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domingo, 7 de febrero de 2010

EL POEMA DE HOY



EN LA NIEVE

Por Ana María Manceda




La noche está allí, detrás de las ventanas.
La nieve se refleja posada en las hierbas
y cuelgan las estrellas de las ramas heladas de los árboles.
Con solo estirar mi brazo, aún a través del límite de los vidrios
podría tomarlas para adornar mis ojos.
Si la valentía me sorprendiera abriría la puerta
y recostada en la hierba nevada
tomaría un baño de luz sonriendo a la noche
con mis ojos adornados de estrellas
que cuelgan de las ramas heladas de los árboles.
Pero sigo mirando detrás de las ventanas.
Mi aliento, llanto de recuerdos empaña los vidrios.
Me rebelo.
Rotos los vidrios estallan en la nieve,
yo también, rota, estallada,
yo también en la nieve, me rebelo.




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lunes, 1 de febrero de 2010

LA NOTA DE HOY


La inspiración, esa musa que habita en nosotros



Sabido es que el concepto de inspiración poética tiene su origen en la creencia de que el artista es elevado a la divinidad, transportado a un estado de éxtasis, que aún sin talento, una fuerza sobrenatural actúa “dictándole” palabras, frases, versos… y –claro está- los mismos no son obra de su propia mente, sino del dios que se ha apropiado de su consciencia.

Así las musas y también algunos dioses eran invocados, a través de plegarias, por los griegos primero y los romanos después, para acceder a ese estado de encantamiento donde, como a borbotones, surgirían las odas más exquisitas, o los versos más románticos.

Talento, formación, destreza, técnica, motivación… no estaban entonces en juego, y el inspirado, entregado a las musas –tal como si estuviera en proceso hipnótico- delegaba en esa fuerza sensorial el goce por sus hechos creativos.

La idea persiste hoy en día aún cuando seamos conscientes de que, a la hora de la producción literaria, devenimos en únicos responsables de lo que nuestras manos van grabando en la hoja. Ahora bien, veamos cuáles son los factores intervinientes en esa expresión. Desde mi punto de vista, ninguno es tan importante como la sensibilidad: el sentir del hombre que entregado a las pasiones, sumido en el dolor, extenuado de amor o herido por la impotencia da rienda suelta a su imaginación y deja caer las palabras en boca de aquellos personajes que nacidos o no de su creación le ofrecen un alivio sumamente placentero, actuando a veces de manera catártica.

No es sólo la sensibilidad. Obran también el estado mental y el anímico haciendo que aquella motivación aparezca y logre que las palabras besen la hoja, la acaricien sin premura, canten al compás de una melodía o bien sean escupidas, o hasta vomitadas. En ese sentido el motor que posibilita crear es la emoción por la que se transite.

Hasta el momento pareciera, entonces, que cualquier ser humano estaría en condiciones de escribir literatura. Sin embargo la diferencia estará dada por su talento: esa capacidad innata que le brinda a una persona, con mucho menos esfuerzo que otra, la facilidad para desarrollar una determinada disciplina.

El talento será alimentado por las experiencias de vida, sean estas personales o colectivas. Se traten de las almacenadas en los primeros años, en los tiempos escolares, en los procesos de crecimiento y desarrollo o las que –con mucha mayor conciencia- vamos eligiendo a veces y en muchas otras, nos enfrenta la vida.

La sociedad de la que el escritor forma parte en el tiempo que le ha sido dada la existencia, y el espacio geográfico que habita (o donde ha pasado gran parte de la vida) tienen así ascendencia sobre cómo esa aptitud va delineando formas diferentes a la hora de escribir.

Es aquí donde resulta necesario dedicarle un párrafo a la destreza. Aquella que le permite encontrar las palabras justas, las que cumplen con el fin propuesto, las alineadas de tal manera que dicen exactamente lo que pretende; las palabras que, como un juego laberíntico, están ubicadas en el sitio propicio para seguir andando el camino.

No menos importante es el estilo. Ese recurso estilístico que el escritor, a conciencia o no, imprime en sus textos y de algún modo lo caracterizan. En relación a este último concepto creo que quien reúne todas las características señaladas en los párrafos precedentes, no está limitado a un único estilo sino en condiciones de asumir distintos. El estilo irá variando, modificándose o adaptándose al texto que va produciendo.

Y entonces… la musa inspiradora, ¿dónde está? ¿En la divinidad o en la mente del ser humano?

