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viernes, 20 de marzo de 2015

NUEVAS OBRAS RECIBIDAS





CALEIDOSCOPIO


Poemario de Daniela Della Bruna (*)




     Recibimos con sincero regocijo esta nueva obra poética de Daniela Della Bruna, que una vez más corrobora, a lo largo de poco más de 60 páginas, su reconocido talento lírico.
     Siempre es difícil hablar sobre la poesía, del mismo modo en que cualquier descripción prosaica de la belleza tiene un dejo de parcialidad, de fría disección lingüística. Los poemas hablan por sí mismos: no necesitan intermediación alguna.
     El acertado título nos introduce, al recorrer sus páginas, en un minúsculo universo de sensaciones coloridas, profundas, cambiantes, mostrándonos de qué manera maravillosa pueden combinarse las palabras en pequeños racimos armoniosos, para conectarnos con las emociones que han inspirado a la autora.
     Elegimos, casi al azar, dos poemas a modo de anticipo.

                                        Lejanía


Tan lejos,
en la tierra que era mía,
la tenue caricia de tu mano.

Pero aquí,
entre mis dedos,
sólo un latido que se quedó temblando.



Mutación


Podría justo hoy
volverme pájaro,
saltar la astucia
del resto de la noche,
atravesar esa mitad del mundo
que separa.

Podría justo hoy
volverme planta,
hundir en la tierra
el gemido de la entraña,
esperar bañada de luna,
mojada con el alba.

O ser loba,
de nuevo,
justo hoy,
romper la noche
con el aullido
en la garganta,
beberme ciega
toda la pampa desolada.

     La contundencia de estas composiciones viene muy bien acompañada por las ilustraciones de tapa e interiores de Fernando Hugo Chandía. Una feliz combinación que, sin duda, habrá de agradar mucho al público lector.

C.D.F.



(*) ISBN 978-987-1229-64-2 Ed. Remitente Patagonia, 2014. La autora (1980) es nacida en Gral Pinto, Provincia de Buenos Aires. Radicada en Esquel, Chubut, desde 2009, ha publicado con anterioridad tres volúmenes de poesía: “Suburbio” (2001), “El desplazamiento” (2013) y “Tarde de viento” (2013).
Su blog: http://noctambulalecturasyescrituras.blogspot.com.ar/



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martes, 17 de marzo de 2015

EL POEMA DE HOY




POEMA

Por Elena Paso (*)

Es este mundo
lo mismo que una sombra
en el espejo,
que no está donde está
ni ahí deja de estar.

                                Minamoto no Sametomo  



Que mi olfato devuelva  el aroma a
té con leche y tostadas de mi abuela   
albahaca   
membrillos  
a pino recién llovido de la cordillera 
lavandas en mi almohada
¿por qué no?

Otras memorias también fueron  robadas 
que me devuelvan el nombre de las calles de Praga
o el de esa cima en Bangladesh
de mis primeros  lápices de colores 
de algunas flores.

Que vuelva a mí también 
la extraña sensación de aquel día 


cuando palabras azules 
danzaron 
en puntas de pie.




(*) Escritora de General Roca.

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viernes, 13 de marzo de 2015

EL CUENTO DE HOY




El grito 


Por Olga Starzak




G. de la Paola había sido diseñado para el espionaje. Un magnate de elevado status porteño lo había traído de Japón para seguir los pasos de su socio que –comprometido como él en el mal habido negocio proveniente de buques pesqueros extranjeros- estaba sospechado de traicionar las reglas.  Montenegro se encargó de hacerle creer a su compañero que,  por razones de estricta seguridad, la criatura artificial cumpliría la función de protector. Después de todo no era poca la responsabilidad que le competía: tenía a su cargo “el trato comercial” con los hombres del norte del continente; por supuesto,  Detiallo aceptó. Agradeció que el socio capitalista en esta empresa bregara por su seguridad.

La realidad era que G. de la Paola estaba preparado para atacar mediante un sistema de captación de adrenalina y otras sustancias químicas similares. Era imprescindible que éstas provinieran del sistema endocrino del hombre que debía acompañar. Estudios científicos de avanzada habían sometido la sangre del hombre en cuestión a rigurosos análisis de laboratorio. Estos determinaron la especificidad de los compuestos eludidos que -ante una situación imprevista- sufrirían inevitablemente  desequilibrios que serían detectados. Nadie tenía por qué sospechar que el aparato biotécnico incluía un sistema de inusuales posibilidades destinado, no sólo a percibir el olor de sustancias emanadas de ese cuerpo, sino a registrar las actitudes mentales derivadas de sus intenciones. Podía discernir entre las acciones positivas y las negativas, mapeando estas últimas y almacenándolas,  aún antes de que sucediesen.

