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sábado, 4 de mayo de 2019

EL CUENTO DE HOY



DEBAJO DE MÍ

Por Mónica Soave (*)




Me asustan las olas allá abajo. Estoy sentado en el acantilado con el viento golpeándome en las orejas y este cielo lívido encima de mí. Me llenan de miedo las olas y la espuma que veo resbalarse sobre el mar desde esta piedra, desde todas estas piedras que parecen moverse y caerse junto con su cuerpo.
Fue tanto tiempo que me pasé con él, andando al lado de su vida. Era siempre mejor quedarse así, a su cuidado, dentro de la casa. Todos decían que era peligroso que yo anduviera solo por las calles del pueblo, de aquí para allá, mendigando un resto de comida o un lugar menos frío donde dormir. Todos decían eso, pero de todos era yo al que golpeaban, al que corrían de todos los sitios, hasta no saber más adónde ir. Y es muy difícil que uno pueda aguantar con tanta resignación ese atropello, que a uno siempre lo martiricen y le peguen hasta sangrar.
Una tarde embarrada, de olas muy altas y ni un alma caminando en las calles, Fermín me encontró. Me ofreció la comida que me venía faltando hace tanto tiempo y un lugar en su cuarto chorreado de humedad, lo de darle calor y compañía yo lo hice. Todos dijeron que Fermín se había vuelto loco, que un hombre solo y enfermo no se podía tomar el trabajo de cuidarme. Eso dijeron y a mí no me importó. A Fermín tampoco. Nos sobraba el día para estarnos juntos aquí en el acantilado, mirando el recorrido de una nube. Me acostumbré a sus largos silencios. Me ayudó a que pudiera comprender algunos de sus miedos, cuando caminaba a la noche con esos pasos largos por el vivero o cuando se me arrimaba en el catre que compartíamos. Ya no le tuve miedo a la soledad. Por eso yo lo quería tanto a Fermín. Porque él me defendía de la gente que decía tantas cosas sobre mí, mentiras, Fermín siempre decía que eran todas mentiras y yo siempre le creí únicamente a Fermín, cuando empecé a creer.
Es horrible que uno no haya podido conocer a sus padres ni saber donde están, pero es que uno no tiene la culpa de las cosas que pasan alrededor. Solamente se puede tratar de vivir lo mejor posible y conseguirse su parte de comida y abrigo y su refugio y todo eso que me enseñó Fermín mientras me hablaba por las noches con esa luna enorme y me hacía caricias en el pelo y yo me dejaba estar. El sabía lo que a mí me gustaba quedarme horas ahí, bajo su calor, bajo su sombra. Él sabía muy bien que era todo lo que yo había podido encontrar en este mundo.
Entender su tristeza yo también tuve que hacerlo. Se ponía a llorar y gritar de dolor al último, en ese cuarto donde la humedad parecía ocuparlo casi todo y me pedía casi sin voz que lo ayudara a no perder de esta manera la vida que le quedaba, y yo lo acompañaba a llorar y a gemir como si nuestros solos quejidos y nuestras solas lágrimas pudieran ahuyentar todos los terrores, pero ni eso bastaba. Fermín no se aliviaba con esas gotas de sal.
Y por eso, para que tampoco a él lo vieran sufrir es que lo he acompañado hasta el acantilado y lo he visto conquistar todo ese aire, como una gaviota, y ahora parece que las piedras sobre las que estoy echado también se movieran hacia abajo junto con ese cuerpo, ahora tan liviano, al que tanto he querido.
Me voy a estar aquí, para siempre en este borde húmedo, cavar un hoyo con mis patas a mí va a tocarme. Y ahí en ese hoyo me quedaré hasta que la muerte escuche mis aullidos y venga a buscarme y me lleve por fin junto a las piedras y las olas, allá abajo.



