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miércoles, 1 de junio de 2011

EL CUENTO DE HOY





Rafael Barrios (*)



Por Olga Starzak






En la quietud de su cuarto de escritor lo único que se escuchaba era el pulsar de los dedos sobre el teclado. Las palabras surgían a borbotones en la pantalla del aparato.
Rafael Barrios había decidido escribir su vida. Se había resistido durante mucho tiempo. Sin embargo, en los últimos años –mientras se acercaba al ocaso- comprobó que si él no lo hacía, lo harían otros; y no evitarían la mentira y la profanación con el objeto de que la biografía no autorizada de uno de los escritores más famosos de la época, vendiera miles y miles de ejemplares en todo el mundo.
Era un personaje polémico, tanto por su desapego a las cuestiones afectivas como por la frontalidad con la que manifestaba su opinión sobre temas políticos, religiosos o filosóficos.

No se detuvo demasiado en su niñez en Pompeya. Tampoco en las altas calificaciones que motivaron una beca para realizar sus estudios secundarios en el mejor colegio privado de Buenos Aires. No contaría en detalle el distanciamiento que ello originó en su familia, en cambio, sí y con esmero su intensa vocación por la literatura. No tenía aún quince años cuando ya había leído a Platón, Homero, Alighieri y Shakespeare. Mientras los jóvenes de su edad procuraban divertirse, él pasaba largas horas en el silencio de la Biblioteca Nacional. Luego proclamaría, no sin soberbia, que el resultado del éxito que había obtenido era consecuencia de su formación y de sus vivencias por el mundo, cuando ya editadas sus primeras obras, pudo concretar el anhelo de conocer todos los continentes.
Se había casado tres veces. No eludió particularidades de sus matrimonios ni de la personalidad de las madres de sus cinco hijos. Con todas se había casado motivado por su afinidad con las letras.

Tenía con sus hijos varones un vínculo sólo basado en el respeto; con las mujeres -que eran las dos mayores- había perdido contacto muchísimos años atrás, cuando separado de su primera mujer y acusado de abandono familiar, pagó una cifra millonaria por un juicio que lo llevó a la ruina. Salió de ella apenas editó el siguiente best seller.
Contaría de épocas en las que se silenció su mente, abrumado por angustias y depresiones. Narraría de otras en las que dedicó más de catorce horas diarias a escribir; de cuando fue galardonado en varios países. Confesó adversidades y frustraciones. Las compensó con éxito y reconocimiento.

Lo que jamás diría, y rogaba que no se conociera era su acción más indigna, su vergüenza, la eterna culpa, el secreto que se llevaría consigo y que el mundo conocía como la muerte súbita de la afamada poeta chilena, Noalí Pérez Escobar, ocurrida en su departamento en una fría mañana del invierno porteño.
Se le paralizaron los dedos al llegar a ese momento, al evocar la noche en la que -sosteniendo una relación prohibida- preso de los celos empujó a la mujer, sin piedad, contra la ventana del lujoso balcón de la calle Libertad. Noalí se había golpeado la cabeza en las gruesas barandas, cayendo desplomada para siempre. Acostumbrado a las visitas reservadas que le realizaba, había escapado sin dejar huellas, dejando un manto de misterio que jamás pudo ser develado.

Quedaba en blanco el capítulo que lo enfrentaba a esa realidad.

Cuando superó el bloqueo emocional que le produjo sentirse en la obligación de omitir la circunstancia más oscura de su vida, continuó. Lo hizo sin tregua. Habló de competencia profesional, de instituciones que vendían premios y de algunos colegas que los compraban; de editoriales, periodistas, analistas y críticos literarios.
Declaró adicciones y obsesiones, gustos y placeres, debilidades y preferencias. Expresó su imposibilidad para tener amigos y la facilidad para hacerse de enemigos.

Relató hasta el cruel momento en el que, afectado de una enfermedad terminal, se sintió obligado a escribir su vida como última obra de su autoría.