En el alma. Yo creo que en el alma de cada hombre que escribe, que tiene algo que decir, que desea proclamarse.

¡Busquémosla allí!



Olga Starzak


Enero de 2010



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jueves, 28 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY



EL VIENTO…EL MALDITO VIENTO

de Enrique J. Martínez Llenas





Primavera tras primavera… viento.
Verano tras verano… también viento. Pero peor, con tierra; tierra que se pega al cuerpo y forma una capa áspera sobre la piel, y hace que los dientes chirríen al mascar la impotencia de detenerlo a él, a ese maldito viento que sopla y sopla tanto de día como de noche, haciendo salir de sus guaridas a las tímidas flautas que viven ocultas en las rendijas de las puertas y las ventanas, para entonar sus disonantes melodías y no permitirme dormir en paz.

Viento. Compañero inseparable de mi castigado cuerpo de enganchador de boca de pozo desde hace…¿cuántos años? Hoy ya ni lo recuerdo, no tengo por qué ni para qué. Estoy solo, viejo, jubilado; todavía no muerto, pero casi. Perduro, porque otra cosa no me atrevo a hacer. Soy cobarde.
Llegué al sur buscando hacerme un futuro, espoleado por la fuerza arrolladora de mis hormonas juveniles y dispuesto a hacer lo que fuera para ganar dinero. —Allá está la oportunidad de ser alguien —me dijeron las habituales voces comedidas y bienintencionadas de siempre, esas que nunca faltan en ninguna familia, ni en ningún bar.
Me recibió Comodoro, la capital del petróleo, la ciudad de las oportunidades para los que nada tienen salvo sus manos y su fuerza. Me dio un trabajo en YPF, una casa, amigos y dinero…pero también me dio el viento, el maldito viento. Prosperé, aunque no mucho, como cualquier persona decente; a mi lado tuve otros que, vaya a saber por qué, subieron mucho más rápido en la estructura de la empresa. Yo siempre trabajé en la boca del pozo como enganchador, un trabajo peligroso, pero que era un desafío para mi irresponsabilidad juvenil ante la vida. Me convertí en uno de los mejores; quizás en el mejor de todos ellos. Mi nombre, y los de mi cuadrilla, sonaban en las oficinas de YPF como si de ángeles se tratara; no había pozo, por difícil que fuera, que se nos resistiera. Tuvimos algún accidente, es cierto; pero siempre menos que otros equipos. Y fue por culpa de ese maldito viento, que soplaba ese día como un demonio en la Pampa del Castillo, entorpeciendo al manejo de los fierros, haciendo que los ojos buscaran la seguridad de los párpados para ocultarse, y cubriendo todo con una fina y resbalosa capa de polvo. Así fue que pasó lo que pasó: el pobre Aníbal tropezó y se dio de lleno contra un tubo que se soltó y se le fue de frente, justo al medio de la cara. No debíamos haber trabajado ese día, es cierto. Pero éramos los mejores, éramos ambiciosos y, además, inmortales. Porque éramos jóvenes.
A partir de entonces cambiamos. Nos volvimos más respetuosos del frío, del hielo, del agua…y del viento. ¿Maduramos, quizás? ¿Aprendimos la lección a costa de perder a uno de los nuestros? Puede ser, al menos en lo que a mi respecta. Pero entonces algo nuevo, que hasta ese momento había estado oculto, me comenzó a picar con insistencia: el bichito del amor. Me sentía solo, aislado, a veces hasta me ponía huraño y taciturno ¡justamente yo, que siempre era el que tenía lista la broma fácil y el dicho oportuno; el que siempre era el alma de la fiesta! Ahora erraba por las calles, melancólico. No quería ir de putas, ni al Bagatelle. ¿Para qué, si ya conocía a todas las chicas? Ninguna me llenaba el ojo, ni era lo que yo quería para mi casa, para madre de mis hijos.
Pero otra vez el viento se hizo presente, aunque ésta vez me trajo algo bueno ¡Qué digo bueno! ¡Lo mejor que me sucedió en toda mi vida! Me trajo a Yolanda, que apareció por la proveeduría del kilómetro 3 en el día más ventoso del enero de ese bendito año, el año en que me casé con ella. Era una tucumana trigueña, vivaracha, con una lengua filosa y atrevida, y muy bien rellenita allá donde debía estarlo. Había venido como mucama de limpieza, y estaba recién llegada, haciendo las primeras compras para instalarse. Yo también había ido por algunas cosas. Ambos nos sentimos atraídos en el mismo instante de vernos, y fue cosa solamente de hablar lo indispensable, y citarnos para ir al cine el primer día libre en el que coincidiéramos. No guardo el recuerdo de cuál fue la película que pasaron ese día en el Teatro Español, ni me importó jamás. Mi mente y mis manos estuvieron más que ocupadas recorriendo los vericuetos físicos y emocionales de Yolanda, hurgando en todos sus secretos, sus temores más inconfesables, sus deseos más profundos, sus esperanzas más alocadas. También yo abrí las puertas de mi corazón, que llevaban cerradas demasiados años, a su inagotable curiosidad. Fue una entrega total y absoluta, que produjo un cambio demoledor en la vida que llevaba hasta ese momento. Me convertí en un ser más prudente todavía: no me arriesgué tanto como antes, evité asumir compromisos innecesarios, no forcé mi cuerpo más allá del límite del cansancio. Además deseaba sólo poder terminar con los infinitos días que duraba el turno en el campo para poder estar con Yolanda todo el tiempo, disfrutando de su cuerpo, su risa… y sus empanadas tucumanas.
