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miércoles, 8 de agosto de 2012

EL POEMA DE HOY





Impredecible Patria Temporal


                                                           (Patagonia, donde he nacido;
                    Patagonia donde he vivido)



Si esta tierra en este Sur tiene un destino,
Vocación compartida de sus hombres,
Lo verá nuestra sangre en el camino
De los siglos, los números, los nombres.

Tanta fuerza encorsetada entre las piedras
Es seguro que no puede ser estéril.
Tanta dermis con heridas tan sangrientas
Será génesis, sin duda, de lo fértil.

Tanto cielo, tanto hueco, tal vacío,
Por las mismas leyes físicas atrae
Como imán inexorable, lo excesivo:
Cuerpos, vidas y energía de otros lares.

Patagonia, tu pasado es el desierto;
Tu presente, hoy por hoy, sólo tus hijos,
Pese a todo y pese a nada aún enteros,
Como cuñas enclavados, yertos, fijos.

Tu futuro, una promesa sospechable
Que quizá serán los sueños del gran santo*
O tal vez un maremágnum de estandartes,
Factoría de otras voces y otros cantos.


*Sueños de Don Bosco sobre la Patagonia



De “Escritos de Finis Terrae. Cuentos Universales y Cuentos Patagónicos” - Lalo de Pablo. 2011 – Patagonia Contemporánea.




Lalo de Pablo es el seudónimo literario de Lorenzo F. Strukelj. Nació en Comodoro Rivadavia, y repartió su vida entre la Patagonia Argentina y Europa, Eslovenia, tierra de sus padres, a pasos de la frontera tripartita con Austria e Italia, en lo que él define como “un pequeño paraíso entre los Alpes y el Adriático”.

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sábado, 4 de agosto de 2012

LA NOTA DE HOY


   

LOS ÁRBOLES Y LA MESETA


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





La implacable disposición horizontal de la meseta transforma cualquier atisbo de verticalidad en una anomalía. Por ello, los escasos árboles que crecen allí adquieren una cualidad de rareza inquietante y sobrenatural; que los habitantes autóctonos del páramo reflejaron en su creencia sobre el “árbol del gualicho”, citada por el bolsonense Jorge Sánchez en su cuento “El Kollón”: “Parecía un chacay muy viejo, de tronco grueso, rugoso, seco y de ramas retorcidas, cubiertas de bultitos o ataditos, como frutos oscuros en esa planta vencida... El único que no pareció extrañado fue Ireneo (...él sabía lo que significaba el cochingnelo, - kuchún nelo – el árbol de gualicho...) ... Desde tiempo inmemorial, se propiciaba al “futawentrú”, se dejaban jirones de las pilchas, bolsitas con monedas o yuyos...”. Gregorio Álvarez, en “El tronco de oro”, lo llama el “algarrobo del Gualicho”.

La instintiva fascinación por los árboles no es privativa del ámbito patagónico; viene del fondo de los siglos y pertenece a todas las culturas, según lo describe Sir James George Frazer en “La rama dorada”. Allí detalla diversos cultos que tenían como centro el árbol, incluyendo el de los druidas; término que, por cierto, significa “hombres del roble”. Como es sabido, los druidas eran los sacerdotes de la religión que practicaba la raza celta, tronco común del cual derivó, entre otros pueblos, el galés; al que pertenecían los colonos del Valle del Chubut. Así lo recuerda Mónica Jones en su poema “El roble”: “Amalgama el viento / melodías de arpa, / invocando al espíritu / del druida / que vaga entre sus hojas. / Y cuando llama el angelus / a su alquimia de duendes, / es la fortaleza de su tronco / el papiro donde las épicas / historias de los celtas / desmayan su cansancio / de la morada lejana / aquí, distante de su nativa tierra”.

