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viernes, 14 de marzo de 2014

EL CUENTO DE HOY




EN LA COCINA

                                     Por Martha Perotto (*)



“Usté, cebolla, váyase derechito a la tabla de picar. Acá mi amigo le dice: «Yo soy el cuchillo, yo mando, y la  voy a trozar hasta dejarla minúscula; a ver si se le baja ese orgullo de Reina de la cocina que suele mostrar» - en este punto Dominga siempre llora, no sabe si es la cebolla o son los recuerdos. Suspira y sigue - En el lago de aceite calentito, usté flotará crepitando y se pondrá dorada. Su aroma hará que el patrón se asome pa' preguntar: «¿Qué hay de comer?» A ver, mi ejército, ¿listo? Platos, a la mesa; ollas, a la pileta; fuentes, en orden. A lucirse, que hay visita.

***

«Yo soy el cuchillo, yo mando, y te voy a trozar hasta dejarte minúscula, a ver si se te baja ese orgullo de Reina de la cocina que soles mostrar».
- ¿Todo listo, Dominga?
- Sí, Patrona. Ya puede venir la Silvia pa' servir la cena.

***

- Apúrate, nena, que Silvia está por servir la mesa. Veni que te arreglo ese moño. ¿Te pusiste la pulserita nueva?
- Mamá, ¿por qué Dominga no quiere salir nunca de la cocina?
- Tiene miedo - se le escapa sin querer.
- ¿De qué?
- De todo. Déjala, ahí se siente segura.

***

Silvia alisa una arruga imaginaria en el delantal y se acomoda el cabello antes de buscar la bandeja. Dominga le habla a la crema que está batiendo: «Crezca, m'hija, crezca y póngase bonita como la Silvia, pero no sea tan coqueta».
- ¡Dominga!, ¿estás loca?, ¿por qué hablas sola?
- Yo no hablo sola, le converso a la crema que tiene que salir como la gente. Ahí llama la señora, lleva la primera fuente pa' la mesa.

***

La hijita de los dueños, que en mitad de la cena se había escapado a la cocina, se chupa meditativa el dedo después de haberlo pasado por la crema de la torta. Dominga la reta con un gesto cómplice mientras repara el daño.
- Dominga ¿cómo llegaste acá, a mi casa?
- A mí me trajo un milagro. Vaya a la mesa, su mamá la llama.

***

- La comida estuvo muy buena.
- Me alegro, ¿un café?
- Sí, gracias. ¿Tienen cocinero importado?
La mujer cruza su mirada con la del marido, se sonríen.
- No, es de por aquí.
- Increíble. Comida de restaurante francés, con un toque autóctono ¡y un vino... excepcional! En el próximo viaje voy a quedarme unos días más.
- No exageres. La atención es mejor si no se abusa – el dueño simula seriedad.
- Es un chiste, no le hagas caso. Vení cuando quieras. Nos hace bien ver otra gente, conversar. En estas soledades uno se vuelve un poco huraño.
Salen al patio a tomar el café. La casa domina un valle inmenso rodeado de mesetas. Al fondo, una espectacular puesta de sol. El visitante pregunta la hora: "Diez y media".
- La pucha que es largo el día por acá.

***

- Los platos sucios, ¡feos! ¡feos!, a la pileta. Los limpios, ¡ah! ¡qué bonitos!, por allá. Toda la gente que había salido de su casa regresa temprano y limpita. Acá, los platitos del café; acá, las cucharitas ¿qué te pasa a vos? A la pileta de nuevo ¡quedaste sucia!
- La comida estuvo muy buena, Dominga, la felicito.
- Gracias, señora.

***

- Usté, blusa, se me acomoda en la silla, y usté, catre, no chille cuando me acuesto.
Dominga separa el biombo y da una última ojeada a la amplia cocina de la estancia. Después se acuesta y apaga la luz. Sabe que debe callar para poder dormir. Se tapa hasta la cabeza.

