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jueves, 6 de marzo de 2014

LA NOTA DE HOY





LA MESETA DE SOMUNCURÁ


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




      Escuché hablar por primera vez de la meseta de Somuncurá en mi niñez. Su eufónico nombre evocaba la imagen de una región inexplorada, aislada y solitaria, en la que aún se podía avistar alguna tropilla de caballos salvajes. Es decir, un lugar misterioso, apto para la aventura y el ensueño. Ya adolescente le dediqué algún cuento y unos versos, de esos que es mejor olvidar:

     Tan sólo la huella de una tropa de caballos salvajes
     sobre la nieve que amontona el crudo invierno.
     Perdida meseta, apenas un nombre
     para nombrar un pedazo de desierto.

    Buscando las citas sobre la meseta en la Literatura en serio, leí “Viaje al río Chubut”, el diario de Georges Claraz, de quien se decía que la había atravesado hacia 1865. Sin embargo, no hallé el término “Somuncurá” en su obra. Supe de su marcha sobre el erial, gracias al estudio preliminar de Rodolfo Casamiquela, que permite seguir el derrotero del sabio suizo cuando encara “La subida”, pasa cerca de “La vieja” y arriba a “Yamnago”. El propio Claraz da un indicio preciso, ya que advierte que la “sierra” a la que asciende se denomina, en la armoniosa lengua guenenaken, Tesche Huelusch (“piedra sonora”).

      Repasé luego el libro de George Musters, otro del que se comentaba que, en 1869, había recorrido la planada. Tampoco nomina ”Somuncurá” al lugar; colegimos que ronda sus cercanías pues menciona los parajes de Maquinchao, Treneta y Valcheta. Por último, conocedor de que el Perito Moreno tomó tales rumbos a fines del siglo XIX, consulté las “Reminiscencias” recopiladas por su hijo, sus “Apuntes preliminares” y el “Viaje a la Patagonia Austral”. No encontré señal de que el erudito designase a la meseta de tal manera. Pero se advierten de nuevo los sitios próximos que jalonan su presencia: Maquinchao, Treneta...

     Quien sí la llama Somuncurá es Rodolfo Casamiquela, topónimo que traduce del mapuche como “piedra que suena”. Posiblemente también usa ese nombre el maestro Tomás Harrington; si bien no me consta, ya que accedí a una mínima parte de su bibliografía. Ambos investigaron el tema a partir de la primera mitad del siglo XX; sus informantes fueron más modernos.

      En todos esos casos, la meseta fue objeto de la escritura documental. Cuando la Literatura comienza a tomar vuelo en la región, la poesía y la narrativa empiezan a interesarse por la recóndita zona. Por ejemplo, ese gran poeta que fue Julio Sodero le dedicó unas estrofas en su obra “Somuncurá”:

Aquí yace la libertad inconclusa.
La página que el tiempo inmola
con sus vestidos de mariposa.
...
Aquí en Somuncurá.
Yacen las primeras fundaciones  del olvido
de la muerte.

     Pero, sin dudas, quien le ha cantado en toda su magnitud, es el reconocido escritor valchetense Jorge Castañeda, indiscutible “bardo de Somuncurá”; que desde su ciudad al pie de la planicie, la invoca en su prosa y en su lírica. Tal el caso de la crónica “El reino mesetario”:

    “Alturas de la meseta de Somuncurá.  Horizonte sin mengua donde hasta la confianza se arruta como el trote desconfiado del caballo. Los viejos hábitos de bajar los cueros, de hablar poco, de escuchar la voz de uno mismo y de conversar con el silencio en los corrales de pirca, en la hilacha de la chivada, en el filo cortante del cuchillo, en la piel del colorado recién estaqueado. (...). Meseta de Somuncurá. Alta, fuerte, dilatada, agreste, tutelar. Tan vieja como la edad del continente. Tan nuestra como el aire que respiramos.”

      ¡Excelente descripción del escenario cuya esencia el autor, con su habitual sensibilidad artística, supo captar! La refleja de igual manera en su poema “La meseta de Somuncurá”:

     Arriba todo es silencio
     Azulando las lagunas.
     Toda de coirón y charcao
     Meseta de Somuncura.


