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jueves, 8 de abril de 2010

EL CUENTO DE HOY






UN LENTO RESPIRAR

Por HÉCTOR ROLDÁN



Un lento respirar. Abrir ampliamente los pulmones, lento y profundo. Los pies apoyados en apenas un pedazo de tierra. Al este se extiende un amplio y árido cañadón, al oeste se alza un rocoso cerro como un atalaya al universo en el medio de la meseta. Al sur y al norte los perfiles de los cerros se vuelven azules a la distancia. El viento soberano estremece cada hierba, cada mata. Ágiles ráfagas elevan centenares, miles, casi infinitas partículas de polvo que avanzan cañadón al este. En el medio de uno de esos cósmicos ventarrones veo lo único y lo múltiple. Los granos de tierra, como una tormenta de diminutos kamikazes se estrellan en mi rostro, en mis manos, se hunden como zapadores en mi pelo, arañan como brutales inquisidores la delicada membrana de mis pupilas. Intento ver. Un carancho se abandona al viento, y el viento asume su forma. Las alas abarcan la extensa meseta, y observo pasar la sombra de su altivez por la superficie del mundo.



Cierro los ojos. Abro los brazos. Intento ser el carancho, el viento, o apenas ese grano de tierra desaforado, rodando y volando. Chocando y rebotando rumbo al océano a centenares de kilómetros de aquí. La tela de mi camisa estalla como una vela desgarrada por la tormenta. Sonrío con los ojos cerrados. Un barco varado en el medio de la meseta, esa imagen se construye en mi cabeza mientras la tela gime y gime. Un anciano barco escorado sobre una mata de molle, a un paso de un Ararat sin dios. Después de todo esta extensa superficie fue el fondo del mar. De un mar sin piratas, sin toscas embarcaciones pesqueras de algún ancestral antepasado del hombre. El fondo de un mar muy viejo. Tan viejo como el viento que zumba en mis oídos, que zumba como debe zumbar el universo. La nube de tierra pasa, abro los ojos y la veo alejarse. Una mancha pálida, que como un lente volador tiñe de mayor tristeza los apagados colores de la meseta. El carancho decide esconder sus alas y se derrumba. Como una piedra del cielo se precipita y a escasos metros de la tierra abre sus alas y detiene su caída. Las garras abiertas.
Vuelvo mi rostro hacia el oeste y camino rumbo al cerro Guacho. En una de sus laderas una pequeña gruta sirve de cobijo a un altar. En ella la figura de una virgen está rodeada de algunas ofrendas. Botellas con agua, billetes viejos, monedas, estampitas, y alguna breve carta en la cual la letra es apenas legible. En la tosca caligrafía que expresa un ruego se intuye el amor y la reverencia. Imagino los ojos expresivos colocando bajo una piedra, al lado de la pequeña estatua, su oración. Las rodillas hincadas, la mano dibujando sobre su pecho la cruz. Puedo ver, casi sin esfuerzo, el trazo dibujado en el aire, y el último beso sellando la alianza del hombre con los dioses. Al lado de la carta un ramo de flores de plástico. Los pétalos rojos de una rosa y los pétalos amarillos de un clavel resplandecen con insólita insolencia en el casi monocromático paisaje. Flores de plástico de edad indefinida. Frías ofrendas cuyo único calor fue transmitido por la mano devota. Alzo la vista y pienso: ¿Se puede rezar bajo este cielo que de tan límpido parece despoblado de ángeles y dioses? Trepo por las empinadas laderas del cerro. Dejo atrás la última efigie de la creencia humana. La triste mirada de la virgen, elevada hacia el cielo, parece resignarse a mi ascenso, y ya parado sobre la explanada que remata el cerro, observo. El sol declina hacia el oeste, grandes nubes cambian de colores. Blancas, rosas, rojas, suavemente azules. El cielo es más intenso que la tierra, el cielo vibra de colores hasta enrojecerse con un fuego solar profundo y cambiante que, sanguíneo y gigante, se extiende sobre el horizonte. El viento acompaña con profundos suspiros al crepúsculo.