***

Ollas colgando, sartenes. Una cocina económica con seis hornallas, negra, un horno enorme.
- Acá la traigo pa' ver si aprende algo. Es tan bruta que no sabe cocinar más que carne al fuego - le dijo él a la cocinera.
Dominga tenía quince años, él, treinta. La había arrancado de su rancho perdido cambiándola, a su padre, por dos ovejas y una damajuana. Después, vida de perros.
Ella miraba extasiada la cocina inmensa. Él tenía que irse por unos meses, por un arreo largo, todo el verano. La movida era buena, la dejaba a resguardo y mientras, ella se podía empezar a ganar unos pesos.
Recuerda la primera impresión del agua tibia que corría por su piel, la ropa suave, los olores de los condimentos. Era libre, feliz.

***

Pero siempre había regresos.
- ¿Cortinas en la casa? ¿Quién sos, una reina? ¿Y esta comida? Yo quiero carne, pa' eso tengo mi facón de plata - y jugaba con él en la mano - Mate y asado. ¡Ah! ¡Y vino!... ¿Te pagaron? ¡Dame!

***

Los años pasaron, seis o siete, no puede precisarlo. El mismo ritmo: primavera y verano en la estancia; otoño e invierno, en el rancho. Un tajo profundo en la vida; de un lado, luz, aroma, alegría; del otro, soledad y miedo.
Ese último año no quiso regresar al rancho. La llevó a la rastra. Ella se empacó con la tozudez campesina. El quiso abrazarla y el olor a vino la ahogó. Lo empujó con fuerza.

***

Se habló mucho del caso. Golpeada hasta el cansancio, Dominga se debatió muchos días entre la vida y la muerte. A él no le había alcanzado con golpearla una y otra vez, cuando sacó el facón para hacerla trizas, vacilante por la bebida, tropezó y cayó sobre el cuerpo desvanecido de ella clavándose el cuchillo en el vientre.
Dominga dice que fue un milagro, pero lo dice temblando.

***

Espía apenas por entre la manta que la cubre. "Yo soy el cuchillo, yo mando, y te voy a trozar hasta dejarte minúscula".



(*) Escritora rionegrina.

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lunes, 10 de marzo de 2014

LA NOTA DE HOY




AULAS SIN POESÍA


Por Jorge Carrasco





     Octavio Paz decía: Un pueblo sin poesía es un pueblo sin alma. Hoy en día existe un rechazo directo y una total indiferencia hacia el hecho poético. Cada año, al iniciar el tema frente a los alumnos, recibo menos la desidia que la resistencia. Los varones me dicen que es cosa de mujeres. Todos tienden a creer, antes de leerla en profundidad, que su lenguaje es falsamente rebuscado u oscuramente abstracto. Quien la lee o escribe es considerado un afeminado, una persona susceptible de desconfianza, o directamente alguien que no ha madurado.

     Los lectores más vilipendiados son los lectores de poesía. Cuenta Neruda que su padre, un maquinista de tren, se enfurecía cuando veía al muchacho poeta leer o escribir poesía. Le pedía estudiar para conseguir una profesión decente, es decir nada relacionado con la poesía.

     Los profesores no leen poesía y tampoco les leen poesía a sus alumnos. En muchos casos, cuando el tiempo para dar el programa de contenidos no es suficiente, tienen como prioridad en la lista de los prescindibles el tema poesía. No tienen entusiasmo y no contagian el interés y la ilusión a los chicos. No se trata sólo de una falta de entusiasmo de los niños, sino una apatía que nace en los profesores mismos. No hay seguimiento de autor o de movimiento. No se logra poner los textos en la generalidad de la obra de un autor. Se desconocen los alcances de los movimientos vanguardistas, tema capital para entender la poesía actual.

     Tanto en primaria como en secundaria el cultivo de la poesía en el aula es casi inexistente. La indiferencia y el rechazo van de la familia a la institución escolar. En el aula no se lee ni se escribe poesía con la misma intensidad y consideración curricular que se lee y escribe narrativa. Los profesores menosprecian el texto poético y como saber específico y procedimental lo relegan a un lugar secundario. La educación literaria está invadida de falsos estereotipos.

