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lunes, 15 de abril de 2013

EL POEMA DE HOY



        Malditos poetas

                 Por Daniel Montoya




Cenizas del tiempo las horas pasadas
abono de la tierra por recuerdos habitada
lecho de semillas a futuras decisiones
fruto de aciertos o lágrimas de errores
amor que bebes de los labios
amor utopía de enamorados
incomprendido, mal usado
idolatrado, crucificado
lluvia de emociones calladas
canción de cuna de la madrugada
tu presencia gota a gota se eleva
ahogados en el último respiro pidiendo que llueva
entornos y adornos
del todo y la nada
trastorno que nombro
poesía en una palabra
significado que es uno
alguno o ninguno
arriero de letras
malditos poetas. 
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jueves, 11 de abril de 2013

EL CUENTO DE HOY








¿Quién de nosotros no es por
siempre jamás un extraño?
THOMAS WOLFE


                      Cada otoño


                      Por Luis Eduardo Ferrarassi (*)



Era otoño cuando sucedió y cada otoño, la historia se repite.


Otra vez soy testigo, el único que hay. 


La historia empieza así: me desperté y no sentí ningún sonido extraño. Al cabo de un momento, me di cuenta que no hay tráfico. No había ladridos. No había sonido artificial, sólo el que producía el viento.


Me levanté y me asomé por la ventana y no vi nadie. Parecía un domingo a la mañana. Había autos, pero ninguno avanzaba. Estaban inmóviles, pero encendidos.


Acudí al baño y me dirigí al súper a comprarme un paquete de yerba y unas galletitas dulces. Pero aunque el súper tenía las puertas abiertas y todavía se escuchaba la música por los altoparlantes (una canción de Cristian Castro) no había nadie. Ni clientes, ni cajeros, ni repositores, ni los guardias de seguridad. Nadie. Estaba solo. Siempre estoy solo.


Aunque sabía lo que estaba por hacer y su consecuencia, lo hice igual… más por hábito que por otra cosa. Miré hacia todos lados y exclamé: “¡Hola!” pero nadie respondió.


-¿Nadie trabaja hoy? –digo siempre en voz alta.


Ingresé al patio de compras, me dirigí por el pasillo que circunda las cajas hasta el fondo del súper y giré hacia la derecha para buscar ambas cosas, que están ubicadas en pasillos contiguos.


Avancé hacia las cajas y elegí una: normalmente es la del medio, la que dice Prioridad embarazadas (aunque eso nunca se cumplía) y tiene pegado un cartel que reza: ESTA CAJA NO OPERA CON MAESTRO. Puse los productos sobre la cinta transportadora, di la vuelta, me senté en la silla del cajero, pasé los productos por el scanner, dije el precio en voz alta, me levanté, tomé los productos y salí por la parte de atrás, la del estacionamiento.


Afuera, el viento y el fresco matinal de otoño me cubrió pero no todos los años es el mismo. A veces, hace más frío y otras veces hace más calor. A mi derecha vi el colegio Ladvocat cubierto de graffitis y propagandas de partidos políticos que ofrecían un cambio que ahora se me antoja gracioso. Divisé la cadena de autos estacionados con sus motores encendidos y vacíos. La parada de taxis estaba llena, pero no había clientes. Ni taxistas. Más allá estaba la plaza San Martín. Sus veredas y parques estaban llenos de hojas secas que nadie limpia y el pasto estaba tan largo que le tapaban las piernas a las estatuas. El viento se ha llevado las bolsas de nylon, los papeles y hojas y estaban estampados contra el alambrado del súper. Miré a la izquierda y observé el edificio donde vivo, la florería y el quiosco que abrió, pero que nadie atiende. 


Ese día tenía ganas de caminar, no de volver a mi casa. Dejé los productos en las escaleras del edificio donde vivo (sabía que estarían ahí cuando regresara) y caminé por Don Bosco hasta llegar a calle Tucumán. Aquel es un paisaje que he visto muchas veces, con exactitud, durante tres otoños. Un mismo día. Un solo habitante. Negocios, supermercados, autos, plata, ropa… todo para mí. Bajé por Tucumán hacia Roca y doblé a la izquierda. Pasé frente a la Comisaría Primera y esta vez entré. No había nadie en la guardia, ni en las oficinas, ni en una habitación grande y larga al fondo de un pasillo.