Inevitablemente nos casamos, y pudimos acceder, gracias a ciertas amistades bien cultivadas desde muchos años atrás, a una de las casitas de YPF en el kilómetro 3 que se había desocupado recientemente. Nacieron luego los deseados hijos, un varón y una deliciosa mujercita, los dos iguales a su madre; parecía que sus genes eran más fuertes que los míos. Estaba bien así: yo podía ver la cara de mi querida Yolanda repetida muchas veces a lo largo del día, estuviera con o sin ella, y eso me llenaba de paz y satisfacción. Compramos un auto: un Dodge Polara usado, grande, bueno para meter los hijos y un millón de cosas dentro, y después mandarse a mudar por esos interminables caminos patagónicos hacia Esquel, El Bolsón, Trelew, Madryn, parando a tomar unos mates en el camino, a la sombra de algún árbol o a la vera de algún riacho. El día a día se hizo grato, amable, y comenzó a discurrir como agua entre los dedos, que se escapa sin percibirla, dejando detrás una sensación de frescor y limpieza. ¡Tonto de mí! Como todos cuando nos sonríe la fortuna, creí que así sería siempre, que la vida es inmutable y eterna, y no me previne para soportar el golpe que me esperaba a la vuelta de la esquina.
Volvíamos hacia el 3 después de hacer unas compras en el centro de Comodoro; unos vaqueros para mí, unas zapatillas para los chicos, y alguna otra cosa que se me pierde en el olvido. El día era ventoso, muy ventoso. Últimamente le había perdido el respeto al viento, ya que no me había traído más que cosas buenas con sus soplos. No recordé lo traicionero que es cuando se lo quiere encorsetar entre los cerros, ni su ansia desmedida de libertad, como tampoco su implacable fuerza cuando escapa sin freno de su continente.
Yolanda iba acurrucada contra mi brazo y los chicos detrás, peleándose como siempre por alguna tontería. Llegando al Infiernillo lo vi. Era un camión con remolque que venía en dirección contraria, más rápido de lo conveniente para esa zona de la ruta. Fue en ese momento cuando recordé a mi viejo enemigo, el maldito viento. Encajonado en la quebrada que forma el cerro Chenque cuando llega al mar, soplaba hacia el lado del mar con una fuerza demencial, arrastrando tierra, bolsas de plástico, bidones, y cualquier cosa que encontrase en su camino. Mi auto era pesado y bajo, con buen agarre, pero el camión era alto y venía rápido. No teníamos adónde girar, ni podíamos ya frenar. El cruce era inevitable. El colosal camión comenzó a escorarse hacia el centro del camino, como un patético dinosaurio herido de muerte que fuera cayendo de lado, precisamente cruzando la trayectoria de mi auto. Y cayó, Dios mío; cayó y se atravesó unos pocos metros por delante. No sé ni sabré nunca qué maniobra intenté hacer en ese infinitesimal momento, y por eso vivo con una culpa perpetua, por no saber si fue acertada o no. No pasa día sin que trate de recordar cada uno de mis movimientos, para poder absolverme y vivir en paz con mi conciencia.
Sólo yo sobreviví al accidente. Perdí todo lo que más quería en la vida, lo único que jamás podría recuperar. Quedé inválido, y me retiraron de mi trabajo por incapacidad. Logré conservar mi casita en el 3, donde vivo, o duro hoy, sin ánimos ni fuerzas para emprender nada, soportando los desplantes de mi viejo enemigo, el maldito viento, que no deja nunca de incordiarme ni de recordarme lo poco que somos los humanos ante las fuerzas naturales. En mis meditaciones, amargas por cierto, pero que cada día me dejan ver algo desde una nueva óptica, he descubierto recientemente, y con no poca sorpresa, que en realidad poco o nada he perdido. ¿Cómo se puede perder lo que nunca jamás se tuvo? Todo fue un espejismo: él, el viento, me trajo la dicha, y él también se la llevó, dejándome como siempre, en el fondo, estuve: solo ante mí mismo, como uno más del montón; como todos y cada uno de nosotros, pobres infelices soñadores.
El viento, el maldito viento…


