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miércoles, 18 de julio de 2018

EL RELATO DE HOY




HUMO

Por Luis Ferrarassi (*)




Aspiro, siento el ardor en mi garganta, el dolor del placer, trago, soplo y el humo sale despedido por mi boca. La nube oscura, densa que se va llevando en cada aspiración un nuevo segundo de mi vida, como si el humo fueran unas garras que al entrar acuchillan mi vitalidad y al salir se llevan consigo un trozo de mi interior. Cuando esa opaca niebla se alza, toma altura, cobra vida y cuerpo, forma una figura que he imaginado. Al principio tenía que pensarla de antemano y luego hacerla realidad. Ahora ya manejo mejor este asunto. Mientras la nube se disipa en el aire de mi habitación, pienso en un caballo y eso es lo que el humo dibuja antes de evaporarse.

No sé cómo llamar a esto que hago. No lo considero habilidad porque no tiene ningún fin. No creo que sea talento, porque no es ninguna habilidad. No es un poder porque no requiere de talento ni demuestra habilidad porque no tiene ningún fin.

Recuerdo que comenzó cuando fumé mi primer cigarro, allá por 2007. Desde entonces, a lo largo de estos siete años, sólo me ha servido para divertirme y entretener a mis amigos cuando nos emborrachamos.

Sin embargo, fui muy estúpido como para no darme cuenta que el “hecho” de poder crear figuras con el humo (y no con otra cosa, como el vapor, el vaho de la respiración en las noches gélidas o la neblina), fue creciendo y manejándose por sí mismo.

La primera vez que no pude controlarlo, sucedió de repente. Yo solté el humo y pensé en una mujer con un niño, tomados de las manos. Pero no se formó aquella imagen, sino el rostro de una persona. Luego, se disolvió y volvió a formarse otra imagen: un corazón, que luego se disolvió también.

No logré identificar el rostro. Pero aquella duda se resolvió cuando una hora y media después, me enteré del fallecimiento de mi abuelo por un ataque al corazón.

Traté de no atribuirlo a lo que hacía con el humo. Podría ser coincidencia. Pero mi propio abuelo siempre me decía que no había que mentirse a uno mismo. Volví a fumar y en cada expiración se formaban figuras de personas muriendo de diversas formas. Sólo a veces, pocas veces, reconocía a alguien y luego me enteraba de su muerte. Las otras, no había nada que hacer al respecto. Entonces, surgió la pregunta: “¿Podré hacer algo por las personas que conozco? ¿Sus muertes estarán premeditadas de tal modo que sea un acto irreversible del destino? En ese caso, ¿por qué razón se me ha dado de evidenciar estas cosas si no puedo interceder?”

A medida que seguía pasando el tiempo, me fui acostumbrando a esto y ya no me hice más preguntas retóricas, sino que comencé a intentar interceder en las muertes de personas conocidas. Pero no había mucho tiempo entre la visión y la consumación.

En una sola ocasión pude evitarlo y fue cuando estaba junto a la persona cuya muerte fue anunciada por el humo.

Luego de eso, ya no pude hacerlo nuevamente.

Nunca pensé en alguna divinidad malvada manipulándome para su entretenimiento al darme esta visión, que bien podría ser un poder salvador, hasta que vi morir a mi madre y el hecho se llevó a cabo sin que pudiera hacer nada.

Entonces sí lo pensé.

Y tuve dos opciones.

Elegí la primera que se me ocurrió y dejé la segunda como Plan B: dejé de fumar, aunque fuera muy difícil.

Durante dos semanas tuve las peores pesadillas de mi vida. Sufría terribles dolores en todo el cuerpo. De noche soñaba y de día veía toda clase de cosas horripilantes. Sea como fuere, aquello era peor que fumar. Así que, volví a hacerlo.

Los siguientes tres meses volví a lo anterior: visiones dibujadas por el humo. Más personas conocidas muriendo bajo el martillo dictador de alguien que se reía de mí.