Hasta ese momento, todo, cada día del otoño es el mismo. Pero cuando iba recorriendo el pasillo por la mitad, escuché un ruido metálico. Me quedé inmóvil tratando de concentrarme en el sonido. Lo volví a sentir, esta vez, más fuerte. Luego se repitió. Volví sobre mis pasos y me encontré frente a una puerta grande y tosca con una ventanilla enrejada. Allí había un pasillo que daba a varias celdas y a un baño. Un aroma a Procenex me cubrió y me hizo acordar aquellos años cuando mi mamá desinfectaba el baño. Abrí la puerta, quitando los cerrojos, entré y avancé un par de pasos.


-¿Hay alguien ahí? –dijo una voz al fondo del pasillo.


Me negaba a creer que había otra persona en esta ciudad, pero ciertamente la había. La tenía frente a mí: era un hombre de pelo largo y barba. Me dijo que estaba encerrado desde hace tres otoños y que comió insectos, pan duro y que tomó su propia orina y cuando llovía, agua que se filtraba por un ventiluz.


Encontré la llave en la guardia, abrí la puerta y lo saqué. Lo llevé a mi casa, comió y durmió ahí toda la tarde. A la noche, salimos al súper y repetimos la historia, pero esta vez, el tipo se metió en mis actuaciones. Él se sentó en la caja, me cobró la mercadería y me dijo el precio. Al salir, él eligió el lugar que visitaríamos. Era un metiche. Lo odiaba. Quería volver a ser el único.


Esa noche volví a la Comisaría mientras él se daba un baño y revisando todo el edificio, encontré una escopeta. 


Le di un tiro en el pecho que dejó un hoyo grande como un melón y mucha sangre por toda la cama.

Limpié la casa y me sentí mejor cuando tiré el cuerpo por la ventana de la pieza hacia la calle.


                                                           -- 0 --



… Era otoño cuando sucedió y cada otoño, la historia se repite.


Otra vez soy testigo, el único que hay. La historia empieza así: me despierto sin sentir ningún sonido extraño. Al cabo de un momento, me doy cuenta que no hay tráfico. No hay ladridos. No hay sonido artificial, sólo el que produce el viento. Más tarde, camino hacia el súper, canturreo la canción de Cristian Castro, me llevo mercadería que luego dejo en la escalera del edificio donde vivo, camino por el centro hacia la Comisaría, libero a un hombre que estuvo encerrado durante tres otoños y que bebió su propia orina, lo llevo a mi casa, lo alimento, salgo a mis aventuras con él, me irrita su presencia, quiero ser el único y lo mato de un escopetazo.


Me doy cuenta que cada otoño puede ser diferente y todo depende de mí: el único habitante en esta ciudad.



(*) Escritor de Río Gallegos.
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lunes, 8 de abril de 2013

EL RELATO DE HOY






AGUA (*)