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sábado, 23 de enero de 2010






LOS ÚLTIMOS VENDEDORES AMBULANTES

Por Jorge Gabriel Robert



Desde que Literasur me abrió las puertas de su cultura, he tratado de exprimir mi experiencia como único pasaporte para incorporarme como “literato”, bien puesto entre comillas.
Con mi experiencia, como digo, rescato de entre las brumas del olvido a personas o personajes que, por la marcha del tiempo ingrato, han ido perdiendo su lugar en el mundo. Anteriormente lo hice con “el último guarda hilos”. Esta vez quiero referirme al “último vendedor ambulante.” Mis recuerdos rondan el año 1936, por varios motivos que no son el propósito de estas líneas. Al primer vendedor ambulante que logro introducir en mi memoria lo denominaban “el ruso gordo“; se llamaba David, un hombre muy simpático y bondadoso. Había miseria ya en ese tiempo en los campos recién arrendados y el pobre ruso observaba las zapatillas rotas de los niños, a veces harapos que al no estar al alcance de ellos renovarlos, lo hacían sufrir. Anotaba en silencio algo en su libreta y a la siguiente visita, regalaba lo que podía o había conseguido sabe Dios dónde. Además hacía preguntas a su perrito blanco que este respondía moviendo la cola, según el carácter de las mismas, motivo de risas para chicos y grandes.
Un invierno la nieve lo sorprendió, su automóvil se descompuso y en una noche de 20 grados bajo cero, el ruso gordo sucumbió a su triste destino. Cuando lo encontraron tuvieron que matar al perrito blanco para rescatar su cadáver.
En su último viaje, David, el ruso gordo, había vendido las primeras radios a quien se las pudiera comprar, por supuesto. Se trataba de un aparato de buena madera, de grandes dimensiones, y un cajón con pilas o baterías tan grandes como la radio misma.
En el campo, mi padre ideó una antena entre dos sierras muy altas, un alambre de acero muy largo y dos aisladores de telégrafo en desuso, hasta conseguir una audición perfecta en onda corta. Con ella, desde mi tierna infancia, en edad escolar, escuché la segunda guerra mundial, la masacre que Italia infringió a Etiopía y los últimos estertores de los vencidos por Franco en España. Mi padre, como buen francés, sufrió la invasión de Alemania haciendo planes militares desde su humilde rancho, desplegando mapas sobre la mesa de la cocina. Alternaba también alguna música y radioteatro.
Poco tiempo después apareció un camioncito descangallado tapado con una lona a cuadros muy bonita. Era el turco Jaime que se sumaba a la sociedad de los rurales, puestos de estancias con muchas familias que lo esperaban con cariño, agradeciendo siempre sus visitas alegres y juguetonas, a veces con regalos de los Reyes Magos; una magia que aún persiste. Anduvo también don José Barbara repartiendo verduras, frutas y por último aparecieron los hermanos Graña, un apellido conocido en Rawson, donde viven aún sus descendientes.
Eugenio y José Antonio (el Pelado) Graña continuaron el derrotero de su padre don Manuel, un inmigrante español afincado en esa ciudad desde 1910, nativo de la ría de Vigo, playa de Loira, Pontevedra, España, casado en Rawson con Rosa Williams.
Los hermanos dieron por extinguido el oficio, sin siquiera darse cuenta que habían creado un impulso progresista a la colonización y calidad de vida en una amplia zona de influencia, incluyendo Camarones y Cabo Raso; este último un pueblo en formación, liderado por Victorina Lacoste, con escuela, internado y albergue para niños pobres de la región, que también recibió el aporte de los vendedores ambulantes y sucumbió luego a la desidia de los gobiernos provinciales de turno. En la foto, los Graña, como los llamaban, Eugenio de frente y el Pelado junto a su esposa que les ha preparado una merienda, se alistan para el “último viaje”.