Era momento de poner en práctica el Plan B y hacerlo rápido.

Encendí un cigarrillo, rodeé mi cuello con una soga, lancé una nubecilla de humo y salté de la silla. Antes de desvanecerme, vi mi propia imagen dibujándose en el aire y difuminándose con la misma rapidez con que emergió de mi garganta. Seguida a la imagen de mi rostro, apareció la de una munición que fue quien destruyó la de mi cara.

Me salvaron en el momento justo antes que se me acabara el aire.

Desde entonces, van doscientos días que no salgo de mi casa ni he vuelto a fumar y no puedo evitar vislumbrar a esta vida como un camino infinito lleno de humo y rostros difusos que nunca terminan de formarse.







(*) Escritor riogalleguense.

miércoles, 11 de julio de 2018

LA NOTA DE HOY



ISLA DE LOS ESTADOS


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




Uno de los territorios sureños que mejor refleja el proverbial aislamiento y el característico misterio de la Patagonia es la Isla de los Estados. Aunque está a pocos kilómetros de la Isla Grande de Tierra del Fuego, el proceloso estrecho que la separa, llamado de Le Maire en honor del navegante holandés que en 1616 también le impuso el nombre a la ínsula para homenajear al parlamento de los Países Bajos, constituye un desafiante obstáculo para la navegación. La fiereza de sus aguas parece sugerir que Escila y Caribdis se asentaron en su proximidades, con el objeto de martirizar a los marineros que osan hacer el viaje. Semejando un estilete afilado que entra en el Océano Atlántico, como una avanzada del continente que viene atrás, fileteada de fiordos, horadada de lagos y turberas, coronada de montañas que superan los ochocientos metros de altura, el lugar, dueño de una belleza salvaje, fue escenario de diversos hechos que por su peculiaridad se tornaron objeto de la atención literaria.

Entre los sucesos más conocidos que conserva su historia, se hallan las acciones navales del Comandante Luis Piedrabuena. Las rocosas costas fueron testigo de varios de los rescates que dieron al navegante el título de "Caballero del Mar"; y de los dos refugios para salvamento que construyó: el de Puerto Crook y el de Cabo San Juan. Junto con la Isla Pavón y el pueblo de "Las Salinas", fue parte de las tierras que el gobierno nacional le dio en concesión, reconociendo sus servicios en defensa de la soberanía. Fue también proscenio de su propio naufragio, cuando en 1873 zozobró la goleta Espora. El grupo de náufragos encaró la trabajosa construcción del cúter "Luisito", dirigida con mano firme por el comandante cuando las fuerzas de sus marineros flaqueaban. Las cualidades navales del esquife no sólo les permitieron retornar al continente; sino que, apenas arribados a Punta Arenas, con él volvieron a zarpar hacia la Isla en misión de rescate. Todas estas peripecias son narradas en los diversos biógrafos del prócer; como lo hace Raúl Entraigas en “Piedra Buena, caballero del mar”, Arnoldo Canclini en “Comandante Piedra Buena, su tierra y su tiempo” y Vicente Cimmino en “Piedra Buena. Un prócer desconocido y olvidado”. Cabe destacar que este último autor también escribió un ensayo llamado “La Isla de los Estados”; un compendio de su historia, geografía e importancia geopolítica, que constituye uno de los más enjundiosos estudios sobre el tema.

Otro de los hechos de trascendencia histórica es la construcción del faro de San Juan del Salvamento por parte del gobierno argentino hacia 1884; que dio lugar a una de las novelas emblemáticas de Julio Verne: "El faro del fin del mundo". Dos escritores nacionales también tomaron el tema para sus trabajos: “El faro del fin del mundo” de Enrique Inda, en tono de ficción; y el ensayo “La Isla de los Estados y el Faro del Fin del Mundo” de Carlos Pedro Vairo.