     Mentar la meseta de Somuncurá, sugiere la atractiva posibilidad de que existan enigmas aún por develar en nuestro prosaico mundo. Pese a que actualmente una aplicación de internet, que se empeña en vulnerar todo arcano, permite verla en su amplia extensión; queda la esperanza de que oculte todavía algún secreto que el indiscreto satélite no pueda develar. Como sea, la tecnología –invención humana– no superará nunca la imaginación, incorporada ab origene a nuestra naturaleza. Y menos podrá aventajar a la inspiración y a la fantasía del artista.
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lunes, 3 de marzo de 2014

EL POEMA DE HOY




Ciudad sin nombre

Por Ramón Minieri (*)




será esto
ciudad

una casita y otra
lentejuelas
iguales en la noche.

cada una 
su lámpara su perro
su nombre como un dije

será esto

una y otra
callecita
damero
sin azares ni premios

aquí un cerro
me dicen
allí hubo una laguna
y no les creo

en los aparadores
barcos fetales
en botellas

caracolas negadas
a la ola y al viento
perdidas
en su propio laberinto

será esto
ciudad




(*) Escritor de Río Colorado. De su poemario “Libro de ciudades” (2009).


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martes, 25 de febrero de 2014

EL CUENTO DE HOY





EL RELOJ

Por Luis Ferrarassi (*)



El reloj me lo regaló mi abuela. Ella lo heredó de su padre. Él de su tía y a su vez ella de su abuelo que vivía en un rincón desolado de la comuna de Valenza, en Italia, de donde provienen mis raíces. Después de esa generación, nadie sabe precisar de dónde provino aquel reloj.
Mi abuela me dijo que en mi caso, era conveniente saltear una generación porque simplemente, no había nadie más en la familia merecedor de aquel artilugio.
No era gran cosa. Era una baratija oxidada, con su tapa ondulada por algún golpe que no permitía que se cerrara; tenía un cristal grueso, raspado y opaco, la cadena estaba oxidada también y con el paso de los años había perdido varios eslabones. Noté que le faltaba la manivela para darle cuerda y hacerlo andar. Pero mi abuela me dijo que no debía preocuparme por eso, que el reloj no necesitaba que le dieran cuerda. Aún así, la hora la marcaba con exactitud.
-Me voy a dormir, hijo. Nos estamos viendo mañana para unos mates dijo y se fue por el pasillo hacia su habitación.
Como si aquel obsequio fuera una especie de augurio, mi abuela falleció al día siguiente. Como era la única abuela que había podido conocer, ya que los otros habían fallecido en Italia, me dolió mucho su muerte. Teníamos una afinidad única, nos conectábamos muy bien y habíamos pasado muchos años haciéndonos compañía, fumando y jugando a las cartas.
Durante el velorio, no soporté lo morboso que se vuelve la pérdida de un ser tan querido y me fui al baño para poder llorar tranquilo y estar solo. Cuando me calmé, abrí el grifo y me lavé la cara. A través del silencio del lugar, pude escuchar que en el bolsillo de mi camisa vibraba el segundero del reloj. El sonido acompasado y eternamente regular me tranquilizó. Pero luego, noté que los tic-tacs cada vez se espaciaban más uno de otro. Al parecer, después todo, sí debí preocuparme por la manivela faltante de la cuerda.
Lo saqué y lo miré. Mientras pensaba que debía llevarlo al relojero para que lo arreglara, el segundero seguía avanzando lentamente, en sus pequeños engranajes, escuché que el agua que corría del grifo dejó de producir ese sonido susurrante. Desvié la mirada y vi que el agua caía como en cámara lenta.
Me quedé mirando sin poder creer lo que mis ojos evidenciaban. Me froté los ojos, pensando que aquello era una visión de mis ojos lacrimosos o bien una treta de mi mente adormilada. Pero de hecho, el agua caía en cámara lenta. Cuando el reloj se detuvo de golpe, el agua lo hizo también. Aquello parecía una foto.
Los susurros que había escuchado de fondo, ya no se escuchaban. Salí del baño y observé que la sala velatoria parecía el hall de un museo que exponía una dramatización de un velorio. Pero estaban mis seres queridos. Mi mamá estaba a un costado hablando con mi tía, ambas congeladas en sus gestos. Mi papá se frotaba los ojos con sus manos, secándose las lágrimas.
Todos, todos en la sala parecían estatuas de cera.
El tiempo se había detenido. El reloj, de algún modo, había tenido algo que ver con eso. Entonces me pregunté por qué mi abuela me había dicho que el reloj no necesitaba que le dieran cuerda. ¿Qué clase de reloj era? ¿Acaso el reloj se detenía, congelando el tiempo a mi alrededor y volvía a comenzar cuando quería? Miré el reloj en mi mano y sentí que aquel debía ser tanto un tesoro familiar, como un secreto. Me pregunté las cosas que podría hacer con él, con el tiempo detenido.
Entonces, me acerqué al féretro de mi abuela para contemplarla. Pero no estaba ahí.
Contuve la respiración y hasta la sangre que fluía por mis venas parecía también detenerse. La imagen inexplicable del cajón vacío hizo que me corriera un frío helado por mi columna hasta llegar a la base de mi nuca.
-Hola hijo dijo una voz en medio del silencio.
Me giré y era mi abuela. Las piernas me temblaron y la vista se me nubló.
- Antes que arranque de nuevo el reloj, ¿nos tomamos unos amargos?




