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miércoles, 11 de julio de 2018

LA NOTA DE HOY



ISLA DE LOS ESTADOS


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




Uno de los territorios sureños que mejor refleja el proverbial aislamiento y el característico misterio de la Patagonia es la Isla de los Estados. Aunque está a pocos kilómetros de la Isla Grande de Tierra del Fuego, el proceloso estrecho que la separa, llamado de Le Maire en honor del navegante holandés que en 1616 también le impuso el nombre a la ínsula para homenajear al parlamento de los Países Bajos, constituye un desafiante obstáculo para la navegación. La fiereza de sus aguas parece sugerir que Escila y Caribdis se asentaron en su proximidades, con el objeto de martirizar a los marineros que osan hacer el viaje. Semejando un estilete afilado que entra en el Océano Atlántico, como una avanzada del continente que viene atrás, fileteada de fiordos, horadada de lagos y turberas, coronada de montañas que superan los ochocientos metros de altura, el lugar, dueño de una belleza salvaje, fue escenario de diversos hechos que por su peculiaridad se tornaron objeto de la atención literaria.

Entre los sucesos más conocidos que conserva su historia, se hallan las acciones navales del Comandante Luis Piedrabuena. Las rocosas costas fueron testigo de varios de los rescates que dieron al navegante el título de "Caballero del Mar"; y de los dos refugios para salvamento que construyó: el de Puerto Crook y el de Cabo San Juan. Junto con la Isla Pavón y el pueblo de "Las Salinas", fue parte de las tierras que el gobierno nacional le dio en concesión, reconociendo sus servicios en defensa de la soberanía. Fue también proscenio de su propio naufragio, cuando en 1873 zozobró la goleta Espora. El grupo de náufragos encaró la trabajosa construcción del cúter "Luisito", dirigida con mano firme por el comandante cuando las fuerzas de sus marineros flaqueaban. Las cualidades navales del esquife no sólo les permitieron retornar al continente; sino que, apenas arribados a Punta Arenas, con él volvieron a zarpar hacia la Isla en misión de rescate. Todas estas peripecias son narradas en los diversos biógrafos del prócer; como lo hace Raúl Entraigas en “Piedra Buena, caballero del mar”, Arnoldo Canclini en “Comandante Piedra Buena, su tierra y su tiempo” y Vicente Cimmino en “Piedra Buena. Un prócer desconocido y olvidado”. Cabe destacar que este último autor también escribió un ensayo llamado “La Isla de los Estados”; un compendio de su historia, geografía e importancia geopolítica, que constituye uno de los más enjundiosos estudios sobre el tema.

Otro de los hechos de trascendencia histórica es la construcción del faro de San Juan del Salvamento por parte del gobierno argentino hacia 1884; que dio lugar a una de las novelas emblemáticas de Julio Verne: "El faro del fin del mundo". Dos escritores nacionales también tomaron el tema para sus trabajos: “El faro del fin del mundo” de Enrique Inda, en tono de ficción; y el ensayo “La Isla de los Estados y el Faro del Fin del Mundo” de Carlos Pedro Vairo.

A ellos se agrega otro sucedido, la construcción del presidio militar próximo al Faro y la fuga de los presos en el año 1902, que dieron pábulo para varias obras. Una de ellas es la narración "El condenado del fin del mundo" de Enrique Inda, incluida en el tomo del mismo nombre junto a otros relatos australes, que recrea la vida imaginaria de uno de los penados. También Lobodón Garra - Liborio Justo - le dedica el cuento “La sublevación”, en su volumen “La Tierra Maldita”. El escritor Alfredo Becerra consagra al tema una novela, basada en las supuestas memorias de un presidiario prófugo, llamada “Fuga de los Estados”. En su prólogo se encuentra valiosa información sobre la bibliografía de esa zona. Asimismo, escribió un ensayo, “Los prófugos de la isla de los Estados”, que recopila las notas publicadas en la prensa con motivo de la fuga.

Más allá de estos sucesos que inspiran las letras, el lugar en sí se presta para telón de fondo de la creación literaria. El ya citado Becerra nos recuerda que quien primero entendió esto fue Roberto J. Payró. En su crónica “La Australia argentina”, este autor destina unas páginas para describir el paraje; y a modo de resumen dice: “Un poeta la elegiría para hacerla escenario de nebulosos y desgraciados amores, para fantásticas apariciones, para rondas de espíritus desolados del mundo de Poe”.

