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viernes, 3 de diciembre de 2010

LA NOTA DE HOY




VIENTO




Por Jorge Eduardo Lenard Vives





Defendía hace un tiempo la realidad de ese ente esquivo llamado “Literatura Patagónica”, cuando fui objeto de la siguiente observación: ¿cómo hablar de tal variante literaria, cuando ni siquiera puede afirmarse, a ciencia cierta, que exista una región llamada “Patagonia”? Porque, continuó el escéptico, ¿qué tienen en común, por ejemplo, un habitante de Tierra del Fuego con un neuquino? La curiosidad ante lo obvio incentiva la investigación; por ello, el tema despertó mi interés. ¿Qué reúne a las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, más allá de la historia compartida, su continuidad geográfica y similares recursos económicos? ¿Qué las une, allende los variados fundamentos esgrimidos por numerosos estudiosos para agruparlas en el mismo espacio conceptual?

Sin dudas, el viento; ese espíritu austral que, así como la “vis plástica” de Avicena modelaba a su capricho formas de vegetales y animales en la naturaleza, cincela el paisaje del territorio…. y la personalidad de quienes lo habitan. Como todo espíritu es etéreo, nada más que aire; pero un aire libre, indómito, desbocado, con una impetuosidad vigorosa que a veces refleja la Literatura.


Entre enero y febrero de 1937, Roberto Arlt viaja al sur argentino y describe sus experiencias en una serie de notas publicadas, con el título de “Aguafuertes Patagónicas”, por el diario “El mundo”. Entre esos artículos, reeditados pocos años atrás (1), figura uno llamado “En la tierra del viento”. Refiriéndose a la provincia del Neuquén, dice Arlt: “Todo aquí está sometido al imperio del viento, que sopla, aúlla, se queja y brama, dando en pleno verano la sensación del invierno”. Como para demostrar la omnipresencia de la singularidad climática en toda la región, Gregorio Mediavilla escribe, a principios de los cincuenta, su “Viento Sur”; que narra las aventuras del gaucho Sepúlveda, nacido en las Llanuras de Diana. Al finalizar la obra, sintetiza Mediavilla: “Cuando en las noches de invierno un triste silbido te despierte, tal vez recuerdes a los caminantes que azota el aguacero, a los que navegan envueltos en tinieblas, a los vencidos que buscan como albergue el umbral de tu puerta, y al mirar los cristales de la ventana, golpeados por la lluvia que empuja el vendaval, susurras con la emoción de un rezo: ¡Viento Sur!”.


Al sur, al norte… ¿y en la Patagonia central? Dos escritores chubutenses, entre otros muchos, recuerdan que, remedando a Arlt, esa zona bien pudiera llamarse “el reino del viento”. Asencio Abeijón, en el relato “Viajando de cara al ventarrón”, de “Apuntes de un carrero patagónico”, narra: “La puesta del sol, con su horizonte oeste rojo, fue un seguro presagio de mal tiempo para los carreros (…) Una hora más tarde, el vendaval ha adquirido toda la violencia ruidosa que le ha valido la justa fama de infernal”. Por su lado, Hugo Covaro le dedicó la obra “Memorias del viento”, espléndidamente ilustrada por Khato; donde se encuentran continuas referencias al ubicuo fenómeno: “Yo voy al viento, y desde el viento vengo, a contar sus memorias, a nombrar a los hombres de la tierra que habito”.


Tiene, por supuesto, un lugar en la poesía. Mario Cabezas lo menciona en su poema “Viento patagónico”, del libro “Remolinos”: “Ay ventarrones, mi arraigo / tiembla con el temporal / brisas con sueños de furia / cierzos que son huracán. / Ay ventolera…”. En tanto, la fueguina Alba Chamán habla de él en “El viento de Río Grande”, de su obra “Ley 3.218”: “El calendario dice: con vientos, sin vientos. / Lo importante aquí, es si sopla viento. / Sin viento quiere decir que los yuyales / se inclinan hasta tocar el suelo. / Con viento quiere decir que hasta las torres / de petróleo parecen inclinarse”. También es mentado por el padre Raúl Entraigas en los versos de “Viento…“, del poemario “Patagonia. Región de la aurora“: “Rapsodia salvaje de tierras bravías / Préstame el acento de tus melodías / Para que yo entone también mi canción. / Quién creció arrullado por esos silbidos / Lleva a flor del alma, trocada en gemidos, / Como puñalada, tu lamentación”.


