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martes, 15 de diciembre de 2009

LA NOTA DE HOY


Carmen de Patagones (circa 1885)


ELSEGOOD, EL MARINO


Por Jorge Eduardo Lenard VIVES



Una calle de la ciudad de Trelew es denominada “Edmundo Elsegood”. Según la página web de la Municipalidad se trata de quien "intentó fundar una colonia en 1856 en el mismo lugar donde Jones hizo el fuerte en 1854, fracasando". Referencias igualmente breves figuran en la “Historia del Chubut”, de Clemente Dumrauf; y en “Crónica de la Patagonia y Tierras Australes” de Antonio Álvarez. La aventura colonizadora de Elsegood y su azarosa vida, que incluyó un romance de novela, pasó en el Valle discretamente al olvido. Pero no fue así en Carmen de Patagones, cuna de navegantes sureños, ciudad madre de ciudades australes, que supo conservar la memoria de este marino radicado allí a principios del siglo XIX.

Marino del cual se decía que era galés. Pero en su biografía “En la estela del Corsario Elsegood” (“corsario” porque el protagonista de este relato participó en la guerra de corso contra el Brasil), Luciano Becerra informa que nació el 27 febrero de 1802 en Morpeth, Northumberland; región al noreste de Inglaterra, muy lejos del sureño Gales. Tampoco su apellido tiene reminiscencias galesas; de hecho sería de origen escandinavo. Como sea, el futuro marino llegó a las Provincias Unidas del Río de la Plata siendo niño, y en 1826 ya está asentado en Carmen de Patagones.


Morpeth Bridge, Northumberland (© Laing Art Gallery). Thomas Girtin (1775 - 1802)

Son dos los puntos principales que atraen la atención sobre Elsegood, al tenor de este blog. Por un lado, su casi desconocido intento colonizador en el Chubut; por otro, la romántica relación que lo unió a Mariquita León, amorío que devino en fuente de inspiración literaria.

Del primer tema no existen muchos datos; y los pocos que hay son acicate para que algún historiador profundice el tema. Al hablar en su libro del asunto, Becerra cita a Antonio Alvarez: “En 1856 llega (al Chubut) el Capitán Elsegood con algunas familias galesas; también fracasa en el intento y al cabo de dos años se marchan”. La similitud de esta descripción con la de la página web municipal mentaría una fuente común. Pero luego Becerra agrega otros datos, provenientes de varias biografías redactadas por los numerosos descendientes del marino.

Una de esas citas dice que el navegante, con su grupo de galeses, desembarca en la costa, al parecer, del golfo de San José. Desde allí trata de alcanzar el río Chubut a pie; y es en este intento que fracasa. Sin embargo esa descripción del hecho es improbable. Elsegood conocía el litoral patagónico; y es ilógico que emprendiera tal marcha. Más cierta parece otra referencia biográfica, que afirma que el marino funda su colonia en la desembocadura del río Chubut; y que al cabo de dos años debe abandonar la empresa. Algunas de las familias galesas regresan a Inglaterra, en tanto otras se asientan en diversos puntos de nuestro país. Ambas citas coinciden en fijar la fecha de la empresa entre 1856 y 1858; a mitad del ensayo de Libanus Jones en 1854 y la colonización definitiva en 1865.

De su romance con María Josefa “Mariquita” León, se destaca que desposó a su mujer cuando ella era muy joven. El matrimonio tuvo varios hijos y su vida se movió entre Patagones y Buenos Aires. El marino dio a lo largo de los años permanentes muestras del amor hacia su mujer. Por su parte, Mariquita se acostumbró a las muchas ausencias de su marido; y a las angustiosas esperas.

Elsegood murió en alta mar el 19 de enero de 1870, como un marino de ley. Poco consuelo fue esa circunstancia para Mariquita quien, desde el balcón de su casa en el barrio porteño de Montserrat, ve entrar al puerto de Buenos Aires el buque de su marido, el “Patagones”, con crespón negro y bandera a media asta. María Cristina Casadei recuerda esta escena en su bello romance “De Mariquita y Edmundo”, con justas palabras que son digno colofón para esta nota:

Y un día el presentimiento,
Mariquita despojada
con ojos de sueños rotos
contempla llegar la barca.

Sobre el crespón de las olas
la muerte, erguida, cabalga,
Edmundo es sólo un recuerdo
diluido en la nostalgia.

Sobre la espuma del río
el sol se vuelve mortaja.



Nota: Los textos empleados en este artículo pertenecen a documentos del Museo Regional “Emma Nozzi”, de Carmen de Patagones. El autor agradece a la Sra Rosa Spampinato, de la Asociación de Amigos de dicho Museo, la información que tan gentilmente le hiciera llegar; y también agradece al Profesor Clemente Dumrauf los datos aportados en una amable charla.


