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miércoles, 1 de agosto de 2012

EL CUENTO DE HOY





LA PUERTA


Por Héctor Roldán (*)




   La puerta de la casa estaba abierta y más allá de su umbral se extendía la enorme presencia de la desierta meseta. Adentro de la casa, sentado en una silla rota, él observaba cruzar por ese enceguecedor rectángulo: jarilla seca, nubes blancas, columnas de tierra arremolinada, gaviotas extraviadas. No le importaba mucho lo que sucediera afuera, solo observaba el inalterable fondo celeste de un cielo, que detrás de las cosas, parecía inalcanzable.

   ¿Hace cuánto que estaba sentado en esa silla? El reloj se había detenido hace tiempo, el almanaque había perdido todas las hojas. Debía ser hace mucho, sus uñas estaban largas, su pelo apelmazado, la barba desprolija y el olor de su cuerpo denunciaba un largo periodo de abandono.

   ¿Qué hacía sentado en esa silla? No lo sabía, no tenía un mate en la mano, ni escuchaba la radio, ni siquiera esperaba a nadie, pues tenía la extraña sensación de que lo esperaba ya había sucedido, ya había llegado.

   Un perro apareció y miró hacia dentro de la casa. Un perro cualquiera, amarronado, feo, de patas cortas y cola torcida. Sus ojos se cruzaron y los pelos del animal se erizaron mientras gemía alterado a su presencia. Se rió en silencio; asusto a los perros, pensó. Y su mente escapó buscando una idea. ¡Hace tanto tiempo que no tenía una idea!

   ¿Qué es una idea? Se preguntó. Una idea es algo que aparece en tu cabeza, una idea es como una flecha, una idea es algo que puede ser, es quizá una manera de existir, se contestó.

   El perro se perdía entre las nubes de polvo que arrastraba un viento en aumento. Huía con la cola entre las patas, corría entre aullidos provocados por el pulso de un dolor que surgía de la casa y que lo llenaba de temor.

   Solo estoy sucio, se dijo. Solo estoy sucio, oloroso, abandonado, no es para tanto. Se dijo. Quizá sean mis ojos, reflexionó. No sé por qué pero pienso que mis ojos son rojos. Rojos, tan rojos como este atardecer patagónico que está incendiando la puerta de mi casa.

   ¿Mi casa? ¿Es mi casa? Y tuvo la certeza en el mismo instante de la pregunta que no estaba en su casa.

   Estoy con mis ojos rojos en una casa que no es mi casa. Estoy asustando perros, sucio y hediondo, en el umbral de una puerta por la que nunca entré ni salí. Pensó restregándose los ojos rojos con manos rojas de uñas rojas también. Todo casi con el color del cielo que agonizaba sobre la meseta.

   ¡Tantas preguntas! Nada más sucedía en la forma resplandeciente de ese umbral. Nada más sucedía en el interior de la casa. Un silencio apenas alterado por el silbido de las ráfagas de viento, le decían que ya toda vida había terminado. Así de sencillo. La casa estaba muda, tan muda como él, que supo que su lengua también era roja y que también tenía un rojo sabor que se deslizaba por la comisura de sus labios. Una delgada línea de sabor salado y triste.

   Quisiera ser un animal, pensó, un pequeño mosquito gordo de sangre, un insecto zumbón, en esta tarde que no termina. Quisiera ser un roedor carroñero, una serpiente enroscada en su madriguera, una araña tejiendo, laboriosa, la trampa. Quisiera ser la caída de un rayo, el sonido de un trueno, la primera gota de una lluvia febril. Pensó, sentado en la silla mientras oscurecía.

   Y oscurecía primero a sus espaldas. Una negrura húmeda que crecía como musgo detrás de él. Oliendo como una casa vieja, oliendo como una frazada en un baúl, como una comida abandonada en el sartén desde hace días.

   Vio el resplandor del lucero aparecer sobre el horizonte. Vio la mirada de las estrellas espiar por el agujero de la puerta. La noche como un ojo, la luna como un agujero, las nubes como pensamientos cruzando grises delante de sus ojos rojos. No supo cuanto tiempo más debía estar ahí, oliendo a rojo, rascando con la uña el borde de una herida recién abierta. Ya se veía el tenue resplandor del hueso entre la carne. ¿Cuánto más podía estar ahí lastimando el cuerpo de esa casa que no era su casa? ¿A qué había venido?