Cruzando raudamente la meseta por una ruta asfaltada, protegidos tras los vidrios de un vehículo “cuatro por cuatro”, o viviendo al cobijo de ciudades cuyos edificios atemperan su furia, para muchos el viento parece ser sólo una palabra. Pero para el trabajador rural que a caballo recorre el campo o junta la hacienda, para el petrolero que lucha con los caños en la boca del pozo, para el marino que se hace al mar en los barquitos amarillos, es una realidad cotidiana. Por ello resulta lógico que se refleje en las creaciones de los artistas abiertos al influjo del medio que los rodea.




(1) “En el país del viento”. Roberto Arlt. Editorial Simurg, Bs As, 1997. Prólogo de Sylvia Saítta


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martes, 30 de noviembre de 2010

EL RELATO DE HOY




PROHIBIDO


Por Ada Ortiz Ochoa (*)





La tarde a la hora de la siesta con tiempo disponible, me da la libertad necesaria.
Silenciosa como es mi costumbre, me encamino al encuentro con él.
Cumplo con todos los ritos previos al placer, mejor dicho, me dejo llevar por el hábito de hacerlo...siempre preparada para esta cita a la que me siento obligada.
Muchas veces intenté dejarlo, es dañino para mí.
Personas sensatas me previnieron en contra de él.
No hubo caso, a nadie quise escuchar.
Sacudo la cabeza, resignada, aceptando con una sonrisa este fatalismo y elijo para el excitante momento, un lugar en la semipenumbra.
Él y yo. Juntos.
Como un anticipo, siento en mi mano el calor de él.
El deleite fue sin igual y se prolongó durante un largo tiempo. Ya totalmente sometida, rememoré ¿cuántos años tenía cuando furtivamente me encontré con él, por primera vez a solas?
Porque había sido precoz.
Aprendí a gustarlo golosamente a la edad de ocho años. Espiaba los movimientos de mis padres y hermanos.
Hasta de mi abuela me cuidé. Fui astuta y nunca me sorprendieron.
Me encantó disfrutar de lo prohibido.
Sonrío. Ahora con muchos años a cuesta y con hijos casados... me he quedado sola.
Pero la presencia cálida de él, estuvo y está permanente, para hacerme menos duros los inviernos y más frescos los veranos, aunque nuestros encuentros sean esporádicos y fugaces.
Ahora, si la vejez me doblegara, seguiría siempre acudiendo a él.
Respondiendo a su llamado. Buscando el placer del mate.



(*) Escritora de Sierra Grande.



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jueves, 25 de noviembre de 2010

EL POEMA DE HOY




GWYNETH (La Pionera)



de María Julia Alemán de Brand (*)



Mujer, la del Sur, tallada a viento
y sombra inseparable del pionero…
(su paso vigoroso fue el primero
el tuyo lo siguió, firme y contento…)

Dormiste a campo raso, en campamento
cocinando en fogón, como un tropero,
tu reloj –alba y noche- fue el lucero,
el comienzo y el fin del diario aliento.

Acallaste tu miedo muchas veces
con un rifle en la mano temblorosa
y el fervor anhelante de tus preces…

Pionera, la de casta valerosa
compañera de triunfos y reveses…
Oh mujer de mi sur, acero y rosa!


(*) Escritora chubutense. Tomado de su poemario “Soy poesía, búscame en el sur”






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domingo, 21 de noviembre de 2010

