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domingo, 13 de julio de 2008

EL POEMA DE HOY

OTRO POEMA INÉDITO DE
DONALD BORSELLA*




ESTE DOLOR
(soneto)


Dolor exactamente definido
es éste que me tiene acongojado.
Es un dolor de ser que no está herido
y no es dolor de ser que no es amado.

Pero mi corazón con su latido
extraño, en un vibrar desmesurado
quiere comunicarme, sorprendido
una revelación de algo soñado.

Descubro entonces que lo más querido
pierde su forma en el desconsolado
ser de mi ser, y que lo aborrecido

que pudo -siempre- haberme torturado,
en este nuevo ser adolorido
perfectamente está disimulado.

(circa 1958/9)




*Escritor chubutense (Esquel, 1926 - Trelew, 1986). Fue maestro rural, corresponsal del diario "Esquel", inspector de escuelas, diputado provincial, periodista. Publicó dos libros de relatos: "Las Torres Altas" (1978) y "El Zorro Cifuentes" (1981). En 1984 la dirección de Cultura de Trelew, de la que fue incansable colaborador, editó su ensayo "Alberdi y una novela Patagónica".

jueves, 10 de julio de 2008

EL CUENTO DE HOY


IXIAMAS

Por Jorge E. L. Vives*



Ixiamas. Aun ahora, cuando conozco la realidad de este caserío rodeado de selva, con sus calles de tierra roja hundiéndose abruptamente en el mar verde esmeralda que lo circunda y lo aísla, su nombre sigue teniendo el mismo dejo romántico que me subyugó cuando lo escuché por primera vez en un bar de La Paz. Sofocado por el calor y la pesada quietud del aire que un desganado ventilador de techo intenta vanamente aligerar, contemplo a través del vidrio de la ventana del hospitalito donde estoy postrado la lluvia que se derrama sobre la vegetación exuberante.

Superado por este escenario tropical no dejo de pensar en los fantasmas que menta Conrad en “El corazón de las tinieblas”, recreado a fines de los setenta por Francis Ford Coppola y un irreconocible Marlon Brando. Congo, Indochina, el Beni... ¿todos los trópicos serán así, densos, agobiantes para los cuerpos y los espíritus? Soy un hombre del sur, del viento y del frío; y este paisaje me es anómalo. Pienso entonces, mientras la lluvia cae impasible sobre el pueblo, cómo fue que llegué aquí.
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Recuerdo mi arribo a Bolivia, a causa de un trabajo de varios meses en La Paz. La ciudad me atrapó desde el principio. Tenía – tiene, aunque ahora me parezca tan lejana en el tiempo y la distancia – un aire cosmopolita, pero a la vez profundamente vernáculo; donde se mezclan íntimamente los recuerdos de la época colonial con las tradiciones collas y la modernidad occidental. Me gustaba, luego del horario laboral, recorrer cualquiera de los barrios de la fragmentada capital; aunque la mayoría de las veces prefería caminar por el Casco Viejo o calle arriba por la Buenos Aires. Curioseaba en las tiendas de las brujas de Linares y en los negocios de la Sagárnaga, mientras el sol de la tarde caducante iluminaba el campanario de San Francisco y, allá a lo lejos, la cumbre del Illimani.

El boliviano es hospitalario por naturaleza. Pronto me hice de un grupo de amigos con los que compartíamos un café espeso y exiguo en el bar “La Ciudad”, un whiskey en el “Montmartre” o unas cervezas en “El loro en su salsa”. Fue en uno de esos lugares cuando alguien mencionó por primera vez a Ixiamas. Yo había comentado que me agradaba Bolivia. Entonces otro de los presentes dijo que a mi lo que me gustaba era La Paz. Pero La Paz no era Bolivia; debía recorrer Bolivia, entrar en la Bolivia profunda si quería conocerla, aunque más no fuera como se conoce al iceberg por su punta, para emitir mi opinión. “Debes ir a Potosí, a Santa Cruz, a Trinidad, a Riberalta... debes recorrer este país poligonal bordeando su perímetro... y tienes que terminar en Ixiamas”.

– ¿Por qué en Ixiamas? –pregunté, y su vaga respuesta fue el acicate que me decidió a realizar el periplo. “No sé”, me contestó, “supongo que porque cualquier lugar es bueno para terminar un viaje”.
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Con un mapa vial no muy confiable – según me advirtió el vendedor - y una mochila, subo al bus que me llevará a Oruro, primer punto de mi viaje. Varias veces me alertaron sobre la dificultad de conseguir medios de movilidad en el interior del país; pero confío en mi suerte. Tengo un itinerario dibujado en el mapa. Lo que no estoy seguro es si tengo un motivo para viajar. ¿Conocer la Bolivia profunda? ¿Llegar a Ixiamas? ¿O habrá otro motivo que aun no tengo claro y que espero descubrir en el camino?

