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martes, 23 de octubre de 2007

UN CUENTO DE ANTOLOGÍA

"Bajo de los Huesos" - gentileza de R.H.Comes- www.vistasdelvalle.com.ar

Las tijeras*


de Virgilio Zampini

Las había comprado en Liverpool el día antes de embarcarse para la Patagonia. La Colonia del Chubut sería su ocasión de ejercer el postergado oficio de sastre y quería hacerlo con una herramienta nueva. Por eso había recorrido ávido todos los comercios de la ciudad hasta dar con el modelo y la marca que siempre quiso.

Esa primera noche, en la hostería, guardó las tijeras bajo la almohada. Y se durmió mientras imaginaba el seguro siseo avanzado en las telas por las rayas de tiza.

El viaje duró dos meses. Dos lentos meses de 1865. A bordo, nadie sabía mayores cosas sobre la tierra de destino. Era, simplemente, un mañana distinto, un legendario horizonte americano.

Alguno que otro día, al sacar ropa de equipaje, su mano se demoraba en las tijeras. Y, de pronto, las tomaba, sentía su forma exacta, verificaba su callado filo.

Llegarían a Patagonia en invierno. Tal vez tendría que cortar algún abrigo, o el vestido de esa novia que veía todas las noches en cubierta.

Desde las tijeras, el futuro adquiría perfiles familiares.

Desembarcaron en Bahía Nueva. El puerto natural le pareció cautivante. Hacia el sur, la playa concluía en cuevas rocosas. Al norte, un acantilado blanco volvía el mar más azul. Al oeste, después de esas lomas pardas, debería estar el río de los sauces y las sinuosidades. Cargó su breve equipaje y resolvió escalarlas. Por momentos, sintió el placer de las tijeras en una tela nueva. Todavía escuchaba el himno que, allá en la costa, cantaban los viajeros. Y tarareó una estrofa mientras los perdía de vista.

La invariable meseta lo sorprendió. Él no conocía otra naturaleza que los campos de Gales: húmedos, verdes ondulados. Siguió andando. Quizás después de aquellos arbustos oscuros...

Cuando el sol se puso, se sentó a descansar. Ya no existían los puntos cardinales. Después quiso correr. Y a cada salto le crecían la noche y las tijeras.

Durante tres días, cruzó repetidamente sus propias huellas.

El equipaje comenzó a pesarle. Y lo fue alivianando. Este pantalón... esta chaqueta... estos zapatos. Y se quedó solo con sus tijeras.

La vidriera de Liverpool, el vestido de novia, la tiza en la tela, ardieron entonces en la sed, el hambre y el desierto, que le ganaron la entraña y lo volvieron un simple hilo.

En la meseta extranjera, irresistibles, las tijeras lo cortaron.


* Nota del autor: En el diario de Lewis Humphreys (pág. 18) se menciona la pérdida de David Williams. Durante el viaje que hiciera desde Gales, había guardado en sus bolsillos unos versos que sobre la imaginada Patagonia escribiera su compañero Aaron Jenkins. Tocó a éste, años más tarde, encontrar sus restos en un lugar que se conoció desde entonces como “Bajo de los Huesos”, ubicado entre Puerto Madryn y Rawson. Y una de las pruebas para identificarlo fue el hallazgo de los versos (Cf. Williams. Egryn. Aarón Jenkins, Revista El Regional. Gaiman. Julio 1978).

domingo, 21 de octubre de 2007

NOTICIAS LITERARIAS

Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes


Cristian Aliaga (45), oriundo de Darragueira, provincia de Buenos Aires y actualmente residente en Comodoro Rivadavia, acaba de ganar el primer premio de poesía del Fondo Nacional de las Artes 2006, con su obra «La sombra de todo».

El escritor es periodista y docente en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco de Comodoro Rivadavia, donde fundó la Editorial Universitaria. Fue director periodístico de Diario El Patagónico, y actualmente dirige el periódico El Extremo Sur y es columnista político de Radio del Mar.