LA NOTA DE HOY



ENCUENTRO

Por Olga E. Cuenca




Estaba sola. Como en lejanía bullía el televisor. Tenía muchos planes en mente, intentaba hacer lugar para cada uno de ellos.
Su aparición imprevista no me sacudió. Ni un escalofrío recorrió el cuerpo. Fue un encuentro sereno. Estaba allí, entre los cortinados rojos, mirándome. Mis ojos se fijaron en ella, pero no apareció la silueta. No era ese el motivo de mi curiosidad. Me dejé llevar por sus palabras de tal manera que no podría decirte cómo lucía o cuál era su porte. Parecía tener prisa por contarme muchas cosas, pero su relato prolijamente volcado hacia mi diestra abundaba en detalles.
15 años cumplidos hace pocos meses. El festejo fue en casa de sus padres. Ella hubiera querido un peinado lacio, no los horribles tirabuzones que la dejaron tan fuera de la moda. La fiesta, a pesar de ese detalle y de la vigilancia continua de los mayores que cada tanto se daban una vuelta por el garaje, a la sazón sala de fiesta, para encender las luces que algunos apagaban, fue hermosa. Hubo invitados sorpresa y autoinvitados. Muchas canastas con flores y artículos de perfumería. Asistieron la abuela, los tíos, los padrinos, los vecinos. Bailó el vals con su papá en el comedor principal donde se reunieron los adultos. El corazón le latió muy rápido al leer la dedicatoria de algunas tarjetas. Los huesos repiquetearon contra la piel de todo el cuerpo cuando se le acercó el jovencito que ocupaba sus sueños.
Me encantaba el relato. No podía dejar de prestarle atención. La niña tenía necesidad de decir más. Una tímida urgencia por mostrarse desde adentro. Hablar de sus estados de ánimo. El de hoy de dicha (a mí me la ha contagiado), el de otros días penosos, en los que buscó la soledad de un rincón para llorar sin ser vista, para mirar un horizonte inexistente mimetizándose en él y despertar luego como si hubiera atravesado un largo sueño. Aquellos otros instantes cuando el mundo apareció enorme, litigante, injusto en muchos tramos y ella se sintió tan pequeña y apocada, sin ese toque, sin esa chispa que a otros "le sale" tan naturalmente.
Difícil resulta imaginarla callada como se define, siendo que llueve sobre mí su verborragia.
(Un destello de oro atraviesa el campo de mi observación. Son las esclavas, las 15 pulseras que ahora van unidas con una cadenita y medalla- regalo de papá y de mamá).
Me contó había nacido un día lluvioso de invierno en una población pequeña atravesada por una vía ferroviaria y limitada por una larguísima ruta y un río inconstante. No tiene hermanos.
Dejó de lado los datos biográficos y se encendieron sus palabras con ondeantes consonantes y vocales sinuosas: amanecían los sueños: El mundo es otro mundo ahora! La monotonía se escurre tras la rejilla de los 14 años. El tercer año del bachillerato le ha extendido certificado para defender enormes intereses de igualdad, hermandad, justicia, sinceridad ...Asume que el odio emerge a veces pero lo encierra entre paredes calladas y con testarudez se impone anularlo.
Recuerda las lecturas, los libros que no se cansa de leer; los que leerá más adelante porque quiere aprender a expresarse con justeza sin que su léxico se tiña de afectación pues - recalca- de allí a la falsedad no hay más que un charquito. Algún día intentará escribir seriamente, lo que ahora es su escape de muchas horas, la desnudez que teme mostrar a los demás, tal vez más adelante sea un velero más reposado y seguro.
Está de vacaciones. Tiene anécdotas de visitas y de paseos.
(Cuento gotas de celos entre la redondez de sus palabras).
Se mira, me mira! buscando respuesta para su pregunta: soy tan fea? Argumenta: es mi timidez, quizás porque soy demasiado "traga".
No respondo. Ella sigue hablando.
Como desde atrás de un abanico nacarado brota otra confesión: Soy romántica y a ti te lo digo, no me avergüenza soñar con príncipes valientes y bosques encantados y princesas en peligro. No, no me importa, aunque el rostro de esos caballeros andantes no siempre sea el mismo. Es mi dulce inconstancia!
Cuánto tiempo pasó, no lo sé. Mecánicamente mis manos hicieron un inusual gesto de despedida.
Se juntaron los dos paños rojos y las hojas de aquel, Mi diario, se durmieron junto a muchas otras que no escribí. Puse la traba dorada pero no cerré el pequeño candado. Con 56 años vividos, ninguno de aquellos secretos tiene razón de ser.
Hoy me encontré conmigo misma en una franja alterna de tiempo. La niña del 1969 y la mujer del 2010.
Sonreí hasta las lágrimas con el re-encuentro.
Comprobé que en 41 años algunas cosas no han cambiado para mí.
Dejo a los demás juzguen si eso es favorable o no.