Sobre la cima del cerro, soy testigo del último día del mundo, contemplando la llegada de la noche. Sentado en el infinito, pues el infinito no solo es lo eternamente extenso sino también el preciso instante de la contemplación, el pequeño lugar sobre el cual me paro, desde el cual miro. Y siento en la piel y en los ojos el final del día. En el más remoto de los lugares y, quizás, en el único lugar que existe. Tomo una piedra para sostener algo sólido en el centro del fuego crepuscular y la arrojo con inocente furia al sol, a las bravías aguas del cielo. Veo como la silueta oscura del guijarro se incinera, y se pierde en la furia. El viento aúlla. Mi piedra cae como caen mis ojos extasiados sobre la ya oscura tierra del cañadón. Y ya perdido en la contemplación me paro en el borde del cerro. Mis cabellos emiten pequeños estallidos a ser agitados por el aire incendiado. Podría llorar de pena, de una tristeza antigua, carnal y trascendente. Podría reír de euforia, de una euforia última que entra por mis ojos y extiende mi organismo hasta el más lejano rincón del universo. Tan pequeño y enorme, tan infinito y mortal me siento que digo, mientras cierro mis ojos: soy el carancho, soy también el cielo y el sol que arde en mi piel, soy el viento, el aliento del mundo.
Extiendo mis brazos y, sonriendo, vuelvo a mirar.
-Ya es tarde. Vamos a casa- dice, entonces, mi padre parado al lado mío mientras acaricia, dulcemente, los incendiados cabellos de mi cabeza.




Héctor Roldán, escritor radicado en la ciudad de Buenos Aires, es autor del libro de cuentos “El Espectro de las Cosas”, publicado por la editorial “Rúcula Libros”; al cual pertenece el presente relato. Apasionado por la Patagonia y amante de su Literatura; en sus relatos la región presenta sus caracteres bien marcados; pero a la vez, se difumina como un telón de fondo frente al cual se mueven los personajes. De su particular estilo, el propio el escritor dice “Tiene algo de cuento y algo de poesía, tal vez no debería encasillarlo”. Parte de su excelente obra puede ser leída en el blog “El espectro de las cosas” (http://elespectrodelascosas.blogspot.com/).


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sábado, 3 de abril de 2010

EL POEMA DE HOY




LA TEJEDORA DE MATRAS

por MARÍA JULIA ALEMÁN DE BRAND




Quiero darte mi canto, tejedora
manantial de paciencia inagotable,
al pie de tu telar, feliz y amable,
en tus manos el tiempo se demora.

Una herencia de siglos atesora
la ciencia primitiva y venerable
de trocar en color, lo transmutable
que en corteza y raíz, te da la flora.

El pardo de la tierra, lo has urdido
en el rústico poncho del tropero…
y en tus matras estalla el reverbero

que has copiado del campo florecido.
(…y el alma de tu raza la has tejido
Penélope del Sur, con todo esmero…)




María Alemán de Brand, eximia poeta esquelense, ganadora en cuatro oportunidades de la corona de plata del Eisteddfod del Chubut (1976, 1979, 1981 y 1982) y de otros numerosos reconocimientos, refleja en sus obras la más honda esencia patagónica. En el prólogo de su libro “Soy Poesía, búscame en el sur” (publicado por la Editorial Asociación de Escritores del Oeste del Chubut) se presenta de esta manera: “Puedo decir que soy sureña hasta el último hueso. Y vengo, orgullosamente, de un hogar campesino… En mi familia la lectura es casi un vicio, no es extraño, entonces, que comenzara a escribir versos desde muy joven”.

(Retrato: gentileza de Nadine Alemán)


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martes, 30 de marzo de 2010

EL CUENTO DE HOY






El laburo

por Olga Starzak





-Abuela, ¿y si en vez de eso, cuando salgo de la escuela, voy al centro a pedir?
-No nena, ya nadie da nada. Nosotros necesitamos plata. Plata para comer, para que puedas ir a escuela, vos y todos tus hermanos; para comprarte zapatillas. ¡Mirá cómo están esas!
-Y, ¿si no voy más a la escuela?
-¡Qué carajo decís! ¿Qué vas a ser si no vas a la escuela? ¿Querés ser como tu madre, una pobre ignorante? Tenés que hacerlo, Karina; ya sos una mujercita. Es por el bien de todos.
-Pero... y ¿cómo?