Al mediodía arribamos a Oruro. Desciendo para recorrer la ciudad, que me defrauda. Sin el frenesí del carnaval es una ciudad común y corriente, incluso un poco apagada. Tal vez, despojada del disfraz de la triste alegría de las carnestolendas, se me aparece tal cual es. En La Paz he presenciado varias entradas folklóricas, donde los bailarines danzan como en la famosa Diablada; y me gustó el colorido de los disfraces, el pegadizo ritmo de la música; la belleza y la gracia de las mujeres y la fuerza de los hombres bailando caporales. Pero me alegra conocer a esta ciudad de mineros, sin sus oropeles. Así es más real.

Al día siguiente retomo mi camino hacia Potosí. Con las últimas luces, luego de una jornada durante la cual la calamina me ha hecho tiritar sobre el bus, percibo a lo lejos la silueta del cerro Rico. Pero recién en la mañana posterior lo veo con todo su esplendor, dominando la ciudad como un Leviatán. En compañía de unos guías–niños recorro los túneles de una mina, previo regalar a los mineros cartuchos de explosivo comprados en el mercado local. También adquirí unos cigarrillos: en la profundidad, frente a la rudimentaria estatuilla de un Baphomet de ojos brillantes, los ofrendamos al Tío; ceremonia que se me antoja demasiado turística. Sin embargo, al salir, uno de los niños me invita a presenciar el sacrificio ritual de una llama que se llevará a cabo unos días más tarde para propiciar la búsqueda del mineral. Eso me parece más genuino. En esa supervivencia de lo ancestral tal vez empiece a encontrar la Bolivia profunda, una tierra que sin dudas sería la delicia de Frazer.

Esa noche en un bar conozco a un yanqui, en cuyo vehículo al otro día me encuentro rumbo a Uyuni. Hemos acordado compartir el costo del combustible. Maneja rápido; un paisaje desértico de quebradas y cerros coloreados pasa fugaz a nuestro lado. Pronto llegamos al pueblo, chato, horizontal, aferrado al borde del mar de sal. En una agencia de turismo conseguimos dos guías; estos son adolescentes. Nos internamos en la planicie blanca siguiendo sus indicaciones, ya que no hay caminos marcados. El yanqui acelera el vehículo; incitado por los gritos de excitación de los jóvenes conduce a una velocidad peligrosa. Pero arribamos sanos y salvos a la isla del Pescado. Mientras el yanqui fuma un cigarrillo y charla con los adolescentes que lo han hecho su héroe, subo por la pendiente erizada de cactus enormes para contemplar desde la cima el infinito blancor.

Cuando volvemos a Potosí el yanqui se ofrece a llevarme hasta Sucre, donde debe ir por cuestiones de trabajo. Es así que doce horas más tarde vuelvo a subir a su jeep; y luego de un corto viaje nos despedimos al llegar a nuestro destino. Así como Oruro se me mostró chata y Potosí colonial, Sucre aparece ante mis ojos como una ciudad blanca. Pero no me quedo allí mucho tiempo: estoy ansioso por bajar del altiplano; quiero llegar a Santa Cruz. Consigo un vehículo que va para aquel lado, aunque el conductor me advierte: “No paso por Cochabamba, voy por Epizana”. Lejos de molestarme, me alegra ese insólito itinerario. Es así que después de varias horas llegamos de noche a Santa Cruz de la Sierra. No pude ver la fortaleza de Samaipata; pasamos por allí en plena oscuridad. Pero sí pude contemplar la tenebrosa selva húmeda, donde la niebla eterniza una amenguada luz crepuscular.