     Podemos relacionar la actitud distante del alumno con la presentación del fenómeno poético como lejano e inexpugnable, centrado en sus aspectos formales, sin relacionarlo con las grandes verdades del ser humano. La poesía, para ser absorbida necesita de un íntimo encuentro entre autor y lector. La poesía nunca es literal, siempre tiene una carga connotativa en la palabra que supera la interpretación directa. De ahí su riqueza y su multiplicidad semántica. No se trata entonces de un aprendizaje formal solamente, unidireccional desde el profesor al alumno. La poesía requiere cultivar la sensibilidad, como paso previo a la lectura. Al alumno se le debe predisponer para entender la poesía. ¿Cómo guiar al alumno si el profesor abomina de la poesía?

     El problema es que la poesía no es bien vista socialmente. ¿Para qué sirve el discurso poético? Se tiene la creencia de que su subjetividad agusana la voluntad,  predispone el ánimo a la bohemia y el abandono. Actitud que encontramos en Don Quijote de La Mancha, cuando la Sobrina considera los libros de poesía tan dañinos como los de caballería, y por lo tanto dignos de quemarse, diciendo: leyendo éstos (Don Quijote) se le antoje de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Todos preconceptos de una sociedad que antepone la utilidad a toda acción humana, la seguridad a la incertidumbre.

     Albert Beguin en El alma romántica y el sueño dice que no se lee poesía porque se le tiene miedo. Porque la gran poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha, confortable que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y en donde surgen, a veces, sus más ricos instantes. Algo parecido dice Roberto Juarroz cuando expresa que en ella se juega lo que el hombre es y arranca lo que no sabíamos que estaba y que sin embargo el poeta demuestra que estaba.

     Wittgenstein escribió: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Extendamos los límites, aunque no sepamos qué hay más allá de esos límites. Abracemos la incertidumbre y adentrémonos en terreno incierto. Detrás de la vacilación, la otra parte de nuestra humanidad espera.







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jueves, 6 de marzo de 2014

LA NOTA DE HOY





LA MESETA DE SOMUNCURÁ


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




      Escuché hablar por primera vez de la meseta de Somuncurá en mi niñez. Su eufónico nombre evocaba la imagen de una región inexplorada, aislada y solitaria, en la que aún se podía avistar alguna tropilla de caballos salvajes. Es decir, un lugar misterioso, apto para la aventura y el ensueño. Ya adolescente le dediqué algún cuento y unos versos, de esos que es mejor olvidar:

     Tan sólo la huella de una tropa de caballos salvajes
     sobre la nieve que amontona el crudo invierno.
     Perdida meseta, apenas un nombre
     para nombrar un pedazo de desierto.

    Buscando las citas sobre la meseta en la Literatura en serio, leí “Viaje al río Chubut”, el diario de Georges Claraz, de quien se decía que la había atravesado hacia 1865. Sin embargo, no hallé el término “Somuncurá” en su obra. Supe de su marcha sobre el erial, gracias al estudio preliminar de Rodolfo Casamiquela, que permite seguir el derrotero del sabio suizo cuando encara “La subida”, pasa cerca de “La vieja” y arriba a “Yamnago”. El propio Claraz da un indicio preciso, ya que advierte que la “sierra” a la que asciende se denomina, en la armoniosa lengua guenenaken, Tesche Huelusch (“piedra sonora”).

      Repasé luego el libro de George Musters, otro del que se comentaba que, en 1869, había recorrido la planada. Tampoco nomina ”Somuncurá” al lugar; colegimos que ronda sus cercanías pues menciona los parajes de Maquinchao, Treneta y Valcheta. Por último, conocedor de que el Perito Moreno tomó tales rumbos a fines del siglo XIX, consulté las “Reminiscencias” recopiladas por su hijo, sus “Apuntes preliminares” y el “Viaje a la Patagonia Austral”. No encontré señal de que el erudito designase a la meseta de tal manera. Pero se advierten de nuevo los sitios próximos que jalonan su presencia: Maquinchao, Treneta...

