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martes, 8 de marzo de 2011

EL POEMA DE HOY


EN EL DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER




TEN PIEDAD DE MÍ





de Jorge E. Baudés



Por haber gozado en tu vientre mientras vos penabas mi crecimiento

por haber ultrajado tu sagrado recinto en mi camino a la vida

por haber desvelado tus noches con mi llanto inconsolable

por haber perturbado tu corazón con mis primeros juegos

por haber tenido que crecer nuevamente para acompañar mi crecimiento

por haber sufrido mis desdichas de primeros frustrados amoríos

por haber sentido mi partida cuando se bifurcaron nuestros destinos

por haber soñado vos mis sueños y yo aún, no habértelos cumplido

por ser siempre Mujer, niña, madre, compañera, amiga

por tus silencios sabios ante mis palabras necias

por tus caricias suaves ante mis torpes movimientos

por tu eterna espera, por tu pura esencia.

por no haberte comprendido cuando debí hacerlo

por no sentir tu presencia en mi arrogante caminar

por no reconocer tu apoyo, sostén de infortunios

por no merecer tu perdón, ante las veces que te he ofendido.

Por todo ello, y si aun puedes mirarme a los ojos

Mujer, en tu día, y en todos tus demás días

¡Ten piedad de mí…!





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domingo, 6 de marzo de 2011

PRESENTACIÓN DE UNA NUEVA OBRA POÉTICA





"COMO LAS MUTISIAS"



de Lidia E. Romero





La Subsecretaría de Cultura del Municipio de Madryn hizo entrega de la obra "Como las mutisias", el poemario más reciente de la caracterizada escritora Lidia Romero, con ilustraciones de Germán E. Rojas y diseño gráfico de Sara Roccato, prologado por Nelcis Jones y Fernando Coronato.
Además de su larga trayectoria docente, la autora ha sido ganadora de las Coronas de Plata -máximo galardón para poetas en lengua española en los Eisteddfod del Chubut- en los años 1969, 1973, 1986, 1994 y también de la Medalla de Plata -premio instituido por la Asociación San David para el certamen de poesía tradicional- en el Eisteddfod de 1994. También obtuvo la Corona del Poeta en la primera edición del Eisteddfod "Mimosa" en Puerto Madryn, en el año 2004, con el poema "Sólo así". Considerada como una de las representantes más exquisitas de la poesía chubutense, Lidia Romero ha escrito además varios cuentos y ensayos, así como el libro de poemas titulado "Chubutenses" para alumnado primario y secundario, publicado en origen por Servicoop de Puerto Madryn y luego reeditado por la Dirección de Cultura Municipal.
En la emotiva ceremonia de entrega, realizada en la sede del Museo del Desembarco de Puerto Madryn, hicieron uso de la palabra Nelcis Jones y el Subsecretario de Cultura Diego Lacunza, quienes destacaron la fecunda labor cultural y literaria llevada a cabo por la autora.
El libro contiene más de setenta poemas dedicados a variadas temáticas, aunque todas ellas hermanadas por el hilo conductor de un sello personalísimo, que revela la profunda sensibilidad de una mirada siempre atenta a las manifestaciones líricas que emanan aun de los aconteceres más simples y cotidianos: un anochecer, la copa de un sauce cobijando un patio, los paisajes marinos, un nacimiento, un momento de amistad al calor de una taza de té; testimonios de su constante estado de gracia poética.

Nos dicen en el prólogo Nelcis Jones y Fernando Coronato:

"Cuando en 1965, tras década y media de letargo, el Eisteddfod del Chubut despertó con el centenario de la colonia galesa, un poema de Lidia Romero ganó el mayor premio a la poesía en idioma castellano que existía en ese momento. No era todavia la “Corona de plata” que ganaría luego en cuatro oportunidades, pero el poema premiado en 1965 se llamaba “Centuria” y narraba, precisamente, la centuria transcurrida desde la llegada del Mimosa.

Su don se fortalece del reconocimiento que esa alegoría de 1965 le valió -por tema y oportunidad- entre la comunidad galesa del Chubut, a la que descubrió y aprendió a querer cuando se instaló en Rawson. Como patagónica, Lidia sintió admiración por los primeros colonos de la Patagonia y cosechó entre sus descendientes el mismo sentimiento.

Patagónica, amiga de los galeses, empero Lidia se sentía orgullosamente argentina gracias a las mudanzas a las que, durante su infancia y adolescencia, la condujeron los traslados de su padre ferroviario por diversas provincias.