   Seguía pensando en eso. Su mente deambulaba por la idea extraña de que algo había hecho, aunque hacer para él era una acción sin sentido. Cuando se es eterno, se dijo, hacer es nada. Y se supo eterno, inmortal en esa silla que chorreaba un color rojo y olía a rojo. A un rojo de carne y hueso, de pelo y uña, de piel y senos, de labios y pies. A rojo de un cuerpo desvanecido en la intensidad del color y el olor a rojo.

   Soy inmortal, se rió quedamente, al pensarlo. Tan inmortal que nada de lo que haya hecho tiene sentido comparado con el tiempo que llevo en esta silla.

   En esta silla, repitió, sin poder girar la cabeza. La noche ya empujaba en el umbral de la puerta y el viento que entraba trayendo el olor de un mar de fondo henchido de aromas de algas y moluscos, húmedo y frío, revolvía sus cabellos arrastrando jirones de vestidos que se enredaban en las patas de su silla, entre los rojos dedos de sus manos. Entonces supo.

   Lo hice, se dijo tomando el delicado bretel de una blusa rota. Por la puerta una nada extensa lo miraba llena de estrellas. Lo hice, se repitió, sabiendo que al fin había surgido de sus entrañas un odio que lo dejó rojo y vacío.

   Recién ahora puedo amarla, concluyó oliendo el retazo de aquella blusa sangrienta.

   Recién ahora. Y el viento siguió soplando hasta borrarle todos los recuerdos.




(*) Escritor santacruceño. Según el autor, es un “texto para futuro libro de cuentos, quizá inconcluso”.



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domingo, 29 de julio de 2012

EL REPORTAJE DE HOY





CENTRO DE ESCRITORES “ING° CÉSAR CIPOLLETTI”





    En una nueva entrevista virtual de las que dedicamos a los grupos literarios de la Patagonia, es el turno del Centro de Escritores “Ingeniero César Cipolletti”, de la ciudad homónima. Tuvo a bien contestar nuestras preguntas el escritor neuquino Pablo Lautaro, su actual presidente. Lautaro, docente, maestro de enseñanzas prácticas, es autor de dos libros: “Huellas” (Poemas, 2007) y “Retratos” (Microrrelatos, 2010). Integró varias antologías; entre ellas la que  presentó el Centro, con el nombre de “Refugio de Palabras”, en el mes de mayo de 2012. 



¿Qué es el Centro de Escritores “Ingeniero César Cipolletti” y cómo se inició?

Bueno, como lo expresa nuestra última antología un “refugio de palabras” es Casa, Nido que cobija y cobijó a muchos escritores de la ciudad y la región. Ha sido Cuna de muy buenos literatos, incluso algunos que hoy han formado otros centros o que se encuentran en distintos lugares o instituciones desarrollando tareas culturales y o de educación.

En mi caso particular es la entidad que me ha fortalecido como escritor, el espacio de aprendizaje de mayor relevancia en este recorrido, es el oasis seguro en tiempos de sequía, allí me nutro de todos mis compañeros dueños de estilos muy particulares y de un carisma especial y cálido…portadores de saber y seres capaces de Ser y trascender.

El 3 de mayo de 1985, en la sede de la Biblioteca Popular “BERNARDINO RIVADAVIA”, se reúnen 16 escritores locales con la firme voluntad de crear una institución que les permita desarrollar su vocación. Esta legítima aspiración es coincidente con un proyecto provincial auspiciado por la Subsecretaria de Cultura de la provincia de Río Negro. Es propuesto para presidirla el señor Adolfo Turrín y como secretaria la señora Noel Messidor. Una vez delineados los objetivos básicos, se decide dar a conocer esta alentadora realidad e invitar a otros escritores de la ciudad a una próxima reunión, en el mismo lugar para el 10 de Mayo.

También ha sido presidente la escritora Nora Opermeier por un período y el escritor Pascual Marrazzo por varios períodos.

¿Quiénes lo integran?

Escritores de la región, de la ciudad de Neuquén, de la localidad de Plottier, de la ciudad de Cipolletti, algunos hermanos trasandinos también…Nuestras puertas están siempre abiertas.