En caso de traición, el costo para Detiallo, no sería otro que la muerte. La muerte en manos de alguien que jamás podría ser juzgado.


La transformación de papeles significaba sumas siderales que justificaban el gasto que Montenegro había hecho en el hombre de metal. Aquellas mismas sumas eran las que Detiallo depositaba  mensualmente, en diferentes Bancos, en proporciones similares.
Claro era que un porcentaje más alto le correspondía a Montenegro, uno de los pocos que en la Argentina podía adquirir un artilugio de las características de las que se habla. Además, sus contactos con la Aduana, eran directos.



Montenegro bajó del avión con G. De la Paola caminando a su lado. Nadie que no se preciara de experto en ingeniería cibernética podía ni siquiera imaginar que el sujeto de tez amarillenta y ojos negros no era un ser humano.

G. de la Paola tenía la apariencia de un hombre oriental; uno más de los tantos que por estos días recorrían las calles argentinas. Era de una estatura mediana y porte pequeño. Iba vestido siempre de negro, con prendas gruesas y holgadas. Sólo quedaba al descubierto la cabeza de duro tejido sintético y sus manos que parecían enguantadas en piel. Una persona observadora podría haber dicho que los ojos de  G. de la Paola no tenían demasiado que ver con los de su etnia; es que allí se ocultaban los dispositivos que detenían cada imagen deseada, o filmaba la escena de sus objetivos. También podría haberse dicho que era mudo, ya que sus labios no esbozaban más que movimientos sutiles. Desde ese sitio se captaría cada una de las ondas energéticas que emanaban de Detiallo, denunciando  hasta las más mininas sensaciones.


Los socios se habían conocido en épocas en que los sobresueldos no alcanzaban a cubrir las necesidades que ellos consideraban vitales: los continuos viajes de placer, los juegos clandestinos, las mujeres exuberantes, los buenos vinos y los habanos importados. Sus edades, entre los dos,  no sumaban un siglo.

Montenegro siempre se había destacado por su personalidad segura y audaz; era ejecutor de las estrategias más innovadoras en el plano de las acciones políticas,  pero tenía especial desagrado por las ciencias exactas. Y eso era precisamente lo que sobresalía en Detiallo. Este era un hombre introvertido pero secuaz con sus ideales. Los que los conocían pensaban que este último era el más inteligente.

Vaya a saber por qué cuestiones del destino ninguno de los dos había formado una familia. Tanto andar juntos por la vida los había mimetizado; frecuentaban los mismos lugares, se vestían con los mismos diseñadores, adoraban las mismas exquisiteces.

Siempre habían confiado en el otro, desde la época de sus años jóvenes, donde ambos iniciaron carreras universitarias  y ambos las abandonaron tentados por ofrecimientos de la política de turno.

Había sido hace unos pocos meses cuando Montenegro supo que su amigo y hombre de confianza se acostaba con la misma mujer que él; la única que le  había despertado un sentimiento parecido a lo que muchos  llamaban amor. La discusión llegó a las manos y la mujer, aterrada por las consecuencias, desapareció.

Se produjo una fractura difícil de recomponer; se autoconvencieron de que la joven no valía la pena. Renovaron sus votos de confianza y se juraron fidelidad.

Ninguno de los dos creyó en ese juramento.


Cuando se retiraron de sus funciones públicas se asociaron con fines más o menos honestos. Conformaron un broker para el mercado financiero del Mercosur pero pronto lo abandonaron utilizándolo sólo de pantalla para las actividades que ahora desarrollaban: hacía varios años que eran intermediarios en la venta ilegal de armas.


Un cuarto, en la mismísima quinta que compartían los hombres de negocio, había sido acondicionado para albergar a G. de la Paola. Para no generar sospechas entre los vecinos del country,  un ventanal  vestido con un cortinado de satén de bellísimo gusto, se abría con la luz del día y se cerraba al atardecer. Un nuevo nombre había sido registrado entre los habitantes de ese paraje cerrado de Pilar: el de un hombre de paso firme y actitud erecta, de buenos modales y movimientos armónicos.

Durante el día acompañaba a Detiallo; durante la noche era depositado en su habitación. Una máquina se encargaba de monitorear su funcionamiento, el que era interpretado sólo por Montenegro que había pasado tres largos meses inmiscuido en el hacinamiento japonés para conocer cada uno de los signos que le mostraban las pantallas de recepción.