Nada de nación ni de patria hay en las poesías de este libro (esos sentimientos que sin embargo supo enseñar tan bien como docente); en cambio nos la muestran con una sensibilidad exquisita, cantando a su valle adoptivo, respirando el mar inmenso, cobijando a sus nietos, añorando al amor que pasó de largo, filosofando ante la existencia...

Es para nosotros un privilegio conocer a Lidia desde que tuvo su casita blanca frente al mar, en Puerto Madryn, y haber trabajado con ella en los inicios de la asociación galesa de esa ciudad. Es una gran suerte poder prologar esta obra; casi toda fruto de aquella época fértil; sin duda de otra época. Ya no se escribe poesía como ésta, por eso es bueno atesorarla quizá en un libro, y guardar a ése libro -y a esta autora-, en nuestros corazones."

Saludamos con alegría la llegada de esta nueva obra, que confirma a Lidia Romero como una de las máximas expresiones de la lírica chubutense.

C.D.F.




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lunes, 28 de febrero de 2011

LA NOTA DE HOY




TERROR BLANCO



Por Jorge Eduardo Lenard Vives




A través de la Península Antártica, la Patagonia se prolonga en el Continente Blanco. Por ello, en las discusiones referidas al alcance de la Literatura Patagónica, también se consideran, a veces, las obras que versan sobre las regiones colindantes al Polo Sur. Pero la bibliografía de esa zona es enorme. Su tratamiento abarcaría muchas páginas de “Literasur”; empresa difícil teniendo en cuenta que el estudio de las letras del sector continental, de por sí, toma su tiempo.
Sin embargo, hay un género que es interesante analizar en relación a esos vastos territorios congelados: el de terror; que encuentra en aquel lugar espacio propicio para sus fantasías. Existen dos novelas básicas al respecto; “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, de Edgard Allan Poe, y “En las montañas de la locura”, de Howard Phillips Lovecraft.
El viaje del que participa el marino Pym, ingresa a la Antártida en las vecindades de la Península; donde vive aventuras que lo van aproximando al punto más austral del globo y, en sus cercanías, a un desenlace inquietante: “Unas aves gigantescas de color blanco muy pálido vuelan incesantemente, saliendo de detrás de aquel velo, y su grito es el eterno ¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li! al huir de nosotros... Entonces nos precipitamos hacia la catarata, donde se abre un abismo para recibirnos. Pero de pronto se alza ante nosotros, envuelta en un blanco sudario, una figura humana, mucho mayor de proporciones que ningún ser terrenal. Y el matiz de la piel de la figura es de la perfecta blancura de la nieve...”
Retomando esa temática, Lovecraft describe la expedición antártica del profesor Frank Pabodie, realizada también en tierras contiguas a la Península: “Planeábamos cubrir una zona tan extensa como lo permitiera una estación antártica, operando principalmente en la cadena de montañas y en las llanuras situadas al sur de Ross Sea, regiones exploradas más o menos por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd”. En su final, se liga con los horrores que narra Poe: “Oímos de nuevo el grito burlón... ¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li!, y finalmente recordamos que los demoníacos Shoggoths, careciendo de lenguaje propio, se habían visto obligados a imitar la voz de sus amos”.
Otro cuento ambientado en la Antártida y relacionado con el ciclo de los “mitos de Cthulhu”, es “En la tienda de Amundsen”, de John Martín Leahy; con epicentro en la carpa dejada como testimonio por el explorador noruego Roald Amundsen al alcanzar el extremo más meridional del mundo y encontrada luego por Robert Scott y sus desdichados compañeros de expedición. Se publicó por primera vez en la revista “Weird Tales”, en 1928. Por su lado, John W. Campbell fantasea sobre una nave extraterrestre, con su extraño y aterrador tripulante, extraída del hielo en un sitio aledaño a los 90 grados de latitud sur. El cuento, “Visitante del espacio”, fue escrito en 1948; y se llevó al cine con el nombre de “The thing from outer space” (en la Argentina: “El enigma de otro mundo”). En 1968, René Barjavel escribió “La noche de los tiempos”, novela que trata de una civilización desaparecida eones atrás y sumergida en los hielos australes. La obra no tiene un tono ominoso, sino el conocido estilo casi filosófico del autor.
“Las brumas del Terror” es un relato de Liborio Justo, del volumen “La tierra maldita”, que transcurre en la Antártida. Pese a su prometedor título, no pertenece al género. Su argumento es “de aventuras”; el “Terror” se refiere al monte cuyo nombre fue impuesto por la expedición de James Ross, en honor a uno de sus buques. En realidad, es un volcán; y en la narración su actividad genera nieblas... y una grata sorpresa para el protagonista. Tampoco es del género, pese a su título, el film “Terror en la Antártida”, de Dominic Sena, estrenado hace un tiempo. Se trata de un mero policial de acción.
Es cierto que, en la actualidad, ese continente “al sur de todo” dejó de ser lo que era. Poblado por bases de numerosos países, recorrido por satélites que fotografían detalladamente su superficie, visitado por el turismo, ha perdido gran parte de su misterioso encanto. Empero, en las largas noches del invierno antártico, cuando el viento blanco impide a los seres humanos asomarse a la intemperie, nadie sabe qué seres innominados, con formas ajenas a este universo, podrían caminar por las estepas nevadas; persiguiendo propósitos ocultos y, quizás, profiriendo cada tanto los sonidos que les enseñaron sus espantosos amos: “¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li!”