Ese ameno narrador de historias que es Carlos Sheffield, contó una vez que, recorriendo la meseta, había observado la aversión que sentían ciertos pobladores rurales hacia los árboles; como asustados por un miedo atávico. Incluso, un puestero le aseguró que no le molestaban los árboles “pichones”, pero “odiaba” a los adultos. En las bases de ese odio no están las mismas causas psicológicas que acongojan al protagonista del cuento “El odiador de árboles” de Nadine Aleman; sino que subyace algo inexplicable. Es exactamente el caso contrario de “El hombre al que los árboles amaban”; relato de uno de los mejores escritores ingleses de horror: Algernon Blackwood. El autor de “El wendigo” otorga a los árboles un alma; que tal vez sea la que siente Antonio Dal Masetto en los bosques milenarios del lago Futalaufquen; y que describe en su relato “Alerces”: “Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y los lagos. Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. (...) Apoyé la otra mano y también la frente contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.”

Al contrario de la meseta, la cordillera es el reino de lo vertical. Entre los cerros que suben hacia el cielo, los árboles encuentran su plenitud y se reúnen en umbrosos bosques. Es como si se refugiasen en ese lugar para sentirse seguros – una idea que también aparece en el cuento de Blackwood -, aunque añorando su antiguo dominio sobre la estepa; del cual sólo quedan, a modo de melancólico recuerdo, los numerosos bosques petrificados desparramados por la región
.
De todas maneras, los árboles, tímidamente y de la mano de los seres humanos, están volviendo desde hace poco más de cien años a la meseta; en los valles a la vera de los ríos, en los puestos y cascos de estancia cerca de manantiales o pozos, en las planicies próximas a los cursos de agua donde medran merced al riego artificial. Entre los sufridos sauces criollos, los tamariscos y otras especies, se destaca el álamo; que ya es parte del paisaje patagónico.

Es un árbol con mucha personalidad. Ya sea morando solitario en algún puesto de la meseta, donde adquiere una dimensión ominosa, o formando cortinas en las chacras, que según nos dice Angelina Covalschi en su novela “Las dunas”, tan bien pintó el sarmientino Pompey Romanoff; el álamo muestra algo de sagrado, de nexo entre la tierra y el cielo. Bien lo dice Virgilio González en su poema “Hermano Álamo”:

Reverdecida llama, vertical anhelo;
árbol encendido en empinado vuelo,
del alado corazón alborozado
y sonoro follaje suelto al viento.

Mi corazón ya no alienta otro gozo;
ser como este álamo, tirso quimérico,
mansión del canto, atalaya de auroras;
¡trémulo salmo camino del cielo!




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miércoles, 1 de agosto de 2012

EL CUENTO DE HOY





LA PUERTA


Por Héctor Roldán (*)




   La puerta de la casa estaba abierta y más allá de su umbral se extendía la enorme presencia de la desierta meseta. Adentro de la casa, sentado en una silla rota, él observaba cruzar por ese enceguecedor rectángulo: jarilla seca, nubes blancas, columnas de tierra arremolinada, gaviotas extraviadas. No le importaba mucho lo que sucediera afuera, solo observaba el inalterable fondo celeste de un cielo, que detrás de las cosas, parecía inalcanzable.

   ¿Hace cuánto que estaba sentado en esa silla? El reloj se había detenido hace tiempo, el almanaque había perdido todas las hojas. Debía ser hace mucho, sus uñas estaban largas, su pelo apelmazado, la barba desprolija y el olor de su cuerpo denunciaba un largo periodo de abandono.

   ¿Qué hacía sentado en esa silla? No lo sabía, no tenía un mate en la mano, ni escuchaba la radio, ni siquiera esperaba a nadie, pues tenía la extraña sensación de que lo esperaba ya había sucedido, ya había llegado.

   Un perro apareció y miró hacia dentro de la casa. Un perro cualquiera, amarronado, feo, de patas cortas y cola torcida. Sus ojos se cruzaron y los pelos del animal se erizaron mientras gemía alterado a su presencia. Se rió en silencio; asusto a los perros, pensó. Y su mente escapó buscando una idea. ¡Hace tanto tiempo que no tenía una idea!

   ¿Qué es una idea? Se preguntó. Una idea es algo que aparece en tu cabeza, una idea es como una flecha, una idea es algo que puede ser, es quizá una manera de existir, se contestó.