Con 254 kilómetros cuadrados de extensión y apenas cuatro habitantes, la dotación de un puesto de la Armada de la República Argentina que tiene la misión de vigilar la navegación en esas aguas, la Isla de los Estados tiene una densidad poblacional que la asemeja a un territorio desértico. Sin embargo, no lo es: tiene abundante vegetación, variada fauna y agua dulce, está rodeada de un mar rico en especies comerciales... pero el sitio siempre ahuyentó la vida humana. Como si fuese una maldición, una y otra vez la Isla expulsó a quienes quisieron poblarla. Foqueros, marinos, penados y guardias... unos tras otros fueron dejando su costas, sus cumbres y sus umbríos bosques, a popa de las naves que los llevaban de vuelta al hogar. Aún ahora tan sólo ese racimo de personas, el grupo de la marina, se mantiene aferrado a un punto minúsculo del terreno al borde del mar. En el resto del espacio domina la Naturaleza, que, cuando sopla el fuerte viento del oeste, y brama contra los peñascos de los cerros y ulula entre las ramas de los coihues y los canelos, de las lengas y los ñires, proclama con júbilo su victoria sobre la raza humana.




Nota del autor: Y la raza humana parece haber reconocido ese triunfo, ya que tanto el gobierno de la provincia de Tierra del Fuego como el gobierno nacional, la declararon reserva natural…


viernes, 6 de julio de 2018

LA NOTA DE HOY




JUGAR A SER OTRO

Por Paulo Neo (*)


De la serie: Sordidez y encanto.
 Xochitepec, febrero 2016





Las máscaras de Carnaval suponen la materialización de un deseo común a la mayoría: disimular algunas falencias. O más bien: jugar a ser otro. Al menos por un día, por algunas horas, y siempre y cuando uno se esfuerce lo suficiente, el deseo puede verse cumplido. Mientras la música suena ensordecedora, mientras los reflectores alumbren las pasarelas, conforme la espuma corre, los vasos se vacían y se vuelven a llenar, los papelitos vuelan por el aire, mientras el velo de la noche (que tiene algo de sórdido, de brutalmente mágico) los apaña, todo es posible.
En lo alto de la foto se puede ver a la mujer que, sentada a la mesa, observa algo que sucede más allá. Seguramente debido a que en las tablas del escenario se suceden bailarinas semidesnudas; un paralítico lee un discurso que pretende ser alegre pero resulta deprimente; algunas niñas emperifolladas para el concurso de ocasión; el “rey de los feos” bufonea y chilla como pez fuera del agua; todo sucediendo casi al unísono. Incrementando la sensación de desorden, de caos predispuesto, de frenesí general. A la mujer todo le parece distante, o eso es lo que comunica su expresión: aburrimiento, lejanía, dispersión.
El mozo, en cambio, de quien solo vemos medio cuerpo cubierto en parte por el uniforme, está más atareado que de costumbre: hay mesas dispuestas en la calle, más horas de trabajo, más altercados con los clientes y más dolores de cabeza. Pero también de seguro más propinas, un dinerito extra que no viene nada mal, quizás piense para darse un poco de fuerzas. Todo eso mientras espera el próximo pedido que no tarda en llegar, bien cerca de la barra y con dos chavales esperando a sus espaldas.
Lo intrigante de la foto es la pareja de jóvenes. La muchacha está sentada en el piso, casi de espaldas. Pero su hombro izquierdo apunta al muchacho. La actitud es sugerente, ligeramente provocativa. El muchacho, en apariencia más relajado, apoya la mano en el vaso que “casualmente” ha colocado sobre la otra mujer y ella. A quien suponemos corteja o pretende pero de forma más bien tímida. La mujer, que ha buscado su collar de perlas, sus aretes haciendo juego, y que ha elegido ese vestido que le deja la espalda al descubierto, lo mira directo a los ojos, quizás esperando que el joven se decida de una vez, que aproveche la amnistía ridícula pero eficaz de esa noche de Carnaval.
Y ya la música se apaga, los reflectores apenas alumbran, solo quedan restos de espuma en los vasos sucios, los barrenderos amontonan los papelitos, mientras el velo de la noche, que tiene mucho de sórdido, de brutalmente mágico, los apaña.




(*) Escritor de Río Gallegos. Este relato fue tomado de su página web.





miércoles, 27 de junio de 2018

EL RELATO DE HOY




RINCONADA

Por Hugo Covaro (*)




Todo era viejo, desgastado por ese viento arenoso puliendo los perfiles de casas abandonadas hace tanto tiempo.

