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jueves, 6 de enero de 2011

EL CUENTO DE HOY




EL LICOR DE MANDARINAS


por Luis Alberto Jones


Tía Nina, hermana de mamá, venía día por medio a casa a tomar el té. En las casi dos horas que pasaba actualizaban datos, especialmente de familia, recreaban recuerdos e intercambiaban algún toque en las recetas que ambas conocían. Al atardecer, ya pronta a la despedida, tía Nina degustaba una copita de licor de mandarinas que mamá elaboraba según una secreta fórmula familiar.
Esta rutina parecía mantenerlas unidas, sin embargo observaba que siempre discurría sobre una temática superficial como la que señalaba anteriormente. Yo creía saber la razón. Entre ellas había un episodio de raíces profundas y lejanas. Cuando mi padre noviaba con mi madre, en algún momento se cruzó un coqueteo de mi tía que hizo peligrar la relación. Finalmente la pareja original llegó al altar y Nina quedó convertida en la solterona, pero mamá sospechaba que si algún día la muerte la llevaba primero, su hermana no dudaría en quedarse con su esposo. Por eso pienso que se formuló una especie de secreto pacto interior sintetizado en una premisa que podría ser “si me voy primero, te vas conmigo, pero con Gustavo no te quedas”.
Y el casi siempre caprichoso destino determinó que mamá se fuera antes. Los médicos no lograron coincidir en la dolencia que acabó con ella en pocos días.
Entre la sorpresa y la consternación, sólo alcancé a determinar que entre las tantas cosas que cambiaron en casa fue la presencia diaria de la tía. Fue un gesto que acogimos sin reparos, más cuando ella nos confirmó que no nos podía dejar solos.
Nos fuimos habituando a sus apariciones a media mañana, su afán por atender minuciosamente todos los detalles para nuestro buen pasar y al atardecer irse a su casa. Casi todos los días emulábamos la ceremonia del té con mamá pero con café y unas galletitas de avena que eran su orgullo. También como en aquellos tiempos antes de despedirse, tía cumplía el rito de su copita de licor de mandarinas. A la segunda vez que lo hizo me señaló que ya no quedaba más. A mí no me gustaba, así que por sólo mantener la mínima cortesía que le debíamos, revisé el mueble del living y encontré otra botella sin abrir.
Cuando le dije la buena nueva al día siguiente parecía una chiquilla inquieta en espera de la golosina, dispuesta a tomar el licor al final de la jornada.
Un miércoles no vino. Aproximadamente al mediodía nos llamó una vecina para decirnos que tía había pasado una noche espantosa vomitando, y que al ver que empeoraba llamaron a la ambulancia para trasladarla al hospital. A las dos horas estábamos con papá tratando de interiorizarnos con los médicos de su estado. Nos informaron que, si bien aún no tenían los resultados de los análisis, estaba muy deshidratada y esto la había sumido en una descompensación que para su edad preanunciaba un desenlace inminente.
Tres días después de su fallecimiento, buscando una jarra, abrí el mueble del living y al ver la botella del licor de mandarinas comprendí cuánto la extrañaríamos. La saqué y noté que el contenido se había oscurecido, parecía fernet.
Es que la tía Nina tenía razón, sería otra partida, porque el gusto era distinto, pero para ella siempre seguía siendo exquisito.




