Jardín de Michell
Juan Bautista Vallés (*)
Juan Bautista Vallés (*)
En algún punto de las llanuras levemente curvas y agitadas por ningún viento, está el jardín de Michell y Michelle.
Los habitantes están dispersos y se comunican por la red de carreteras de una sola mano. Las que utilizan, además, para facilitarles el contacto con dos ciudades próximas de más de 500.000 habitantes.
Lo han creado ellos mismos hace muchos años atrás y ya desde tiempo se fue abriendo la puerta trasera para que hoy un jardinero de África incline la espalda y trabaje la tierra. Con cariño, como ellos lo hacen. Ahora las manos de ellos dos están cansadas, aunque siguen gesticulando para decir lo que quizás las palabras no alcanzan.
Ellas las tiene ahora lejos de los niños que nacen, pero éstos siguen fuertes y dulces como cuando los recibía al llegar a este mundo. No cuesta oírla alentando a las madres jóvenes ni al hablarles a los bebés en nombre del mundo, para darles fe y esperanza. No le extraña ir por las calles, o estar en misa y que adolescentes o jóvenes se acerquen para saludarla. El haber compartido el momento de la primera visión queda marcado para siempre.
La saludan cada mañana unos pájaros agradecidos por la comida que, dulcemente, les dejó caer la señora Michelle en sus comederos. Están hambrientos. Vuelan en los alrededores de la ventana de la cocina y se disputan semillas de girasol; las toman al vuelo y llaman su atención para que el rito no desaparezca.
Las manos de Michell están prontas para ser serviciales y son fuertes para momentos difíciles. Sin quitar otras recompensas por algún trabajo extra del peón, comparten un licor, que puede ser un vino patero del lugar. El jardín ha atrapado algo del espíritu de ellos y lo guarda en sus pliegues de tierra.
Respetando los ciclos, espera la primavera para estallar en colores y perfumes. Mientras, bajo un manto de frío, están los alientos de vida del verano. El sol es esquivo y huidizo ante la ausencia de calor que hiela las plantas. Espera su turno para poder acercarse y poner vida en lo que hoy parece níveo manto.
Una estatua, eternamente inmóvil, observa desde el corazón del jardín la casa con curiosidad de mujer. La fuerza de esa curiosidad la lleva a no cerrar los ojos ni por el frío ni por el calor. No sé sabe con quién intercambia rumores. No hay ahora ruidos de niños, ni huellas de pequeños zapatos, ni juguetes olvidados. No están el niño y la niña que jugaban a las escondidas o navegaban en barcos de fantasías por mares surcados solo por ellos.
Ahora enfrentan el océano de la existencia. Se enredan. Entre raíces descubren la esperanza de ser llamados abuelo y abuela. Desde no hace mucho tiempo ella busca robar o pedir prestados colores del jardín para sus cuadros encantados.
Desde el jardín de invierno como nuevo paraíso, Michell y Michelle seguirán tejiendo sueños, y alguna tarde evocarán momentos de la conversación que empezó hace muchos años y que es única, por los siglos de los siglos.
Como alguna vez se lo dijo el Abbe del lugar.
(*) De “Tercer Libro” – Biblioteca Popular Agustín Álvarez – Trelew - Chubut, 2008
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