Cuando concluyó la producción, la releyó detenidamente. Como era su costumbre, casi no hizo correcciones. Dejó reposar el borrador unos pocos días. No podía darse el lujo de que fueran demasiados.

Pero volvió sobre el capítulo en blanco y sin ahorrar palabras, escribió ininterrumpidamente, revelando al mundo los detalles de la muerte de la poetisa Pérez Escobar.

Retrocedió las páginas de las hojas recién impresas, hasta la primera, y redactó en letra cursiva la dedicatoria.
“A la única mujer que amé”.
Lacró el sobre con el contenido de su autobiografía. Lo firmó sellando la veracidad de los hechos allí narrados. Y en el paquete escribió:
Para ser editado después de mi muerte.
Rafael Barrios


(*) De “El lenguaje del Silencio”, Cuentos. Editorial Vinciguerra- Buenos Aires, 2007



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domingo, 29 de mayo de 2011

EL CUENTO DE HOY





LA FUERZA DEL AMOR


por Ana María Ugarteche (*)





Un canto de cigarras ebrias de sol estremecía la estepa. El intenso calor convirtió el sufrimiento de Kan en una sensación aguda, intolerable.
La pelea con sus rivales había valido la pena. Salió triunfante, aunque una de sus manos estaba deshecha; a cada momento, un ardiente flechazo lo hacía estremecer.
La miró una vez más. Lena era bella, de pelo suave y rojizo. Su mirada tímida lo subyugaba, aunque lucía inquieta por la urgencia del momento. Lo instó a seguir hacia el bosque, ya los primeros dolores de parto la acicateaban.
Kan, exhausto, se detuvo a la sombra y bebió del rumoroso arroyo que, desde las montañas, corría entre los árboles. Vio que Lena se había alejado; fue la ternura la que le dio el coraje de continuar hasta alcanzarla.

Era el padre del retoño que Lena llevaba en su vientre. El orgullo y la tristeza lo invadieron.
De pronto sus ojos se nublaron. Inquieto sacudió la cabeza para ver mejor. Allí cerca, sobre el pasto, Kan pudo entonces, ver el nacimiento de su hijo.
La yegua irguió la cabeza para encontrar la turbia mirada del semental. En un esfuerzo postrero, el macho relinchó gozoso, para caer luego con un golpe sordo. Ya no volvería a levantarse.



(*) Escritora trelewense. Esta obra obtuvo el Primer premio en el certamen: "Cuento", tema libre, del Eisteddfod del Chubut - año 2002



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lunes, 23 de mayo de 2011

EL POEMA DE HOY



Un poema de Carlos Dante Ferrari





BAJO IDÉNTICAS ESTRELLAS


A Pablo Neruda.


¡Qué verdad tan sencilla

proclamaste

al declarar al mundo que podías

escribir los versos más tristes

esa noche!

Al decirlo enunciabas

sin quererlo

tu más cara y lograda profecía.

Porque a partir de entonces

generaste

una prole infinita

de anónimos amantes

que cada noche,

borrachos de poesía,

desnudan

idénticas tristezas

bajo un cielo estrellado

y pronuncian

tal vez

en la memoria

esas mismas palabras

confidentes

de duelo enamorado.

Son y serán nocturnos

incesantes

confesando a los astros

su gris melancolía.

Como esa noche tuya,

eterna,

inconsolable,

la del poema 20.

(Como esta noche

mía.)