   El perro se perdía entre las nubes de polvo que arrastraba un viento en aumento. Huía con la cola entre las patas, corría entre aullidos provocados por el pulso de un dolor que surgía de la casa y que lo llenaba de temor.

   Solo estoy sucio, se dijo. Solo estoy sucio, oloroso, abandonado, no es para tanto. Se dijo. Quizá sean mis ojos, reflexionó. No sé por qué pero pienso que mis ojos son rojos. Rojos, tan rojos como este atardecer patagónico que está incendiando la puerta de mi casa.

   ¿Mi casa? ¿Es mi casa? Y tuvo la certeza en el mismo instante de la pregunta que no estaba en su casa.

   Estoy con mis ojos rojos en una casa que no es mi casa. Estoy asustando perros, sucio y hediondo, en el umbral de una puerta por la que nunca entré ni salí. Pensó restregándose los ojos rojos con manos rojas de uñas rojas también. Todo casi con el color del cielo que agonizaba sobre la meseta.

   ¡Tantas preguntas! Nada más sucedía en la forma resplandeciente de ese umbral. Nada más sucedía en el interior de la casa. Un silencio apenas alterado por el silbido de las ráfagas de viento, le decían que ya toda vida había terminado. Así de sencillo. La casa estaba muda, tan muda como él, que supo que su lengua también era roja y que también tenía un rojo sabor que se deslizaba por la comisura de sus labios. Una delgada línea de sabor salado y triste.

   Quisiera ser un animal, pensó, un pequeño mosquito gordo de sangre, un insecto zumbón, en esta tarde que no termina. Quisiera ser un roedor carroñero, una serpiente enroscada en su madriguera, una araña tejiendo, laboriosa, la trampa. Quisiera ser la caída de un rayo, el sonido de un trueno, la primera gota de una lluvia febril. Pensó, sentado en la silla mientras oscurecía.

   Y oscurecía primero a sus espaldas. Una negrura húmeda que crecía como musgo detrás de él. Oliendo como una casa vieja, oliendo como una frazada en un baúl, como una comida abandonada en el sartén desde hace días.

   Vio el resplandor del lucero aparecer sobre el horizonte. Vio la mirada de las estrellas espiar por el agujero de la puerta. La noche como un ojo, la luna como un agujero, las nubes como pensamientos cruzando grises delante de sus ojos rojos. No supo cuanto tiempo más debía estar ahí, oliendo a rojo, rascando con la uña el borde de una herida recién abierta. Ya se veía el tenue resplandor del hueso entre la carne. ¿Cuánto más podía estar ahí lastimando el cuerpo de esa casa que no era su casa? ¿A qué había venido?

   Seguía pensando en eso. Su mente deambulaba por la idea extraña de que algo había hecho, aunque hacer para él era una acción sin sentido. Cuando se es eterno, se dijo, hacer es nada. Y se supo eterno, inmortal en esa silla que chorreaba un color rojo y olía a rojo. A un rojo de carne y hueso, de pelo y uña, de piel y senos, de labios y pies. A rojo de un cuerpo desvanecido en la intensidad del color y el olor a rojo.

   Soy inmortal, se rió quedamente, al pensarlo. Tan inmortal que nada de lo que haya hecho tiene sentido comparado con el tiempo que llevo en esta silla.

   En esta silla, repitió, sin poder girar la cabeza. La noche ya empujaba en el umbral de la puerta y el viento que entraba trayendo el olor de un mar de fondo henchido de aromas de algas y moluscos, húmedo y frío, revolvía sus cabellos arrastrando jirones de vestidos que se enredaban en las patas de su silla, entre los rojos dedos de sus manos. Entonces supo.

   Lo hice, se dijo tomando el delicado bretel de una blusa rota. Por la puerta una nada extensa lo miraba llena de estrellas. Lo hice, se repitió, sabiendo que al fin había surgido de sus entrañas un odio que lo dejó rojo y vacío.

   Recién ahora puedo amarla, concluyó oliendo el retazo de aquella blusa sangrienta.

   Recién ahora. Y el viento siguió soplando hasta borrarle todos los recuerdos.