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miércoles, 23 de febrero de 2011

EL CUENTO DE HOY




UN CUENTO


Por Héctor Roldán (*)




Nunca pudo poner los pies sobre el piso. Flotaba sobre él imperceptiblemente, apenas unos dos milímetros en el aire, casi nada. Nunca pudo pisar firme, ansiaba ese contacto pleno de fuerza de gravedad, fuerza que daría un sentido vertical, descendente a su cuerpo, que le permitiría elevar sus ojos soñando una próxima elevación. Un ascenso.

Siempre caminó de puntas de pie, forzando ese contacto, simulando una participación en las leyes de la física que en su caso no se cumplían. Excepción extraordinaria que siempre ocultó. Talón, punta; le repetían sus padres de niño. Talón, punta; creyendo que su hábito era un mal caminar y no un intento de participar con normalidad en el mundo. Siempre sintió una liviandad de ángel, de aparecido, de insólito fantasma pues sentía su solidez y no dudaba de su existencia. Aunque esa sensación, en vez de consagrar una diferencia que lo santificara como un niño milagroso, lo obligó a esfuerzos descomunales para humanizarse como el resto. Eso sí, le permitió ser un buen arquero ya que, liberado de esa atadura con la tierra, volaba de palo a palo con una gracia de pájaro que le permitía hacerse con las pelotas más difíciles.

Pero su desdicha era que mientras todos los hombres ansiaban el cielo, él ansiaba la tierra. Sentir sobre sus pies la masa de su cuerpo, sentir sus vértebras comprimirse por su peso, aplastando sus espacios intervertebrales. Soportar su vida no solo en el alma sino también en el cuerpo. Hundir sus pies en la arena con la misma facilidad que todos.

¿Cómo orar si no sentía el castigo de su carne convocada por el polvo en cuyo seno debería descansar como decía la Biblia? ¿Cómo orar si estaba más preocupado por descender que por elevarse? En una época cargaba peso en sus bolsillos, se ataba pesas en sus tobillos. Su ropa tenía en sus vericuetos cientos de pequeños pedacitos de plomo. Se sentía entonces como una boya, que anclada en el fondo del mar, era sacudida por el oleaje feroz de un océano que lo rodeaba y que no lo dejaba hundirse en su organismo hasta el fondo oscuro de la vida que pululaba dos milímetros más abajo. Ese abismo.

Se preguntaba. ¿Era un soplo divino? ¿La pestilencia de un demonio? O nada de eso, porque comía, bebía, lo curaban los médicos. Podía ver sus radiografías donde sus huesos quedaban expuestos como el testimonio anticipado de su cadáver. No era un fantasma, ni un ángel, solo flotaba sobre el suelo. Y ese hecho tan sencillo, y esa distancia tan insignificante hacía que todo cambiara. Por eso en la metáfora de la caída que prometía la futura reconciliación con los dioses, estaba él en el limbo de aquellos que podían ser ignorados. Fuera de la plegaria de los penitentes, fuera de la bendición de los justos.

Fue así que decidió pecar, convencido de que la culpa lo hundiría. Y en las misas golpeaba su pecho: por mi culpa, por mi propia culpa. Confesaba atrocidades y las cometía. Primero las confesaba y después las cometía.



(*) Escritor santacruceño. De su blog “El espectro de las cosas”.