¿Cuál es su visión de la Literatura Patagónica? En particular, ¿cómo ve la problemática de la edición de obras por parte de los escritores regionales?

Realmente hay muy buenos autores en toda la Patagonia y distintos estilos pero con un amor particular por el lugar en el que se encuentran o se han radicado, dado que no todos son nativos, tal es mi caso,  soy nacido en Chile y vivo en Neuquén, pero mi ciudad adoptiva es Cipolletti donde desarrollo gran parte de las tareas referidas a la cultura y la literatura.

Gracias a Literasur he tenido la posibilidad de ampliar el conocimiento sobre autores patagónicos y sus materiales, es una buena fuente de difusión.

Los autores autóctonos también son muy buenos, además defensores de su tierra y su gente, del equilibrio que debe existir para convivir en perfecta armonía; forjadores de letras de conciencia y palabras de hermandad.

En cuanto a la edición de obras de los autores patagónicos creo que se ha avanzado y que hoy es más accesible la edición comparada con otros momentos quizás 10 o 15 años atrás. De todos modos sería muy acertado que los gobiernos provinciales patagónicos por separado o formando una comisión común de letras y cultura fomentaran y difundieran a los escritores agregándolos en un plan de lectura dentro de la currícula escolar en todos los niveles de educación y como patrimonio cultural.

¿Qué actividades tiene previstas a futuro?

Las actividades previstas son varias. Como cercanas, la presentación de “Refugio de palabras” en el museo Gregorio Álvarez de Neuquén Capital para el 11 de agosto,  el taller de iniciación literaria en la escuela de adultos Ángel Pacheco  coordinado por la Profesora y escritora Marta Vallejos en su segunda etapa a fines de agosto, la primera fue el año pasado. Tenemos un concurso de poesía y cuento que empieza el 20 de julio y finaliza el 30 de septiembre, será premiado durante la realización de la feria del libro de la ciudad de Cipolletti. La escritora Nora Opermeier empezó el 30 de junio un taller de lectores en vos alta dentro del plan de lectura Nacional.
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Quiero contarles que el centro ha sido un actor importante en la región a lo largo de 27 años con distintas actividades en las escuelas e incluso fue uno de los impulsores de la feria del libro de la ciudad acompañando siempre la misma en todas sus ediciones,. Ha participado en intercambios culturales con centros de escritores de la región de la Araucanía. Llevó por distintos puntos.  “Cien años de amor” una obra dedicada a Neruda, “Patio de tango” y el “radio teatro” entre otros (todos estos espectáculos presentados en la feria del libro de Cipolletti y otras regiones e inclusive en Temuco Chile).

El 1 de marzo de 1995 se obtuvo la habilitación de la Editorial “La casa del escritor” y el 1 de abril de 1995 se presenta el primer libro “Carrusel” siendo los autores los niños y jóvenes que concurrían al taller literario que conducía la Srta. Patricia Marrazzo. Bajo el mismo sello en el mes de mayo del  año 1995 se presentan dos libros más: “Amasando Ironías” de Pascual Marrazzo y “Día y Hora” de Nelly de Yacopino (Chiche), también un libro histórico “Voces de mi Ciudad” presentado en el centenario de la ciudad con más de 500 paginas, 450 fotografías y un museo de voces, el Ultimo libro fue “De Amores, reflexiones y Bronca” de Fabián Mari.

Actualmente no poseemos el sello editor pero mediante un fondo común aportado por cada uno de los integrantes se ha logrado hacer ediciones cooperativas con pequeños prestamos que son devueltos en un tiempo prudencial para veneficiar a otros integrantes, algunas de las obras “LABERINTO entre la muerte y la vida” de Magdalena Pizzio, “Buena Tierra” de Abraham Gabal, “Huellas” y “Retratos” de Pablo Lautaro, Antiguo dueño del silencio de Norma Carozzi  Y “Refugio de palabras”…Próximamente saldrán 2 nuevas obras.


J.E.L.V.