(*) Escritor de Río Gallegos
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sábado, 22 de febrero de 2014

LA NOTA DE HOY




EL EROTISMO EN LA LITERATURA

Por Olga Starzak





En principio me urge preguntarme si voy a referirme a la Literatura Erótica o al Erotismo en la Literatura. Con cierta reticencia observo con qué vacuidad se suman géneros o subgéneros literarios a los formalmente establecidos. Hay quienes creen que para ello basta con que un determinado tema conlleve suficientes seguidores. ¿Estaría bien hablar, entonces, del género erótico? ¿O es este tópico agible de incorporar dentro del género narrativo? Tal vez esta sea una cuestión de debate o intercambio a suscitarse en este u otros espacios. Ahora  me insta referirme a los textos eróticos y su ascendencia en la sociedad lectora.
Sabido es que desde años remotos, de una y muchas formas, narradores anónimos y bien conocidos, se han expresado sobre esta temática. No es casual: el erotismo y el sexo son asociados indisolubles, como lo es el sexo del placer, el placer del goce, el goce del disfrute, y permítanme decirlo, el disfrute de lo prohibido y por consecuencia del  tabú.
Antes de continuar con esta reflexión quiero dejar resuelta la disimilitud entre erotismo y pornografía. El primero de los términos proviene de la palabra ρως en la lengua griega antigua y está vinculado a la atracción sexual, el placer y la fertilidad; el segundo responde a toda expresión gráfica que incite a las relaciones sexuales y deriva del vocablo pórnē  que significa “prostituta”. Estos escritos son explícitos y encierran, en la mayoría de los casos, lo obsceno y la lascivia; pueden incluir  sumisión y  esclavitud sexual.
Aunque los límites entre una y otra son muchas veces discutibles, volvamos a lo que entiendo como literatura erótica
Los libros que narran acciones eróticas se caracterizan por un lenguaje estético, sugerente y atractivo que, aunque carezcan de giros netamente literarios, poseen una trama envolvente que invita a la imaginación e incita a la fantasía sexual. Aún así, o tal vez por eso, no siempre estuvieron (o están) a la vista en los anaqueles de las bibliotecas, y  hasta hayan permanecido en la clandestinidad o rescatados del fuego. Sin embargo son parte de la Literatura Universal y prueba de ellos es que autores del talento de James Joyce (en Cartas de amor a Nora Barnacle) desnuda un perfil lujurioso del que sus propios descendientes se avergonzaron. O Mark Twain que en el año 1901, en forma anónima, publicó libros considerados pecaminosos. También se le adjudican obras de esta índole a Oscar Wilde: Teleny, con una trama gay, fue objeto de censura durante muchísimos años.
Vladimir Nabokov saltó a la fama con su obra Lolita, Henry Miller se animó con Trópico de Cáncer, John Updike escribió Corre, conejo, Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala, Marguerite Duras, El amante...
Fue la francesa Anais Nin la pionera de esta temática literaria, abordando aspectos como el incesto, el lesbianismo y el voyeurismo. Sus trabajos fueron recopilados en Delta del Venus.
No olvidemos Memorias de una princesa rusa, de autor anónimo, Historias de O. de Pauline Réage  y El amante de Lady Chatterley de D.H. Laurence.
Últimamente, y con millonarias ventas, apareció inundando las librerías la trilogía de E.L. James: Cincuentas sombras, también Pídeme lo que quieras de Megan Marwell y No te escondo nada de Sylvia Day.
La lista arriba mencionada es sólo una muestra de que el erotismo es materia fundamental en la literatura y que desnudar los cuerpos a través de las palabras ha sido y es  un desafío de cientos de escritores que buscan plasmar en las hojas el producto de desvelos propios o ajenos, pasiones y fantasías, deseos o placeres.
Si bien es cierto que hoy este tipo de Literatura está al alcance de todos y ocupa espacios privilegiados en las vidrieras de las librerías, aún hay quienes esconden, niegan o se avergüenzan al decir que las leen; o lo que es incomprensible juzgan severamente a quienes lo hacen. La pregunta entonces es… ¿es socialmente correcto gustar de textos eróticos?, ¿dónde está el límite, si lo hay? En lo personal creo que es el propio lector el que debe decidir qué leer, haciendo uso de su libertad, tal como elige qué película ver  o qué programa de televisión sintonizar. Lo que me atrevo a sugerir es que no debemos olvidar de ejercer nuestra responsabilidad de adultos; como lo hacemos (o deberíamos hacer) al optar qué libros poner al alcance de niños y jóvenes, o preocupándonos por conocer el riquísimo material bibliográfico que se produce para las distintas edades, necesidades e intereses educativos o recreativos. Es la formación la mejor manera de preparar a los chicos para  abordar más tarde temáticas eróticas u otras, si deciden adoptarlas.