Por Antonio Dal Masetto




Basta ir a la cocina y en un día soleado abrir la canilla y llenar un vaso con agua y después mirar esa misma agua en la luz de la ventana para que la imaginación se dispare y emprenda una carrera demencial y nada sea igual que un minuto antes, porque ahora se está pensando que el agua del vaso viene de ese mismo río al que se puede descubrir cada mañana más allá de los mástiles de los barcos amarrados en las dársenas, desde aquella masa uniforme y monótona que casi no sufre cambios con las variaciones del cielo y las estaciones, y se medita acerca del largo y complejo proceso de depuración y de qué manera el agua, a través de innumerables e insospechadas cañerías, en el vientre de la ciudad, llega finalmente hasta ahí, a ese departamento, a la cocina de ese departamento, a la canilla que se acaba de abrir para saciar la sed, agua venida desde aquel río profundo y oscuro, agua cristalina ahora, límpida, transparente, agua pura a menos que una mente afiebrada, una memoria afiebrada, aun en la calma de un mediodía como éste, quiera cargarla de imágenes de horror, enturbiándola, ensuciándola, volviéndola súbitamente intolerable, imágenes, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices arrastrando pájaros de muerte en el aire del río, bultos arrojados al vacío, cosas vivas cayendo cayendo y después hundiéndose en el agua revuelta, hacia el fondo, hacia la oscuridad absoluta, hasta mezclarse abajo con el barro milenario, con desechos milenarios, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, allá en el agua del río, esa misma que ahora uno se dispone a beber para saciar la sed en la cocina de un departamento invadido por la tibieza de un día soleado y la música de la radio, agua clara, purificada, desinfectada, con su justa proporción de cloro, que llega con la misma facilidad y eficiencia a otras canillas, en edificios céntricos, en los suburbios, en casas, oficinas, conventillos, mansiones, hoteles, cárceles, hospitales, cementerios, canillas de plástico, canillas de oro, la misma que llena la pila bautismal de las iglesias, las piscinas para el deporte o el placer, la que lava la piel de los recién nacidos igual que la arrugada piel de los ancianos, la que acaricia a la adolescente detenida ante el espejo del baño orgullosa de su cuerpo en flor, la misma agua que acude a los miles de picos de las máquinas de café en todos los bares de la ciudad, la que alimenta macetas en ventanas y balcones y también algún nostálgico huerto de un inmigrante europeo en un barrio cualquiera, la misma que sirve para la cocción de los alimentos y para borrar la sangre de los asesinatos, tinieblas, zumbidos en la noche, bultos arrojados, cosas vivas cayendo, silencio, agua venida desde los misterios de las profundidades trayendo noticias de muerte, agua de múltiples usos, agua que sirve para lavar otros muertos en ciertas ceremonias fúnebres, agua limpia, agua incolora, insípida, inodora, uno de oxígeno y dos de hidrógeno, agua transparente, óptima e insustituible para la higiene, agua que alberga espantos, bultos, cosas vivas, cayendo cayendo, hundiéndose en el líquido oscuro, bajando bajando, perdidas, confundidas en el barro milenario, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la cordura, agua que brota en chorros triunfales en las fuentes de las plazas y es aprovechada a veces para conciertos acuáticos al anochecer, agua donde se bañan los gorriones, agua transparente, agua para las manos del cirujano, de la partera, del mecánico, de la maestra, del jugador de fútbol, del político, del policía, del comerciante, del artista, agua para lavar todas las manos, agua que ha perdido la inocencia, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices de anchas palas impulsando pájaros de muerte, bultos arrojados, cosas vivas cayendo y cayendo y hundiéndose, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, agua que trae nombres, agua mansa útil indispensable a la civilización, agua llegada hasta este vaso a través de complicados procesos de purificación y que ninguna purificación podrá jamás purificar del todo.


(*) de “El padre y otras historias”





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miércoles, 3 de abril de 2013

LA NOTA DE HOY





VERDES VALLES



Por Jorge Eduardo Lenard Vives




En 1939, Richard Llewellyn, en realidad Richard Daffyd Vivian Llewellyn Lloyd, basándose en los testimonios recogidos en la aldea minera galesa de Gilfach Goch, escribió su novela “¡Cuán verde era mi valle!”. El éxito logrado por la historia de la familia de Gwylym y Beth Morgan, hizo que dos años más tarde el director John Ford la llevara al cine en la famosa película homónima, ganadora de cinco premios Óscar. Según recuerdan los memoriosos, la cinta fue profusamente publicitada en Gaiman cuando se estrenó en las salas de este otro valle, que seguía (y sigue) siendo verde.
En una escena de la película, Huw, uno de los hijos del matrimonio Morgan, marca sobre un planisferio los diversos lugares del mundo donde se hallaban sus hermanos mayores; quienes habían abandonado el pueblo natal en busca de nuevos horizontes. Al unir los distantes puntos (Nueva Zelanda, Canadá, Estados Unidos y África del Sur), el dibujo forma un entramado que cubre el mapa; ante lo cual el niño dice a su madre: “tú eres la estrella que brilla sobre ellos desde esta casa, a través de los mares y los continentes”. Sin embargo, algo resulta extraño en la figura trazada; y es que Huw no señala en el mapamundi una región que para esos años – fines del siglo XIX – ya tenía una importante colonia galesa: la Patagonia.



