La Granja (*)
Por Olga Starzak
Sabía que el lugar no le
gustaría. La decisión le pareció poco acertada, pero no había oportunidad para
negarse. Mucho menos para opinar. Su actitud lo había llevado a que los
abogados que lo defendían tomaran precauciones, lo cuidaran, defendieran sus
derechos. Y precisamente aquel lugar había sido creado para eso.
Mientras recorría el camino de
la Seccional hasta la chacra donde quedaría alojado, pensaba en sus amigos.
Ellos lo habían incitado a delinquir y, por supuesto, ahora estaban libres. Eran
más grandes y con experiencia. Se habían preocupado para que todas las pruebas
confirmaran su culpabilidad. Si bien no hizo otra cosa que seguir paso a pasos
sus instrucciones, algo quedó librado al azar y fue a él a quien esos “malditos
policías” encontraron –tal como ellos decían- con las manos en la masa.
Muchas veces había escuchado
hablar de La Granja, y aunque los medios se empecinaban en describirla como
“adecuada para contribuir a recuperar a jóvenes de profana conducta”, siempre
dudó de la veracidad de esos datos.
Pronto pudo corroborarlo.
Cuando lo bajaron del patrullero que lo trasladaba tuvo enfrente al edificio
que, desde ese momento, sería su hogar. Observó las altas paredes despintadas;
le llamó la atención la estrechez de la puerta de ingreso y las dos ventanas de
diminutas dimensiones. Advirtió que los dos policías de civil que lo
acompañaban lo dejaron caminar libremente, insinuando la dirección que lo
llevaría a esa puerta. Allí lo estaban esperando. Entregó su documento, mostró
el contenido de su bolso casi vacío y, en forma despectiva, fue “invitado” a
pasar. Lo hizo con resignación. Comenzó a caminar por el angosto y largo
pasillo que lo conduciría a un salón, que enseguida imaginó común a todos los
internos.
Allí se respiraba un aire
mohoso. Todo en el ambiente era deprimente. Rostros sombríos observaban su
presencia e intuyó que eran los guardias del albergue. Nadir hablaba y aunque
estaba acostumbrado a los silencios, estos le molestaban. Sentía mucha bronca. Apretó fuerte sus dientes e hizo grandes esfuerzos para no demostrar el más
leve signo de debilidad.
Esperó encontrarse con otros
chicos pero esa tarde le mostraron las instalaciones y lo encerraron solo en un
cuarto tan lúgubre como desaseado, cuyo único mobiliario consistía en una cama
de mantas gastadas y un cajón que cumplía la función de mesa de luz. Dejó su
bolso en esa mesa y se tiró sobre la cama. Se durmió rápido. No lo hacía desde
varios días.
A la mañana siguiente, muy
temprano, un hombre ingresó impetuosamente al cuarto comunicándole que era la
hora del desayuno, y lo acompañó hasta el comedor que ya el día anterior había
conocido. Allí había unos treinta jóvenes. Algunos devoraban el pan casero y el
café con leche, otros ni siquiera atinaban a alimentarse. La mayoría lo hacía
con normalidad, sin apuro.
Era común a todos, una actitud hostil en el trato; algunos demasiado
tristes. Otros más bien melancólicos. Un grupito pequeño se divertía sin
reparos: estaban festejando su último día en el lugar.
Para su sorpresa nadie reparaba
en él. Esta situación lo tranquilizó. Se sentó en la única silla vacía que
encontró y apenas olió el café se dispuso a disfrutarlo. No lo había terminado
cuando la misma persona que lo despertó le anunció el fin del desayuno y el
inicio de las actividades del día: debían limpiar el lugar; algunos el
interior, otros el patio. Se integró al primer grupo y recién ahí comenzó a
conversar con algunos de los pibes.
‑¿Hace cuánto que estás acá?
–le preguntó a un muchachito pelirrojo que parecía ser el líder.
-No tengo idea… Es mejor que te
acostumbres. Al menos comés todos los días.
La respuesta no lo tranquilizó,
sin embargo no quiso seguir indagando.
Todo cuanto lo rodeaba era
tétrico y le costaba aceptarlo. En las puertas de los baños había un sinnúmero
de mensajes de un contenido tan agresivo como amenazante. Pensó que estaba más
seguro en la calle.
Pasaron los meses. Solo lo
visitaban una asistente social, el abogado que le presentaron en el Juzgado y
su secretario.
Cada día estaba más triste. En
el albergue tenía pocas amistades; chicos en condiciones similares a la suya y
con el mismo objetivo: recobrar la libertad.
El celador de su pabellón, un
hombre al que llamaban “El Tigre”, asumía una actitud deliberadamente odiosa
con todos los internos, sin embargo había comenzado a demostrar cierta
consideración al dirigirse a él. En ocasiones le dejaba cigarrillos, chocolates
y a veces algunas revistas de pornografía.
Era muy difícil vivir en aquel
ambiente. La hipocresía de los adultos le molestaba y sus compañeros no le
interesaban.
Con frecuencia pensaba en
modificar su conducta cuando le permitieran salir, y sabía que para eso debía
conseguir un trabajo que le posibilitara comprar un pasaje para alejarse de la
zona.
Como todo era tan desagradable
a su alrededor, aceptaba –despreocupado- las deferencias del celador. Este le
había prometido mediar ante unos amigos para que pudiera concretar sus
aspiraciones.
-Me gustaría terminar con la
primaria. ¿Creés que eso puede ser posible?-le peguntó a El Tigre en una
ocasión.
-Por supuesto, sólo tenés que
tener un poco de paciencia y confiar en mí.
Así se sucedían los días y
crecían sus esperanzas. Imaginaba el momento de su partida y proyectaba su vida
lejos del hampa. Ahora más que nunca al descubrir que podía vivir sin “el
paco”.
Pensaba que tal vez fuera momento para visitar a su madre y conocer a
sus hermanos más pequeños. Si conseguía trabajo… ¡hasta podía ayudarla!
Recordó épocas en las que vivía
con su familia, los maltratos físicos, la decisión de irse de su casa sin saber
adónde. Se culpaba, aún, por la alegría que había sentido cuando –acusado como
partícipe necesario de un crimen que conmovió a todo su pueblo, su padre había sido condenado a siete años de prisión.
Pasados unos años su madre formó pareja con un amigo de aquél y no pudo
perdonarla. Ese motivo lo alejó para siempre de su casa y lo llevó a frecuentar
grupos delictivos.
Creía que ya había crecido lo
suficiente como para darle a su vida un nuevo rumbo. Quería intentarlo.
Era una noche de las más frías
cuando, quien hasta entonces había sido su protector, ingresó a su cuarto y
poniendo llave en la puerta le hizo conocer que era hora de comenzar a pagar
sus favores.
Y lo sometió así a sus más
crueles debilidades.
Luchó con fuerza pero pronto
comprobó que eran vanos sus intentos.
Desde aquel día esperó con
mayor ansiedad la visita del abogado de la defensoría de menores que prometía
liberarlo de ese encierro; y ahora del anexado tormento que se veía obligado a
mantener en secreto.
En los últimos tiempos no
pensaba en otra cosa que en reencontrarse con sus amigos, los mismos que le
habían enseñado a manipular el arma con la que lo encontraron los
“milicos”. De esa manera soportaba al
celador.
Esperaba. Y en esa espera se
complacía.
Esperaba…
De “En el umbral de los Encuentros” – Ediciones del
Cedro – Gaiman (Chubut) - 2002