-Vos dejámelo a mí. Yo lo voy a organizar. No vas a tener que salir de la casa. Nadie te va a ver. Elegiré los tipos y van a venir acá, ¿de acuerdo?
-No sé, tengo miedo.
-Qué miedo ni qué miedo. Ya vas a ver. La primera vez te dolerá un poco pero apretás fuerte los dientes y ya está. Después te vas a acostumbrar. Y seguramente con alguno hasta te va a gustar. Eso sí, te prohíbo andar enamorándote y querer rajarte, ¡eh! Este va a ser un negocio, un negocio para todos. Cuando crezca la Pamela, vas a poder descansar un poco y compartir el trabajo.
-Yo no quiero, abuela. Mirá a la Gloria, con trece años y embarazada. ¿Y si me pasa eso?
-No se trata de si querés o no querés. Además no te va a pasar nada. Yo los obligaré a que se cuiden y cuando juntemos unos pesos, nosotras mismas les vamos a dar los forros.

Karina ni siquiera sabía muy bien lo que tenía que hacer. Acababa de cumplir once años y su cuerpo de niña apenas comenzaba a acusar la presencia de la etapa preadolescente. Era más bien menuda y sus pechos recién se abultaban; sus pezones habían empezado a oscurecerse y estaba pronta a necesitar su primer corpiño. Su pubis, pequeño, apenas mostraba unos pocos vellos. A diferencia de muchas de sus amigas, todavía ningún chico la había besado. Había escuchado muchas veces hablar de las relaciones sexuales; tenía curiosidad por saber cómo era eso que le contaban algunas chicas del barrio. Pero no tenía apuro por probar y menos así como quería la abuela, con cualquiera, todos los días y por plata. Como su madre, al final... terminaría siendo una puta. Bueno, ella decía que era “prostituta”; y cuando era pequeña no entendía muy bien de qué se trataba, pero después lo supo: puta, prostituta; era lo mismo.
-Nena, mañana viene el primer cliente. Es el del almacén. No se te ocurra decirle que él es el primero. Ni hacerte la histérica, ni llorar, ni gritar... ¿Entendiste?

-¿Cuánto te va a pagar ese hijo de puta?
-Eso a vos no te importa. Preocupate por portarte bien y hacer lo que él te diga. Así vuelve.
-¿Y si no quiero, y si me niego? ¿Por qué no te acostás vos con él?
Un cachetazo fuerte e imprevisto fue la primera respuesta. Después la vieja dijo:

-Se arregla fácil. La llamo a tu madre y le digo que venga a buscarte. Vamos a ver dónde la pasás mejor.

Era fácil recordar que nada podía ser peor que vivir con su madre. Se había cansado de los constantes maltratos físicos, de las crisis nerviosas cuando el alcohol saturaba su sangre. Después venían los largos períodos de depresión cuando, sumida en los efectos de los medicamentos que le daban en el hospital, lo único interesante era tirarse en la cama. No, no quería volver a esa vida. La abuela había sido demasiado buena al aceptar quedarse con ellos cuando esa mujer decidió irse a trajinar a Santiago del Estero, alentada por un nuevo amigo que le había conseguido una changa en esa provincia.

Se durmió entre el llanto de su hermanito menor y el frío de la noche. No tuvo demasiado tiempo para pensar en el día siguiente. Creyó que la abuela debía tener razón; de alguna manera había que conseguir un poco de plata. Ya hacía varios días que sólo comían pan seco, mojado en un poco de té lavado.
Le tocaba a ella sacrificarse. Tenía que aceptarlo.
El hombre llegó más temprano de lo previsto. Ella ya estaba en la única pieza apartada de la casa. Cuando entró, sentada en la gastada manta que tapaba la cama, agachó su cabeza... y esperó.