(*) Escritor santacruceño. Según el autor, es un “texto para futuro libro de cuentos, quizá inconcluso”.



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domingo, 29 de julio de 2012

EL REPORTAJE DE HOY





CENTRO DE ESCRITORES “ING° CÉSAR CIPOLLETTI”





    En una nueva entrevista virtual de las que dedicamos a los grupos literarios de la Patagonia, es el turno del Centro de Escritores “Ingeniero César Cipolletti”, de la ciudad homónima. Tuvo a bien contestar nuestras preguntas el escritor neuquino Pablo Lautaro, su actual presidente. Lautaro, docente, maestro de enseñanzas prácticas, es autor de dos libros: “Huellas” (Poemas, 2007) y “Retratos” (Microrrelatos, 2010). Integró varias antologías; entre ellas la que  presentó el Centro, con el nombre de “Refugio de Palabras”, en el mes de mayo de 2012. 



¿Qué es el Centro de Escritores “Ingeniero César Cipolletti” y cómo se inició?

Bueno, como lo expresa nuestra última antología un “refugio de palabras” es Casa, Nido que cobija y cobijó a muchos escritores de la ciudad y la región. Ha sido Cuna de muy buenos literatos, incluso algunos que hoy han formado otros centros o que se encuentran en distintos lugares o instituciones desarrollando tareas culturales y o de educación.

En mi caso particular es la entidad que me ha fortalecido como escritor, el espacio de aprendizaje de mayor relevancia en este recorrido, es el oasis seguro en tiempos de sequía, allí me nutro de todos mis compañeros dueños de estilos muy particulares y de un carisma especial y cálido…portadores de saber y seres capaces de Ser y trascender.

El 3 de mayo de 1985, en la sede de la Biblioteca Popular “BERNARDINO RIVADAVIA”, se reúnen 16 escritores locales con la firme voluntad de crear una institución que les permita desarrollar su vocación. Esta legítima aspiración es coincidente con un proyecto provincial auspiciado por la Subsecretaria de Cultura de la provincia de Río Negro. Es propuesto para presidirla el señor Adolfo Turrín y como secretaria la señora Noel Messidor. Una vez delineados los objetivos básicos, se decide dar a conocer esta alentadora realidad e invitar a otros escritores de la ciudad a una próxima reunión, en el mismo lugar para el 10 de Mayo.

También ha sido presidente la escritora Nora Opermeier por un período y el escritor Pascual Marrazzo por varios períodos.

¿Quiénes lo integran?

Escritores de la región, de la ciudad de Neuquén, de la localidad de Plottier, de la ciudad de Cipolletti, algunos hermanos trasandinos también…Nuestras puertas están siempre abiertas.


¿Cuál es su visión de la Literatura Patagónica? En particular, ¿cómo ve la problemática de la edición de obras por parte de los escritores regionales?

Realmente hay muy buenos autores en toda la Patagonia y distintos estilos pero con un amor particular por el lugar en el que se encuentran o se han radicado, dado que no todos son nativos, tal es mi caso,  soy nacido en Chile y vivo en Neuquén, pero mi ciudad adoptiva es Cipolletti donde desarrollo gran parte de las tareas referidas a la cultura y la literatura.

Gracias a Literasur he tenido la posibilidad de ampliar el conocimiento sobre autores patagónicos y sus materiales, es una buena fuente de difusión.

Los autores autóctonos también son muy buenos, además defensores de su tierra y su gente, del equilibrio que debe existir para convivir en perfecta armonía; forjadores de letras de conciencia y palabras de hermandad.

En cuanto a la edición de obras de los autores patagónicos creo que se ha avanzado y que hoy es más accesible la edición comparada con otros momentos quizás 10 o 15 años atrás. De todos modos sería muy acertado que los gobiernos provinciales patagónicos por separado o formando una comisión común de letras y cultura fomentaran y difundieran a los escritores agregándolos en un plan de lectura dentro de la currícula escolar en todos los niveles de educación y como patrimonio cultural.

¿Qué actividades tiene previstas a futuro?