La iglesia sin cura, amontonaba un médano bajo frente a sus gruesas puertas cerradas, en un silencio macizo sólo roto por alguna campanada fuera de hora, cada vez que una ráfaga de viento norte movía y golpeaba el negro badajo, colgante como testículo de toro.

Por el callejón principal de Rinconada suele pasar la historia como una anciana ciega sin detenerse. Fue obligado descanso de las tropas revolucionarias en su tránsito al norte y parada de mercaderes, bandoleros y contrabandistas de frontera.

Algunos aseguran que el mismísimo Brigadier General Don Estanislao Lezcano, hizo noche en la víspera de la batalla de El Quemado, velando las armas antes de aquel sangriento combate que sembrara de muertos el valle y signara para siempre la suerte de la gesta emancipadora.

Y hasta se dijo que el Coronel Robustiano Campos, caído en esa pelea, fue enterrado por sus soldados en el cementerio, pero no se sabe dónde, pues nunca se conoció el lugar de su tumba. ¡Pero eso fue hace un siglo!

De aquellas cincuenta familias, hoy quedan algunos viejos con los ojos grises de ver por siempre tanto desamparo. Y la Cándida Moraga con su hijo enfermo, en esa casona blanca delataba por un humo sin forma que repta un cielo ceniciento, como el último pulso de la vida en aquellas desolaciones.

En horas que el viento para, en el erial que cobija a los muertos entre picas bajas, las cruces tapadas ocultan el nombre de alguna historia familiar ajada de olvidos largos. Pero el mismo viento sabe escarbar los arenales y entonces las cruces muestran los apellidos de aquellos huesos tristes: Amaranta Solís (q.e.p.d.), Alejandrino Quenao (q.e.p.d.), Domitila Soca (q.e.p.d.), Porfidio Curinao (q.e.p.d.)...

Por la entrada despareja, seguida por la mula que sin esfuerzo cargaba al pequeño jinete, Laifil caminaba con la vista fija en ese humito parado en el aire, que le señalaba el final de aquel largo viaje.

Un zaguán estrecho terminaba en el patio de baldosones rústicos desde donde una galería espaciosa daba sombra a las habitaciones que en hileras, conformaban aquella construcción que fuera almacén y fonda en tiempos mejores.

 Cuando sus anteriores ocupantes la abandonaron, Cándida escondió la peste de su hijo entre esos muros de tres jemes de anchura. En esa penumbra de socavón, un niño con rostro de viejo miraba deslumbrado el chorro de luz que le acuchillaba los sentidos, iluminando esa carcoma oscura que le masticaba las entrañas.

Laifil lo contemplaba callada, como quien se asoma luego de un derrumbe. Al fin dijo:

Me llamaron tarde. Esta criatura no tiene remedio... ya huele a podrido el pensamiento –murmuró la machi como un rezo–. No creo que pase de esta noche...

Unas manos piadosas le cerraron los ojitos para devolverlo a las tinieblas.

 Al otro día, con el sol pintando de fuego las crestas de las serranías, la machi seguida de la mula y el pequeño Payún montado, le daban la espalda al caserío, mientras un viento nuevo, recién venido, amontonaba arena junto a la cruz del angelito.





(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. Este relato fue tomado de su libro “El chamán y la lluvia” (Editorial Universitaria de La Plata, La Plata, 1996).