Permanezco sólo un día en la ciudad. Es un lindo lugar, pero no es la Bolivia que busco. Tomo un tour para recorrer las Misiones; como era lógico, me aburre la vocinglería de los turistas. Abandono el vehículo en Concepción, en medio de las airadas críticas del guía. Allí, mientras tomo un chuflai al aire libre en un bar ubicado enfrente de la policroma iglesia de madera, me reencuentro con Bolivia. Al día siguiente logro convencer a un camionero que va para Trinidad que me lleve. La ciudad, rodeada de agua, remeda una Venecia salvaje. El clima tórrido me empieza a urgir: siento el llamado de Ixiamas desde algún lugar de la selva amazónica. No puedo evitar su influjo y esa misma noche busco un medio para proseguir mi viaje. Mi transporte pasa por San Borja y luego me deja en un cruce de rutas solitario llamado Yucumo. De aquí a Rurrenabaque son unos pocos kilómetros. No me cuesta mucho conseguir quien me acerque al pueblo de nombre eufónico acurrucado en un recodo del Beni; frente al cual ceno a la noche con pacú fresco, pescado esa misma tarde. Contemplo las luces que se encienden en San Buenaventura, del otro lado del río. Una lancha navega de costa a costa: el sonido de su motor se escucha nítido en el calmo anochecer. En un bote similar espero cruzar al día siguiente.

Esa noche duermo mal; mejor dicho: no duermo. Acosado por el viaje que me espera doy vueltas en la cama aséptica de un hotel casi vacío. Un amanecer de cielo gris y garúa fina me sorprende preparando mis escasas pertenencias. Salgo para el muelle y pronto consigo una embarcación. A partir de ese momento todo se acelera, como si Ixiamas fuera un imán que me empezase a atraer con más fuerza. En la otra orilla debo esperar casi una hora hasta que se reanuda la vida en el pueblo; pero no advierto el paso del tiempo. Mi reloj vuela. Pregunto por doquier hasta que al fin encuentro alguien dispuesto a llevarme; pide una buena suma. Pago sin chistar: tampoco me importa el dinero, sólo quiero llegar a mi destino. Me subo junto con un hombre circunspecto e impenetrable a una camionetita. Partimos por una huella orientada hacia el norte, mientras la lluvia cae a ratos, como si el cielo encapotado estuviera jugando con nosotros.

Al cabo de varios kilómetros de camino precario recorridos bajo la intermitente llovizna, desde una altura, distingo entre la vegetación los techos de un caserío. Como un relámpago entreveo a través de la lluvia la vaga silueta del fin de mi viaje. Un pueblo pequeño, similar a Rurrenabaque, materializa la mítica –en mi visión– Ixiamas. Luego de quince días intensos estoy llegando a ese lugar que marqué en mi mapa; como un incentivo que me movió a lo largo de cinco mil kilómetros de sendas y carreteras y huellas desoladas. Pero aun falta un trecho. Delante nuestro el enlodado camino desciende casi verticalmente; flanqueado por un lado por la montaña y por el otro por un amenazante barranco. Mi chofer comienza a bajar cautelosamente.

De repente sucede, con la molesta indiscreción de lo inopinado, el accidente. En el camino angosto y húmedo el vehículo patina y se va al precipicio. El conductor salta, al tiempo que me urge histéricamente a hacer lo mismo. Pero no reacciono. Dando vueltas dentro del vehículo, caigo varios metros; hasta que afortunadamente se detiene en un precario e inestable equilibrio. No pierdo la conciencia; siento pasar el tiempo. Anochece cuando escucho una veces e intuyo el cercano rescate. Ahora sí caigo en un sopor aceitoso, del que despierto en esta habitación del hospital. Cuando me recupero un poco un médico me informa de la gravedad de mis situación; está gestionando que me evacuen a un lugar que disponga de más medios. Luego me deja sólo en la habitación; y mientras veo el chaparrón derramarse sobre Ixiamas me sumerjo en mis recuerdos.

Ahora oigo voces en la habitación de al lado. Tal vez sea el médico, discutiendo mi traslado a un hospital mejor equipado donde tenga posibilidades de salvarme. Siento frío; no deja de rondarme la idea de una hemorragia interna. ¿Qué sé yo de medicina? Pero tantas veces he escuchado esas palabras...

Y hay otros indicios. Hace rato ha entrado una enfermera, una bonita joven de piel morena, ojos enormes como almendras del Beni y sonrisa dulce; una hermosa mujer que seguramente lleva en sus venas la sangre de los negros de los Yungas. Pese a su profesional optimismo no ha podido ocultar un aire sutil de conmiseración. Me agradó verla; no me cuesta imaginarla en una fiesta del pueblo bailando alegre y sensual al ritmo de una saya. Pero dejo pronto de deleitarme con esa imagen y vuelvo la vista a la ventana y a la lluvia que sigue cayendo en la tarde de cielo gris y melancólico.