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domingo, 13 de diciembre de 2009

LA NOTA DE HOY




RECUERDOS DE MI ESCUELA
Un diploma, cabras y el alumno Santiaguito

Por Jorge Gabriel ROBERT





Cuando el maestro platense, don Enrique della Croce, me entregó un diploma con bordes negros y azules que decía en letras doradas: Promovido a Cuarto Grado, entre la algarabía de alumnos en aquella escuelita casi rancho de Camarones, empecé a comprender que había pasado de grado. Mis condiscípulos entre niños y niñas, seríamos unos veinte o treinta. Era noviembre de fin de curso en el año 1936. Entre ese aletear de palomas blancas, llenábamos un amplio zaguán correteando cada uno con su diploma, premio quizás a la dedicación, al estudio y a la disciplina de entonces.

Don Enrique el maestro, había llegado desde La Plata con su esposa Enriqueta, experta en labores manuales, telares, que enseñaba a todos y cada uno de los alumnos, así fuera varón o mujer, sin retribución pecuniaria. La sonrisa de un niño, era su paga. Con ellos, sus dos hijas adolescentes de 17 y 15 años. Alba y Nilda a quienes la vida dura de aquellos años, hizo perder lo mejor de su futuro, el estudio secundario.

Así fue que ese día olvidé mis condiscípulos que correteaban aprovechando la confusión para jugar a la mancha. Me preocupaba el espacio necesario para acomodar mi diploma. Cuántas veces con mi madre, en algún consultorio médico en que la acompañaba, le decía: Mira mamita cuántos diplomas. No los envidiaba. Por ahora tenía el mío y me parecía el más hermoso del mundo. Mi tío Bernardo, que se había sumado al esfuerzo de un pueblo nuevo con su oficio de mecánico desde Bahía Blanca su ciudad, sumó también su altruismo y su bondad confeccionando el marco, cortando el vidrio para que pudiera colgar mi diploma adorado. Hombre de oficios múltiples, prodigio para las amas de casa que estaban armando su vivienda mientras sus esposos, trabajaban en el campo procurando el sustento de cada día, mi tío siguió construyendo marcos, cortando vidrios y otros enseres para las viviendas que él construía con madera y chapas de cinc, retrasando así la entrega de automotores a sus dueños, que comprendían las urgencias. La paciencia de entonces ayudaba a vivir y a crecer.

Mi maestro della Croce, venía a reemplazar a Justo Chumbita, el anterior docente. Éste había sido despedido con aplausos desde el puerto natural donde la “chata” de un buque mercante descargaba mercancías de campo propias de un impulso colonizador y víveres para algún comercio que los había pedido por telégrafo a su consignatario en Bs. As, desde el incipiente pueblo Camarones, en la provincia de Chubut. Pero el maestro Chumbita, que me había ayudado a soñar con un diploma desde los primeros “palotes” sentado en su falda desde mi más tierna infancia, no se iba de paseo. Una cruel enfermedad lo postró de tal manera que fue cargado como un objeto y en su trayecto a Buenos Aires, arrojado al mar porque a las primeras millas náuticas, murió. Sus alumnos, que habían acompañado al maestro hasta el embarque, quedaron mirando al infinito donde parece que se juntan el cielo con el mar, agitando un pañuelo blanco mojado con lágrimas; otros no alcanzaron ni a enterarse y buscaban afanosamente al maestro que esa tarde les había prometido enseñarles a ordeñar las chivitas, “profesión” que traía acumulada desde su San Luis natal. Como buen puntano, de cabras sabía mucho. La clase anterior se había referido a la leche en la alimentación de los niños y a su crecimiento. La foto muestra una madre con sus críos, producto del empuje que le dieron entonces a las cabras que trajeron los Boers, una inmigración de Sud África que al igual que los Galeses, bregaban por el progreso en el lugar que eligieron para vivir y el afán de siempre, competir para crecer. Sus cabríos blancos con la cabeza marrón, eran el orgullo de la región y ganaban en los concursos y exposiciones.



