mano y sentí que aquel debía ser tanto un tesoro
familiar, como un secreto. Me pregunté las cosas que
podría hacer con él, con el tiempo detenido.
Entonces, me acerqué al féretro de mi abuela para
contemplarla. Pero no estaba ahí.
Contuve la respiración y
hasta la sangre que fluía por mis venas parecía también detenerse. La
imagen inexplicable del cajón vacío hizo que me
corriera un frío helado por mi
columna hasta llegar a la base de mi nuca.
-Hola hijo –dijo una voz en medio del
silencio.
Me giré y era mi abuela.
Las piernas me temblaron y la vista se me nubló.
- Antes que arranque de nuevo
el reloj, ¿nos tomamos unos
amargos?
(*) Escritor
de Río Gallegos
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