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domingo, 2 de enero de 2011

LA NOTA DE HOY








TRADUCCIONES


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




Algunas páginas atrás, en este mismo blog, se mencionó lo beneficioso que resultaría para la Literatura Patagónica la traducción de muchas creaciones dejadas por los escritores de la colonia galesa del Chubut, que permanecían aún en su idioma original; circunstancia que las hace inaccesibles para un numeroso público que no domina esa lengua. Día a día, esta situación se revierte. Por ejemplo, se destaca la próxima publicación de una edición bilingüe de “Algas marinas”, de Eluned Morgan; según anuncia en su catálogo el espacio cultural “Tela de Rayón”.
Es oportuno, entonces, recordar a los pioneros en las tareas de traducción; entre quienes sin duda se destaca Irma Hughes. Como informan su hijas Laura Irma y Ana María en el prólogo a la última edición de “Hacia los Andes” (*), la Sra Hughes, nacida en 1918 y fallecida en el 2003, vivió en la zona de Treorcki. Y desde ese lugar tan significativo del valle profundo, enraizado hasta la médula en las tradiciones de la colonia, desarrolló una gran actividad literaria; que la llevó a incursionar también en el periodismo. Obtuvo numerosos reconocimientos, varios premios por su prosa en el Eistedfodd de Gales y siete sillones bárdicos del Eistedfodd del Chubut. Pero en esta nota se busca, sobre todo, recuperar su importante labor como traductora, ya que fue quien volcó al castellano el primer texto de Eluned Morgan, “Hacia los Andes”; y otro volumen clásico de la literatura de la colonia, “A orillas del Río Chubut en la Patagonia”, de William M. Hughes.
También es destacable la labor de varios traductores para dar a conocer diferentes libros básicos sobre el poblamiento del valle; como “Crónica de la Colonia Galesa de la Patagonia”, de Abraham Matthews, vertido al castellano por Frances Evelyn Roberts; y “La colonia galesa”, de Lewis Jones, cuyos distintos capítulos fueron traducidos por Egrwn Williams, Frances Evelyn Roberts y Tegai Roberts.
No se puede dejar de mencionar la traducción de los “Diarios del explorador Llwyd Ap Iwan”, hecha por Tegai Roberts, en cuya compilación intervino Marcelo Gavirati, la de “Nel, una pionera patagónica” de Marged Jones, por Dewi Evans y Liliana Williams, la de “El diario del Mimosa” de Joseph Seth Jones, por Evelyn MacDonald, la de las “Cartas a mi abuelo Dalar”, por Iola Evans; y la de las epístolas de “Patagonia 1865. Cartas de los colonos galeses”, por Fernando Coronato.
Una tendencia surgida en los últimos años, es la edición bilingüe de obras escritas inicialmente en castellano y llevadas luego al galés. Por ejemplo, el libro “1865” de Ricardo Irianni, traducido por Geraint Edmunds; o el poemario “Juglares del Silencio”, de Cecilia Glanzmann, trasladado al galés por Owen Tydur Jones y al inglés por Cecilia Águila.
Más allá de lo referido específicamente a la Literatura de la Colonia, cabe acotar que, en el mundo de las letras en general, la traducción presenta el indudable provecho de acercar una creación literaria a los lectores que no pueden leerla en el lenguaje en el que fue escrita; pero también muestra sus aristas. La manida frase “traduttore tradittore” mantiene vigencia. Conocemos muchas de las principales realizaciones de la Literatura universal, en realidad, a través de la versión del traductor. Sin embargo, ¿hasta que punto respeta éste el texto primigenio? ¿Cuál es su límite para agregar, no sólo vocablos distintos a los que corresponden con exactitud a los originales, sino sus propias ideas; por acción u omisión? Así como resulta inapropiado que el escritor de novelas históricas no advierta al lector de las modificaciones a los hechos reales que introduce en su ficción; tampoco es conveniente que el traductor inserte conceptos que no se encuentran en el texto tal cual resultó de la inventiva de su creador. Y, menos aun, que quite o censure partes de la obra porque, en su opinión, no resulten “culturalmente correctas”.



(*) “Hacia los Andes”, Ediciones El Regional, Gaiman, 2007.



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miércoles, 22 de diciembre de 2010

EL POEMA DE HOY




Tierra mía del sur


-Soneto-




Por María Julia Alemán de Brand (*)



Yo no pedí este oficio de cantarte
tierra mía del sur, amante mía.
Tomé el canto a la tierra como guía
y fui verso y dolor para esperarte.

Fui verso y con él, canté tu parte.
Fui dolor, porque duele la poesía,
(todo poeta es dolor y es agonía
y el verso es su escudo y su baluarte).

Yo no pedí este oficio…Me lo dieron
esos vientos del sur, y los paisanos
que parecen estar, pero se fueron.