(*) Escritora que vive actualmente en Buenos Aires. Residió varios años en Puerto Madryn, donde escribió parte de su obra literaria. Este cuento es de su libro “Por Amanda y los demás” (Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1993); con prólogo de Mempo Giardinelli.

martes, 30 de abril de 2019

EL POEMA DE HOY




Mutando sentidos (*)

PorAlicia Cristina de Volpi




Este otoño con su cortejo de sepias
envuelve de harapientos matices
quita luz a las horas y pupilas
clavando al azar sus buriles.
Los recuerdos reptan
al hueco de la memoria.

El viento su leal compañero
apura a los pájaros siempre jóvenes
y como un rosario desgrana el misterio
entre hojas que no envejecen.
Solo son un guiño compasivo
del espacio vaciado.

Espera el sabueso del otoño
entrenado para destrozar los instantes
cautiva con sus pesares al unísono
en indiferente saqueo del ayer. 
Clavan sus gubias en la piel.

El tácito olvido otoña huellas
lívidas del cansancio de los espejos
con el barniz áspero de la soledad
despide voces y risas en ecos.
Solo briznas se filtran
del canasto aromado de mocedad.
El vital tránsito distraído retumba 
en paredes que nunca fueron tan frías
y sobre la humedecida pintura de bullas
cuelga las estampas de la distancia.
Son demonios de la soledad
en la casa desierta.
Y en la tarde oscura de otoño
tiemblan hasta las ventanas.
Un ocaso de soles se lleva los recuerdos. 



(*) Premio Corona de Plata - Eisteddfod de Trevelin 2019



sábado, 27 de abril de 2019

EL POEMA DE HOY





POR LOS QUE LLEGAN

Por Sandra Pien (*)



La ciudad quedó tan lejos
las manos de mujer
y el viento tan cerca.
Cuál es
la fragancia
de la flor
más bendita
el poema
de este suelo.
Nuestras sombras
se confunden ascendiendo
entre las hogueras murales
en los ojos al renacer.
He aquí la buena nueva
la madre roca
trae el pan de hoy.
Con las palmas abiertas
percibiendo el verbo enérgico
nos entrega la savia del origen
el secreto glacial
de la ilusión primera.



(*) Escritora de Buenos Aires. Vivió en El Calafate, donde produjo una parte importante de su creación literaria, como el libro “Patagonia. Rumbo Sur” (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 1998), de donde fue tomado este poema.



viernes, 19 de abril de 2019

LA NOTA DE HOY





LITERATURA ANTÁRTICA

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



La Antártida Argentina forma parte, junto con las Islas del Atlántico Sur, de la provincia de Tierra del Fuego. Por lo tanto, es acertado decir que las creaciones literarias relativas a esta zona se integran al corpus de la Literatura Patagónica. Quien investigó el tema con su habitual pericia es el Dr Pedro Luis Barcia, cuya obra “La Literatura Antártica Argentina” indaga sobre las obras nacionales inspiradas en el Continente Blanco. Al desarrollar su estudio, encuentra que la región fue numen para la poesía, la dramaturgia y la narrativa. En base a este trabajo, también hacen importantes aportes al punto Juan Terranova en su artículo “Escritores Antárticos Argentinos” (*); e Ilaria Magnani en “La Antártida en la Literatura Argentina” (**).

La primera obra que menciona el Dr Barcia es el poema “La vida en el Polo”, fechado en 1886; fruto de un autor desconocido que se refugia en el pseudónimo “Antares”. Hacia 1905, la crónica se hace presente con “Dos años entre los hielos”, de José María Sobral. Data de esa época el “Diario del Estafeta” de Hugo Alberto Acuña; uno de los integrantes de la dotación inicial de la Base Meteorológica de las Islas Orcadas. Fue escrito durante 1904, aunque su publicación es muy posterior. En 1925, ofrece su prosa poética “El puñal de Orión”, de Sergio Piñero. Al tiempo, en 1932, Liborio Justo publica con el seudónimo de Lobodón Garra el volumen “La tierra maldita”; cuyo cuento “Las brumas del Terror” transcurre en la Antártida. El novelista Juan José de Soiza Reilly viajó a las Orcadas en 1933. Al regreso describe sus experiencias en un artículo para la revista “Caras y Caretas”, con subtítulos como “La tragedia de la soledad”, “Psicología de los pingüinos” y “El alma de Ramsay”. Este último, según Terranova, es un verdadero cuento de fantasmas.