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miércoles, 18 de mayo de 2011

EL CUENTO DE HOY




EL JAGÜEL (*)


Por Oscar Camilo Vives




Ya era el mediodía cuando Funes llegó al rancho regresando del recorrido diario. Luego de desensillar cruzó el patio y penetró en la tibia penumbra del cuarto y entonces no volvió a sentir el ardor insoportable del sol sobre sus espaldas y hombros. La mujer sentada junto a la mesa le dirigió una mirada breve sin pronunciar palabra. Con las manos ociosamente apoyadas sobre la tabla permanecía como agobiada por una ansiedad oculta. El hombre se encogió de hombros y caminó hasta un cubo con agua colocado en un rincón. Hundiendo un cucharón tomó un sorbo. Luego miró en torno suyo. Solamente las cosas familiares: la mesa, la alacena de pino, tres sillas desparejas y un banco de madera. Sobre la plancha de la cocina calentaba una olla. El resto del cuarto era paredes desnudas y piso de tierra endurecida. A través de una puerta se divisa el dormitorio. El sol colándose por una hendija del techo dibuja un haz luminoso construido con infinitas motas doradas, mientras fatigaba la habitación el zumbar monótono de un moscardón ventrudo; adormilado por el bochorno de la hora gira obstinadamente en círculos repetidos. Funes lanzó un suspiro y se acerca a la ventana. Pensativo, pellizcándose la barbilla contempla la calma inmóvil del paisaje. La luz le da de perfil y destaca con crudeza los rasgos duros del rostro tallado por el sol y los vientos.
Afuera, más allá de la casa, bajo la cúpula profunda del cielo implacablemente azul y sin nubes la meseta es un heterogéneo caos de escorias y guijarros dilatado en el ancho silencio del desierto. En una ondulante marejada vibra la reverberación en las escarpas rojizas de los cañadones a medida que la luz amarilla del sol barniza los flancos de los distantes cerros leonados. Más cerca la palidez lunar del salitral se estremece en relámpagos de plata derretida. Detrás del rancho emborronan el suelo como nítidas manchas de tinta negra las sombras del jarillal que dormita plácidamente recostado en el suave declive de la colina. El ardiente mediodía envuelve todas las cosas en un vértigo de palpitaciones cromáticas de luz y calor.
Funes incómodo repara en el sudor que lo empapa pegando la camisa al cuerpo. Recién transcurren los primeros días de diciembre, pero el verano se adelantó y por lo que él puede recordar nunca había hecho tanto calor. Ahora la atención del hombre vuelve a la figura metálica del molino que divisa a poca distancia. De la rueda casi inmóvil llega a intervalos un gemido chirriante. Sobrenada las mezquinas aguas del “australiano” el verde viscoso de la lama. En el callejón el suelo triturado por el pisoteo inútil de la hacienda. Inquieto, reflexiona “el jagüel ya no da más y las aguadas están bajando de prisa... por donde se busque no hay una gota...”.
A la hora de la siesta tendido boca arriba contempla el cielorraso tapizado de telarañas. Pugna por arrancar la angustia que crece día y noche como una obsesión en el fondo de su mente: “otro día más de calor y ninguna señal de lluvia...si esto sigue así nos quedamos sin hacienda y todo se va al c...”. Recuerda los años de trabajo duro y tenaz que les costó reunir la majada. Es todo su capital. Con el optimismo de los años jóvenes invirtió todos sus ahorros en las mejoras del campito fiscal que explota. Lo decidió a comprar el hecho de contar con algunas aguadas y sobre todo el jagüel con molino.
Nunca le agradó la vida de la ciudad. Fue así que un día determinó abandonarla y con la ilusión –pronto olvidada– de hacer fortuna emprendió la gran aventura de enterrarse con su mujer en el desierto. En el campo aprendió a convivir con las heladas, el viento, el sol. Los años pasaron como soplos de viento entre las matas y se evaporaron en las zozobras y las penurias del trabajo. No tuvieron hijos y lo demás –paseos, distracciones, amistades– quedó muy lejos. A él solamente le interesaba acrecentar la majada.
Es un hombre duro, obstinado y valiente frente a la adversidad, empero a veces, desanimado, reflexionaba sobre si conseguir el éxito no representaba un esfuerzo superior a sus fuerzas. La mujer durante los primeros años sufrió cruelmente de nostalgia pero al fin aceptó la soledad como algo inevitable tal como si fuera una enfermedad incurable. Sin embargo el rostro prematuramente envejecido daba testimonio de la aspereza de la lucha cotidiana.
El hombre se volvió de costado hacia la pared y hundió la cabeza en la almohada tratando de dormir.
Era difícil olvidar el campo exhausto, calcinándose día tras día, literalmente abrasado por el incendio del verano hostil sin el alivio de una buena lluvia, prolongada, torrencial, verdadera. Al cabo se sumergió en el oscuro abismo de un sueño inquieto y pantanoso. Soñó incansablemente con ovejas agonizando sedientas en el desierto. Soñó con el murmullo elemental de la lluvia y con aguaceros fantásticos. Soñó su campo anegado por la invasión de las aguas...