Mis versos recuperan los lejanos,
los tiempos y las cosas que vivieron:
con orgullo les canto, provincianos!




(*) Escritora chubutense. Tomado de su poemario “De mi tierra paisana”.


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viernes, 17 de diciembre de 2010

EL CUENTO DE HOY




El Péndulo

De Olga Starzak



La casa es muy antigua; me dicen que una de las más viejas del pueblo. Juego a no pisar las uniones de los tablones de madera del piso del inmenso living; me gusta el ruido que hacen mis zapatos cuando los golpeo contra él. Abajo es hueco y retumba. En una de las tablas hay una rotura, siempre me agacho acercándome lo suficiente para mirar en el entrepiso. No se ve nada. Está muy oscuro. Me imagino que debe haber más de medio metro y pienso en los bichos que asustados por mis pasos, correrán escapando del peligro. La madera es dura y muy oscura. Tiene tanta cera que podría escribir con mi uña. También el techo es de madera; altísimo. El gas de las estufas a velas detiene el polvo suspendido. Los largos hilos que lo atraviesan se mueven con las corrientes de aire y me impresiona observar su fortaleza; nunca se cortan. Cuando le pregunto a tía Clara por qué siempre están allí aprovecha para recordarle a tía Elisa, su hermana menor, que hay que conseguir una escalera alta y plumerear. Me alegra comprobar que no son telas de araña. El lugar está iluminado con dos lámparas idénticas de hierro forjado. Si consiguieran la escalera, podrían aprovechar para limpiarlas; tienen mucha tierra.
Para entrar a la casa es necesario subir tres o cuatro escalones. La puerta es de doble hoja, la manija de bronce y el cerrojo tan grueso que se requiere de mucha fuerza para cerrarla con llave. Sólo lo hacen de noche.
La casa tiene muchas otras habitaciones, todas con olor a humedad. La mayoría no se usan. Las tías entran un par de veces al año para airearlas, nunca cuando yo estoy. Tampoco les gusta que me meta en sus dormitorios, comunicados entre sí por una puerta interna. No me interesan demasiado. No tienen ventanas, las puertas dan a una galería y están llenos de muebles. Los acolchados de las camas tienen volados y almohadones, y cuidan de que no se ensucien. Es imposible caminar por esos cuartos sin llevarse por delante alguna cómoda, baúl, mesa de luz, perchero o sillón.
Las pocas veces que visito la casa me muevo entre el living, la cocina, el patio o el baño, ubicado en el fondo de la casa. Siempre llevo mis cuadernos y el manual para hacer la tarea. Aprovecho para calcar y hacer láminas. Eso me gusta porque la mesa es tan grande que puedo desparramar todos mis útiles sin que nadie me pida un lugar para hacer otra cosa.
En esa misma sala hay un reloj de madera. Es un recuerdo de familia que viajó con los abuelos cuando vinieron de Europa. Debe tener más de cincuenta años y anda perfectamente. Tiene un largo péndulo y un sonido fuerte avisa el paso de cada hora. Siempre siento el impulso de tocarlo pero está demasiado alto y no me animo.

Ese día mis padres me dejan temprano. No me dicen a donde van. De todos modos me lo imagino; cuando no me cuentan seguro de que se trata de un velorio o visitan a algún familiar enfermo. A esos lugares no me llevan; dicen que me puedo impresionar y me quedo en la casa de las tías. Ellas son bastante viejas y solteras. Por los cuadros colgados de las paredes se puede ver que son iguales a mi abuela cuando se casó. El abuelo está muy elegante... Muy pocas veces hablan de él. Alguna vez escuché que había muerto en la guerra. No sé por qué pero siempre sospeché que así salvaban su dignidad. Mi padre se parece a él; tienen la frente ancha y los ojos muy claros. Evita mencionarlo... o tal vez no lo recuerde; era muy chico cuando dejó de verlo. Se pone triste cuando alguien lo nombra.

