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martes, 5 de noviembre de 2013

LA NOTA DE HOY



KOSLOWSKY

Por Jorge Eduardo Lenard Vives





     En su nota “La Patagonia Polaca”, publicada en este blog tiempo atrás, Kayra Wicz recordó la figura del explorador y colonizador patagónico Julio Germán Koslowsky. Proveniente de la Europa Báltica, Koslowsky llegó muy joven a la Argentina. Debido a su aptitud para las ciencias naturales pronto se une al Museo de la Plata, que dirigía el Perito Moreno. En 1895 participa de una expedición a la Patagonia, durante la cual exploró la zona de Río Senguerr y alcanzó el extremo oeste del lago La Plata. Ya no podría apartarse de esos parajes.

     Tiempo después intenta ocupar con inmigrantes europeos el Valle Huemules. Fracasó: al cabo de dos años sólo habitan el lugar él y su familia. Se aboca a sus investigaciones. Luego de recibir en 1902 la visita de la Comisión de Límites, vuelve a la Capital. El primer centenario de la Patria lo encuentra de nuevo en el sur. El gobierno nacional le concede un extenso campo en la zona. Con el dinero de su venta compra la estancia “Monte Solo”, cerca de Lago Blanco; y se muda a Buenos Aires, donde prosigue su labor científica. Pero las desventuras económicas lo regresan a la Patagonia. Se instala en “Monte Solo”; paraje en el que muere en 1923.

     El pionero había quedado un tanto relegado en la historia patagónica. Fue el escritor, historiador e “historietista” Alejandro Aguado, quien lo rescata del olvido; en particular en dos de sus libros: “La colonización del oeste de la Patagonia central” y “El Viejo Oeste de la Patagonia”. Pero el autor de "Aventuras sobre rieles Patagónicos" y "Cañadón Lagarto”, no sólo recuperó en el papel al viejo poblador. Rastreó sus huellas en las inmediaciones de Lago Blanco,  halló el lugar donde había sido enterrado; y luego interesó a un grupo de científicos del Museo de La Plata para viajar a la región y colocar una placa recordatoria en su sepulcro.

     El comodorense también le dedica un artículo, escrito junto a Jorge Williams y publicado en la serie “Documentos Históricos” del Museo de La Plata. En ese texto se informa que el coautor escribió una breve biografía de Koslowsky hacia 1983 y que la Sociedad Herpetológica Argentina destinó un boletín a su memoria. Y se señala que el propio Koslowsky había escrito un libro en el que recordaba sus aventuras en la Patagonia; texto recobrado en la década del 40 por Federico Escalada, quien lo tiene en cuenta para su enjundioso estudio “El complejo Tehuelche”. Lamentablemente, la creación de Koslowsky se pierde en una mudanza.

     Así como Aguado le da una dimensión histórica, esta sencilla nota busca mostrar su presencia en la Literatura regional. Además de las obras ya mencionadas, su figura legendaria inspiró a Mónica Soave unas páginas de su libro “Rumbo 180”. En tono intimista, Mónica habla de la niñez de Koslowsky, sus primeras andanzas en el país; y, sobre todo, la epopeya que llevó adelante en la Patagonia, acompañado de su familia. Por ejemplo, con estas palabras:

     “Julio jamás recuerda al río Jura de su infancia porque tiene que juntar leña y cazar para comer, porque debe armar la carpa todas las noches, porque tiene que cuidar a sus pequeños hijos... No quiere que tengan hambre, ni sed, ni necesidades, ni recuerdos. Sólo tienen que mirar para adelante, como él, como siempre lo ha hecho y les ha enseñado, para adelante”.