A ellos se agrega otro sucedido, la construcción del presidio militar próximo al Faro y la fuga de los presos en el año 1902, que dieron pábulo para varias obras. Una de ellas es la narración "El condenado del fin del mundo" de Enrique Inda, incluida en el tomo del mismo nombre junto a otros relatos australes, que recrea la vida imaginaria de uno de los penados. También Lobodón Garra - Liborio Justo - le dedica el cuento “La sublevación”, en su volumen “La Tierra Maldita”. El escritor Alfredo Becerra consagra al tema una novela, basada en las supuestas memorias de un presidiario prófugo, llamada “Fuga de los Estados”. En su prólogo se encuentra valiosa información sobre la bibliografía de esa zona. Asimismo, escribió un ensayo, “Los prófugos de la isla de los Estados”, que recopila las notas publicadas en la prensa con motivo de la fuga.

Más allá de estos sucesos que inspiran las letras, el lugar en sí se presta para telón de fondo de la creación literaria. El ya citado Becerra nos recuerda que quien primero entendió esto fue Roberto J. Payró. En su crónica “La Australia argentina”, este autor destina unas páginas para describir el paraje; y a modo de resumen dice: “Un poeta la elegiría para hacerla escenario de nebulosos y desgraciados amores, para fantásticas apariciones, para rondas de espíritus desolados del mundo de Poe”.

Con 254 kilómetros cuadrados de extensión y apenas cuatro habitantes, la dotación de un puesto de la Armada de la República Argentina que tiene la misión de vigilar la navegación en esas aguas, la Isla de los Estados tiene una densidad poblacional que la asemeja a un territorio desértico. Sin embargo, no lo es: tiene abundante vegetación, variada fauna y agua dulce, está rodeada de un mar rico en especies comerciales... pero el sitio siempre ahuyentó la vida humana. Como si fuese una maldición, una y otra vez la Isla expulsó a quienes quisieron poblarla. Foqueros, marinos, penados y guardias... unos tras otros fueron dejando su costas, sus cumbres y sus umbríos bosques, a popa de las naves que los llevaban de vuelta al hogar. Aún ahora tan sólo ese racimo de personas, el grupo de la marina, se mantiene aferrado a un punto minúsculo del terreno al borde del mar. En el resto del espacio domina la Naturaleza, que, cuando sopla el fuerte viento del oeste, y brama contra los peñascos de los cerros y ulula entre las ramas de los coihues y los canelos, de las lengas y los ñires, proclama con júbilo su victoria sobre la raza humana.




Nota del autor: Y la raza humana parece haber reconocido ese triunfo, ya que tanto el gobierno de la provincia de Tierra del Fuego como el gobierno nacional, la declararon reserva natural…


viernes, 6 de julio de 2018

LA NOTA DE HOY




JUGAR A SER OTRO

Por Paulo Neo (*)