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miércoles, 25 de julio de 2012

EL RELATO DE HOY







CABALLO (*)

Por Antonio Dal Masetto



       Había andado una media hora arriba y abajo por el camino que faldeaba el cerro sin encontrarme con casas ni cruzarme con gente, hasta que al doblar una vez más vi un tipo muy gordo y pelado sentado sobre una roca.
         —Sigue el incendio —dije mirando el humo que cubría el cerro del otro lado del valle.
         —Baje la voz —me dijo el tipo.
         Señaló una cerca de troncos que bordeaba el camino y se perdía en las matas de rosa mosqueta. 
         —Es para que no venga el caballo —aclaró.
         —¿Qué caballo? —pregunté. 
      —Uno que está ahí. Le traigo manzanas todas las tardes. Pero no quiero que aparezca todavía.
         Me senté también yo, a un par de metros.
         —Ese incendio ya lleva una semana —dijo el tipo—. No lo pueden parar.
         —Da miedo.
         —Dan miedo, pero también son fascinantes.
         Arrancó un hilo de pasto, se lo puso entre los dientes y lo masticó. Siguió:
         —Vi muchos incendios de bosques. Nací y me crié en esta zona. El mejor lugar del mundo, no hay otro igual. Es difícil acostumbrarse a vivir en otra parte. ¿Usted es de por acá o está de paso?
         —De paso. Me voy esta noche. 
         —Yo volví al sur hace quince días —dijo—. Me moría de las ganas de llegar. Ya estábamos cerca y el tren paró unas cuatro horas. Un desperfecto.
         Arrojó el hilo de pasto y arrancó otro.   
         —Era de noche, me puse a caminar por las vías y vi las estrellas. Eran las mismas de antes. Estrellas enormes. Ahí sentí que estaba de vuelta. Me emocioné.
         —Es probable que hayamos venido en el mismo viaje. 
         —¿A usted también le tocó estar parado cuatro horas?
         —Y vi las estrellas.  
         —Enormes. 
         —Tal cual.
         —Lo primero que hice en cuanto llegué fue buscar la casa donde había vivido. La refaccionaron. Casi no la reconozco.
         —¿Habían pasado muchos años?
          —Muchos. Ya ni siquiera estaba la ventanita de atrás. Hubiese querido verla. A veces me preguntaba cómo había hecho para pasar un cuerpo como el mío por un agujero tan chico. 
         —¿Una ventana?
         —La ventanita por la que me escapé.
Hizo una pausa larga y se quedó mirando el suelo, pensativo. Empujó una piedra con la punta del zapato.
         —La policía. Errores de juventud. No vale la pena que le cuente esa historia.
         —No tiene por qué hacerlo.
     —Durante todo el tiempo que estuve lejos me imaginaba el regreso  y me veía cruzándome con gente que me reconocía y me señalaba. Así que me instalé en un hotel en las afueras del pueblo, sobre la ruta. Los primeros dos días sólo salí de noche. Después me fui animando. Terminé paseándome mañana y tarde por la calle principal y sentándome en todos los bares.
         —¿Y qué pasó?
         —Nadie me reconoció, nadie me señaló. Primero fue un alivio, pero después me desilusionó.
         Pateó otra piedra.
         —Al final, ¿sabe qué hice?
         —¿Qué hizo?
      —Empecé a caminar delante de la comisaría, por la misma vereda.
         —Y nada.
         —Nada de nada.
         —¿Hubiese preferido que la policía lo reconociese?
      —No sé qué decirle, pero me aguanté tantos años por temor a que me descubrieran y ahora vengo y nadie sabe quién soy. 
         Me miró fijo, esperaba un comentario. No se me ocurrió nada y asentí varias veces moviendo la cabeza. De nuevo pateó una piedra. 
         —Nadie con quien hablar. Nadie con quien recordar.
         —Entiendo.
         —La única compañía es un animal con el que vengo a pasar un par de horas todas las tardes. 
         —El caballo.
         —No lo nombre en voz alta.
         —Disculpe.
         —Eso es todo lo que encontré en mi regreso al sur. 
         —La verdad que no es mucho.
         —Usted lo dijo, no es mucho.
         —Pero algo es.
         —Sí, tiene razón, algo es. 
         —¿Un cigarrillo?
         Fumamos en silencio.
         —Me parece que voy a llamarlo —dijo el gordo. 
         Pero no se movió, no llamó. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre los muslos, se tomó la cabeza y permaneció así. Después de unos minutos giró hacia mí:    
         —¿Quiere llamarlo usted?
         —A mí no me conoce.
         —No importa.
         —¿Cómo hago?
         —Nómbrelo.
         —Caballo.
         —Más alto.
         —Caballo.
         El gordo metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y sacó cuatro manzanas verdes.
         —Tenga, dele una usted también. Es un buen caballo.
         Tomé la manzana y la froté en el pantalón. 
         —Ya viene —dijo el gordo.
        Pasó un rato largo sin que hubiera novedades.
         —Ya va a venir.
         Presté atención, pero no se oía más que el silencio. Me paré y me subí a la roca donde había estado sentado. De otro lado de la cerca, en el terreno en declive, sólo vi la extensión de arbustos bajos que temblaban un poco con el viento. Nada más que los arbustos.
        —Caballo —grité.
         Al fondo brillaba el río. Del otro lado, subiendo, el abanico de fuego seguía devorando el cerro y una gran nube de humo ensombrecía el cielo y se desplazaba lenta hacia el lago.