Volviendo al diploma, que nunca pudo ser reemplazado, a mi lado esperaba el suyo el alumno Santiaguito. Había ingresado en la mitad del año, obligado por un destino muy cruel. Refugiado en el último pupitre del aula, observaba la clase con mirada adusta y rencorosa; prefiere que el maestro no se dirija a él; su ceño fruncido aleja a sus compañeros, no quiere a nadie a su alrededor; contaría 11 o 12 años aunque parecía menor, rubio con ojos grises, en un descuido, sin proponérselo, podía esbozar una sonrisa tímida, encantadora; reflejos de tiempos más felices. Los demás alumnos se reunían para hablar de él, algunas chicas ya le insinuaban su amistad y los varones más audaces, intentaban dirimir cuestiones con él a las trompadas, cosa que respondía de inmediato, como agradeciendo la oportunidad de pelear sin importarle el número ni la calidad del adversario. Criado hasta esa edad con su padres y hermanos, en un rancho hogar, entre malezas de la rústica estepa patagónica, ayudando a cruzar el Río Chico, manejando una balsa, su padre llegó a ser su único socio y amigo; así lo amaba. Pero un día, en un problema de vecinos, por cuestiones de ovejas, marcas y señales, el retumbo de un balazo que aún suena en sus oídos, le llevó para siempre a su padre. Con esos recuerdos entró a la escuela de Camarones. Sus condiscípulos, igual que él eran de escasos recursos, hijos de pioneros, colonizadores, gente que se abría paso en la vida a fuerza y honra de su trabajo, de manera que Santiaguito tenía allanado el camino para su recuperación; siendo un gran amigo de su extinto padre, quien lo trajo al pueblo, con toda su familia y lo alojó en su casa. Sin embargo, costó mucho volver a Santiaguito a su natural personalidad; en su mente aún infantil, quedó grabada la imagen de un chileno, quien fue el asesino y desde entonces, hacerle comprender que la nacionalidad de su enemigo era puramente circunstancial. La sola mención de ese país hermano lo ponía fuera de sí y sólo el llanto lo calmaba. Pero el tiempo pasó, y Santiaguito se sumó a la lucha por Camarones, las chivitas de raza, y junto con su diploma de primer grado aprobado, recibió un premio al mejor compañero.



Enrique della Croce, con sus alumnos en un acto patriótico
(25 de Mayo de 1936)





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viernes, 11 de diciembre de 2009

EL POEMA DE HOY




Soneto a la luz de la luna


por Jorge Alberto Baudés



Desciende sobre el mar cinta de plata
en festones de espuma transformada,
caracolas de nácar impregnadas
cautivan al marino, al contemplarla

Es lámpara votiva que deshace
hasta el negro abismal que la circunda
y al sembrar con su luz , mano fecunda
es preludio del día que ya nace

Cuando falta, la soledad nos avasalla
y la fría y negra noche nos envuelve.
Despojada de palabras, muda calla.

El alma acostumbrada a estar con ella
debe apenas beber de las estrellas
la luz que de la Luna, les devuelven.


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martes, 8 de diciembre de 2009

LA NOTA DE HOY


EL CONSCRIPTO


Por Olga Starzak




Nos reunieron en el regimiento 8 de Infantería de la ciudad de Comodoro Rivadavia; éramos más de cien. La voz tan fuerte como firme del sargento pidió cinco voluntarios para cumplir con el Servicio Militar en la Base Aérea Militar de “El Palomar”. No se escuchaba ni un murmullo entre los conscriptos, sólo -si alguien se lo hubiese propuesto- el acelerado latir del corazón de jóvenes de todas partes de país con destino incierto, acorralados por la duda y el temor de ser sometidos diariamente al alto grado de entrenamiento físico que ya se había exigido.

Miré alrededor sin mover la cabeza; parecía que nadie hubiese acusado recibo de la petición realizada. En mi mente aparecieron los rostros de los seres queridos, ya lejos de este lugar; y un dejo de esperanza iluminó mi desazón. Si tenía que estar por más de un año lejos de ellos qué mejor hacerlo en un lugar que, para mí y hasta entonces, había sido casi utópico.

Levanté, sin titubear, mi brazo derecho. Todas las miradas recayeron sobre él. En escasos segundos otras manos se elevaron, algunas seguras, otras temblorosas; y sentí que mis posibilidades comenzaban a desgranarse.

Se nos había adelantado que eran sólo cinco los cupos para ese lugar. Los superiores estarían obligados a realizar un sorteo que determinara, sin arbitrariedad, quiénes accederían a ese destino.

El azar quiso que fuera uno de los cinco muchachos que cumpliría con la obligación del Servicio Militar en Buenos Aires.

Dos días más tarde, con el fulgor en el alma y la emoción en la piel, partí a esa ciudad que me cautivaba desde las imágenes periodísticas, las pocas revistas que llegaban a mis manos y los libros de geografía que arrobaban mi espíritu de joven pueblerino con ansias de descubrir nuevos horizontes.