En la oscuridad de esa pieza sin cama, despojado de testigos,  una noche de invierno G. de la Paola bostezó.

Al otro día, las imágenes revelaban la necesidad de mantener al hombre de acero, durante sus horas inactivas, en posición horizontal.  Una cama de ancho colchón fue la elección de Montenegro. ¿Qué más daba? En el cuarto de  huésped siempre quedaría mejor que una tabla de madera o una base de mármol.

Una noche más tarde el cuerpo de rostro frío bajó los párpados voluntariamente.

 Los barcos extranjeros llegaron al puerto al amanecer. Dos hombres firmaron papeles bajo la atenta mirada de Detiallo que –escoltado de G.  de la Paola- hizo un gesto de asentimiento. El primer contenedor fue subido a un camión y transportado quién sabe adónde. Poco después, muchos otros con pescado fueron desembarcados.  Detiallo y su guardaespaldas ya no estaban allí. A aquél, el olor de los productos del mar le producía náuseas.

Esta operación era realizada con frecuencia; el encargado de manejar los números de la empresa concurría a las oficinas del micro centro bonaerense y –deliberaciones mediante- resolvía los asuntos monetarios.

La posibilidad de ingresar armas ilegales era una tarea peligrosa; cada vez el soborno de Detiallo era más exigente. El negocio corría el riesgo de interrumpirse y antes de que eso ocurriera, él tenía que forjar su porvenir. El de sus sobrinos y los hijos de estos.

El arreglo con Montenegro no le parecía suficiente.


 Después de ser acomodado sobre el edredón, el hombre de acero doblegó sus piernas. Al amanecer, algo parecido a la ansiedad recorría su estructura biónica. Era el momento en que Montenegro lo ponía en marcha para su tarea diaria. Esto le provocaba una sensación que si hubiese podido definir, hubiese calificado como una actitud afectuosa.

Si Detiallo no hubiese estado tan ocupado en encontrar la manera más adecuada de sacar una ventaja económica que no alertara a su socio, tal vez se hubiese dado cuenta de que al reunirse con G. de la Paola, su rostro dibujaba una mueca de disgusto. Lo más parecido a una sonrisa falsa.


El tráfico náutico se vio visiblemente disminuido como consecuencia de tareas de guardia llevadas a cabo en todo lo largo del puerto. Paros de los gremios pesqueros contribuyeron a calmar las aguas del Río de la Plata.

G. de la Paola, por primera vez, sintió que sus servomotores se endurecían tal como los músculos se entumecen ante la inmovilidad.

Montenegro debió advertirlo porque esa mañana, después de muchos días, lo llevó a caminar por el parque privado. Retornaron cuando se lentificaron los pasos de la criatura artificial; un frío helado se había metido por su espalda.


El próximo arribo de los buques sucedió de improviso. Fue Montenegro quien, esta vez, acudió a la cita en busca de los documentos de pago. G. de la Paola caminaba un paso atrás. Lo había llevado con él obligado a mantener las apariencias de hombre de seguridad. Se sorprendió al comprobar que las sumas cobradas habían aumentado en forma considerable; antes de indagar,  su interrogante fue dilucidado: los traficantes habían creído conveniente -debido a las implícitas manifestaciones de disconformidad de su socio- reconsiderar la oferta.
En ese mismo momento el esqueleto de G. de la Paola derivó en imperceptibles movimientos que bien podrían haberse confundido con un temblor. Se hicieron más persistentes cuando en las ventanillas de las entidades financieras, Montenegro, con la boca seca y el corazón latiendo al ritmo de la traición, transfería a la cuenta de su socio valores que estaban lejos de los porcentajes pactados.


En escasos segundos se suscitaron los hechos.  G. de la Paola actuó según las pautas programadas, no podía evitarlas: una punzada en la nuca terminó con la vida de su dueño. Este ni siquiera alcanzó a escuchar el grito de dolor que el hombre de acero emitió.
Su autodestrucción estaba prevista.

A Detiallo no lo sorprendió la noticia. No había sido difícil conseguir la sangre de Montenegro. Bastaron pocos minutos; fue mientras dormía y víctima de una droga inocua. Para que dispusieran del minucioso análisis  llevó la muestra al laboratorio y la identificó con el nombre de su socio.

Lo demás... ya lo conocen.






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domingo, 8 de marzo de 2015

EL RELATO DE HOY




EL VIAJANTE



Por Marta Perotto




     Pertinaz, la estepa muestra por las ventanillas del coche, desde hace horas, el mismo paisaje monótono. Aridez, arbustos bajos resistentes al frío y a la seca. Extremos los extremos. Soledad, De cuando en cuando la aparición lejana de un fugaz pedazo de mar.