Las actividades previstas son varias. Como cercanas, la presentación de “Refugio de palabras” en el museo Gregorio Álvarez de Neuquén Capital para el 11 de agosto,  el taller de iniciación literaria en la escuela de adultos Ángel Pacheco  coordinado por la Profesora y escritora Marta Vallejos en su segunda etapa a fines de agosto, la primera fue el año pasado. Tenemos un concurso de poesía y cuento que empieza el 20 de julio y finaliza el 30 de septiembre, será premiado durante la realización de la feria del libro de la ciudad de Cipolletti. La escritora Nora Opermeier empezó el 30 de junio un taller de lectores en vos alta dentro del plan de lectura Nacional.
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Quiero contarles que el centro ha sido un actor importante en la región a lo largo de 27 años con distintas actividades en las escuelas e incluso fue uno de los impulsores de la feria del libro de la ciudad acompañando siempre la misma en todas sus ediciones,. Ha participado en intercambios culturales con centros de escritores de la región de la Araucanía. Llevó por distintos puntos.  “Cien años de amor” una obra dedicada a Neruda, “Patio de tango” y el “radio teatro” entre otros (todos estos espectáculos presentados en la feria del libro de Cipolletti y otras regiones e inclusive en Temuco Chile).

El 1 de marzo de 1995 se obtuvo la habilitación de la Editorial “La casa del escritor” y el 1 de abril de 1995 se presenta el primer libro “Carrusel” siendo los autores los niños y jóvenes que concurrían al taller literario que conducía la Srta. Patricia Marrazzo. Bajo el mismo sello en el mes de mayo del  año 1995 se presentan dos libros más: “Amasando Ironías” de Pascual Marrazzo y “Día y Hora” de Nelly de Yacopino (Chiche), también un libro histórico “Voces de mi Ciudad” presentado en el centenario de la ciudad con más de 500 paginas, 450 fotografías y un museo de voces, el Ultimo libro fue “De Amores, reflexiones y Bronca” de Fabián Mari.

Actualmente no poseemos el sello editor pero mediante un fondo común aportado por cada uno de los integrantes se ha logrado hacer ediciones cooperativas con pequeños prestamos que son devueltos en un tiempo prudencial para veneficiar a otros integrantes, algunas de las obras “LABERINTO entre la muerte y la vida” de Magdalena Pizzio, “Buena Tierra” de Abraham Gabal, “Huellas” y “Retratos” de Pablo Lautaro, Antiguo dueño del silencio de Norma Carozzi  Y “Refugio de palabras”…Próximamente saldrán 2 nuevas obras.


J.E.L.V.

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miércoles, 25 de julio de 2012

EL RELATO DE HOY







CABALLO (*)