Pero es que la vida y el escritor habían reservado esa porción del mundo para que el propio Huw desarrollase sus correrías. Al terminar “¡Cuán verde era mi valle!”, el hijo de los Morgan deja el pueblo sin mencionar su destino; misterio que se dilucida en la segunda parte de la saga, “Up into the singing Mountain” (1960). Huw emigra, por supuesto, a la Patagonia; sitio donde transcurre la novela en cuestión. Para tanto dan las aventuras de Huw en estos parajes australes, que Llewelyn escribe una tercera secuela: “Down where the moon is small” (1966), también enmarcada en el sur argentino. Finalmente, la obra que cierra la serie, “Green, green is my valley now” (1975), se ambienta de nuevo en Galés, cuando Huw vuelve de la Patagonia... a la cual piensa retornar, al terminar el libro, para pasar la luna de miel con su reciente esposa; quien desciende de galeses afincados en el Chubut.
Pero Llewellyn no pergeñó su novela a distancia. Su natural nómada lo trajo a nuestra zona al menos dos veces, para reunir información sobre el ámbito que albergaría sus historias. Por fortuna hubo un testigo presencial de ambas ocasiones: el escritor valletano Rubén Ferrari. En la primera oportunidad, que debió ser hacia 1953, trató en forma personal a Llewellyn. Según recuerda, era un hombre atildado y de baja estatura; estaba acompañado por Nona Sonstenby, su primera mujer. Así narra el momento: En Gaiman conocí brevemente a Llewellyn en los momentos en que él ingresaba con su esposa a “Plas y Coed” y yo me retiraba con unos parientes a quienes mi familia agasajó con un té. Entonces nos fue presentado por Dylis, la dueña de casa; y mi primo, que hablaba aceptablemente inglés, lo felicitó por la película "Cuán verde era mi Valle". Y luego, con "locus communis" que se utilizan a modo de convencionales despedidas, finalizó el conciso encuentro. Creo que su sombrero negro era del llamado tipo "hongo" y hacía juego con su traje del mismo color.



Años más tarde, en enero de 1956, Ferrari pasaba unos días de descanso en la hostería “Los Tepúes”, en el lago Futalaufquen, cuando halló a Mrs Nona Lloyd. De esta manera rememora la circunstancia: A su esposa (...), la encontramos en la sala de estar del lugar que mencionamos, acompañada por un hermoso perro y sentada cerca de un  bellísimo fogón. Mi amigo Bened Hughes, (...), entabló conversación con ella, en principio por el llamativo perro, y en esa breve charla se enteró que era la esposa de R. Llewellyn. Sólo sé que ella expresó que en ese momento se encontraba descansando (se supone que lo hacía en su dormitorio).
El episodio relatado en esta nota ofrece una doble lectura. Por un lado, muestra, una vez más, la presencia de la Patagonia en la Literatura mundial como motivo de inspiración. Por otro, habla de la reiterada visita de escritores de fuste a la zona. Lo primero será motivo de una investigación y un nuevo artículo, según lo sugirió hace un tiempo la poeta y periodista Sandra Pien. Lo segundo nos mueve a pensar en la necesidad de profundizar en el estudio del pasado regional, rico en anécdotas como la narrada.
Sin dudas, la Patagonia siempre atrajo la atención de los literatos de todas latitudes. Algunos, como Verne o Salgari, situaron sus obras en estos parajes sólo con la ayuda de la imaginación; otros, como Blasco Ibáñez y el mismo protagonista del artículo, frecuentaron el lugar sobre el cual escribieron. En ambos caso, el denominador común es esa fascinación extraña, que la historia y el paisaje humano y natural de nuestras tierras meridionales ejerce sobre los artistas que tienen la sensibilidad para percibirla y materializarla en sus creaciones.




Nota: mucho agradezco a mi estimado amigo (y excelente escritor) Rubén Ferrari, el haberme permitido citar su testimonio en esta nota. También quiero aclarar que no dejé los nombres de las novelas de Llewellyn en inglés por afectación, sino porque no encontré sus versiones en castellano... si es que existen.
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domingo, 31 de marzo de 2013

EL CUENTO DE HOY





SUEÑO BLANCO



Por Ángel Uranga (*)