(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012

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lunes, 23 de julio de 2012

EL POEMA DE HOY





AMOR



                                  Por Belén Granea (*)


Y esa noche
vi el amor
en tus ojos.

Verlo me hizo verme,
sentirme inerme
ante la emoción
de saberme amada.

Tu mirar lo dice,
sin palabras,
lo indescriptible
del encuentro
que no calla.



(*) Poeta fueguina, nacida en San Isidro y radicada en Ushuaia hace más de 25 años. Es autora de la obra “Poner en palabras” (Editorial Utopía, 2006)

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miércoles, 18 de julio de 2012

EL CUENTO DE HOY





Perfume a retamas (*)


Por Olga Starzak



   Nunca supe, hasta ahora, por qué Juan le esquivaba a las retamas. Había  plantaciones por todos lados en la zona donde vivíamos; él no discutía su carácter ornamental, simplemente no las quería en el jardín.

   -Yo respeto su decisión, señora, pero este lugar es propicio para las retamas. Usted se queja de que la humedad y el salitre de este terreno  le impiden  tener flores,  y verde,  y plantas perdurables;  le aseguro que las retamas resistirían.

   No dudaba de las sugerencias del jardinero, pero también era manifiesta su especial preferencia por estos arbustos, tan intensa como la aversión que Juan parecía haberles tenido. 

   -Ya le conté por qué me niego; mi marido nunca las quiso. Decía que no soportaba el  perfume de sus flores. 

   Uno de esos días en los que él me insistía y yo me negaba, en un tono de voz más bajo y como siempre, respetuoso, dijo:
   -Pero el señor ya no está.
   -No se trata de eso, Manuel; entienda...
   -Esta bien, señora. Disculpe.
  -No se preocupe. ¿Sabe una cosa? Aunque me cueste aceptarlo, es cierto. ¡Probaremos!      Plante unas retamas. Usted las elige.
   -No va a arrepentirse, créame.


   La mujer es madura y camina con pasos decididos. Él es muy joven  y viene detrás; arrastra sus pies al caminar. Ella se detiene y lo espera; de su brazo le cuelga un bolso. Lo apoya en el piso cada vez que interrumpe su andar debido a la lentitud  del muchacho. Y entonces él avanza. Me esfuerzo en escuchar lo que dicen pero sólo logro oír que le dice mamá. 

   Aquella misma primavera florecieron. Manuel las había transplantado ya adultas. Los primeros días las ignoré pero luego, observando desde el interior de la cocina su amarillo brillante,  tuve que reconocer que eran hermosas. La frondosidad de las copas se había entremezclado dando una sombra apretada. Eran cientos de ramas con flores en racimos despidiendo un perfume penetrante, una sustancia agria impregnando el aire. Ese aroma que pugna por imbuirse en la nariz, en la garganta... y cala la piel; y  acompaña por un buen rato.  

   Allí me siento a leer cuando mi hija, pronta a cumplir los quince años, está en el colegio o reunida con amigas. 

   Gracias a la decisión que había asumido al adoptarla, aun sin un padre para ofrecerle, Maira era todo lo que tenía. Recuerdo como si fuera hoy cuando la llevaron al hospital donde todavía trabajo. Su rostro amoratado, las manitos tan pequeñas... el llanto por el hambre, mojada hasta las mediecitas y con la cola irritada de tantas horas sin cambiar sus pañales. Unos chicos que jugaban en el bosque la habían encontrado dentro de un bolso, tapada con un abrigo de lana. Casi no podía respirar. 