Por Antonio Dal Masetto



       Había andado una media hora arriba y abajo por el camino que faldeaba el cerro sin encontrarme con casas ni cruzarme con gente, hasta que al doblar una vez más vi un tipo muy gordo y pelado sentado sobre una roca.
         —Sigue el incendio —dije mirando el humo que cubría el cerro del otro lado del valle.
         —Baje la voz —me dijo el tipo.
         Señaló una cerca de troncos que bordeaba el camino y se perdía en las matas de rosa mosqueta. 
         —Es para que no venga el caballo —aclaró.
         —¿Qué caballo? —pregunté. 
      —Uno que está ahí. Le traigo manzanas todas las tardes. Pero no quiero que aparezca todavía.
         Me senté también yo, a un par de metros.
         —Ese incendio ya lleva una semana —dijo el tipo—. No lo pueden parar.
         —Da miedo.
         —Dan miedo, pero también son fascinantes.
         Arrancó un hilo de pasto, se lo puso entre los dientes y lo masticó. Siguió:
         —Vi muchos incendios de bosques. Nací y me crié en esta zona. El mejor lugar del mundo, no hay otro igual. Es difícil acostumbrarse a vivir en otra parte. ¿Usted es de por acá o está de paso?
         —De paso. Me voy esta noche. 
         —Yo volví al sur hace quince días —dijo—. Me moría de las ganas de llegar. Ya estábamos cerca y el tren paró unas cuatro horas. Un desperfecto.
         Arrojó el hilo de pasto y arrancó otro.   
         —Era de noche, me puse a caminar por las vías y vi las estrellas. Eran las mismas de antes. Estrellas enormes. Ahí sentí que estaba de vuelta. Me emocioné.
         —Es probable que hayamos venido en el mismo viaje. 
         —¿A usted también le tocó estar parado cuatro horas?
         —Y vi las estrellas.  
         —Enormes. 
         —Tal cual.
         —Lo primero que hice en cuanto llegué fue buscar la casa donde había vivido. La refaccionaron. Casi no la reconozco.
         —¿Habían pasado muchos años?
          —Muchos. Ya ni siquiera estaba la ventanita de atrás. Hubiese querido verla. A veces me preguntaba cómo había hecho para pasar un cuerpo como el mío por un agujero tan chico. 
         —¿Una ventana?
         —La ventanita por la que me escapé.
Hizo una pausa larga y se quedó mirando el suelo, pensativo. Empujó una piedra con la punta del zapato.
         —La policía. Errores de juventud. No vale la pena que le cuente esa historia.
         —No tiene por qué hacerlo.
     —Durante todo el tiempo que estuve lejos me imaginaba el regreso  y me veía cruzándome con gente que me reconocía y me señalaba. Así que me instalé en un hotel en las afueras del pueblo, sobre la ruta. Los primeros dos días sólo salí de noche. Después me fui animando. Terminé paseándome mañana y tarde por la calle principal y sentándome en todos los bares.
         —¿Y qué pasó?
         —Nadie me reconoció, nadie me señaló. Primero fue un alivio, pero después me desilusionó.
         Pateó otra piedra.
         —Al final, ¿sabe qué hice?
         —¿Qué hizo?
      —Empecé a caminar delante de la comisaría, por la misma vereda.
         —Y nada.
         —Nada de nada.
         —¿Hubiese preferido que la policía lo reconociese?
      —No sé qué decirle, pero me aguanté tantos años por temor a que me descubrieran y ahora vengo y nadie sabe quién soy. 
         Me miró fijo, esperaba un comentario. No se me ocurrió nada y asentí varias veces moviendo la cabeza. De nuevo pateó una piedra. 
         —Nadie con quien hablar. Nadie con quien recordar.
         —Entiendo.
         —La única compañía es un animal con el que vengo a pasar un par de horas todas las tardes. 
         —El caballo.
         —No lo nombre en voz alta.
         —Disculpe.
         —Eso es todo lo que encontré en mi regreso al sur. 
         —La verdad que no es mucho.
         —Usted lo dijo, no es mucho.
         —Pero algo es.
         —Sí, tiene razón, algo es. 
         —¿Un cigarrillo?
         Fumamos en silencio.
         —Me parece que voy a llamarlo —dijo el gordo. 
         Pero no se movió, no llamó. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre los muslos, se tomó la cabeza y permaneció así. Después de unos minutos giró hacia mí:    
         —¿Quiere llamarlo usted?
         —A mí no me conoce.
         —No importa.
         —¿Cómo hago?
         —Nómbrelo.
         —Caballo.
         —Más alto.
         —Caballo.
         El gordo metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y sacó cuatro manzanas verdes.
         —Tenga, dele una usted también. Es un buen caballo.
         Tomé la manzana y la froté en el pantalón. 
         —Ya viene —dijo el gordo.
        Pasó un rato largo sin que hubiera novedades.
         —Ya va a venir.
         Presté atención, pero no se oía más que el silencio. Me paré y me subí a la roca donde había estado sentado. De otro lado de la cerca, en el terreno en declive, sólo vi la extensión de arbustos bajos que temblaban un poco con el viento. Nada más que los arbustos.
        —Caballo —grité.
         Al fondo brillaba el río. Del otro lado, subiendo, el abanico de fuego seguía devorando el cerro y una gran nube de humo ensombrecía el cielo y se desplazaba lenta hacia el lago.






(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012

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