Estoy de vacaciones. En la televisión no pasan nada entretenido. En un canal, un noticioso y en el otro una película de monjes y curas. En el sillón de terciopelo verde, acomodo una sábana que me dio la tía Clara para no manchar el tapizado y me dispongo a dormir. Ella se fue a su habitación a hacer lo mismo. Me quedo mirando el reloj de madera y decido que es momento de sacarme el gusto; llevo uno de los bancos del comedor hasta la pared donde cuelga el aparato, me subo y con ambas manos tomo el péndulo. Es de bronce; frío, ancho... y está oscurecido por el paso del tiempo. Tiñe mis manos con un polvo pegajoso. Para mi sorpresa, cuando lo suelto deja de oscilar. Inesperadamente se detiene y vuelvo, asustado, al sofá. Desde allí observo lo que ocurre después. Las agujas del reloj comienzan a girar, velozmente, en sentido contrario. Calculo que lo hacen cientos de veces. En el momento en que pienso qué hacer para detenerlas, el movimiento cesa y se posan en las once en punto. Confundido, tardo largos segundos en darme cuenta de que si bien los muebles son los mismos, están ubicados en distinta posición, las paredes están pintadas de otros colores y el piso no tiene tanta cera. Todo es más nuevo y brillante. Falta la sábana debajo de mi cuerpo y estoy vestido con prendas que no reconozco.
Parado junto a la puerta que comunica el salón con el zaguán de la casa veo nítida, la figura de mi abuelo. Lo reconozco por las fotos que cuelgan de la pared. Para corroborarlo las busco... no están. Otros cuadros las suplantan. Estoy inmóvil, sin posibilidades de moverme o gritar. El miedo va desapareciendo a medida que él, con paso lento, se acerca. Su sonrisa es amplia, sus rasgos delicados, su porte esbelto...
- Adrián –dice, dirigiéndose a mí-. No debes creer lo que te han dicho.
Tardo otros segundos en darme cuenta de que me llama por el nombre de mi padre.
- Papá... –me escucho susurrar sin comprender por qué lo hago.
- Es verdad que estuve en la guerra –continúa. Eras un bebé cuando debí partir. Me destinaron al norte de África. Hubo muchas muertes tan injustas como inocentes. Caí prisionero y estuve más de tres años en campos de concentración aliados. Me cansé de enviarles cartas; nunca llegaron. Al finalizar la guerra fui liberado y junto con muchos otros compatriotas, atravesamos el Mediterráneo buscando los puertos más cercanos a nuestros destinos. Cuando llegué a América y retorné al hogar, tus hermanas eran poco menos que adolescentes y acababas de cumplir cinco años. Seguros de que había muerto, ya no me esperaban. El corazón de tu abuela había sido ocupado por otro hombre. Creí conveniente, y así se lo supliqué, que ustedes no se enteraran de mi regreso.
Lo miro sin entender lo que está sucediendo. Él no se detiene:
- Descubrí que era tarde para mí en este continente y una mañana, sin previo aviso, emigré a la Italia natal y me aseguré de que nadie me encontrara. Hoy mi alma clama por mi único hijo varón y cometo esta imprudencia. Deberás guardar el secreto. Si algún día tienes un hijo quizás te animes a contarle que el abuelo sacrificó su vida por amor.
- No te vayas... - le pido. Su figura se aleja sin dejar rastros, mientras el ruido del abrir de la puerta de calle anuncia el regreso de mis padres.
Impulsivamente miro el reloj. Continúa su marcha normal, como si nada hubiese pasado.




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martes, 14 de diciembre de 2010

EL POEMA DE HOY




Pienso busco miro



Por José Pablo Descalzi




pienso busco miro
mi presencia en tu ausencia
es vacío y esperanza
que reclama al hueco de mi abrazo
un regreso colmado de añoranzas


pienso
en mis manos sin caricias
una boca silente imprecisa
que grita la ausencia de besos
extrañando tu sonrisa


busco
y adivino por fin tu silueta
en el andén rodeado
y mancillado de extraños
tan lejos de mí y a la vez tan cerca


miro
ya no hay ausencia
vacío hueco ni añoranzas
sólo presencia
manos
caricias
besos y sonrisas




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