-Hola –dijo el hombre. No contestó, aun cuando podía sentir cómo se acercaba.
-¿Qué tal, linda? –continuó mientras la acostaba con su enorme cuerpo.
-A ver qué hay por acá...
Las gruesas y ásperas manos la despojaron de su ropa. Cerró fuerte los ojos, muy fuerte y no respiró. Sólo un grito ahogado salió de su boca cuando fue torpemente penetrada. Lo sintió jadear como un perro y tuvo que tragarse su propio vómito.
Cuando creyó que todo había terminado, el hombre volvió a someterla. Eso era demasiado. No podía volver a soportarlo. Lloró en silencio mientras él se levantaba los pantalones y le decía:
-Nos volveremos a ver, nena. Espero que la próxima te sueltes un poco.
Fue ese hombre y después fueron otros. Fue ese día y fueron meses. Ahora el calvario había disminuido. Los muchachos que la frecuentaban le habían enseñado que con unos porros antes de empezar a laburar era mucho más fácil. Y la abuela lo había entendido. Mejor estaba ella, más clientes podía atender. Sólo de esa forma podía complacer los perversos requerimientos. Sabía que cada trabajo tenía su precio y no era ella, precisamente, quien lo decidía.

Cuando sus hermanos crecieron tuvo que dejar la casa para salir a vender su cuerpo en la calle. Ya no le dejaba toda la plata a la vieja, le daba un pequeño porcentaje. En cambio Pamela todavía no tenía ese privilegio. Karina aconsejaba a su hermana, la prevenía del peligro, le enseñaba excusas para evitar determinadas situaciones…

Eso sí, los mejores clientes eran para ella. Eso era indiscutible.



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jueves, 25 de marzo de 2010

LA NOTA DE HOY




EL MODELO “DEL SAUCE”

Por Jorge Eduardo Lenard VIVES




Cierta vez, recorriendo en muy amable compañía el Museo Regional “Emma Nozzi” de Carmen de Patagones, acerté a pasar delante de una vitrina que exhibía un plato de porcelana decorado con motivos de color azul. El objeto me recordó de inmediato un grato momento de mi niñez: la hora del té en casa de mis abuelos, donde se utilizaba esa misma vajilla azul.

Hacia esa época – unos cuantos años ha -, leyendo una vieja edición del “Tesoro de la Juventud” archivada en la biblioteca familiar, encontré casualmente el relato que daba lugar al dibujo. El modelo, del que también se encuentran ejemplares en el Museo Regional de Gaiman, es llamado “del sauce”; nombre sin dudas merecido porque un ejemplar de este tipo de árbol domina el gráfico. Por eso también se la conoce como “porcelana Willow”. Al fondo, un lago; al frente, dos casas separadas por un brazo del estanque y un puente que lo franquea, cruzado por tres figuras humanas. Las construcciones, las siluetas, el bote que navega el lago, recuerdan una escena oriental.

De hecho, el motivo representa una historia de la China de los mandarines. Al respecto existen dos versiones: una, que fue de allí donde el modelo fue tomado en el siglo XIX para decorar la porcelana producida en algunos países europeos y especialmente en Inglaterra, lugar desde el que se difundió a otras partes del mundo. La otra versión, menos romántica, sostiene que el dibujo fue obra de un artista inglés, Thomas Minton, hacia el año 1790; y la leyenda en realidad es una fábula creada por algún escritor imaginativo inspirado en el gráfico.