     Quien sí la llama Somuncurá es Rodolfo Casamiquela, topónimo que traduce del mapuche como “piedra que suena”. Posiblemente también usa ese nombre el maestro Tomás Harrington; si bien no me consta, ya que accedí a una mínima parte de su bibliografía. Ambos investigaron el tema a partir de la primera mitad del siglo XX; sus informantes fueron más modernos.

      En todos esos casos, la meseta fue objeto de la escritura documental. Cuando la Literatura comienza a tomar vuelo en la región, la poesía y la narrativa empiezan a interesarse por la recóndita zona. Por ejemplo, ese gran poeta que fue Julio Sodero le dedicó unas estrofas en su obra “Somuncurá”:

Aquí yace la libertad inconclusa.
La página que el tiempo inmola
con sus vestidos de mariposa.
...
Aquí en Somuncurá.
Yacen las primeras fundaciones  del olvido
de la muerte.

     Pero, sin dudas, quien le ha cantado en toda su magnitud, es el reconocido escritor valchetense Jorge Castañeda, indiscutible “bardo de Somuncurá”; que desde su ciudad al pie de la planicie, la invoca en su prosa y en su lírica. Tal el caso de la crónica “El reino mesetario”:

    “Alturas de la meseta de Somuncurá.  Horizonte sin mengua donde hasta la confianza se arruta como el trote desconfiado del caballo. Los viejos hábitos de bajar los cueros, de hablar poco, de escuchar la voz de uno mismo y de conversar con el silencio en los corrales de pirca, en la hilacha de la chivada, en el filo cortante del cuchillo, en la piel del colorado recién estaqueado. (...). Meseta de Somuncurá. Alta, fuerte, dilatada, agreste, tutelar. Tan vieja como la edad del continente. Tan nuestra como el aire que respiramos.”

      ¡Excelente descripción del escenario cuya esencia el autor, con su habitual sensibilidad artística, supo captar! La refleja de igual manera en su poema “La meseta de Somuncurá”:

     Arriba todo es silencio
     Azulando las lagunas.
     Toda de coirón y charcao
     Meseta de Somuncura.


     Mentar la meseta de Somuncurá, sugiere la atractiva posibilidad de que existan enigmas aún por develar en nuestro prosaico mundo. Pese a que actualmente una aplicación de internet, que se empeña en vulnerar todo arcano, permite verla en su amplia extensión; queda la esperanza de que oculte todavía algún secreto que el indiscreto satélite no pueda develar. Como sea, la tecnología –invención humana– no superará nunca la imaginación, incorporada ab origene a nuestra naturaleza. Y menos podrá aventajar a la inspiración y a la fantasía del artista.
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lunes, 3 de marzo de 2014

EL POEMA DE HOY




Ciudad sin nombre

Por Ramón Minieri (*)




será esto
ciudad

una casita y otra
lentejuelas
iguales en la noche.

cada una 
su lámpara su perro
su nombre como un dije

será esto

una y otra
callecita
damero
sin azares ni premios

aquí un cerro
me dicen
allí hubo una laguna
y no les creo

en los aparadores
barcos fetales
en botellas

caracolas negadas
a la ola y al viento
perdidas
en su propio laberinto

será esto
ciudad




(*) Escritor de Río Colorado. De su poemario “Libro de ciudades” (2009).