¿Saldré de Ixiamas? Poco me importa. Sin ataduras sentimentales en ningún sitio de este mundo, Ixiamas es un lugar tan bueno como cualquier otro para morir.




*Escritor chubutense.

Este cuento obtuvo la 2da. mención en el X Certamen Literario “Premios Roberto Juarroz” 2007 organizado por la Municipalidad de Almirante Brown (Prov. de Buenos Aires).

lunes, 30 de junio de 2008

LA NOTA DE HOY





LA LABOR LITERARIA

Por Jorge Carrasco*


Se suele preguntar con frecuencia al poeta sobre su naturaleza. ¿Es un predestinado o un individuo hecho a fuerza de formación? Se hace aparecer lo uno como inconciliable frente a lo otro, como si cada una de esas opciones bastara por sí misma. Pueril error.
Es innegable que ya en los primeros años de su vida el poeta siente que gravita en su alma una fuerza que lo sobrepasa y no entiende. Su aguda percepción le permite acoger las cosas de otra manera y da cuenta de su sentido manifiesto y sin embargo oculto; ellas quieren comunicarle algo y el poeta armoniza o no armoniza con ese entorno. De ese júbilo o de ese desencanto hablarán los versos, como de una corriente que muestra todo, menos su origen y su destino.
Y entonces, para darle orden y altura a ese caos, aparece la formación consciente.
La formación se asemeja a un ser de muchas caras. Confundirla con academicismo, con educación oficial, es un error frecuente. Bioy Casares dice que hay sólo un método para aprender la literatura: el del trabajo infinito del acierto y el error. En otras palabras, leer, leer y a sentarse a expresar lo que uno quiere expresar y en la forma que se desea para tal expresión, o no lograrlo, y volver luego a lo mismo. Esto mismo lo dice el poeta chileno Gonzalo Rojas pero en verso: Uno aprende aprende/ de sus propios propios errores, donde la repetición de palabras alude a lo interminable de la faena.
Las cosas se perfeccionan por sus propios medios, ya nos había advertido Shakespeare. En la literatura, las únicas armas son la lectura constante y la perseverancia en llevar al papel, ya digerido el cúmulo de lecturas, lo que se quiere decir. Pulirse para conseguir, como dijo Borges, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad. Así de simple y así de complejo.
Es frecuente recibir de escritores jóvenes y no tan jóvenes respuestas evasivas, ridículas por lo repetido, de que ellos no leen por no dejarse desbaratar, por no perder su colosal llama primigenia. Piensan que la originalidad es un don inherente a su condición de elegidos de la mano de Dios: una fuerza vital que se adhiere a sus espíritus como un molusco etéreo. Con énfasis debemos decir que no es así. Quien más haya leído es quien más posibilidades tiene de llegar a una escritura original. Lo que ellos pretenden obviar es lo pedregoso del camino para alcanzar, a través de un paso providencial y puntual, la muelle llanura sobre la cual dejarse estar sin sobresaltos.
Imaginemos un río al que van a dar muchos cauces tributarios. Todos esos cauces son los estilos de los autores que hemos experimentado, y el agua clara y resumida del río vendría a ser el prodigioso ímpetu que conduce al chorro original, que mientras más afluentes tenga mayor será la magnitud de su caudal. Un río torrentoso y de aguas límpidas que refleja la enorme diversidad de la ribera y el brillo celestial.
No queda otra que alimentar nuestro río con la corriente de impetuosos cauces. No hay mejores aguas que aquellas que nos dan la experiencia y el estilo de los grandes autores. Hoy, por influencia de Internet, abundan los ámbitos de escritura literaria. Cualquier aficionado se cree con derecho a mandar sus escritos, en muchos casos verdaderos mamarrachos, cuajados de errores de ortografía, lugares comunes y carentes de la más mínima originalidad. Verdadera fiesta democrática de la palabra.
Hace poco el filósofo español Julián Marías afirmaba que la cultura pasaba por leer a los clásicos, aprender de ellos, y acto seguido afirmaba que había terminado de leer todos los volúmenes de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Veo en esa actitud una gran humildad y a la vez una incisiva advertencia para aquellos que tras un leve recorrido creen haber alcanzado el pináculo de sus logros literarios. El primer deber del poeta, del escritor y del artista en general es tener conciencia de lo dudoso del trabajo artístico. En arte es imposible encontrar una verdad definitiva sobre nada. Escuchemos otra vez a Borges: “Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos porque es don del Azar o del Espíritu; sólo los errores son nuestros”.
Por eso es importante la formación. El aprendizaje de la literatura no tiene fin. Hasta los grandes escritores, en el ocaso de sus vidas, se lamentan de no tener el tiempo necesario para continuar su faena de búsqueda. Ninguno ha osado decir jamás que alcanzó el estado de perfección absoluta. Mejor que nadie lo afirma el poeta portugués Fernando Pessoa: Y así escribo, ora bien, ora mal, / Acertando con lo que quiero decir / O tropezando; y aquí me caigo y allá me levanto / Y sigo siempre mi camino de ciego testarudo.