     La mano emergió del sueño para apagar el reloj que comenzaba a sonar a la hora anormal por la que había sido puesto.
     Mientras se vestía intentó como al descuido recordar el sueño que lo había inquietado al despertar, pero esas fugaces imágenes huían hacia el olvido.
     Al salir se encontró con la noche abierta a un blanco resplandor. La intensa nevazón se desplomaba sobre una ciudad agazapada.
     Fue bajando por la calle desierta que terminaba en un mar adivinado. No sintió frío. Comprobaba, una vez más, aquello que “cuando nieva no hace frío”.
     Caminaba cuidándose de no resbalar por la pendiente escarchada. Solo, a las dos de la madrugada, recorrió las diez cuadras que lo separaban del taller bajo esa atmósfera que le producía un ánimo distinto.
     Mientras los copos, como luciérnagas, se arremolinaban alrededor de las luces de los postes, volvió a las imágenes del sueño que lo había turbado. Pese a la hora y a la obligación, iba de buen ánimo. Disfrutó del espectáculo silencioso y blanco de la ciudad resplandeciente.
     Al llegar al taller -un amplio galpón que guardaba el frío en las fosas y en el material de las herramientas-, hizo la rutina de siempre; extrajo del tablero amurado a la pared las llaves de la chata que tenía a su cargo.
     Alrededor de la estufa a todo gas algunos choferes hablaban con los mecánicos y otro cebaba mate.
     Ya en el patio donde estacionaban las chatas de transporte de personal, fue hasta la que le correspondía. Revisó el agua y el aceite, comprobó que tenía pantaneras, revisó el auxilio y la puso en marcha, así la dejó y fue a reunirse con los demás en torno a la estufa de hierro.
     El supervisor del personal se acercó con la planilla y le pasó el dato: “hoy te toca ir a buscar a Barrionuevo, el baterista que vive en tu barrio, ¿sabés donde es, no?”. Le contestó que sí, que no había problema.
     Se alegró para sus adentros, porque viajar a Pampa del Castillo implicaba que no tenía que ir hasta la terminal del Tres y de ahí hacer el recorrido por toda la ciudad recogiendo a la gente de YPF; y además, lo principal: volvería temprano a casa, especialmente en una noche como ésta.
     -Andá tranqui –insistió casi por obligación el jefe- que la subida debe estar brava. Me dicen los del turno noche que arriba, de ayer a la tarde está nevando sin parar.
     -¿A Barrionuevo y a quién más?
     -Ah si, también va Carrizo que vive en Las Flores, él espera en la esquina de El Pollo Dorado. Pero tenés tiempo –dijo consultando el reloj- así que, tranquilo nomás -Y fue a encontrarse con otro chofer.
     -Tomate unos mates que mal no te van a venir.
     Sonriente, uno de los mecánicos le ofrece un espumoso amargo.
     Hay un animado cruce de novedades y comentarios alrededor del radiante centro de calor donde los choferes se demoran.

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     Partió unos minutos antes previendo el estado en que se encontrarían los caminos. En la esquina de Alvear y Misiones esperó a Barrionuevo, un individuo flaco y abúlico, un soltero sin hijos, con parientes ausentes, si es que los tenía. Un hombre enviciado por el pucho, las trasnochadas de timba, la rutina, el alcohol y los fríos, y, por sobre todo, un hombre consumido de soledad. Contra lo que se podría creer, no vivía en la gamela para solteros como otros en igual situación sino que alquilaba una pieza en el barrio Pietrobelli. Lo vio acercarse sin el bolsito de la vianda. Cuando el tipo subió a la chata y cerró la puerta:
     -Vamos nomás -murmuró con voz seca y quebrada- Carrizo dice que está enfermo.
     Ya en la ruta manejó con las luces bajas para no encandilarse debido al reflejo de la nieve que le irritaba la vista provocándole una suerte de hipnosis. Una mala maniobra o que las ruedas mordieran los huellones escarchados sacándolo del camino, era para terminar en la banquina.
     Viajaron en silencio. El hermético pasajero era uno de esos sujetos cuya sola presencia lo ponía mal, un típico hincha pelotas que no dejaba de hacer sus comentarios estúpidos: “vaya más despacio”,”cuidado con esa curva”, “ojo que viene un camión”…
     Resiste en silencio los gratuitos comentarios como si se tratase de un ruido más, no sea que pierda el trabajo por golpear a un pobre infeliz. De yapa el calefactor de la gasolera no calienta, y el anémico quejándose de frío: “Estos contratistas nunca tienen los vehículos en condiciones, voy a elevar una nota al supervisor de ipefe para que lo multen”. Él, por su parte, se concentra en el camino. “En las condiciones que uno tiene que viajar, es una vergüenza”. Y ante el silencio que recibe por respuesta, el latoso opta por cruzarse de brazos y cerrar los ojos.