Sus cabellos blancos son indicativos de que ese propósito está justificado. El camión está cargado frente al negocio en Rawson, su punto de partida. ¿Cargaste los instrumentos? –pregunta Eugenio–. El pelado, por ser el menor, asume y acepta sonriendo su rol. Los instrumentos a que se refiere Eugenio, son: un bandoneón que él ejecuta y una guitarra donde el Pelado dice que lleva su alma templada en seis cuerdas. El seudónimo, (pelado) le viene desde la cuna y al igual que su guitarra, no lo abandona.
En el campo, cerca del puerto Santa Elena, hay una estancia que está de fiesta. Se va apagando la tarde. El sol va pintando de rojo algunas nubes y un chingolo lanza su silbido como augurio de viento y calor. En el horizonte, una polvareda es motivo de atención entre los vecinos que se han reunido para el evento. Desde temprano algunos gauchos de a caballo han concurrido luciendo sus mejores galas, bombacha, bota y corralera bordada. La tierra levantada en el camino llega antes que el camión.
Los Graña, para muchos, son parte de la civilización en cuatro ruedas; vestidos floreados podrán adquirir las jovencitas para el baile de esta noche, alpargatas nuevas y ropas de campo, alguna prenda del apero que el gaucho esperaba permutar por pieles de animales silvestres o plumas.
El vecindario, ya enterado del último viaje de Los Graña, se agrupa para la despedida y contribuye con la familia anfitriona, los Balladares. Por un lado viene Amandi con su prole, de apelativo español. Viene Robert el francés, Samuel Walker, de apellido inglés; Finn Olsen el noruego y algunos aborígenes, de manera que el crisol de razas y culturas, está asegurado.
Eugenio ensaya los primeros acordes con su bandoneón mientras en el galpón el Pelado bordonea su guitarra formando rueda de cuentos y aparecidos, entre la jarana de los concurrentes, antesala de asado y baile que durará hasta la madrugada.


Los hermanos Graña no han concluido su vuelta a casa; de pasada deberán tomar pala, pico y otras herramientas que llevan porque han prometido ayudar a Garramuño, un anciano aborigen, conocido de siempre, a reparar el techo de su vivienda. Así se completa la misión emprendida de los Graña. El abuelo indio tendrá su casa arreglada porque pasaron por última vez, los últimos “vendedores ambulantes.”



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miércoles, 20 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY




RIZOS NEGROS
*


Por Olga Starzak


Vi a los más viejos de la aldea sentados junto al fuego que estaba a punto de extinguirse. Frente a ellos, una anciana conocida como la más sabia, hablaba pausadamente. Escuché mi nombre entre algunos otros y no imaginé, hasta varios días después, por qué me nombraba. Con un gesto invitó a los presentes a una plegaria y, desde entonces, un murmullo invadió la reunión.

Mi madre había asumido una actitud silenciosa y la tristeza se evidenciaba en sus grandes ojos negros. Sólo ahora comprendo que aquellos días debieron ser interminables para ella y que, tal vez, sus propias vivencias infantiles habían acudido a su mente llenándola de dolor y odio.

Mis cabellos largos y rizados fueron tratados de manera especial. Durante toda una noche, un baño preparado con la savia aceitosa de un arbusto y mezclada con hierbas machacadas, cubrió mi cabeza. Envolvieron mis rulos en las hojas húmedas de aquella misma planta y al día siguiente los lavaron. Me asombró el brillo y la suavidad que ahora tenían. En una gran tinaja, con agua aromatizada con pétalos de flores silvestres, también lavaron cada una de las partes de mi cuerpo. Nadie hablaba; sabía que algo raro estaba pasando, pero desconocía aún que esto era ya parte de un ritual.

Un par de mujeres me vistieron con las mejores prendas y al finalizar tocaron con sus labios mi frente. Mi madre me tomó del brazo y salimos de la choza. Noté sus manos ateridas y sus ojos nublados. En la puerta me esperaba la misma anciana que había liderado a los congregados aquel día. Antes de dejarme sola con ella, mi madre -conmocionada- acariciando mi cabeza y con voz casi imperceptible, me dijo:

-Sé fuerte. Te prometo que muy pronto todo pasará.