Sea cual sea el origen, la tradición dice que las imágenes cuentan la historia de Kung Chi, una bella joven china que se enamoró de Chang, el secretario de su padre, hombre de pocos ingresos. El progenitor de Kung Chi, como es usual en estos casos, quería casarla con un pretendiente rico. Pero su hija no tenía deseos de hacerlo, por lo que su padre la recluyó en una casa al extremo del jardín para que reflexionase. Crecía frente a la vivienda un sauce, y un poco más allá un frutal, en cuya contemplación pasaba Kung Chi sus días. La visión de sus hojas y flores le daba alegría; ¡con qué poco se divertía la pobre mujer! Un día Chang le escribió una carta para invitarla a huir con él. Pero temiendo que su correo cayera en manos del irascible padre, tomó una cáscara de coco, le puso una vela para darle calidad de insólita embarcación; y después de colocar dentro su mensaje, la lanzó al lago y siguió su derrotero hasta que la vio llegar a manos de Kung Chi. La joven contestó por el mismo medio, aceptando la proposición; pero le aclaró que, si tenía valor, debía ir a buscarla. Chang tuvo valor; fue hasta la prisión de su querida y se la llevó consigo, sin olvidar el cofre de joyas de su novia que seguramente les sería útil para afrontar sus primeros días de vida en común. Al cruzar el puente por el cual debían a la fuerza escapar del jardín, fueron sorprendidos por el padre; quien comenzó a perseguirlos. Iba adelante Kung Chi, la seguía Chang con el cofrecito en sus manos y atrás el padre, blandiendo un látigo. No los alcanzó, y los novios se refugiaron en una casa en la orilla opuesta del lago, donde vivieron felices. Pero el otro pretendiente, despechado y enfurecido, logró ubicarlos; y cuando los enamorados se hallaban en el interior disfrutando de su intimidad prendió fuego a la humilde casa. Así murieron entre las llamas Kung Chi y Chang; aunque su espíritu continuó viviendo bajo la forma de las dos aves que sobrevuelan la escena.

Recorriendo los detalles del dibujo se puede ver reflejada toda la historia, la casa del jardín y la de la isla, el puentecillo, las tres siluetas cruzándolo, los árboles. Pero hay otros trazos que completan la escena: una pagoda al fondo del lago, un bote navegándolo. ¿Son detalles del relato que el cronista no registró? Como sea, no cabe duda que la contemplación de un dibujo tan cargado de sentido como éste, impreso sobre las formas armónicas y elegantes de un antiguo juego de té, combina un placer estético con la sensación de estar leyendo un mensaje del pasado. Y nos lleva a pensar que todos los objetos que nos rodean pueden tener una historia oculta. Lo importante es saber descubrirla.


Nota del autor: Quiero agradecer a la señora Rosa Spampinato y al señor Alejandro Zangra la excelente visita guiada que me permitió disfrutar del Museo Regional de Carmen de Patagones, en una de cuyas vitrinas hallé la vajilla con el dibujo “del sauce”. Y también quiero agradecer al señor Lucio González, del Museo Regional de Gaiman, haberme mostrado los platos con el mismo motivo que se encuentran en ese museo; traídos por los colonos galeses.


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domingo, 21 de marzo de 2010

LA NOTA DE HOY



En el puesto de barro, el último arreo


por Jorge Gabriel Robert



En el puesto, la gente está impaciente. Los peones, venidos de la Estancia mayor, se inquietan observando que las ovejas se acercan al bebedero y es necesario alejarlas. Todos hablan del último arreo. El molinero observa que la tarde anterior, el viento se ha llevado algunas aletas y será necesario, urgente, reponerlas.

Por ahora, la preocupación es el gran arreo que se acerca. Juan Cancelas, el gran capataz de arreos, ha logrado reunir dos mil lanares que, previo aviso y permiso de los terratenientes para el cruce, deberá llevar hasta Mancha Blanca, un paraje rionegrino entre San Antonio y Valcheta, para luego ser embarcado en ferrocarril hacia el norte. Se dice que será el último arreo. Estamos frente al puesto de barro, un rancho con dos habitaciones de barro y coirón con techo de chapa, dependiente de la estancia La Maciega en el dpto. Florentino Ameghino. Aquí habita el domador de la estancia, don Olegario Cardoso, su esposa Benicia (embarazada) y sus siete hijos.


Los mayorcitos varones, ya están sobre el lomo de los potros. Las damitas, ya hacen tortas fritas, cuando hay harina o consiguen galletas y bolsitas con azúcar que dejan los arrieros. Se dice que por ahí, por el puesto de barro, pasará el último arreo, porque una flota de camiones estará en la ruta para cambiar la historia y dar un impulso al progreso y el traslado de semovientes.
Cardoso ya tiene la primera tropilla de zainos lista a entregar, prepara los gateados, acostumbrado a entablar tropillas de un pelo y le preocupa la llegada del gran arreo, el molino descompuesto, y no sabe si esa noche los chicos tendrán para comer. Para colmo, un potro se ha mancado en la última ensillada corcoveando. Un disgusto más para el patrón que los acumula a fin de justificar el despido del puestero domador qué agrandó mucho su prole. Adónde irá con sus siete criaturas y otra por llegar?