     Otro escritor de ficción lo tomó como personaje. Se trata de Luis Gasulla, autor de dos novelas ambientada en la Patagonia: “Conquista salvaje” y “Culminación de Montoya”; esta última obra galardonada con el Premio Nadal en 1974. Pero aquí mencionaremos otro libro suyo, “Los frutos agrios”; un volumen de relatos de 1976 que incluye el cuento “Valle Huemules”. En él su protagonista, acompañado del guía Slápelizs, sigue los rastros de “Von K...”; un nombre que disimula al personaje mentado en esta nota. Sin embargo, Gasulla aclara muy bien a quien se refiere, ya que le dedica su narración. Al finalizar, lo recuerda así:

     “Hasta aquí sospecho que he venido pisando las invisibles huellas dejadas por un visionario enamorado de la naturaleza y que me rechazaría indignado porque, de alguna manera, no sólo aventaré el recuerdo de sus andanzas, sino también la espléndida majestad del paisaje que él amara tanto”.

     En la tumba de Valle Huemules, entre su hijo, amante suicida, y un peón asesinado en alguna tragedia sureña, descansa Koslowsky; un típico ejemplo del inmigrante que venía de esa Europa antigua de mudables fronteras. Había nacido en 1866 en Steinholm; localidad también llamada Akmensale, cercana a Riga. Era polaco; descendía de los que habían poblado la zona del Báltico entre los siglos XVI y XVIII, cuando pertenecía a la Mancomunidad Lituano-Polaca. Sin embargo, entró a la Argentina como ciudadano ruso; porque desde 1795, su lugar de nacimiento había pasado a formar parte del Imperio de los Zares. Es más tarde, luego de la primera Guerra Mundial, cuando ese territorio se transforma en un nuevo estado independiente: Letonia.

     Su lar natal, su alfa, es una tierra de bosques siempre verdes, de lagos y ríos; y montañas que se hunden en el mar. Su omega es una tierra brava, impetuosa, donde el viento sopla y doblega los coirones que al ondular platean el suelo; ese mismo viento que habrá soplado cuando el valiente colono pisó por primera vez el valle que en algún momento llevó su nombre.

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viernes, 1 de noviembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




EL PERDÓN


Por Fernando Nelson (*)



            En otro momento lo que hizo Jesús María me hubiera tenido sin cuidado, pero haberme desatendido entonces, justo después de mi operación, no era cosa de perdonar. Y como si fuera poco, tuve que soportarle siempre los amigos, el bar, los juegos de cartas, la quiniela de cada día, y eso sin contar que todavía pudo haber otra mujer ¿por qué no? y yo haciendo el papel de estúpida en casa, sola y tratando de mantener todo en orden, tratando de que tuviera la ropa limpia y un plato caliente para cuando el señor se decidía a volver. Así y todo a lo mejor hubiera seguido soportándolo un tiempo más, de no haber sido que él insistía tanto con el juego y sin buscar trabajo, obligándome al laburo ingrato de florista en el Cementerio del Norte. ¿Cuántas veces le pregunté cuándo iba a cambiar, cuándo iba a dejar de salir a la vereda con ese aspecto de ciruja con el cigarro pegado a los labios, dejando pasar lastimosamente la vida?
Si por lo menos hubiera hecho algunas changas o hubiera salido a robar, pero ni para eso servía. Y así se iba consumiendo nuestra vida opaca y sin ilusiones en esta ciudad que no tenía más que un hueco miserable para nosotros.
De modo que mis esperanzas se fueron muriendo, y por el suelo quedaron las promesas de Jesús María, las promesas de mudarnos al Barrio Parque a una casa grande rodeada de verjas de hierro, con el pasto cortado, con chicos corriendo por el patio, pero para qué chicos, si apenas nos alcanzó siempre para sobrevivir los dos. Ya sé que su forma de ser fue la que terminó por matar esas ilusiones: por eso al final me cansé; me cansé de esconderme en mi propio silencio, de pasar tantas horas en la vereda del cementerio, un poco para hacer dinero, para qué negar, pero también para estar lejos de un fracasado al que ya no soportaba ni quería ver.
¿En qué momento tuve la idea de sacarlo de encima? No lo sé. Sólo recuerdo que de inmediato conseguí el sobre con veneno para ir poniéndoselo de a poquito y cada  tanto en los almuerzos. Y pienso que todo hubiera andado bien, de no haber sido que al tarado de Jesús María lo atropelló aquella moto, y sin que yo lo hubiera esperado, en el hospital hallaron cosas extrañas en su sangre, y entonces vino aquello de los policías molestando hasta en el puesto de flores, y después el mal trato, los dedos manchados con esa tinta que no sale ni frotando, la foto con el número en el pecho, y esos trámites odiosos que nunca pensé que tendría que hacer.
 Recuerdo al oficial flaquito de bigotes grandes, golpeando casi con bronca la máquina de escribir, llenando con datos un informe que diría más o menos que la detenida, de nombre Elisa Agustina Peralta, de nacionalidad argentina, casada, sin instrucción, de treinta y nueve años de edad, ojos marrones, piel trigueña, nariz mediana, pelo castaño largo y oscuro, señas particulares visibles ninguna, bien parecida y de un metro con setenta y dos centímetros, de oficio florista y ama de casa, con antecedentes de violación a los once, ha intentado envenenar a su marido en la finca que ambos ocupan en la calle Alberdi 961 del barrio 9 de Julio, y habiendo sido descubierta por accidente, etcétera, etcétera, hasta que los papeles pasaron al juez y terminé con una condena de seis años que se trató de una injusticia total, ya que el señorito se curó en cuestión de pocas semanas.
 ¿Alguien puede explicar una cosa así?
 Pero todo llega y todo pasa: al cumplir los cuatro años de encierro, llegó la carta de Jesús María diciendo que sabía que yo iba a salir por buena conducta, y el día que me soltaron no pude creer que él estuviera esperando en la vereda, perfumado y sonriente el hombre, como si nada hubiera pasado, pagando un taxi igual que si fuéramos novios, con una caja de bombones y queriendo convencerme de que las cosas iban a ser distintas a partir de ese día, ansioso por mostrarme el hogar que él había cuidado con su mayor devoción, contándome de un buen trabajo que estaba a punto de conseguir, y yo debí parecerle una mujer de confianza porque a los pocos días, cuando empecé a ponerle otra vez el veneno en la comida –esta vez en proporciones mayores– él seguía con la ilusión de un cambio total en nuestras vidas, justo él, Jesús María, que nunca sirvió para nada.