De la serie: Sordidez y encanto.
 Xochitepec, febrero 2016





Las máscaras de Carnaval suponen la materialización de un deseo común a la mayoría: disimular algunas falencias. O más bien: jugar a ser otro. Al menos por un día, por algunas horas, y siempre y cuando uno se esfuerce lo suficiente, el deseo puede verse cumplido. Mientras la música suena ensordecedora, mientras los reflectores alumbren las pasarelas, conforme la espuma corre, los vasos se vacían y se vuelven a llenar, los papelitos vuelan por el aire, mientras el velo de la noche (que tiene algo de sórdido, de brutalmente mágico) los apaña, todo es posible.
En lo alto de la foto se puede ver a la mujer que, sentada a la mesa, observa algo que sucede más allá. Seguramente debido a que en las tablas del escenario se suceden bailarinas semidesnudas; un paralítico lee un discurso que pretende ser alegre pero resulta deprimente; algunas niñas emperifolladas para el concurso de ocasión; el “rey de los feos” bufonea y chilla como pez fuera del agua; todo sucediendo casi al unísono. Incrementando la sensación de desorden, de caos predispuesto, de frenesí general. A la mujer todo le parece distante, o eso es lo que comunica su expresión: aburrimiento, lejanía, dispersión.
El mozo, en cambio, de quien solo vemos medio cuerpo cubierto en parte por el uniforme, está más atareado que de costumbre: hay mesas dispuestas en la calle, más horas de trabajo, más altercados con los clientes y más dolores de cabeza. Pero también de seguro más propinas, un dinerito extra que no viene nada mal, quizás piense para darse un poco de fuerzas. Todo eso mientras espera el próximo pedido que no tarda en llegar, bien cerca de la barra y con dos chavales esperando a sus espaldas.
Lo intrigante de la foto es la pareja de jóvenes. La muchacha está sentada en el piso, casi de espaldas. Pero su hombro izquierdo apunta al muchacho. La actitud es sugerente, ligeramente provocativa. El muchacho, en apariencia más relajado, apoya la mano en el vaso que “casualmente” ha colocado sobre la otra mujer y ella. A quien suponemos corteja o pretende pero de forma más bien tímida. La mujer, que ha buscado su collar de perlas, sus aretes haciendo juego, y que ha elegido ese vestido que le deja la espalda al descubierto, lo mira directo a los ojos, quizás esperando que el joven se decida de una vez, que aproveche la amnistía ridícula pero eficaz de esa noche de Carnaval.
Y ya la música se apaga, los reflectores apenas alumbran, solo quedan restos de espuma en los vasos sucios, los barrenderos amontonan los papelitos, mientras el velo de la noche, que tiene mucho de sórdido, de brutalmente mágico, los apaña.




(*) Escritor de Río Gallegos. Este relato fue tomado de su página web.





miércoles, 27 de junio de 2018

EL RELATO DE HOY




RINCONADA

Por Hugo Covaro (*)




Todo era viejo, desgastado por ese viento arenoso puliendo los perfiles de casas abandonadas hace tanto tiempo.

La iglesia sin cura, amontonaba un médano bajo frente a sus gruesas puertas cerradas, en un silencio macizo sólo roto por alguna campanada fuera de hora, cada vez que una ráfaga de viento norte movía y golpeaba el negro badajo, colgante como testículo de toro.

Por el callejón principal de Rinconada suele pasar la historia como una anciana ciega sin detenerse. Fue obligado descanso de las tropas revolucionarias en su tránsito al norte y parada de mercaderes, bandoleros y contrabandistas de frontera.

Algunos aseguran que el mismísimo Brigadier General Don Estanislao Lezcano, hizo noche en la víspera de la batalla de El Quemado, velando las armas antes de aquel sangriento combate que sembrara de muertos el valle y signara para siempre la suerte de la gesta emancipadora.

Y hasta se dijo que el Coronel Robustiano Campos, caído en esa pelea, fue enterrado por sus soldados en el cementerio, pero no se sabe dónde, pues nunca se conoció el lugar de su tumba. ¡Pero eso fue hace un siglo!

De aquellas cincuenta familias, hoy quedan algunos viejos con los ojos grises de ver por siempre tanto desamparo. Y la Cándida Moraga con su hijo enfermo, en esa casona blanca delataba por un humo sin forma que repta un cielo ceniciento, como el último pulso de la vida en aquellas desolaciones.

En horas que el viento para, en el erial que cobija a los muertos entre picas bajas, las cruces tapadas ocultan el nombre de alguna historia familiar ajada de olvidos largos. Pero el mismo viento sabe escarbar los arenales y entonces las cruces muestran los apellidos de aquellos huesos tristes: Amaranta Solís (q.e.p.d.), Alejandrino Quenao (q.e.p.d.), Domitila Soca (q.e.p.d.), Porfidio Curinao (q.e.p.d.)...

Por la entrada despareja, seguida por la mula que sin esfuerzo cargaba al pequeño jinete, Laifil caminaba con la vista fija en ese humito parado en el aire, que le señalaba el final de aquel largo viaje.

Un zaguán estrecho terminaba en el patio de baldosones rústicos desde donde una galería espaciosa daba sombra a las habitaciones que en hileras, conformaban aquella construcción que fuera almacén y fonda en tiempos mejores.