Iniciada la década de los 40, se da a conocer la pieza teatral “Islas Orcadas”, de José María Monner Sans y Gómez Masia. También son de ese momento el poemario “Antártida Argentina. Poemas procelares”, de Luis Ortiz Behety; y el ensayo “Cuatro años en las Orcadas del Sur” de José Manuel Moneta, ambos de 1948. Más tarde, en 1954, se publica “La vida en la Antártida. Mis días en Melchior”, de Alberto Aníbal Soria; y, hacia 1958, la narración “Viaje a la Antártida” y el poemario “Donde la Patria es un largo glaciar”; los dos de Nicolás Cócaro. Luego aparece “Antártica. Poemas de hielo”, por Carlos Moneda Testa, en 1960.

En 1970, vuelve la poesía con “Sonetos antárticos” de Mario Victoria. En esta época pueden además mencionarse "Había una vez en la Antártida" (1967) y “Lejos del Sol. Nuestra Antártida" (1974); obras de Mario Luis Olezza. Ya en los 90, se edita la novela “Misterio en la Bahía Paraíso”, del santacruceño Rodolfo Peña; con una trama que reúne intrigas internacionales en un escenario antártico más complejo. A inicios del siglo XXI aparecen varias obras relativas a la zona. En el género dramático, se puede citar “Continente viril”, de Alejandro Luis Acobino (2001); y en el didáctico diversos diarios, crónicas y ensayos, como “Antártida Negra. Los diarios” de Adriana Lestido, “Reminiscencias” de Jorge Julio Mottet, que describe la expedición científica argentina de 1951, “Vivir en la Antártida. Expediciones de un Guardaparque" de Julio Cesar Zoccatelli, “De la Tierra Australis a la Antártida” del investigador fueguino Luis de Lasa, que trata sobre la evolución de la cartografía antártica; y "Los Tiempos de la Antártida", escrita por Ricardo Capdevila y Santiago Comerci, quienes desarrollan una detallada Historia de la región.

Pero no sólo los autores nacionales tocaron temas relacionados con la porción de la Antártida reclamada por el país. La expedición de Sir Ernest Shackleton entre los años 1914 a 1917, con el buque Endurance; originó una abundante creación literaria. Entre otros títulos se puede citar “Sur”, escrito por el mismo Shackleton. No fue su único libro sobre la región; ya que, basado en su expedición de 1907, escribió “El corazón de la Antártida”. A su muerte en 1922, Hugh Robert Mill redactó la biografía “The life of Ernest Shackleton”; y años más tarde, en 1959, se publica “Endurance”, de Alfred Lansing; relato clásico de la expedición. Algunas obras más modernas que tratan sobre el tema son “Shackleton. Expedición a la Antártida” de Lluís Prats, “Atrapados en el hielo” de Caroline Alexander, “Los Viajes de Shackleton a la Antártida” de Alberto Fortes López y “La Aventura Antártica del Endurance” de F.A. Worsley. En esta expedición, perdido el buque, la tripulación sobrevivió durante dos años en el desierto helado; sin sufrir una baja. Esa proeza se adjudica al liderazgo de Shackleton; por lo que la campaña también se analiza en textos de gestión empresarial como “La Brújula de Shackleton”, de Jesús Alcoba González y “Lecciones de liderazgo”, de Dennis Perkins.