*Jorge Carrasco nació en Carahue, Chile, en 1964. En el año 2001 obtuvo la nacionalidad argentina. Desde 1985 reside en Villa Regina, provincia de Río Negro, Patagonia argentina. Es profesor de Lengua y Literatura.

jueves, 26 de junio de 2008

LA NOTA DE HOY




El acto de escribir y sus efectos terapéuticos

Por Olga Starzak*

Innumerables libros de literatura muestran la necesidad emocional de sus autores de traducir en palabras sus propias vivencias, o referirse al variado abanico de los conflictos existenciales. Citar ejemplos sería interminable. Por recordar solo algunos pensemos en Miguel de Cervantes en El Quijote de la Mancha, Thomas Mann en La Montaña mágica, Francisco Umbral en Mortal y rosa, Enrique Vila-Matas en Doctor Pasavento, Orhan Pamuk en Estambul.

Se conocen -porque se ha teorizado mucho sobre el tema- los efectos terapéuticos de la escritura. Cualquiera persona que lo haya experimentado podría corroborarlo. Es sabido y vale recordar que las situaciones emocionales conflictivas (dramáticas, dolorosas, traumáticas...), guardadas tal un cofre de malos recuerdos producen dolor, desazón, miedo y hasta enfermedad en quienes no quieren o no encuentran el camino para dejarlas andar... y verlas alejarse. El acto de escribir se constituye en sí mismo un sendero propicio: una carta de amor, una de perdón, otra de confesión o aquella de bronca desatan sin más el nudo que estuvo allí en nuestro estómago, acuciante, o la opresión que en el pecho nos impedía respirar con holgura. Los mismos resultados puede lograr una reflexión hecha texto, un temor expresado en palabras, la narración escrita de una circunstancia, la crónica de un hecho que nos tuvo por testigos... La “escritura confesional” como método curativo es también una claro ejemplo de esto. Pero no quiero ahondar en un tópico que es facultad de los profesionales de la psicología. Sí quiero referirme al hecho de escribir Literatura. Pensando en lo expresado anteriormente no es difícil entender que tenga los mismos resultados sanativos; no solo para quien la produce, sino también para quien la lee.

El escritor, aunque de manera inconsciente, habla a través de sus personajes. Se ponen en juego sus propias actitudes, su historia personal, sus miradas sobre la vida, sus valores, sus emociones... Juega a desafiarlas, se convierte en la mejor de las personas, o en la peor... A libre albedrío elige el placer, el dolor, la violencia o la hipocresía. No lo hace siempre adrede, lo hace signado por la condición humana y las múltiples facetas del género. Y provoca en el lector los mismos efectos. Quien lee, como quien escribe, se somete espontánea y libremente -por deseo o por necesidad emocional- a una acción terapéutica en donde casi siempre está solo. Allí no debe exponerse a la mirada, a veces rigurosa, de ningún testigo: en su soledad puede mirarse a sí mismo y hasta sentirse acompañado, ya sea en su debilidad como en su fortaleza.

Es a partir de las palabras donde pueden producirse momentos catárticos muy significativos, es posible transitar senderos prohibidos sin ser visto, gozar con el goce de otros sin comprometerse ni comprometerlos, desnudar para siempre aquello que se ocultó con ansia. Es a partir de las palabras donde puede llorarse por el dolor ajeno sin ser consciente de que se llora por uno mismo.

No son exclusivamente las vivencias, los sentimientos o las emociones de los personajes los que producen efectos terapéuticos; son también el tratamiento de los tiempos y los espacios, sean estos reales o ficticios, del pasado o del futuro. Tan inciertos como posibles. Porque la condición humana tiene tanto o más de misterio que de realidad concreta, y subyace en el ser la búsqueda permanente de encontrar las respuestas más balsámicas al problema existencial.

Creo, en lo personal, que hay para cada uno de nosotros una gama de opciones factibles de poner en práctica, sin necesidad de ser escritor, ni mucho más, ni mucho menos.