(*) Escritor chubutense, radicado en Puan, provincia de Buenos Aires. Este cuento es de su libro “Carta encontrada en Plaza Irlanda”.


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martes, 29 de octubre de 2013

EL CUENTO DE HOY




Por Crhistian Porma (*)



             114. Habían allí tres guitarras idénticas hasta en lo más íntimo de su esencia de ser guitarras, iguales en medida, peso, sonoridad, color y acabado. Reunidas contiguamente sobre una misma pared, se las llamaba, para poder diferenciarlas, la guitarra de la izquierda, la guitarra del centro y la guitarra de la derecha, el criterio identitario era simple y efectivo y para evitar que algún amoral las cambiase de lugar furtivamente, se les asignó un guardia que velaba, no por las guitarras en sí, sino por la posición de las mismas, luego, ante la posibilidad de que el guardia traicionara su custodia, se optó por emplear tres guardianes vitalicios, a los que por cuestiones operativas se les asignó también designaciones toponímicas, llamándoselos el guardián de la derecha, el guardián del centro y el guardián de la izquierda, en tal orden. 

            De la topología de las guitarras comenzó pronto a surgir una dimensión ética, que se fue fijando ayudada por la intransigencia posicional de los instrumentos. La guitarra de la derecha era la guitarra permitida, la cual se podía tocar, hablar y ejecutar un número de piezas indeterminadas. La guitarra de la izquierda era la guitarra prohibida, la cual no se podía tocar, no estaba permitido hablar de ella ni ejecutar un número piezas indeterminadas, y la guitarra del centro era simplemente la guitarra, sobre ella no estaba permitido ni prohibido nada explícitamente, se podía y no se podía tocar, se podía y no se podía hablar de ella y ejecutar un número de piezas indeterminadas. Los guardianes de la posición cumplían cabalmente sus deberes y no interferían en las disposiciones morales de las guitarras.