En la actualidad, la Antártida, sin perder su misterio, es un sitio visitado en forma habitual por turistas y viajeros; muchos de quienes vuelcan a las letras su testimonio. Tal los casos de “Viaje a la Antártida” de León Lasa, “Un viaje a la Antártida” de Sergio Rossi, “Álbum de la Antártida” de Ramón Dachs, “Relatos de la Antártida, una travesía en el Spirit of Sydney” de José Bescos Cano; y “Horizonte Móvil (Una expedición literaria a la Antártida)”, de Daniele del Giudice; entre tantos otros.

Para terminar este breve recorrido por la Literatura blanca, se recuerdan las obras pertenecientes a un género, el de terror; que halla en aquel lugar espacio propicio para sus fantasías. El ejemplo más conocido es el de las novelas “encadenadas” de Edgard Allan Poe (“Las aventuras de Arthur Gordon Pym”), Julio Verne (“La esfinge de hielo”) y Howard Phillips Lovecraft (“En las montañas de la locura”). Otro relato de miedo antártico es “En la tienda de Amundsen”, de John Martín Leahy. Por su lado, John W. Campbell fantasea sobre una nave alienígena y su tripulante, extraídos de las profundidades del hielo en el cuento “Visitante del espacio”; en tanto en la novela “La noche de los tiempos”, René Barjavel describe una fenecida civilización, sepultada bajo el manto helado. Una curiosa novela, más de aventuras que fantástica, es “Al Polo Sur en velocípedo”, de Emilio Salgari; donde los exploradores llegan a los 90 grados de latitud sur en bicicleta.

En síntesis, la creación literaria nacional relacionada con la Antártida constituye un poderoso aporte a la Literatura Patagónica; en tanto que el resto de las obras citadas en la nota se incorpora al vasto corpus de las letras universales, aportado un hálito de aventura y romanticismo a los prosaicos tiempos actuales.



Notas:

(*) Juan Terranova. “Escritores Antárticos Argentinos” (https://latinta.com.ar/2017/10/escritores-antarticos-argentinos/)
(**) Ilaria Magnani. “La Antártida en la Literatura Argentina. Entre el sueño edénico y la reafirmación soberanista (http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/Sociales/article/view/1777/1798)


sábado, 13 de abril de 2019

EL CUENTO DE HOY




UNA HISTORIA COMÚN

Por Ada Ortiz Ochoa (*)






Don Pedro Marillán pone sus pasos en las huellas que marcaron las pezuñas ovinas, pero también los lugareños que ganaron el atajo que los llevaría al pueblo.
Lleva varios encargos para cumplir. Mentalmente repite lo más importante. Sus trancos cortos se suceden con ritmo rápido.
Al anochecer llega al poblado.
Va derechito a la casa del Turco. En el descanso duerme un poco a los saltos, mientras escucha los ronquidos de su compadre el Turco Talí.
—¡Bien temprano marcharé al Juzgado, luego al corralón y... tantas diligencias para hacer…! —el bueno y servicial Pedro no puede con su cansancio y recibe la bendición del sueño.
Lo despierta el ruido sonoro de la chupada que el Turco propina a su amargo mañanero. Cuando ya está listo para salir, le llega el mate a sus manos. Lo toma con deleite mientras piensa:
—¡La pucha! ¡Son como seis niños para anotar! ¡Es viernes... y si no alcanzo a realizar todo!
Comenzó a buscar el papelito donde tenía los nombres elegidos.