   Es el atardecer de un día cualquiera y, alejándose de la ciudad, van  hacia el bosque; ambos caminan con la cabeza gacha, ella como si la escondiera, él como si no tuviera fuerzas para erguirla. Un mechón de cabellos le cae sobre la frente sin que haga ademán para corrérselo: sólo necesita ver los pasos de su madre.  


   Después de los trámites de rigor y ante la ausencia de alguien que la reclamase,  me la dieron en guarda. Creo que influyó mi condición de enfermera y los cuidados que la chiquita necesitaba debido a su estado de desnutrición. Porque nunca fue fácil para una mujer soltera conseguir una autorización de estas características.
    Al año, fuimos juntas al Registro Civil.  Maira ya tenía mi apellido.


   Recorren el sendero aledaño a la laguna. Él desvía su andar y se acerca a la orilla, se agazapa;  llena con agua sus manos y se moja la cara, el cuello, los brazos. Quiere sentarse pero la madre no se lo permite. Continúan.


   Cuando Maira cumplió cinco años me casé con Juan, al que llamó papá hasta el día que de tanto sufrir una deficiencia pulmonar, decidió bajar los brazos y se entregó a la muerte. Lo había conocido en la enfermería. Cada tanto aparecía con fuertes crisis de asma; allí permanecía hasta que lo compensaban. Empezamos a frecuentarnos y, obviando los comentarios provocados por ser él bastante más joven que yo, se vino a vivir con nosotras. 


   Mi mirada está fija en esas dos figuras que se me vuelven, por momentos, caricaturescas. Es entonces cuando la madre se detiene, se acomoda la pollera que ha venido bajándosele, se quita el abrigo que lleva puesto y lo acomoda, con delicadeza, dentro del bolso que acaba de dejar a los pies de la plantación.  
Son retamas que bordean un espacio oscuro del lugar.


   Juan no tenía más que a su madre,  pero nunca la conocí. Él me contaba que hacía mucho la había borrado de su vida.  Durante un tiempo yo intenté, en vano, procurar entre ellos un  vínculo, de encontrar una abuela para nuestra hija, pero cuando quería profundizar sobre los motivos de ese alejamiento, él evitaba el tema con mucho fastidio. Opté por respetar su silencio.


   Es un retamal alto de ramas muy tupidas formando un semicírculo. En el suelo un colchón de tréboles dibujan un cantero. Y sobre él cientos de flores amarillas,  caídas ordenadamente,  como si alguien las hubiese acomodado. 


   Mi esposo y Maira se amaban. Quizás debido a su enfermedad él nunca quiso que tuviéramos hijos y yo aún no sentía la necesidad de un hermano para la niña. Después, con el paso del tiempo, preferí no tenerlos. La salud de Juan se deterioraba aceleradamente. Siempre supo que mi decisión de aceptarlo a pesar de su extrema juventud,  tenía que ver también con sus sentimientos hacia Maira. 
   Me había seducido su deseo casi obsesivo de convertirme en su esposa y aceptar a la niña como hija propia.  Era fuerte mi afán de que la nena reconociera en él la figura paterna que, quién sabe por qué razones, le había sido vedada.

   El muchacho la mira con ojos suplicantes. Enseguida fija la vista en el bulto que ha comenzado a moverse suavemente. Observa desconsolado la escena frente a sus ojos. La madre lo aleja de un empujón, lo atosiga... tal como sólo un adulto puede hacer con un chico indefenso. 
   Él ya no lucha contra la actitud de su madre, quizás pensando que es demasiado joven para hacerse cargo del producto de sus deseos.  Es entonces cuando puedo ver el delgado cuerpo de ese joven que está pronto a dejar la adolescencia. Rompe en sollozos, la madre lo consuela: le levanta con una mano el mentón  y con la otra  le acaricia la cabeza, peina con los dedos sus cabellos.... Y por primera vez se deja ver su  rostro.
   ¡Es el rostro de Juan! 


   En él pensaba cuando creo haberme quedado dormida debajo de la sombra de mis retamas. 





(*) Del volumen de cuentos “El lenguaje del silencio” – Ed. Vinciguerra, Buenos Aires, 2007

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