     Luego de una lenta y cautelosa trepada, acceden a la planicie de Pampa del Castillo donde el viento arrecia, la nieve se acumula en el parabrisa y la visión es una impenetrable cortina blanca. A su derecha, el amargado, acurrucado, cada tanto se estremece de frío.
     En la meseta, la tormenta de nieve y viento se hacía más persistente y una extraña penumbra, producida por las luces de baterías y pozos que las nubes bajas reflejan en lo alto. Es una luz difuminada por todas partes sin tener un origen definido.
     Al camino, cubierto totalmente de nieve, hay que adivinarlo. Cada tanto, en las depresiones se han formado lagunones con capas de escarcha que las ruedas quiebran con chasquidos de huesos rotos. Pensó en el sueño blanco. Fue en una de esas interminables lagunas congeladas que la chata se detuvo.
     Al bajar, un viento cortante lo estremeció. Abrió el capó e iluminándose con la linterna se dedicó a secar el distribuidor. Una vez terminada la operación volvió a ubicar el aparato. Intentó repetidas veces volver a poner el vehículo en marcha pero sin suerte.
     Mientras tanto, con los brazos cruzados y empacado el viejo misántropo no hacía más que protestar poniéndolo cada vez más nervioso: además del desperfecto, del frío, de la hora absurda, también había que aguantar a un imbécil. Tuvo irresistibles deseos de pegarle pero se contuvo. Y el viejo, que no era tonto hablará en tono amigable pero sin dejar de ordenar.
    -Vaya a buscar auxilio chango.
     -No hace falta que me lo diga -contestó con rabia mirándolo por sobre el hombro, y cerró furioso la puerta.
     Se acomodó el pasamontañas, y aliviado de alejarse de esa insoportable compañía -sintió que tosía dentro de la cabina-, encaró con más obstinación que ganas la tormenta.

     No podía tener una clara noción del tiempo que llevaba caminando, por momentos, la furia desbocada del viento blanco no le permitía abrir los ojos. La altura de la nieve dificultaba la marcha y sintió el cansancio. Comenzaban a dolerle las piernas, debido tal vez al peso de la ropa mojada, pensó.
     Al fin, de entre las pestañas cubiertas de hielo y la niebla que pretendía alzarse, alcanzó a divisar las luces de la batería. Se sorprendió que aparezca tan cerca cuando ya  se sentía desfallecer.

     Aterido y en pocas palabras explicó la situación a los dos recorredores que esperaban preparados el cambio de turno.
     En un breve espejo redondo colgado en la pared se cruzó con una figura de cejas y pestañas de hielo y barba totalmente nívea. 
     -¿Sabe cuántos grados está haciendo afuera, cumpita? veinticinco grados ¿qué le parece? Y usted tranco y pata por la pampa. –Comenta el operario mientras lo observa atento cómo se le disuelve el hielo de la cara.
     -No me quedaba otra.
     -Así que el viejo emperrado se quedó en la chata.
     -No quiso venir.
     -Seguro, si es más amargo que pedo de cuzco
     -Ese viejo no hace migas con nadie.
     Mientras llamaban por radio al Tordillo pidiendo un auxilio, recuperó el calor con un café negro en jarro de aluminio y aceptó un par de tortas fritas hechas por los bateristas.
     Hacia el mediodía la tormenta había amainado. A media tarde el auxilio llegó hasta el lugar donde estaba el vehículo que se encontraba cubierto de nieve.
     Les pareció extraño que Barrionuevo no salga de la cabina a recibirlos.
     -A que este viejo se quedó dormido de frío –aventuró alguien del grupo.
     -¿No se habrá ido? –dijo otro.
     -¡Adónde! –reprocha el que habló primero.
     Debido al hielo, costó algún esfuerzo abrir la puerta, cuando esto fue posible encontraron al tipo durmiendo para siempre.
     -El sueño blanco –dijo alguien.
     -Sí –contestó una voz

     El despertador sonó a esa hora inaudita por la que había sido puesto mientras de las frazadas emergía la mano que lo apagaba.





(*) José Angel Uranga, escritor comodorense. Entre su obra publicada se encuentra “Fragmentos de un Texto Inconcluso” (ensayo en torno a la obra del poeta Omar Terraza) (1997), “Desde la diferencia” (1997), “Vencedores y Vencidos. Cronología de las huelgas en Santa Cruz 1920-1921” (1998); y “El Eco de la Letra. Una genealogía patagónica”” (ensayo acerca de la escritura patagónica) (2001). De su obra de ficción se puede señalar, “Cuatro Relatos Patagónicos I”, “Cuatro Relatos Patagónicos II”, “Dos relatos patagónicos”; y “Diario Apócrifo de un Riflero (Chupat, 1885)” (novela histórica). Publicó, además, una gran cantidad de artículos periodísticos, en general de temática histórica, en diversos medios de prensa y páginas de Internet. Ha participado en numerosos encuentros de escritores y ferias del libro; y brindado diversas conferencias. Obtuvo varios reconocimientos por su tarea cultural.”

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