           Velar por la posición de los instrumentos era cuestión vital, ya que al ser idénticas ontológicamente, un cambio de lugar, intencional o no, de cualquiera de los instrumentos, resultaría fatal para el acto identificatorio en sí mismo, lo cual si ocurriese desacomodaría todas las relaciones de causalidad entre las guitarras, de causa y efecto, de universalidad y necesariedad mismas, de ellas, y por extensión, del universo entero, ya que la razón suficiente dependía de la determinación y determinabilidad de todos los entes y de que la relación que mantuvieran entre ellos fuera eminentemente necesaria. El universo, en esencia idéntico a sí mismo, dependía vilmente para serlo de la posición de las guitarras -situación que con el uso de los guardianes se mantenía controlada-.

            Por supuesto la situación moral de las guitarras generaba debate y controversia, se opinaba que sobre la guitarra permitida operaban sinnúmero de interdicciones sutiles, que sobre la prohibida estaba permitido sin embargo no tocarla, estaba permitido no hablar de ella y estaba permitido también no ejecutar un número indeterminado de piezas, exigían los unos que se prohibieran también estas acciones, pues comprendían que una acción por omisión era un acto, los otros a su vez exigían que se mantuvieran tales prohibiciones como estaban, éste era un debate interminable y sutil, estaban por supuesto los aquellos y los cuales, quienes abogaban por poder tocarla y estaban esos que no emitían opiniones al respecto por considerarlas inconfesables. Sobre la guitarra de la izquierda, se exigían prohibiciones, ya que la consideraban inmoral, y de un grado de libertinaje intolerable al respecto de lo que estaba permitido hacer con ella.

            Sobre la guitarra del centro los debates eran desesperados, desesperantes y desesperanzadores. Sobre ella sabemos ya que estaba todo permitido implícitamente y también que estaba todo prohibido con la misma implicitación, su ambigüedad llevaba los términos del debate a pensar en la misma posibilidad de la ambivalencia de la posición de la guitarra, momento único en el que intervenía el guardián del centro a declarar sobre la posición central de la guitarra del centro, reafirmando que su centralidad topográfica y su designación toponímica consecuente eran tales, salvaguardando así el orden causalístico universal.      

            Se argüía en los debates que si la posición central de la guitarra del centro fuera ambigua daría lugar a contradicciones inmanentes topográficas y por ende la legitimidad de la toponimia se encontraría en serios problemas y por extensión la de la izquierda y la de la derecha, ya que sugerían los eruditos que al no haber centro o ser el centro ambiguo o peor aún ambivalente, sería contradictorio que existiesen topografías tales como la izquierda y la derecha que exigían un centro necesario, inmanente y razón suficiente de las otras dos topografías. Al ser las guitarras idénticas, y al ser su toponimia puesta en cuestión, comenzó a surgir una ambivalencia de la identidad, ya que si se infería que la disposición de las guitarras comprendía la parte topográfica del ser, y éste era ambiguo, se supondría entonces que las guitarras podrían ser y no ser al mismo tiempo, el centro ser oscilante, al punto de poder quedar en potencia a la izquierda de la derecha y a la derecha de la izquierda, o peor, a la derecha de la derecha y a la izquierda de la izquierda. 


(*) Escritor de Trelew.




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viernes, 25 de octubre de 2013

PRESENTACIÓN DE UNA NUEVA OBRA LITERARIA

"TIEMPO DE ESPERA"(*)

   (Novela)

Olga Starzak




     Conocida hasta hoy por su destreza literaria en el ámbito del cuento –lleva ya publicados tres volúmenes: “En el umbral de los encuentros”, “Estigmas” y “El lenguaje del silencio”–, con la llegada de “Tiempo de espera” Olga Starzak ha iniciado una promisoria incursión en la novelística, género que, como bien sabemos, presenta nuevos desafíos.