Ha publicado cuatro libros de poemas: Lejía (Buenos Aires, 1988), No es el aura de Kant (Buenos Aires, 1992), El pasto azul (Buenos Aires, 1996) y Estancia La Adivinación (Buenos Aires, 1998).

Además es autor de varias antologías: Sur del Mundo, narradores de la Patagonia (Comodoro Rivadavia, 1992), Comodoro Rivadavia 1900-1940, años de imagen (Comodoro Rivadavia, 1994), Patagónicos. Narradores del país austral (Buenos Aires, 1997) y Los mejores relatos patagónicos (Buenos Aires, 1998).

La ceremonia de entrega de premios tuvo lugar el jueves 18 de octubre a las 19.00 en la Casa de la Cultura del FNA –Casa de Victoria Ocampo– en Capital Federal.

jueves, 18 de octubre de 2007

ACTIVIDADES CULTURALES

CYMANFA GANU-REUNION DE CANTO CONGREGACIONAL

La ASOCIACIÓN SAN DAVID de Trelew informa que el dia sábado 20 de Octubre a las 16 hs. en la antigua Capilla Galesa GLAN ALAW -de la Zona de Bethesda-ubicada en la margen norte del Río Chubut, en las cercanías de la localidad de DOLAVON, se efectuará una nueva reunión de Canto Congregacional -Cymanfa Ganu- invitando cordialmente a todos los interesados a participar del encuentro.
Es de destacar que esta Capilla, una de las más pequeñas del Valle del Chubut, se construyó en el año 1887.

PEQUEÑO TEMPLO SECRETO


Apago el motor y el paisaje me devuelve al instante toda la intensidad de su silencio. Un silencio sideral, profundo, extendido. Me bajo enseguida y salgo a caminar por el sendero aleatorio que voy abriendo a mi paso mientras avanzo entre las matas.

Unos silbidos cercanos se acallan de pronto ante el ruido provocado por mi presencia. Me detengo por un momento. Respiro hondo. El perfume agreste me ha invadido las fosas nasales; es una fragancia oleosa que emana de las jarillas y se entremezcla con dejos de tomillo.

Deslizándose por la bóveda límpida del cielo luminoso, tres o cuatro jotes sobrevuelan las lomas cercanas. La vida de la meseta va volviendo a la normalidad. Mi quietud parece haber devuelto la confianza a los gorriones que ahora retoman su juego a las escondidas entre el follaje, mientras sueltan sus trinos breves e inquietos.

Comienzo a caminar otra vez. A los pocos metros me sorprende el fragor repentino de un aleteo torpe, urgente: es una martineta que ha levantado vuelo casi bajo mis pies para huir despavorida. Río para mis adentros. Estos incidentes ya me han sucedido otras veces y sin embargo, el revuelo inesperado siempre me deja una sensación de vaga inquietud durante algunos segundos.

Avanzo hacia el cañadón estrecho. A medida que me acerco voy apretando el paso a causa de la ansiedad. Hace mucho tiempo que no visito el yacimiento. Esta vez traigo conmigo el equipo adecuado para fotografiarlo en detalle.

Al llegar al talud me ocurre lo de siempre: los matorrales que ocultan el alero me desorientan, tengo que abrirme paso entre las ramas una y otra vez, las espinas de los algarrobillos se me enganchan en la ropa, me raspo los brazos y las manos, pero al fin consigo llegar a un pequeño claro donde asoma el voladizo de piedra y arcilla.

Me tiro en el suelo boca arriba y comienzo a fotografiar los grabados rupestres sobre el techo de greda. Pisadas de guanacos, de pumas, de ñandúes; manos, espirales graciosas, casi perfectas; círculos que representan soles circunvalados por un haz de rayos diminutos, trazados con delicadeza y mucha paciencia.

Por fortuna todo sigue intacto, a diferencia de otros yacimientos en la misma zona que han sido destruidos, saqueados por depredadores para llevarse terrones enteros con grabados similares.