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martes, 18 de febrero de 2014

LA NOTA DE HOY




DIVAGACIÓN I



Por Juan Roldán (*)



   Odio escribir. Odio porque siento que las palabras son fugitivas que nunca alcanzo. Tramposas que insinúan sentidos que no poseen, falaces. Aves que se vuelan cuando intento atraparlas. Odio, porque casi nunca dicen lo que yo quiero que digan y me traicionan a la vuelta de un verso o en una próxima oración, obligándome a caminar por senderos que no pensaba. Son salvajes, aun aquellas que parecen dulces, como: cielo, cariño, nube, beso. Engañosamente inocentes.

   Odio escribir cuando paralizado frente a una última línea no me dicen nada, y leo y releo; y lo escrito se cierra como las puertas de roca de la cueva de los ladrones, sin saber yo, el conjuro. Ábrete, ábrete... 

   Odio escribir porque en la furia repentina de una idea que avanza, todo se vuelve en contra y me denuncian como un fraude, un loco, un asesino o una víctima. Desnudando el carácter transitorio y volátil de mi alma, sacando a la luz lo que tengo de demonio y farsante. 

   Lo dicho: odio escribir, y pienso que mi solitaria creación solo ocupara un par de carillas inentendibles, que intentaran un absurdo equilibrio, una imperfecta armonía. 

   Amo escribir. Amo escribir cuando repentinamente las palabras brillan como portales estelares a otro universo. Y suenan tan parecido a como suenan las galaxias y las estrellas en una noche clara. Casi como estallidos de luz y sonido, como gotas suaves cayendo en los follajes de los árboles, como aquella brisa marina que trae el olor de puertos lejanos. 

   Amo escribir. Porque, a veces, solo a veces, las palabras dejan de serlo y se vuelven lo dicho. Entonces, crecen alrededor de mi solitaria actividad: árboles, caminos, mares, vientos, y rió y lloró como si en vez de escribir estuviera viendo. Estuviera viendo. 

   Amo escribir, odio escribir. 

   Amo...



(*) Escritor santacruceño.

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