A quienes nos gusta hacer literatura encontraremos alivio en nuestro espíritu a través de la poesía (género privilegiado a la hora de soltar las emociones), el cuento, la novela, la historia novelada... ¡Ni hablar de quienes escriben biografías! Otros lo harán a través de textos ensayistas, no ajenos a esta posibilidad. Y los más -y entre ellos todos- dejando caer en la hoja (o soltándolas como quien desenrosca el hilo para que vuele y vuele un barrilete) aquellas palabras que pugnan por salir... ya sea a modo de reflexión, carta, confesión, monólogo o crónica.

En fin... las palabras: un psicoterapeuta al alcance y al servicio de todos.

*Escritora chubutense.


domingo, 22 de junio de 2008

LA NOTA DE HOY

EL CUENTO DE CIENCIA FICCIÓN EN LA LITERATURA PATAGONICA

Por Jorge E. VIVES*

Las líneas que siguen, escritas por un neófito, sólo pretenden introducir el asunto; un introito escueto y difícil de desarrollar porque no existen muchos antecedentes sobre este tipo de narración en la literatura sureña.

¿Qué es la ciencia ficción?. También llamada “fantaciencia”, “ficción científica” o simplemente “cf”, es un género que admite diversas definiciones. Una de las más precisas es la de Hugo Gernsback, quien a principios de la década del 30 opinó que era “una mezcla romántica de hechos científicos y visión poética”.

Al igual que sucede con el cuento policial, algunos puristas diferencian subgéneros dentro del género; y trazan líneas divisorias respecto a otras variantes literarias. Por ejemplo, con la literatura “de terror” y la literatura “fantástica”. Entre los escritores patagónicos el terror y la fantasía han estado siempre presentes. Relatos como “El péndulo” de Olga Starzak (del volumen “En el umbral de los encuentros”) o “In loving memory” de Fernando Nelson (en “El retorno”), llevan al lector al borroso límite entre lo real y lo irreal. Sin embargo, son pocas las obras que incursionan claramente en la ciencia ficción.

Una de ellas es la novela “Viajeros del espacio” del escritor santacruceño Juan Héctor Albornoz. Si bien en este artículo apuntamos al relato breve, la obra debe ser mencionada porque constituye un hito en la historia de la fantaciencia sureña. Combinando elementos típicos del género – viajeros humanos en naves extraterrestres, la posibilidad de una guerra interplanetaria – y una dosis de lirismo, la novela de este autor que también se dedicó a la poesía, la narrativa breve y el ensayo geopolítico, ingresa de lleno en esta variante literaria.

Por su parte, Héctor Rodolfo Peña en el libro “Cartas del pueblo” incluye un cuento de la más pura “ficción científica”. Entre un conjunto de relatos costumbristas, algunos de ellos con connotaciones policiales, aparece “Ovni en el sur”. Desarrollada con una precisa técnica narrativa que genera un ambiente de incertidumbre y desasosiego, la narración de Peña presenta un imaginativo argumento que reúne el espacio exterior y el ámbito rural patagónico.

Y tal vez uno de los más notables cuentos de “cf” escrito por un autor sureño sea “Gondwana”, del rionegrino Jorge Honik, que obtuvo un premio en el Concurso del Consejo Federal de Inversiones del año 1983 y fue publicado en el volumen “Cuentos de nuestra tierra”. Su inclusión en el género puede ser discutida. Algún lector lo calificaría de “cuento fantástico”, pues abunda en logradas pinceladas oníricas; pero ciertos elementos de su estructura permiten asimilarlo a la ficción científica. El relato transcurre en un escenario patagónico cargado de imágenes del pasado, fácilmente reconocibles para el lector regional. Se desgrana durante dos días a lo largo de una típica ruta del sur donde se entrecruzan ensueño y realidad, hasta alcanzar su clímax en la segunda noche cuando el agente Fulgencio Huencuneo lanza su aullido hacia las estrellas y el mítico Bedebel regresa a su acogedor refugio en las profundidades a continuar su sueño de eones. Una gema literaria.

Menos cultivado aún que el relato policial, el cuento de ciencia ficción no es uno de los géneros preferidos por los autores patagónicos. Semeja un territorio desconocido por el que algunos escritores – entre ellos los que se mencionan en este artículo - dieron apenas los primeros pasos, como explorándolo cautelosamente. Tal vez ha llegado la hora para que, siguiendo esas huellas pioneras, la literatura patagónica otorgue un lugar a la fantaciencia.



*Escritor y poeta chubutense