viernes, 22 de junio de 2018

EL CUENTO DE HOY




UNA SALIDA

Por Luis Alberto JONES



El Mocho no quiso saber nada. Aludió que la novia lo había cortado diciéndole que ya había salido dos veces sin ella. Y bueno, entonces fuimos nosotros tres: Marquitos, Piti y yo. El viernes, al final, encaramos para Recoleta. No era una salida habitual. Es que no veíamos otra manera mejor de gastar la guita y festejar que ir a comer con lo que habíamos ganado pegándole a las últimas cuatro de la Quiniela. Según nuestros cálculos, que podían no ser certeros ya que siempre íbamos a comer pizza, nos alcanzaba en un restaurante bien para cinco, lo que nos daba algo de margen para un cafecito cerrando la noche. 
Estaba buenísimo. Menos mal que habíamos ido bien vestidos porque los comensales eran todos bacanes. Lógico, ya lo imaginábamos. El primer error fue cuando el mozo, sin mostrarnos la carta, nos avanzó con el plato del día: pato a la naranja con batatas a la rigoleau. Y sí, con la propaganda que le hizo, agarramos viaje. La verdad valió la pena. El pato tenía color dorado con un baño de miel y largaba un aroma que te  apuraba a devorarlo. Las batatas eran tiras verdes que se derramaban alrededor. Increíble la presentación. Le agregamos un postre, también sugerido por el veterano mozo. No sé cómo describirlo, tenía de todo pero era un tipo de helado. Una base de vainillas y para arriba como una torre de frutillas formando un volcán coronado con crema y unas bolitas negras, arándanos se llaman. Un poco empalagoso diría.  Con una presentación que con solo mirarlo ya lo comimos.
Canchero el tipo, el mozo digo, nos ofrece si no queríamos cerrar la noche con un champagne. Otro acierto, lo disfrutamos y nos hizo sentir unos ricos. Menos a Piti. Me parece que lo tocó porque por ahí le costaba cerrar algún pensamiento. Qué bárbaro. Bueno, hasta la boleta digo. No era como si hubiesen comido tres, ni cinco. Para nosotros eran como diez. Agregamos algo que llevábamos porque hacía días que habíamos cobrado, pero ni cerca. Es que el lugar y la calidad eran incuestionables pero destruyeron nuestras matemáticas previas. Ahí empezamos a mirar el mostrador como condenados. Es que sabíamos que detrás de él nos esperaba el temido cadalso de las cosas sucias. Yo le di a los platos, a Marquitos le tocó los cubiertos. Peor le fue a Piti con las ollas y sartenes. Los dedos le quedaron impermeabilizados con la grasa. 
Al Mocho le contamos que la pasamos bomba. Es que él es un tipo que la imaginación no le da para suponer lo que nos pasó.

jueves, 14 de junio de 2018

LA NOTA DE HOY




GIGANTOLOGÍA

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



Todo comenzó con Antonio Pigafetta y su descripción de los patagones en el “Primer viaje en torno al globo”: "Un día apareció de improviso en la playa un hombre de estatura gigantesca… Era tan alto aquel hombre, que le llegábamos a la cintura, siendo además muy proporcionado". Ya en la novela de caballería "Primaleón", de la cual Hernando de Magallanes toma el nombre que da a los habitantes de la región en 1520, aparece un gigante: "Patagón", líder de los "patagones", con titánico cuerpo de hombre y cabeza de can. Años después, en 1580, Pedro Sarmiento de Gamboa recorre el Estrecho que Magallanes descubriera, y toma contacto con sus moradores. Los llama “Grandes hombres”, “Gente Grande”, “Gente Crecida” e incluso “Gigantes”; basado en los dichos del otro pueblo que vive allí, el de los canoeros, que temía a esos portentos. Pero cuando captura a uno y lo sube a la nave, su descripción es mesurada: “Es crecido de miembros”, dice.

Sin embargo, su "Relación" del viaje al Estrecho se conoce primero por la recensión que hace Bartolomé Leonardo de Argensola en la “Conquista de las Islas Malucas"; y allí ese historiador agrega detalles que Sarmiento no menciona. Por ejemplo, da la siguiente versión de lo ocurrido: “El Indio preso era entre los Gigantes Gigante; y dice la relación que les pareció Cíclope”. Lejos está de lo que escribió el navegante. Tampoco Edward Cliffe, uno de los cronistas de Francis Drake, que cruzó el paso entre los océanos en 1578, los vio de dimensiones descomunales: "...our General... met with 3 of the Patagons... These men be of no such stature as the Spaniards report, being but of the height of English men: for I have seen men in England taller than I could see any of them."

En 1766 regresa de su circunnavegación John Byron, abuelo del poeta. Poco después se edita en Inglaterra la crónica “Viaje alrededor del mundo hecho en el navío de S.M. Británica del Delfín mandado por el Comandante Byron”, de ignoto autor; que contribuye a difundir la leyenda. Además de mostrar los más célebres dibujos de los enormes sureños, la obra narra su encuentro con ellos: "...un patagón... me salió al encuentro. Era de una estatura gigantesca... juzgando de su estatura por comparación a la mía, puedo asegurar que no era menos de siete pies". El interés que el asunto despertó, motivó que Horace Walpole, autor de “El Castillo de Otranto”, escribiese su ensayo “An account of the giants lately discovered”.