El período de instrucción fue breve, o al menos así lo sentí en ese momento. Pronto me designaron como asistente y chofer del 2º jefe de Instrucción. Su nombre tendría en toda mi vida un significado particular y definitorio. Lo recordaré por siempre por su hombría de bien, su calidad profesional y su calidez humana. El teniente Coronel Emilio Cardalda marcó, sin saberlo, mi futuro: la integración de la familia en el lugar que me viera nacer y la posibilidad de un trabajo seguro y reconocido en el que permanecí hasta el momento de la jubilación.

Conocí a través de este hombre de actitud sencilla y el poder usado a partir de la honestidad y la justicia un mundo desconocido, que ni siquiera imaginaba.

El 5º piso de la calle Alvear y Libertador pasó a ser mi lugar de residencia, en las comodidades de un departamento tan luminoso como decorado, con un gusto rayano en la más sutil delicadeza.

Mis compañeros eran el chofer de la familia, la cocinera, la mucama y un mucamo: me integraron rápidamente a ese grupo humano al servicio del teniente, su esposa y la madre de esta.

Éramos tratados con absoluta amabilidad y respeto; y allí aprendí que las diferencias individuales sólo surgen del sentimiento de quienes quieran hacerlas notorias.


Conocí, en Buenos Aires, a las únicas tres tías que vivían también en Argentina y que avisadas por mi madre del lugar donde residía, me visitaban con frecuencia. Angela, Tecla y Elena eran físicamente muy parecidas a su hermana. Esta última tenía una hija sordomuda. Yo pasaba muchos fines de semana en su casa de Turdera y nos habíamos hecho grandes amigos. Sus dificultades para comunicarse pronto fueron resueltas por su tenaz deseo de manifestarse y fui habituándome a ese lenguaje gestual que, acompañado por el lento movimiento de mis labios, hacían posible interesantes conversaciones.

La casualidad o quien sabe qué quiso que un día sucediera un hecho singular, que me enternece cada vez que lo recuerdo. Estaba yo mirando por la ventana de ese 5º piso de Libertador cuando observo, como lo hacía habitualmente a los estudiantes secundarios en el patio de la escuela que en la planta baja se enfrentaba al living del departamento. Y allí, haciendo comentarios a sus amigas, con la cabeza elevada e inmensa alegría, mi prima señalaba con su dedo al primo sureño que acababa de descubrir. Hasta que el timbre del recreo debió haberlas vuelto a sus obligaciones permanecieron allí, saludando, agitando sus brazos, asombradas por la coincidencia y hasta quizás eufóricas por la presencia del joven que desde lo alto no dejaba de mover sus manos en un intento por corresponderles.


Aprendí, en la gran ciudad, el trato cortés que había que dispensarle a los jerárquicos del servicio. Pero también aprendí de trenes y subtes, de colectivos y anchas avenidas, de teatros y cines, de un lugar que –aunque lejano en mi realidad- existía para tantos.

Añoré, muchas veces, mi Trelew natal. También supe que el mundo citadino estaba escondido en mi sangre, en las entrañas de ese joven que era y del adulto que anhelaba ser; en la posibilidad del acceso a una cultura que me cautivaba, de un destino que aunque negaba por múltiples razones, hubiese deseado para mí, para los míos y para las posibilidades que se agotaban en un abrir y cerrar de ojos en la vida pueblerina.


Cuando concluí con mis obligaciones y aún tentado a permanecer allí, con trabajo y un futuro promisorio, regresé. Me agobiaban las presiones que sentía por ser el mayor de los hijos varones de una familia numerosa. Me alentaba un amor que esperaba.

Con ayuda del Teniente Caldalda me radiqué, con trabajo, en Comodoro Rivadavia. Por actitudes del mismo hombre y los lazos de afecto creados a partir del mutuo respeto y la desestimación a las diferencias sociales, poco más de un año más tarde volví trasladado al correo de mi pueblo, el entonces Encotel que me albergó hasta que, a los sesenta y cinco años, accediera a la jubilación.


Siempre volví a Buenos Aires. Muchas razones, todas de tipo afectivo, me llevaban a retornar a esa gran ciudad; visitar a la familia de mi madre, a la de mi esposa, a amigos allí dejados.

Siempre mantenía el contacto con aquel hombre que había depositado en mí su confianza. Supe que, a su retiro, se había radicado en una quinta de San Isidro.

La vida, las rutinas o quién sabe qué hicieron que perdiéramos durante algunos años nuestra comunicación. Cuando fui a su encuentro un jardín abandonado, paredes tapadas de yuyos y las persianas bajas y desaseadas de la casa, hablaron por el destino de aquel hombre que hoy, más de sesenta y cinco años después, evoco con emoción.




"El conscripto" es producto de uno de los tantos relatos que mi padre, Eduardo Starzak, me contara a lo largo de su vida. Siempre con profunda emoción y reconocimiento hacia los suyos.
Olga Starzak


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