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Allá, en lo alto de las sierras, es decir de la meseta del Somuncurá, viven como quince familias, mejor dicho "duran". El clima cruel, lo inhóspito del lugar, la agresiva y penosa ruta y la distancia, tornan el viaje de cuatro horas a pie en una empresa poco frecuente.
Y cuando algún lugareño se dispone a hacerlo, todos aprovechan para hacer encargos, entre ellos es el de hacer anotar a los niños en el Registro Civil del pueblo, a los niños nacidos mucho tiempo atrás y a los recientes.
Cuando Pedro toma conciencia que el papel con los nombres no viaja con él…, se siente vacío. ¿Y ahora qué hará?
Los paisanos eligen un nombre, lo acarician por un tiempo y esas sílabas ya pertenecen a los pequeños seres, cuyas carnes y espíritu se templan al rigor del paisaje y las carencias.
—¿Qué pasa? —la ronca voz del compadre acompaña el gesto de retirarle el mate que ya se enfría entre sus manos.
—¡Perdí los nombres de las criaturas que tengo que anotar...! ¿Y ahora qué les digo a los padres? ¡Los apellidos los sé, pero los nombres de los niños no!
—¡Solucionalo fácil! ¡A los varones los anotas con los nombres del padre y a las niñas con los de las madres!
—¡Sí..., pero!
Recordó a Eufrasia. Tan sola, tan linda ..., con su niña mamando ávidamente de sus pechos flacos y rogándole con sus enormes ojos pardos.
—¡Oiga, Don! No quiero que mi hija se llame como yo. ¡Es tan feo Eufrasia! —y aquí le dijo un nombre que era para Pedro como un trabalenguas. El estaba acostumbrado a las Marías y a las Rosas... Por todo eso anotó los nombres. 

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Zardica riega sus plantas casi con amor y se da cuenta que mientras recuerda esa historia antigua, contada cientos de veces por su madre, las lágrimas corren por su cara.
No es dolor, no, es ternura. Pedro termina siendo el padre que no ha conocido, y su madre, Eufrasia, encuentra en él compañerismo y apoyo. Fueron una gran familia.
Está sola, mejor dicho vive sola, puede actuar siempre libremente, quizás por eso mismo larga al aire una carcajada alegre y despreocupada.
¡El pobre Pedro! Semi-analfabeto y cargando con los encargos de todos los vecinos de ese paraje. ¡Y todavía queriendo complacer a su madre que ha elegido cuidadosamente su nombre! Ja, ja.
Ella, debía haberse llamado Zunilda Ercilia ¡y no Zardica! A Pedro no le ha alcanzado la vida para disculparse por ese error.
Termina de regar sus plantas y mira con cariño a su entorno. ¡Cómo le gustaría que tanto su madre como Pedro hubieran visto el adelanto de esa zona!
Su casa es amplia, sin pretensiones, pero es una buena vivienda y le pertenece. Su cochecito la lleva hasta su trabajo de maestra de rama primaria en la escuela del pueblo.
Ella ha preferido quedarse en la propiedad donde ha nacido. Todo ha cambiado, quizás un poco lentamente, pero el camino permite la llegada de un pequeño colectivo zonal y también el tránsito de camiones con mercaderías, que abastecen a toda la zona, etc...
Acostumbrada a vivir sola, camina lentamente por la zona no cultivada que, cerca de su jardín, muestra jarillas y pastos duros, mientras medita.
¡Qué templanza la de todos aquellos que deciden no sucumbir al atractivo engañoso de las grandes ciudades! De quienes prefieren el viento, las duras heladas, 1as inmensidades de mesetas y mallines, que caminan estos duros suelos y se acunan de soledades y silencios.
De quienes nacieron, amaron y murieron sin dejar esta tierra bendecida, en donde descansa su madre y el querido Pedro. Su única familia.
Siente inundarse su pecho de un noble orgullo de casta, de origen, de arraigo y de pertenencia ..., por eso mirando al inmenso firmamento, grita con todas sus fuerzas:
- ¡Soy feliz aquí! ¡Te amo grandiosa Patagonia! ¡Firmado Zardica Campos!
Mira el glorioso atardecer que da colores increíbles a esos, sus amados cielos patagónicos, y se seca lágrimas de emoción de su joven rostro.



(*) Escritora de Sierra Grande. Este cuento es de su libro “Después… será un mañana”.