Caminamos juntas por un sendero que atravesaba la montaña y dejaba muy lejos la aldea. Nos detuvimos para tomar agua de un arroyo y la vieja aprovechó para llenar un botellón de vidrio que traía en un bolso, colgado de su cuello. Cuando lo sacó pude ver un cuchillo de hoja muy fina y algunos trapos.

Llegamos a un pasadizo entre dos lomadas y, sin emitir una sola palabra, me hizo comprender que ese era nuestro destino.

No me animaba a hablar. Los niños no teníamos oportunidad de hacerlo y mucho menos frente a los aldeanos de edad avanzada. Era considerado una falta de respeto. De pronto ordenó:

-Acuéstate ahí.

Y mostró un lugar protegido por plantaciones.

-Tengo la obligación de preservar tu vida y procurar que, cuando debas casarte, tu hombre sienta orgullo por ti –comenzó a explicar. - Todas las niñas de nuestra raza pasarán por esta experiencia; así adquirirán buen juicio y se diferenciarán por siempre del sexo masculino. El Dios que nos ampara así lo exige. Sólo te dolerá un poco. Si superas la prueba con valentía habrás honrado a tus padres.

Enlazó mis manos, amordazó la boca, me despojó de la ropa interior y separó -sin delicadeza- mis piernas temblorosas. Recién ahí intuí lo que pasaría. En algún rincón de mi mente había quedado guardada una conversación entre jóvenes del lugar. Lo que jamás podía suponer, con nueve años apenas cumplidos, era que el acto sublime del que ella hablaba se convertiría en la experiencia más atroz que me tocaría soportar.

Antes de atar mi cuerpo sacó el botellón y con el agua enjuagó el cuchillo.

Lloré, grité en silencio y odié con fuerza desmedida hasta que me desvanecí. Cuando desperté, un sudor helado envolvía mi piel; mi espalda estaba mojada con sangre fría y los cabellos pegajosos, apretados al cuero cabelludo.

Ya no estaba amarrada.

Habían matado mis más preciosas fantasías, la dignidad de niña queriendo convertirse en mujer. Ya no me sentía viva. Cuando me animé a llevar la mirada hasta mi sexo, lo vi cubierto de una cataplasma verde y pastosa. La vieja dijo:

-Eso va a contener la hemorragia y ayudará a que pronto cicatrice la herida.

El dolor no me dejaba respirar. El ardor quemaba las entrañas.

Permanecimos allí, a la intemperie, durante dos o tres noches. Cuando pude pararme y caminar por mis propios medios, volvimos a la aldea. Allí esperaban nuestro regreso. Me expusieron como un trofeo y elevaron oraciones interminables.

El rencor y la desolación se instalaron en mi ser. La incomprensión fue convirtiéndose poco a poco en rebeldía.

Con el cuerpo mutilado y vacío de sensaciones escapé una noche de impenetrable cielo negro. Había cumplido quince años y acababan de presentarme al hombre que me desposaría. Peregriné por pueblos desconocidos, navegué mares cálidos y conocí a personas de todos los colores. Descubrí un mundo al que no pertenecía y me propuse apropiarme de él.

Hoy, veinte años después, luchando aún con las secuelas de la escisión a la que fui sometida, recuerdo los ojos negros de mi madre; me apiado de ella y de todas las niñas que en Somalia y muchos otros países de la tierra, sufren el cruel calvario. Mientras aparece este recuerdo, mi mano aprieta la de una niña que acaban de traer al hospital donde ejerzo mi profesión. Fue rescatada de los escombros de una choza deshabitada. Pese a los intentos médicos, no pudo controlarse la infección. Hace sólo unos minutos, mientras le acariciaba sus apretados y brillantes rizos negros, sentí cómo iba apagándose su vida.

No sé cuánto tiempo ha pasado. Alguien me ayuda a levantar mi cuerpo recostado sobre la cama de la niña. Con esfuerzo separan su mano de la mía.

Ya no hay más lágrimas en mis ojos. Un renovado odio las secó para siempre.



* "Rizos negros" es uno de los trece cuentos que la autora reunió en su obra Estigmas, cuentos no tan cuentos (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2004)


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