      «Mi vida es el camino» y se siente como Manrique con su río, sólo que éste está inmóvil y es él, su persona pegada a ese vehículo, el que se mueve.

«Extraña sociedad: el camino, el coche y yo». La excusa son las ventas, el ir de un pueblo a otro ofreciendo mercadería, no importa qué, siempre alguien lo necesita.

      Él es del camino no del punto de partida o de llegada. Al andar sueña despierto, recuerda, está atento a lo que la ruta le depare y en esto siempre hay una ligazón fortuita que le impide creer en la existencia de lo casual; se cruzan las historias, se tienden las manos, se conoce a la gente.

      Recuerda a esa mujer que iba en busca del marido sin más datos que el nombre de un pueblo perdido y el oficio de trabajador petrolero, Nunca supo si lo había encontrado, pero su perfume permaneció varios días acompañándolo. Al niño que quería llegar al pueblo para empezar la primaria y se las tenía que arreglar solo para hacer los trámites en la escuela hogar. Seguro y obstinado - un temperamento común que cría la estepa - lo lograría. Al mochilero europeo que quería llegar a El Calafate y andaba desesperado por lengua desconocida, espacio y soledad. A la vieja que recorría kilómetros y kilómetros para vender su canastita de tortas fritas. Al camionero que lo desempantanara sin medir el tiempo ni cobrar el servicio.

     Se siente acompañado por esos seres a los que nunca volverá a ver aunque quizás algún eco de sus vidas le llegue traído por el viento en cualquier cafetería de una estación de servicio. Mientras anda, les inventa un antes y un después del momento del cruce y siempre los hace felices.

     En los caminos hay otra libertad, hay confesiones del pasado a ese desconocido que se atraviesa y proyectos de futuro que toman forma al expresarlos. Surge la solidaridad, se siente uno atraído por la aventura. También hay algunos que se cierran - como la mulita - en un caparazón de silencio que sólo es el barniz del miedo que les hace más difícil la vida.

      «El camino soy yo» arriesga con el discurrir de su pensamiento, «serpenteo de pueblo en pueblo, cubro más geografías que el común de la gente. Abarco tantas historias... y al anudarlas unas con otras me siento un poco Dios».

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martes, 3 de marzo de 2015

LA NOTA DE HOY




HILARIO TAPARY VUELVE A CAMINAR


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




El papel de Pedro de Angelis en la Literatura Patagónica no está aun bien ponderado. Su Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata, de 1836, incorpora muchos textos que constituyen la primera antología de las letras regionales; del período que María Leonor Piñero llamó De exploradores extranjeros. El volumen dedicado a la Colección de viajes y expediciones a los campos de Buenos Aires y a las costas de Patagonia, reúne varias de estas obras. Dos de ellas, llamadas Viaje que hizo el San Martín, desde Buenos Aires al Puerto de San Julián, el año de 1752: y del de un indio paraguayo, que desde dicho puerto vino por tierra hasta Buenos Aires y Relación que ha hecho el indio paraguay, nombrado Hilario Tapary, que se quedó en el Puerto de San Julián, desde donde se vino por tierra a esta ciudad de Buenos Aires, recogen la saga de un osado viajero que hizo, una parte a pie y otra a caballo, la travesía desde Puerto San Julián a Buenos Aires.

El primer documento cuenta que la historia se inicia el 13 de marzo de 1753, en San Julián. Ese día se decide que parte de la tripulación del buque San Martín se quede a cuidar los animales y otros avíos para la explotación de las salinas en las cercanías del puerto, iniciada unos meses antes; mientras la nave vuelve al norte a reabastecerse. Se hace una reunión para elegir los voluntarios; descripta por el redactor del cuaderno de bitácora con hispano gracejo:

…tres de los que se hallaban presentes se ofrecieron a quedarse de su propio motu y voluntad: que el uno es nombrado Santiago Blanco, natural de Galicia, en el reino de España; otro nombrado Hilario, natural de la provincia del Paraguay, y el otro, José Gombo, natural de las Indias Orientales; que reflexionando a sus patrias, se puede decir que se quedan en esta tierra uno de cada parte de las cuatro del mundo; porque además de los tres arriba nominados, se nos queda un negro de nación Angola, que habrá veinte días que se nos huyó, tierra adentro, y no ha vuelto a parecer.