 Cuando sus anteriores ocupantes la abandonaron, Cándida escondió la peste de su hijo entre esos muros de tres jemes de anchura. En esa penumbra de socavón, un niño con rostro de viejo miraba deslumbrado el chorro de luz que le acuchillaba los sentidos, iluminando esa carcoma oscura que le masticaba las entrañas.

Laifil lo contemplaba callada, como quien se asoma luego de un derrumbe. Al fin dijo:

Me llamaron tarde. Esta criatura no tiene remedio... ya huele a podrido el pensamiento –murmuró la machi como un rezo–. No creo que pase de esta noche...

Unas manos piadosas le cerraron los ojitos para devolverlo a las tinieblas.

 Al otro día, con el sol pintando de fuego las crestas de las serranías, la machi seguida de la mula y el pequeño Payún montado, le daban la espalda al caserío, mientras un viento nuevo, recién venido, amontonaba arena junto a la cruz del angelito.





(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. Este relato fue tomado de su libro “El chamán y la lluvia” (Editorial Universitaria de La Plata, La Plata, 1996).



viernes, 22 de junio de 2018

EL CUENTO DE HOY




UNA SALIDA

Por Luis Alberto JONES



El Mocho no quiso saber nada. Aludió que la novia lo había cortado diciéndole que ya había salido dos veces sin ella. Y bueno, entonces fuimos nosotros tres: Marquitos, Piti y yo. El viernes, al final, encaramos para Recoleta. No era una salida habitual. Es que no veíamos otra manera mejor de gastar la guita y festejar que ir a comer con lo que habíamos ganado pegándole a las últimas cuatro de la Quiniela. Según nuestros cálculos, que podían no ser certeros ya que siempre íbamos a comer pizza, nos alcanzaba en un restaurante bien para cinco, lo que nos daba algo de margen para un cafecito cerrando la noche. 
Estaba buenísimo. Menos mal que habíamos ido bien vestidos porque los comensales eran todos bacanes. Lógico, ya lo imaginábamos. El primer error fue cuando el mozo, sin mostrarnos la carta, nos avanzó con el plato del día: pato a la naranja con batatas a la rigoleau. Y sí, con la propaganda que le hizo, agarramos viaje. La verdad valió la pena. El pato tenía color dorado con un baño de miel y largaba un aroma que te  apuraba a devorarlo. Las batatas eran tiras verdes que se derramaban alrededor. Increíble la presentación. Le agregamos un postre, también sugerido por el veterano mozo. No sé cómo describirlo, tenía de todo pero era un tipo de helado. Una base de vainillas y para arriba como una torre de frutillas formando un volcán coronado con crema y unas bolitas negras, arándanos se llaman. Un poco empalagoso diría.  Con una presentación que con solo mirarlo ya lo comimos.
Canchero el tipo, el mozo digo, nos ofrece si no queríamos cerrar la noche con un champagne. Otro acierto, lo disfrutamos y nos hizo sentir unos ricos. Menos a Piti. Me parece que lo tocó porque por ahí le costaba cerrar algún pensamiento. Qué bárbaro. Bueno, hasta la boleta digo. No era como si hubiesen comido tres, ni cinco. Para nosotros eran como diez. Agregamos algo que llevábamos porque hacía días que habíamos cobrado, pero ni cerca. Es que el lugar y la calidad eran incuestionables pero destruyeron nuestras matemáticas previas. Ahí empezamos a mirar el mostrador como condenados. Es que sabíamos que detrás de él nos esperaba el temido cadalso de las cosas sucias. Yo le di a los platos, a Marquitos le tocó los cubiertos. Peor le fue a Piti con las ollas y sartenes. Los dedos le quedaron impermeabilizados con la grasa. 
Al Mocho le contamos que la pasamos bomba. Es que él es un tipo que la imaginación no le da para suponer lo que nos pasó.