     Ya Cortázar  solía decir, haciendo una suerte de metáfora boxística, que mientras la novela podía ganar por puntos, el cuento siempre debe ganar por nocaut. Podríamos agregar que el cuento es algo así como arrojarse a nadar en un río profundo pero angosto, donde tenemos  muy cerca la otra orilla (es decir, el desenlace); acometer la escritura de una novela, en cambio, es como lanzarse al cruce del Canal de la Mancha en aguas agitadas, sin divisar siquiera la costa opuesta; y además, nunca sabemos muy bien qué puede suceder a mitad del cruce.

      Quizás algo así  pudo haberle sucedido a Olga cuando afrontó la decisión de escribir esta historia. Porque no es una trama simple, ni breve, ni lineal. Contiene varias vidas entrecruzadas, y nos narra lo que sucede en la mente y en el corazón de cada uno de los personajes involucrados. Personajes casi siempre ligados por el afecto, a veces también por una misma vocación profesional, y en ciertos casos, tan solo por lazos familiares. Pero lo cierto es que todos ellos tienen una fuerte incidencia en los hechos que se van sucediendo a lo largo de su desarrollo.



     Solemos hablar del “argumento” de una novela en alusión a lo que es su eje central. Si nos atuviéramos a ese esquema tal vez, simplificando, diríamos que “Tiempo de espera” es la historia de una investigación médica. Sin embargo es mucho más que eso. Para comenzar, el título nos revela una circunstancia que signará toda la trama: nos menciona una “espera”. Seguramente todos hemos experimentado muchas esperas en nuestra vida, y por tanto sabemos bien cuáles son las sensaciones que las signan: incertidumbre, impaciencia, ansiedad. No en vano suele decirse: “el que espera, desespera”…

     De manera que ya contamos con dos datos; hay una investigación médica y una espera, que además imaginamos prolongada, porque el título también menciona un “tiempo”. Con esto en claro, podemos deducir sin equivocarnos que lo que se nos va a contar es todo lo que sucederá en ese lapso temporal.

     Y lo que sucede, en rigor, son las peripecias que protagonizan dos investigadores médicos, padre e hija, ambos empeñados en buscar una solución para una nueva enfermedad que provoca graves daños neurológicos en los pacientes.

     Claro está que la historia de esta lucha profesional, con todos sus altibajos, está fuertemente conectada con sus propias historias personales. Las miradas que tienen los protagonistas acerca del mundo y de la vida están teñidas por las marcas que ellos mismos sobrellevan; por lo que les ha sucedido como hijos, como padres, por las frustraciones de pareja, por los miedos y las inseguridades que provocan ciertas situaciones traumáticas. Aquí es donde la autora pone en juego todo su oficio, sus recursos de titiritera, para relatarnos, entre otras cosas, todo el proceso que debe atravesar un joven patagónico para convertirse en un científico de prestigio mundial.

     Es que esta obra, como las cajas chinas, contiene en su interior muchas otras historias donde se ven reflejados aspectos que a nosotros, como argentinos y patagónicos, como descendientes de inmigrantes, nos resultarán muy familiares. Así veremos reflejadas en estas páginas, por ejemplo, las vicisitudes propias de la migración y el desarraigo.

     También encontraremos en ella las oportunas pinceladas que condimentan las vidas de los protagonistas. Porque un médico puede ser, además y al propio tiempo, un padre, un hijo, un forastero desarraigado, un esposo, un amante; con todas las emociones, alegrías y complicaciones que estos roles implican. Empleando su particular manera de narrar, la autora consigue que el lector conozca,  disfrute y, en ciertos momentos, también los “com-padezca” –es decir, padezca a la par de los personajes todas las incidencias de estas vidas tan intensas.

     Otro de los visibles méritos de esta obra es la variedad de escenarios donde transcurren las vidas de los protagonistas en distintos momentos de la historia. Desde la etapa juvenil en territorio patagónico, con episodios ambientados en la costa de Madryn, en el interior profundo de la meseta o a orillas de los lagos cordilleranos, hasta los que se desarrollan en la complejidad de los claustros académicos y científicos estadounidenses, donde Octavio Linares, por sus propios méritos, ha llegado para capacitarse en la especialidad médica elegida: la neurología.