Zarpa el bajel hacia Santa María de los Buenos Ayres. Al regresar a San Julián, meses después, no encuentra rastro de los hombres ni de los trebejos dejados. Torna a su puerto de origen; y el armador y capitalista de la empresa, viendo difícil su continuación, la da por terminada. Cuál no sería su sorpresa cuando, dos años más tarde, Hilario Tapary se presenta en su saladero; dispuesto a reembarcarse. La narración de lo sucedido es volcada en el segundo documento por un escribiente. Tapary debió abandonar su puesto, junto con Gombo, ante las acechanzas de un grupo de originarios que rondaban el sitio. Santiago Blanco ya se había ido, solo, unos días atrás. Salen para el norte con un par de perros, dispuestos a llegar a la lejana Buenos Aires. El cronista describe la marcha con cierto arte, en párrafos como este:

El Hilario se detuvo allí dos días, por ver si por aquel contorno encontraba alguna agua dulce para refrescarle, pero no lo pudo conseguir; y viendo el mal estado de su compañero, y sin poderle remediar, porque no le sucediese otro tanto, determinó dejar a su compañero con bastante sentimiento, llorando tan fatal suceso, y tomó su derrota, con sus dos perros; y a los tres días encontró una laguna pequeña rodeada de porción de guanacos que habían consumido toda el agua, dejando sólo la humedad entre el lodo, y llegó tan fatigado que se consolaba con poner la boca sobre aquella humedad, que no obstante le sirvió de algún corto alivio.

A partir de allí sufre Hilario una serie de peripecias que incluyen una sedienta marcha hasta la ría del Deseado, el encuentro con un grupo de tehuelches que le proporcionan refugio y cabalgadura, una larga estancia en su compañía; y por fin su llegada a la ciudad anhelada en enero de 1755.

Hilario volvió a la huella hacia 1961, de la mano de Roberto C. Machelaire, en una de las novelas cortas que forman parte de su obra Cinco siglos en Santa Cruz. El peatón revive la historia del caminante; pero se centra en lo sucesos anteriores a su pedestre aventura. Describe un imaginario romance entre Hilario y la bella Otl Kaltn, hija del cacique aonikenk Chenkuán. El cacique muere y un hechicero, que acusa a Hilario de causar la desgracia, pone a la tribu tras las huellas del guaraní. Cuando intentan escapar los amantes, junto con el “Chino” Gombo, en un bote a remos, la mujer muere alcanzada por una flecha de sus perseguidores. El resto de la historia respeta la crónica. Así relata Machelaire un segmento del trayecto:

El río es sorprendido en la soledad de sus aguas dulces por un extraño ser y dos perros pequeños, famélicos. Y soporta a ese ser extraño; mezcla de cristiano, guanaco e indio; echado de bruces en su seno barroso y chupando insaciable su líquido frescor. Es que Hilario Tapary ha caminado mucho, mucho, demasiado. Le aguijonea la sed de espantosos desiertos, de campos planos salpicados apenas por arbustos espinosos. ¡Y la sed, la sed, siempre la sed tenaceándole el cuello y asfixiándolo con sus garras aceradas!

Más tarde, hacia 1998, el escritor comodorense Ángel Uranga hace retomar el derrotero a Hilario. Su versión apunta a la psicología del viandante; y descubre en su interior una soledad que pesa más que la sed:

en soledad.
solo  y en adánica soledad,
sin nadie, sólo sin alguien. huérfano de todo mundo.
en el silencio, en el inmenso silencio arcaico virgen de hombres.
pero en el silencio de los vuelos y sus sombras, en la soledad del lagarto de dibujos caprichosos y del peludo cuis, seres de la tierra profunda. en el silencioso rumor del agua orillando la laguna; en la soledad marina de la playa habitada por innumerables seres ágiles, volátiles, soberanos de la luz; en el gallardo desierto de pastos atardecidos o en el silencio nocturno de las piedras, de los ojos de lechuza; en  el silencio orquestal de la mañana cristalina y en el sonido del viento que agita las plumas del cauquén, del tero, la gaviota, soplo que juega con los pelos rojizos de la mara, del zorrino blanquinegro.


Recordar a Hilario Tapary permite admirar su inquebrantable voluntad para superar el rigor de la Patagonia; un arquetipo del ser humano que enfrenta a la naturaleza y logra pasar la prueba. Pero también posibilita apreciar las inspiradas creaciones de dos escritores patagónicos, Ángel Uranga y Roberto Machelaire; y la labor de un precursor de la ciencia literaria regional, don Pedro de Angelis, cuya figura como antologista patagónico todavía debe ser apropiadamente valorada.
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