La noche se insinúa tranquila. El gran arreo ha llegado descansado, a manos de Juan Cancelas y sus peones; se comienza a preparar el campamento, con techitos de lona, algunos fueguitos para el asado, que serán prolijamente apagados luego, las pavas listas para el mate, la galleta en bolsa, colgada de un molle, y en pocas horas comenzará la ronda que consiste en pastoreo con perros adiestrados, que la hacienda se mantenga tranquila, no se desparrame y permanezca al abrigo de inoportunos visitantes nocturnos, como zorros, gatos monteses, peludos, etc.; precaución que el capataz incluye en su profesionalidad para arrear animales lanares, tan lejos de sus lugares de origen.

La noche, plácida, serena, en el campo presagia algunos misterios; en los hombres crea supersticiones como el chistido de una lechuza, que nadie ve entre los montes o la cercanía de la luz mala que trae reminiscencias de viejas leyendas. El facón, inmutable en la cintura. El caronero, es siempre el revólver. Observemos la luna que intenta filtrarse entre las nubes como ayudando a despejar cualquier duda temerosa en la oscuridad.



La hacienda no ha sentido el estrés del camino: bien alimentada, satisfecha en su sed, comienza a moverse. Un sol rojizo, como desperezándose ante el rol que le toca ejercer, apaga los últimos vestigios de servidumbre que la luna ha prestado y proyecta tomar el mando del día. El último arreo patagónico con destino a Mancha Blanca, parte desde el puesto de barro. El molino ha sido acondicionado a la perfección de manera que pueda reponer su agua con las primeras brisas de la tarde. El molinero, hombre cabal y ducho en sus quehaceres, personaje de confianza en la patronal, vuelve a la estancia e informa en la administración, las novedades acontecidas que se registrarán en el libro diario.

En el puesto de barro, pese a la pobreza y la promiscuidad por la escases de medios y exenta la parte sanitaria indispensable, un niño o una niña va a nacer. La mamá embarazada, queda al amparo de Dios que esta vez ha enviado un invisible ángel de la guarda para presidir el acto de luz a un ser que impone su diminuta presencia con su llanto, único sonido que logra emitir. Es una niña. Las tres hermanitas mayores rodean el alumbramiento, mientras los cuatro varones observan desde el umbral. Se llamará Juana. Un vetusto almanaque colgado de un clavo en la pared marcado con lápiz rojo indica que es 24 de noviembre de 1944. En letras mayúsculas dice: CASA FINAT- DE SIMON FINAT – CABO RASO (ramos generales). Un segundo almanaque expresa: Tienda LA CASTELLANA de Manuel Graña, Rawson Chubut.- No marca cuándo se quitó la última hoja del día final de diciembre, ni el año una vez finalizado; queda el cartón de adorno en los muros de barro sin pintar y muestra una publicidad agonizante.

El reloj del tiempo movió sus engranajes llevándose los años como si fueran de juguete. Por el puesto de barro, no pasaron más arreos. Juan Cancelas, el capataz independiente, optó por el camión, y Olegario Cardoso, que había llegado a ese puesto recomendado por amigos de la zona de Azul, con su tropilla entablada y el inicio de su familia, deshizo su patriarcado. Los niños que la pobre madre no pudo llevar, fueron derivados a familias conocidas, de buen pasar.




Sesenta años más tarde, ya en pleno siglo XXI, una hermosa mujer decide volver a visitar el antiguo hogar de sus padres y hermanos donde ella nació. Es Juana; la niña del berrinche. Desde su domicilio en Buenos Aires, donde ha formado una excelente familia, viene a volcar sus emociones e intenta abarcar con sus brazos lo que fue su casa hoy derrumbada y el árbol que sí, resiste los embates del pampero, la desolación y el abandono, aunque ya nadie necesita de su sombra.


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