Se incorporó sobresaltado y los sueños desaparecieron. De la otra pieza llega el ludir metálico de ollas y cacerolas. Enjugó con el pañuelo la transpiración que brillaba en la frente. Permanecía inmóvil atrapado en una telaraña de realidad y pesadilla, incapaz de desenredarse.
Más tarde, mientras la mujer cebaba el mate, Funes la escrutó vagamente intranquilo. En los últimos tiempos parecía abatida. Ella rehuyó la mirada. Hubo un silencio profundo en el que cada uno se abismaba en sus propios pensamientos. Súbitamente la mujer rompió a llorar con desconsuelo. Sacudía los hombros con gestos convulsivos tapándose la cara con las manos. Al cabo de unos minutos alzó el rostro empapado y con los ojos húmedos miró a su marido. Dominándose intenta una mansa sonrisa. El hombre consternado titubea, mueve la cabeza y se inclina hacia delante apoyados los codos en la mesa. Luego de carraspear dice con acento conmovido que trata de ser desafiante: “cavaré un poco más el jagüel, seguro que habrá agua más abajo, no te aflijas”. Ondulando en el aire queda trunca la voz. La mujer asiente débilmente balanceando la cabeza y ahora el silencio se posesiona nuevamente del cuarto.
La tarde cálida y luminosa iba muriendo silenciosamente. Del paisaje fluye una indefinida tristeza. Por occidente franjas de ámbar y oro viejo tiñen el azul turquesa del cielo y hacen ascuas de la cima de los cerros. Un ave navega perezosamente el espacio sobre la vasta aridez de la solitaria tierra aletargada. Con lentitud la habitación se cuaja de sombras. Al encender la mujer la lámpara de kerosene que cuelga de un tirante, una claridad amarilla baña las paredes. Ambos permanecen largo rato sentados en silencio mientras se agota despacio el resto del día. Desde las profundidades del desierto llega remoto el corto ladrido del zorro.
Al día siguiente se dirige al jagüel. Chispea al primer sol el metal de las herramientas que lleva en equilibrio sobre el hombro. Urgido por la ansiedad, consciente del valor que ahora adquiere el tiempo, desarma con gran estrépito de hierros la cañería del molino. Sin perder un minuto se descuelga hasta el fondo del jagüel, a treinta metros de la superficie. No va a ser fácil. La arcilla es dura como el cemento. Una semana después ha profundizado seis metros, tal vez siete. Junto al brocal la tierra extraída es blanca, agrietada y cada vez más seca. En un suplicio sin fin el pico baja, golpea, se levanta. Así una, cien, mil veces...La sequedad de la arcilla no parece consentir una sola gota de agua. Una sensación de derrota lo acorrala, pero recuerda la agonía del ganado sediento y comprende que no puede retroceder. “Quizás ya este cerca”, piensa.
Ha llegado a los cuarenta metros sin hallar nada más que greda. Funes vive diariamente en las irregulares tinieblas inferiores una pesadilla de calor, sudor y fatiga. Insensiblemente, el jagüel asume a sus ojos la dimensión irreal y fantástica de un insaciable monstruo mitológico dispuesto a devorarlo. De pronto, bruscamente y sin advertencia brota un chorro de agua. Con una sensación de triunfo se agacha ahuecando ambas manos para probar el líquido. “Es dulce”, comprueba. Entonces alborotado trata de apurar la surgencia de la vertiente golpeando sin control. Un instante después con súbita erupción mana en un borboteo inaudible. Despaciosamente al principio, con mayor rapidez luego, y un tumultuoso desborde de borbollones de fango finalmente.
Ahora las cosas se suceden con un ritmo vertiginoso. Alterada la cohesión de las mal aplomadas paredes, estas pierden estabilidad y se desmoronan con un ruido cansado. Una ola de lodo y agua embiste derrumbándolo envuelto en un torbellino que lo cubre y acalla los gritos que en su pánico profiere en demanda de ayuda. Funes bracea con desesperación y siente estallarle el cerebro en el girar de borrosas imágenes: la mujer, la sequía, el rancho, el jagüel, la majada... Luego una apagada explosión y la oscuridad final. Al fin las aguas remansan y ahora el remolino de fango y burbujas rueda con lentitud arrastrando el cuerpo que flota blandamente abierta la boca y con los ojos ciegos y helados clavados fijamente en el extremo del largo y oscuro túnel vertical. Se cierne en lo alto, inalcanzable, el trozo de cerámica azul del cielo. Sólo perturba el silencio perfecto el lejano balido de alguna oveja llamando a su cría.
En el caldeado aire exterior, de pronto el viento se eleva girando en un polvoriento remolino. Desciende rodando por la pendiente de la ladera, peina los secos coirones del bajo, acaricia con invisibles soplos el ramaje del jarillal, vacila al borde del brocal, se adelgaza y luego ya calmado se hunde con lentitud como una cascada de viento y polvo inundando las profundidades terrosas del jagüel. Tiembla la plata líquida del agua y el polvo se deposita con suavidad como un blanco sudario mineral sobre el cuerpo sin vida.