     Dijimos ya que “Tiempo de espera” es la historia de una investigación médica compleja. Tras recorrer sus páginas, el lector seguramente habrá de preguntarse además cuánto trabajo de investigación previa hubo en la trastienda de esta obra. Es que la autora logra un efecto sorprendente al exponer, a través de las voces de los profesionales médicos, los aspectos científicos, técnicos y prácticos que deben afrontar los protagonistas.

     Esta reseña no puede sino concluir con lo que  es el punto crucial de la novela, el nudo que nos tendrá en vilo hasta el final. Se trata de un gran dilema ético. ¿Qué sucede cuando un profesional médico encuentra una grave oposición entre las reglas de la ciencia y los mandatos de su corazón? ¿Qué puede ocurrir cuando los sentimientos irrumpen y tratan de imponerse, frente a las exigencias protocolares del acto médico? Este es el verdadero plato fuerte de la historia que Olga ha decidido servirle al lector sobre las últimas páginas, con notable maestría.


     Ya se ha contado lo suficiente. El resto sería revelar detalles apasionantes de una novela que, a no dudarlo, muchos estarán deseando disfrutar en forma personal y completa, en la intimidad de ese acto tan placentero que nos prodiga la lectura.

C.D.F.



(*) Editorial Dunken, Bs. As., 2013 - Esta obra fue presentada el 18 de octubre de 2013 en el auditorio del Museo Paleontológico Egidio Feruglio (MEF) - Trelew, Chubut, ante un nutrido público.
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lunes, 21 de octubre de 2013

EL CUENTO DE HOY



 


                DE PADRE A PADRE


                        Por María Adelina Galíndez Hughes (*)




         La cruz llora lágrimas empolvadas esta tarde en el paraje Los Altares.

         Abajo, un pato solitario, baqueano de la bandada, aletea sobre el río Chubut. La lluvia lava las rocas multicolores horadadas por el viento milenario con mensajes indescifrable.
 
         El rancho, una isla en la meseta.

         De allí sale envuelto en su poncho Don José, descendiente de los mapuches que desde siempre habitan esa región.

         Unas pocas ovejas recorren el erosionado suelo, al compás de las gotas entre neneos y jarillas.

         Arriba del techo, Francisco, su hijo, trata de colocar mejor las chapas, las gotas que se filtran han formado charcos en el piso.

     - ¡M´hijo! Tenga cuidado, se puede caer – grita Don José.

     - Viejo, déjeme de jorobar que tengo que terminar antes que oscurezca más.

     - M´hijo, las chapas están viejas y con este aguacero se ponen “refalosas”, bájese de ahí.

     - Viejo, vaya para adentro y dígale a la Elena que prepare unos mates, ya bajo.

     - M´hijo, hágame caso, tengo miedo de que le pase algo...

     - Mire viejo, váyase y no mire.

     Don José, cabizbajo, entra al rancho. Al rato, sale de la mano del nieto de tres años. Sin hablar lo sube por la escalera y cuando el niño está por la mitad le dice a su hijo:

    - Francisco, dale la mano al Josecito así te ayuda.

    - ¡Viejo, qué hace! ¿No ve que el chico se puede caer y lastimar? ¡Bájelo enseguida!

     - M´hijo, baje usted y yo me llevo al chico, porque ese miedo que siente usted por su hijo es el que siento yo por usted.

      Francisco toma sus herramientas y con una sonrisa comienza a bajar por la escalera.





(*) Escritora nacida en Esquel, radicada actualmente en Buenos Aires. Docente. Es autora de la novela “Cara al Viento”; y coautora de “Rescate: biografías de maestros Patagónicos” y de las antologías “Desde el Chubut I”, “Desde el Chubut II” y “Desde las postas del viento”. Ha recibido premios provinciales, nacionales y latinoamericanos. Coordinó diversos talleres literarios y actuó como jurado de concursos de letras en varias ocasiones. Este cuento pertenece a su libro “Código de Silencio” (Bs As, Abarcar Ediciones, 2013), recientemente publicado.

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