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martes, 25 de febrero de 2014

EL CUENTO DE HOY





EL RELOJ

Por Luis Ferrarassi (*)



El reloj me lo regaló mi abuela. Ella lo heredó de su padre. Él de su tía y a su vez ella de su abuelo que vivía en un rincón desolado de la comuna de Valenza, en Italia, de donde provienen mis raíces. Después de esa generación, nadie sabe precisar de dónde provino aquel reloj.
Mi abuela me dijo que en mi caso, era conveniente saltear una generación porque simplemente, no había nadie más en la familia merecedor de aquel artilugio.
No era gran cosa. Era una baratija oxidada, con su tapa ondulada por algún golpe que no permitía que se cerrara; tenía un cristal grueso, raspado y opaco, la cadena estaba oxidada también y con el paso de los años había perdido varios eslabones. Noté que le faltaba la manivela para darle cuerda y hacerlo andar. Pero mi abuela me dijo que no debía preocuparme por eso, que el reloj no necesitaba que le dieran cuerda. Aún así, la hora la marcaba con exactitud.
-Me voy a dormir, hijo. Nos estamos viendo mañana para unos mates dijo y se fue por el pasillo hacia su habitación.
Como si aquel obsequio fuera una especie de augurio, mi abuela falleció al día siguiente. Como era la única abuela que había podido conocer, ya que los otros habían fallecido en Italia, me dolió mucho su muerte. Teníamos una afinidad única, nos conectábamos muy bien y habíamos pasado muchos años haciéndonos compañía, fumando y jugando a las cartas.
Durante el velorio, no soporté lo morboso que se vuelve la pérdida de un ser tan querido y me fui al baño para poder llorar tranquilo y estar solo. Cuando me calmé, abrí el grifo y me lavé la cara. A través del silencio del lugar, pude escuchar que en el bolsillo de mi camisa vibraba el segundero del reloj. El sonido acompasado y eternamente regular me tranquilizó. Pero luego, noté que los tic-tacs cada vez se espaciaban más uno de otro. Al parecer, después todo, sí debí preocuparme por la manivela faltante de la cuerda.
Lo saqué y lo miré. Mientras pensaba que debía llevarlo al relojero para que lo arreglara, el segundero seguía avanzando lentamente, en sus pequeños engranajes, escuché que el agua que corría del grifo dejó de producir ese sonido susurrante. Desvié la mirada y vi que el agua caía como en cámara lenta.
Me quedé mirando sin poder creer lo que mis ojos evidenciaban. Me froté los ojos, pensando que aquello era una visión de mis ojos lacrimosos o bien una treta de mi mente adormilada. Pero de hecho, el agua caía en cámara lenta. Cuando el reloj se detuvo de golpe, el agua lo hizo también. Aquello parecía una foto.
Los susurros que había escuchado de fondo, ya no se escuchaban. Salí del baño y observé que la sala velatoria parecía el hall de un museo que exponía una dramatización de un velorio. Pero estaban mis seres queridos. Mi mamá estaba a un costado hablando con mi tía, ambas congeladas en sus gestos. Mi papá se frotaba los ojos con sus manos, secándose las lágrimas.
Todos, todos en la sala parecían estatuas de cera.
El tiempo se había detenido. El reloj, de algún modo, había tenido algo que ver con eso. Entonces me pregunté por qué mi abuela me había dicho que el reloj no necesitaba que le dieran cuerda. ¿Qué clase de reloj era? ¿Acaso el reloj se detenía, congelando el tiempo a mi alrededor y volvía a comenzar cuando quería? Miré el reloj en mi mano y sentí que aquel debía ser tanto un tesoro familiar, como un secreto. Me pregunté las cosas que podría hacer con él, con el tiempo detenido.
Entonces, me acerqué al féretro de mi abuela para contemplarla. Pero no estaba ahí.
Contuve la respiración y hasta la sangre que fluía por mis venas parecía también detenerse. La imagen inexplicable del cajón vacío hizo que me corriera un frío helado por mi columna hasta llegar a la base de mi nuca.
-Hola hijo dijo una voz en medio del silencio.
Me giré y era mi abuela. Las piernas me temblaron y la vista se me nubló.
- Antes que arranque de nuevo el reloj, ¿nos tomamos unos amargos?




(*) Escritor de Río Gallegos
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