(*) Este cuento fue seleccionado en el Certamen Literario Provincial de la Provincia del Chubut en el año 1982.



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martes, 10 de mayo de 2011

EL CUENTO DE HOY





NECESITO QUE ME CREAN




Por Martha Perotto (*)





Entre Gualjaina y Paso del Sapo hay un mojón que marca la entrada a una comarca extraña, de agreste belleza. El mojón, Piedra Parada; la comarca, El Mirador.
La Piedra Parada, junto al río Chubut, alza su mole de más de cien metros de alto, marrón rojiza, como un prisma olvidado, el juguete gigantesco de algún dios niño. La región a la que abre paso guarda sorpresas en los miles de tonos y formas que se suceden. Sólo es posible admirarla como se merece en un lento paseo a caballo que dure varios días o desde la altura, si se pudiera volar con las alas fuertes de un cóndor o de un buitre.
Un día de invierno, hace ya tres años, bajó de la camioneta que lo había levantado en la ruta. Llevaba en la mochila todas sus pertenencias, todo lo que tenía en el mundo sobre sus espaldas.
De pie en el centro del camino, miró al vehículo hasta que se perdió a lo lejos. Saltó el alambrado y se acercó a la enorme piedra, la tenía enfrente. Caminó un trecho y divisó el vado, las huellas lo marcaban.
Se sacó los botines y los colgó de la mochila, se remangó los pantalones por encima de la rodilla y empezó el cruce en diagonal.
El río estaba hondo, el agua se arremolinaba. Hacia la mitad del recorrido una piedra floja lo hizo trastabillar y cayó de espaldas. Sintió que el pie se doblaba de manera anormal apresado en el fondo. Luchó para incorporarse venciendo el peso de la mochila, finalmente pudo hacerlo y liberarse. Le extrañó no sentir dolor, el frío del agua debía haberlo insensibilizado. Probó y al notar que podía apoyar el pie se apresuró a salir.
Empapado, llegó a la orilla y revisó sus pertenencias. Por suerte los fósforos y el escaso pan, que estaban envueltos en bolsitas plásticas, se habían salvado de la mojadura.
Pensó en hacer fuego para secarse pero calculó que en tres horas llegaría. Si se demoraba se haría de noche.
Se ajustó los botines y empezó a caminar. Rengueaba un poco. Decidió confiar en sus fuerzas y para ahorrarlas enderezó hacia el Cañadón de la Buitrera, un tajo profundo en la montaña, que le acortaba el camino.