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miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL CUENTO DE HOY











En la cima del Monte



Por Olga Starzak



El silencio, desde siempre, se había constituido en una parte significativa de mi vida. Este de ahora, aunque diferente porque dominaba de manera voluntaria, me recordaba a aquel que, desde niña, buscaba tan afanosamente.
Sentada en el doble sillón de hierro pintado de blanco, en la galería del que ahora era mi hogar, evocaba –no sin emoción- esos días de mis jóvenes años. No era este un día cualquiera. Era el aniversario del nacimiento de mi madre; el día en que muchos años atrás, con lágrimas en sus ojos me preguntó innumerables veces por qué. Acababa de anunciarle que había decidido ser monja. Si hoy viviera, si pudiera hacerse eco de la paz inmensa que habita en mi alma, las lágrimas ya no serían de desilusión.

Mis primeros años en el convento corroboraron mi vocación. Desde el día en que, frente a cientos de fieles, recibí el escapulario que me acompañaría por siempre, supe que atrás quedaban los afectos familiares, los amigos y el contacto con el mundo material que tanta incidencia tenía sobre la mayoría de los hombres.
Recordé el momento exacto en que, atrapada por una fuerza inexplicable, entregué mi vida a Dios. A ese Dios que hasta entonces sólo había irrumpido en casos de extrema necesidad, o a ese Dios al que de manera rutinaria recurría en mis oraciones aprendidas, aunque no sentidas.
Había sido simplemente así. El llamado a una existencia consagrada al servicio de Cristo. Y no necesité más explicaciones.
Mi vida ya no me pertenecía. En la mente habían quedado las imágenes más preciosas que había querido retener, y el amor que inundaba mi corazón alcanzaba para saciar las más profundas necesidades. Todo lo demás quedaba excluido; también las palabras.
Sin embargo, mi ser -sumido en los más íntimos pensamientos- era con frecuencia empañado por un hecho de mi infancia que, aunque lejano en el tiempo, estaba vívido en mi memoria como era vívida la mano de la Madre estrechando las mías, calmando el dolor que la herida había dejado en mis entrañas.
Ni aún en ese momento pude sentir odio, sólo un sentimiento de absoluta impotencia. Más tarde fue un insistente dolor. Y después una insoportable culpa.
La imagen del horror en el rostro suplicante de mi hermanita permanecía nítida, y la del hombre golpeándola, inalterable.



Mis días en el monasterio eran igualmente bellos. El amanecer, aún crepuscular, me encontraba en responso. Así comenzaba cada día, creado en una atmósfera de soledad y silencio. Las plegarias eran continuas, eternizadas en nuestro corazón. Las cálidas, aunque intencionalmente oscurecidas mañanas, eran consagradas a tareas de rutina. Con los momentos destinados a la alimentación llegaba la bendición de cada bocado que tocaban los labios. Y después, el mudo intercambio con mis colegas, todas mujeres de temple y fortaleza admirables. Era esperado el espacio cotidiano para cultivar la lectura que fortalecía el íntimo vínculo con la Virgen María, la comunión con su persona, la imitación de sus virtudes. Nos acompañaba el ejercicio de la meditación donde percibíamos que la “Madre de Todas” mantenía intacta nuestra energía.

Era en la noche, en la soledad de la celda, donde acudían invariables los ojos de aquel hombre, la violencia en sus manos. Un golpe y otro… Otro. Y otro.
Yo había observado la escena paralizada, sin intervenir, sin -ni siquiera- buscar ayuda. Sin poder moverme desde ese lugar donde permanecí oculta. Muchos minutos después, cuando pude gritar hasta quedar sin aliento, ya era demasiado tarde.

Sólo desaparecía el abatimiento ante la presencia divina protegiéndome. Como quizás ya lo había hecho entonces y no me había dado cuenta, cuando inmerso aún en la ira, el asesino escapó al comprobar que su indefensa víctima había muerto. Por haber frustrado un robo; uno más de los tantos que se consumaban en ese pueblo del sur de Italia ganado por el hambre y la pobreza post-bélica.

La carta episcopal llegó de la mano de un emisario en una de las fiestas marianas de la iglesia. Todas las monjas del claustro esperábamos ansiosas para conocer su contenido. Esta vez seríamos protagonistas de la conmemoración de la virgen en el mismísimo Monte Carmelo. La misión nos envolvía con una alegría renovada.

Fue allí, en la cima del Monte, en el éxtasis de la oración, donde veinte años después, ante la imponente presencia del Señor -en un acto inexplicable- se liberaron las culpas de aquella niña que aún vivía en mí.
Y evoqué por última vez el rostro del mal.





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