Al tiempo, el libro sobre la travesía de Byron se publicó en Francia; con un introito que pretende agregar información sobre los jayanes de la Patagonia. Es el criterioso editor de la “Relación” de Sarmiento de 1768, quien en su enjundioso proemio desmiente tal prólogo; que ataca el testimonio de Sarmiento, pone en boca de otros cronistas, como los que acompañaron a los hermanos Bartolomé y Gonzalo de Nodal, palabras que nunca dijeron; y defiende ciertos relatos descabellados. Uno de ellos es la anécdota de Madalena de Viqueza, fábula sobre una española llegada a América para hacer fortuna; que recorre medio continente hasta terminar viviendo con una tribu de patagones. Rescatada luego por un buque, regresa a España. En la narración se afirma que sus anfitriones medían diez o doce pies de alto. El prologuista francés dice que esta historia figura en un libro del franciscano José Torrubia; de 1760.

Pero no es cierto. "La Gigantologia Spagnola Vendicata" del Padre Torrubia no incluye la fantasiosa novela de Madalena. Sin embargo, menciona varias veces a los “Gigantes” del Estrecho de Magallanes, como una de las pruebas que apoyan su teoría de que en la Tierra vivía una población ciclópea antes del Diluvio Universal; de la cual eran relicto los gigantes de los que se hablaba en diversas partes del mundo. La obra de Torrubia tiene tres partes: las "Memorias" de la Gigantología Española, donde se menciona a los Goliat australes, la "Carta" sin firma que critica el anterior texto; y la "Respuesta" a la carta anónima , en la que el sacerdote cita sus fuentes.

Cuando lo hace para los gigantes patagónicos, incluye varios informes; entre ellos, los conocidos de Magallanes y Sarmiento. También alude a la expedición de Jofré de Loayza, que según dice vio “Uomini di tal grandezza, che lo Spagnuolo piú corpulento no arrivava a toccare colla sua mano alzatta, il mezzo…”; aunque en la crónica del periplo que hace Andrés de Urdaneta no dice eso, sino que “…llevó á las naos, un patagon. Era… grande de cuerpo, vestido de una pelleja de cebra...”. Torrubia también menciona al poeta Martín del Barco Centenera; que hablando de Sarmiento en su epopeya “La Argentina”, recuerda a los gigantes cuyo avistamiento inicial atribuye a León Pancaldo, marino de Magallanes:

Trató con los gigantes de Pancaldo / que están por cima el Puerto Leones.
Acuérdome yo ahora que Gibaldo, / soldado genovés, entre razones
que conmigo trataba, y con Grimaldo, / de su nación, discretos dos varones,
me dijo muchas veces que los viera / desde el navío llegar a la ribera.

La campaña de Byron aporta las últimas noticias sobre los "gigantes" patagónicos. Con posterioridad, los viajeros que frecuentaron la región, provistos de una visión más objetiva acorde con el avance del método científico, pusieron los datos en su justa dimensión; y los patagones siguieron sobresaliendo por su contextura, pero en términos más austeros. Charles Darwin, en su “Viaje del Beagle”, los menciona de seis pies. George Chatworth Muster, en "Vida entre los patagones", afirma que tienen entre cinco pies y diez pulgadas a seis pies y cuatro pulgadas; coincidente con estudiosos más modernos, como Rodolfo Casamiquela, que refiere que podían alcanzar hasta los dos metros de estura y ser de una gran corpulencia. Sin duda, los tehuelches eran altos y bien apersonados, como puede observarse en sus fotografías; pero se alejan de las medidas de los titanes que pintaban los cronistas de antaño.


Aunque no debe atribuirse a una inventiva exuberante la estatura adjudicada a esta etnia por los antiguos escritores europeos. Sus obras son de una época donde fantasía y verdad se entreveraban; y era común citar leyendas, tradiciones y otras fuentes de escaso rigor documental para describir el mundo. No era una actitud mendaz; era tan sólo el método aceptado para investigar, resabio del pensamiento mágico. De a poco la ciencia separó lo real de lo imaginario. Esa tendencia llegó también a la Literatura. Al consolidarse los géneros de ciencia ficción y terror, se superó la mezcla de consejas y hechos ciertos que atiborraban las letras; y pudo el lector distinguir los textos informativos de los recreativos. Pero con una pertinaz trayectoria de boomerang, la sociedad actual volvió a mezclar ficción y realidad; de la mano del mundo virtual que difumina límites y embrolla el pensamiento. Es cierto: ahora ya no se cree en gigantes. Pero muchas veces se admiten fantasmagorías mucho más estrambóticas que esa.