Entró en él sin prestarle atención, miraba el suelo ensimismado. ¿Le darían el trabajo? ¿Lo dejarían pasar allí este invierno que amenazaba ser duro en todo sentido? Sus amigos no le iban a fallar. ¿Y si no estaban? Forzaría alguna ventana, luego la arreglaría... o podía meterse en el galpón, con los animales, hasta que llegaran. Se sintió más seguro, no iba a tener problemas ¿dónde iban a encontrar un peón para toda tarea más barato? Lo que necesitaba era gente amiga, lo había pasado mal últimamente.
Llevaba ya un buen trecho recorrido cuando levantó la vista y sintió que el alma se le encogía. Los paredones tan altos y del mismo color y material que la Piedra Parada parecían venírsele encima.
Estaban tan cerca las murallas del desfiladero, separadas sólo unos cincuenta metros una de otra, que sintió claustrofobia. Miró hacia atrás y ya no vio la entrada. Había girado en una curva y no divisaba más que encierro. El sol no llegaba, una difusa claridad lo envolvía todo.
El hilo de agua, que corría junto a la senda apenas marcada, estaba orillado por un poco de pasto tierno y algunos matorrales. Las paredes tenían cientos de agujeros. También se veían algunas cuevas enormes en lo alto. La sensación de encierro se hizo más profunda. Estaba aterido.
Debía de ser el frío y el tirón en el tobillo los que le daban esa pesadez a su espíritu. Pisó un guijarro y sintió un pinchazo en la médula del hueso. Hizo un esfuerzo para recuperarse, no debía detenerse. Así, en caliente, no era tanto el dolor, si paraba sería peor.
Limpió una rama seca y la usó de bastón.
El camino ascendía. El lo había recorrido hacía tiempo, de a caballo y con un compañero. Le había parecido más fácil, no recordaba tanta piedra, tanta trepada.
Otra vuelta y más roquerío. El tobillo no resistía el esfuerzo. El botín le atenaceaba la pierna que comenzó a latirle.
Decidió tomar un respiro, le aflojaría los cordones al zapatón. Se sentó en una piedra junto al arroyo y soltó la atadura. Un gran alivio lo reconfortó, pero pronto el frío le hizo castañetear los dientes. ¿Frío o fiebre? Se tocó la frente..., ardía.
La noche llegaba aprisa allí, en el fondo. Se le ocurrió pensar que nadie sabía de su viaje. Los de la camioneta que lo había traído iban lejos y ni siquiera lo conocían. Sus amigos no lo esperaban. Sintió miedo.
Se paró e intentó caminar. El zapato flojo le había dado un alivio momentáneo. No podía apoyarse. Sentía el pie como algo ajeno, capaz de imponérsele. Lo obligaba a continuar el descanso.
Menospreció el suceso, peores cosas le habían ocurrido durante su vida aventurera.
Miró alrededor. Estaba en un punto un poco más ancho del cañadón. Saltando en un pie reunió unas matas secas para encender fuego y aprovisionó más para mantenerlo durante la noche. Al día siguiente, luego de un descanso, todo iría mejor. La aurora es la esperanza del centinela y el viajero.

El fuego le costó un poco de trabajo y unos cuantos fósforos pero lo logró. El chisporroteo de las ramitas frágiles le encendió también el corazón.
Mordisqueó un pedazo de pan duro, resto de su almuerzo del día anterior y recordó que no había comido con el ajetreo del viaje. Extendió junto al fuego el contenido de la mochila para que se secara y se acostó en el suelo, la manta estaba demasiado húmeda, usó la mochila de almohada y se durmió.