Quiero pensar que esto no sucederá aquí por mucho tiempo. El alero está bien oculto de la vista de cualquier caminante. Lo descubrí por purísima casualidad hace algunos años, un día en que me sucedieron ciertas cosas extraordinarias. Pero esa es otra historia.

Mientras no esté garantizada una custodia responsable de su integridad física, el único modo de proteger estos tesoros consiste en registrarlos con la cámara para rescatarlos de cualquier posible infortunio, aunque sea través de las imágenes fotográficas.

Quiero creer que algún día estarán dadas las condiciones para compartir con todos el sitio hoy secreto.

Entretanto y por ahora, mientras de mí dependa, nadie sabrá donde se encuentra este minúsculo templo del arte primigenio.

E.G.

martes, 16 de octubre de 2007

EL CUENTO DE HOY

"EN

EL

UMBRAL"




por Mía Sanz


Ahora

en esta hora incesante

yo y la que fuimos nos sentamos

en el umbral de mi mirada*



-¿Qué hacés ahí? -me escucho preguntar. No me contesta y vuelvo a intentarlo:
-¡Eh!, ¿qué hacés ahí arriba?
Me mira con ese rostro angelical que pone solamente cuando quiere enternecer.
-Bajate, podés caerte -insisto.

La estoy mirando desde la puerta. ¿Qué puerta? Nada la sostiene, parece en el aire; sin embargo estoy segura de estar apoyada en el marco derecho de una amplia abertura.

A Marianita la conozco bien. No tiene más de cuatro años y una dulzura peculiar; es del grupo de chicos del Jardín que diariamente concurren a jugar a la plaza del barrio; hoy está sola, no hay nadie a su alrededor. La veo sentada en el borde del paredón que rodea al parque; el muro mide unos dos metros y está sin terminar; sus ladrillos irregulares y mal colocados dejan entrever la luz del otro lado; un revoque grueso y desparejo lo recubre en parte.

- ¿Qué hace esta nena allí? -me pregunto.

Sigo apoyada, sin moverme. No es ahora Mariana quien me mira, molesta por haberla descubierto: soy yo... frágil, malhumorada, escapando de alguna travesura. Rulos apretados y oscuros casi no dejan ver mi carita.

La niña mira fijo hacia abajo, me provoca moviéndose arriba de esa pared, variando su posición; encoge las piernas, apoya los pies en el borde y con los bracitos envuelve sus rodillas; antes, toma la amplia falda de su vestido amarillo y tapa, prácticamente, todo su cuerpo. Desafiante, ahora me sonríe. Quiero hablarle, pero mi voz no responde. De pronto desaparece y desespero: quiero encontrar otra vez el rostro de Mariana. Por momentos lo veo. ¡Ahí está! ¡Ahora sí!

No le ha sido difícil llegar hasta allí; hay muchos y frondosos árboles que hicieron posible la trepada. Son aromos, en su mayoría florecidos, que han crecido lo suficiente hasta formar un pequeño bosque. Puedo oler sus pequeñas y rosadas flores; es una sensación nueva y agradable; toda la plaza parece impregnada de su fragancia.

Me olvido, por un momento, de la chiquita.

Absorbe mi atención el verde que predomina en el lugar; los rosales están en flor; los hay blancos, amarillos y rojos por docenas. Abundantes plantas de diversos tamaños completan la escena: lavandas, verbenas, margaritas, rayitos de sol...

Las hamacas, la calesita y el tobogán, desgastados por el paso del tiempo, me resultan ampliamente conocidos.

Esta plaza es aquella plaza. Mi plaza.

Una niña corre entre los caminitos de piedra laja que dibujan los canteros; se ríe con ganas y emite palabras que no entiendo. Una mujer la sigue, la toma en sus brazos, la mima... Es la mamá de Mariana. ¿Lo es? Recuerdo, nuevamente, a la nena del paredón; la busco con la mirada. Ya no está.

-Mariana, Marianita... -la llamo una y otra vez, elevando mi voz.

Debo haber gritado demasiado fuerte. ¡Qué insensatez! Acabo de despertarme.


*Alejandra Pizarnik