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viernes, 18 de febrero de 2011

EL CUENTO DE HOY




La carta

por Olga Starzak


Cuando llegué ya habían retirado el cadáver. El comisario me preguntó el nombre y qué relación tenía con la víctima.
- Soy Alejandro Ibarra; éramos amigos.
- ¿Cómo dijo que se llama?
Mientras reiteraba mi nombre, el policía sacó un sobre de un pequeño maletín.
- Me temo que es para usted; estaba en la mesa de luz de la mujer.
Distinguí la prolija letra de Camila. Me estremecí al leer mi nombre; un subrayado completaba la escritura. Dudé un momento. No me parecía oportuno abrirlo delante del hombre aunque –quizás- fuera lo que él estaba esperando. Lo doblé con manos temblorosas y lo guardé en el bolsillo interno de mi campera.
Esperé su reacción. Con un gesto contemplativo, agregó:
- Si puede ayudarnos en algo, se lo agradeceremos. De todos modos no hay dudas de que fue un suicidio, una sobredosis de psicofármacos. Lo confirman las cinco tabletas vacías caídas en el piso. Estuvo sola las últimas horas y no hay signos de violencia. Según el médico forense la muerte fue rápida –explicó.
- ¿Dejó alguna otra carta? –pregunté. Tiene una hermana que vive en el interior. Los padres fallecieron hace unos años en un accidente automovilístico.
- No; la que acabo de entregarle es todo lo que encontramos. Fuimos los primeros en entrar al departamento. Una vecina se comunicó con la seccional sospechando algo por los insistentes ladridos de su perro.
- Sí, lo sé. También me avisó a mí –aclaré.

El guardia estaba acompañado de un oficial. Durante todo el tiempo sentí sus ojos acusadores posados sobre los míos. No dijo ni una palabra, sin embargo asumía una actitud de mucha desconfianza.
El sobre comenzaba a quemarme el pecho. Debía abrirlo pronto, conocer su contenido.
- ¿Puedo retirarme? –pregunté cortésmente mientras le entregaba una de mis tarjetas de identidad.
Aún me costaba entender cómo no había sido impulsado a compartir el tenor de la carta. Desconocía las normas legales, pero suponía que la misma podía constituirse en un documento importante.
Me alegré de que me dejara ir. Repasé con la mirada el cuarto; me detuve en la cama tantas veces compartida. Se agolparon en mi mente las fuertes discusiones, los constantes reclamos... Recordé su cuerpo cálido apretado al mío suplicándome lealtad y los intentos por hacerle comprender mi situación.
Hacía más de un mes que no nos veíamos. De alguna manera así lo habíamos acordado. Sería mejor para los tres.
No estaba en condiciones aún de retornar a mi casa. Me sentía realmente conmocionado. Mi mujer pronto sospecharía que algo grave había ocurrido.
Me senté en el primer bar que apareció ante mis ojos, busqué un lugar con cierta privacidad y abrí el sobre. Antes imaginé que me responsabilizaría de su decisión. Supuse que me acusaría de inmoral, cobarde... hipócrita. Para mi asombro, no contenía ningún escrito; sólo una hoja con un dibujo esbozado en lápiz negro. Era la caricatura de una persona... de una mujer. ¡De mi mujer! Un círculo grotescamente remarcado con fibra roja parecía atravesar su pecho.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Recordé que hacía poco más de doce horas que había dejado a Inés. Esa noche había trabajado en la fábrica como todos los domingos. Abandoné el café. Corrí sin parar en busca de un taxi. El camino se hizo eterno... mi imaginación ilimitada.
Debía tranquilizarme. El dibujo, tal vez, querría significar el inmenso odio que le tenía. Ella estaba segura de que mi esposa era el único obstáculo que le impedía ser feliz.

Antes de llegar a mi casa comencé a escuchar el ruido de la sirena; había una ambulancia en la vereda. Había mucha gente reunida en la calle.
- Rápido, por favor; es allí –le grité al taxista.
Apenas bajé me encontré con mi padre. Su rostro sombrío no podía ocultar la desazón. Reclamó:
- Hace horas que tratamos de localizarte.
- ¿Qué pasó? ¿Inés? –pregunté desesperado.
- Lo lamento, hijo. Está muerta. Una llamada anónima alertó a la policía. Te están esperando.
- ¡No puede ser! –susurré.
- Te acompaño. En la mesa de luz dejó un sobre para vos.




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