Despertó con el cuerpo rígido y un dolor terrible en el pie. Tenía mucho frío, la cabeza ardiente de fiebre. El fuego se había reducido a unas minúsculas brasas que luchaban por no extinguirse. Calculó que era la medianoche. La luna llena, una luna clara, de frío, suspendida en lo alto de la brecha, iluminaba las altísimas paredes.
Moviéndose con dificultad agregó primero unas ramitas al fuego; luego, con desesperación, echó matas enteras, el miedo lo iba ganando. Las llamas ágiles y altas multiplicaron las sombras en el desfiladero. Un bulto grande, dando chillidos desafinados cruzó sobre su cabeza. ¿buitres? Probablemente, un lechuzón.
Cerró los ojos, algo más frío que la helada nocturna le traspasó el alma. Se encogió haciéndose pequeño, un latido tan solo en lo inmenso de la soledad.

Afuera, sombras y miedo; adentro, sueños y miedo.

De cada uno de los agujeros del paredón de piedra empezó a salir una masa blancuzca que se descolgó en cascada de las oquedades que cribaban las paredes. Las puntas sueltas danzaban como movidas por los alambres invisibles de un titiritero macabro. Se elevaban, se unían para dibujar suspendido en el aire, de pared a pared, un inmenso rostro de mujer. Fatídica medusa con cabellos de gusanos.
Extrañamente se asemejaba a la que lo había hecho sufrir tanto, aunque ésta era más hermosa, más helada, (miró sus ojos) más atractiva...Se fue acercando...Extendió las manos y aunque creyó que sólo tocaría el humo de un ensueño febril sintió un contacto viscoso. Un frío glacial le entró por las yemas de los dedos, le recorrió las palmas, le trepó por los brazos y le fue ganando el cuerpo. Luchó por su vida con una concentración mental que nunca creyó haber poseído. Su yo pareció refugiarse en lo más recóndito hasta desaparecer aún de su propia conciencia. No supo más...



El rostro de su amigo estaba sobre el suyo. El joven le agarró la mano con desesperación; era algo real, cálido.
Dejó que sus ojos recorrieran el lugar. Estaba en un rancho, mucha gente silenciosa los rodeaba. El que se reuniera tanta gente se daba sólo en los velorios.
La mirada de su amigo estaba llena de compasión al preguntarle:
-¿Qué te pasó?
Un temblor extraño, imparable, le recorrió el cuerpo. Contó una sola vez lo ocurrido con palabras entrecortadas. Nunca más lo repitió. Su historia pudo haber sido interpretada como el sueño de una mente afiebrada, sólo eso, pero él sentía que había vivido algo sobrenatural.
Buscó explicarse de la mejor manera posible, necesitaba que lo comprendieran...ese terror no se vive sin perder la cordura.
Lo tranquilizaron asegurándole que le creían pero él insistía tratando de transmitirles aunque sea una idea aproximada de su tortura.
Nadie apartaba la vista de él.
Cuando terminó, el más viejo de los presentes, con un profundo suspiro, se levantó, tomó algo de la cómoda y le dijo:
-Le creemos. No hay que pasar la noche en los cañadones. A usté lo visitó la muerte. Y le acercó un espejo.

Se miró con asombro. Tenía el pelo completamente blanco.





(*) Escritora de El Bolsón. Ha escrito numerosas obras, entre ellas las novelas “De un castillo en la Patagonia” y “Territorio: Waj Mapu. Patagonia secreta”; y los volúmenes de cuentos “Cuentos para un invierno largo” y “En viaje y otros cuentos”. También incursionó en la literatura infantil, con obras como “Aventuras en el fondo del mar” y “El secreto de la caverna”. Obtuvo importantes reconocimientos a nivel nacional. El presente relato fue tomado de su libro “Cuentos para un invierno largo” (Ediciones FEAP, El Bolsón, 2000).




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